Cuando los Hollister se recobraron de su sorpresa, Pete pidió a Flippon:
—Háblenos del circo mágico, por favor.
Al principio, el hombre de los tatuajes quedó un poco sonrojado, pero explicó que se trataba de un nuevo circo que se estaba organizando en otra región de Florida.
—Los propietarios están contratando artistas. Y me han escrito por si a mí me interesa trabajar con ellos.
—¿Se irá usted? —preguntó Pam, muy nerviosa.
—Tal vez. Me han prometido doble sueldo del que tengo aquí. Otros varios artistas de «El Sol» se han marchado allí; por lo tanto, debe de ser un buen sitio. Puede que también yo me vaya.
—¡No, por Dios! —suplicó Pam—. ¡No deje usted a Peppo!
Y Pete añadió:
—¡Este circo es tan bonito!
El malabarista miró a los niños con cara entristecida y repuso:
—No puedo deciros más sobre todo esto. Yo de vosotros, iría a preguntar a Totó.
«¡Totó! —pensó Pete—. ¡Verdaderamente, es un hombre muy extraño!».
El mayor de los hermanos dio las gracias a Flippon y todos los Hollister salieron de la tienda del malabarista. Mientras cruzaban los terrenos del circo, Pete propuso a los demás ir a preguntar a Totó algo sobre el Circo Mágico.
Pete condujo a todos sus hermanos más allá del cercado de los elefantes, hasta una gran tienda de lona. La cortina de la tienda se abrió entonces y por ella salió Totó.
—¿Es que no vais a volver nunca a vuestra casa, críos? —barbotó, arrugando el ceño.
—Sí. Sí, señor —contestó amablemente Pete—. Precisamente ahora nos marchábamos al motel. Sólo queríamos preguntarle, antes, qué es lo que sabe usted del Circo Mágico.
La cara de Totó se puso tan roja que Pam temió que el hombre fuera a estallar.
—¡Fuera de aquí todos! —ordenó a grandes y rabiosas voces—. ¡Y a ver si dejáis de andar olfateando en los asuntos de las demás gentes!
El hombre se mostró tan amenazador que los niños retrocedieron. Pete quiso hablarle de nuevo, pero Pam tiró de él para apartarle de allí.
—¡Qué señor tan terrible! —exclamó con acento de miedo la dulce vocecita de Holly, mientras todos corrían hacia el puente.
Muy asustada, Sue aferraba su mano gordezuela a la de Pam y la hermana mayor decidió hablar de algo sin importancia para intentar tranquilizar a todos.
—¿Qué creéis que habrá hoy para cenar? —preguntó procurando dar a su voz un acento despreocupado.
—A mí me da lo mismo —aseguro Ricky—. Tengo tanto apetito que me puedo comer hasta una ballena entera.
La ocurrencia del pecoso hizo estallar a Sue en risillas divertidas.
No fue ballena, sino estupendos salmonetes lo que sirvieron a los Hollister en el cenador del motel, aquella noche. Mientras saboreaban la cena, los niños contaron a sus padres las aventuras pasadas durante aquel día.
Yla señora Hollister exclamó con asombro:
—¡Hijitos, en un solo día habéis pasado toda una vida de aventuras!
Pero el padre estaba muy serio y declaró:
—Todo esto tiene un aspecto amenazador que no me gusta nada. Os ruego, hijos, que no volváis por ese circo si yo no os acompaño.
Después de comer el riquísimo bizcocho blanco que les sirvieron para postre, Sue se acercó a Holly, preguntando:
—¿Se lo damos ya a mamá?
—Sí —contestó Holly, haciendo un guiño a Pam.
La mayor de las hermanas replicó con otro guiño y con un cabeceo.
—Mamá, tenemos una sorpresa para ti —anunció con voz zalamera, Holly.
—¿De verdad? ¡Qué alegría! —repuso la madre.
Sin poder contener la risa, Sue ordenó:
—Cierra los ojos y acerca las manos.
Mientras la madre obedecía, Pam se agachó a coger un paquete que había tenido oculto debajo de su silla. Lo levantó lo colocó con suavidad sobre las manos extendidas de la señora Hollister y exclamó alegremente:
—¡Ya está! ¡Mamá, abre los ojos!
—Muchas gracias. Pero ¿qué es? —la señora Hollister.
El señor Hollister y los dos muchachitos estaban tan sorprendidos como la madre. Y Ricky no era capaz de dominar su curiosidad.
—Anda. Ábrelo —rogó con insistencia, y se levantó de la silla para acercarse a mirar por encima del hombro de su madre.
Por fin, el papel quedó desplegado sobre la mesa y la madre mostró entusiasmada con una exclamación:
—¡Qué regalo tan lindo! Pájaros hechos con conchas de mar. ¿Son de los que hace la señorita Sally?
Las niñas rieron, complacidas, y Pam explicó:
—No, mamá. Lo hemos hecho nosotras, con ayuda de la señorita Sally, desde luego.
—Son verdaderamente preciosos —aseguró la señora Hollister—. Muchísimas gracias, hijas.
El padre examinó atentamente el delicado trabajo y acabó meneando la cabeza.
—No sé cómo habéis podido hacerlo. —Extendió una de sus manos, grandes y musculosas, y declaró, riendo—. Con esto, yo no habría sido capaz de hacer una cosa así.
Los demás se echaron a reír y Sue declaró muy grave:
—Papi, es que tus manos son para hacer trabajos grandotes.
Cuando se levantaron de la mesa, la señora Hollister volvió a dar las gracias a sus hijas y las besó en la mejilla.
—Cuando volvamos a casa —dijo—, pondré estas preciosas aves formando un grupo sobre mi escritorio. Será un hermoso recuerdo de Florida.
Desde el primer momento Ricky se sintió deseoso de haber podido hacer también él, un regalo a su madre.
Yal fin decidió hacérselo con algo que podría conseguir sin mucha dificultad.
«Ya sé —pensó—. Me iré a ese sitio que llaman la Playa de las Conchas Marinas».
Aquella playa estaba algo distanciada del motel, pero el pequeño calculó que tendría tiempo de ir y volver, antes de la hora de acostarse. Buscaría, sí, buscaría por todas partes, hasta que encontrase, para su madre, la más grande y la más bonita de las conchas marinas del mundo.
Por un momento quedó indeciso. Sabía que debía decir a sus padres a dónde se marchaba, pero al mismo tiempo, quería guardar el secreto respecto al regalo.
«Pediré a Holly que venga conmigo», pensó.
Su hermana se sintió muy contenta por poder acompañarle y prometió guardar el secreto. Inmediatamente, fueron a pedir permiso a la señora Hollister para ir a dar un paseo y prometieron no acercarse a la orilla del mar.
Los dos se alejaron, dando alegres brincos, y en diez minutos llegaron a la playa de las Conchas Marinas. ¡Qué bonita era! Tenía una arena blanca y fina. Y por todas partes se veían caracolas de todos los tamaños, colores y formas. Holly empezó a coger en seguida y pronto tuvo llenos los bolsillos de la blusa y los pantalones.
Pero Ricky no había encontrado aún ninguna de su agrado. El pelirrojo iba examinando muchas, de las que más le gustaban, pero ninguna le parecía lo bastante especial y bonita como para regalo de su madre.
Pasó un rato y de pronto ¡la vio! Era una concha de color rojo, en forma de cucurucho, formando unas perfectas curvas en espiral.
—¡Mira, Holly! —exclamó, llevándose la caracola al oído para escuchar el ruidillo, semejante al oleaje, que se advertía. Una vez había dicho a Ricky que aquélla era la demostración de que una caracola era perfecta.
¡Sí! ¡Claro que sí! Aquella preciosa caracola era perfectísima, a juzgar por el ruidillo que se percibía.
—¡Qué bonita! —alabó Holly—. Mamá se pondrá muy…
La niña guardó silencio porque, con el rabillo del ojo, acababa de ver un perro de aguas que corría por la arena. Un hombre le perseguía a toda la velocidad de sus piernas.
—¡Ricky! —gritó Holly, llamando la atención del chiquillo que levantó, inmediatamente, la cabeza.
El perro se dirigía en línea recta hacia ellos y a los pocos momentos, los dos niños pudieron ver con toda claridad el collar que llevaba. ¡Era de un precioso color púrpura y estaba cuajado de pedrería!
—¡Es Nappy! —exclamó Holly—. ¡Se le ha escapado al «roba-perros» y se marcha a su casa!
—¡Corre, corre, Nappy! —animó Ricky, dirigiéndose al animal.
Era evidente que el ver a los niños hizo variar de camino al perro, que se dirigió a un bosquecillo de árboles cubiertos de musgo. A llegar allí, Nappy volvió un momento la cabeza, para mirar en dirección a la Isla del Circo.
Pero el animal no pudo llegar ya mucho más lejos. Ante el enorme asombro de los niños, una enorme red de pesca cayó sobre Nappy, cubriéndole por completo y haciéndole rodar sobre sí mismo. Y antes de que el pobre animal hubiera logrado librarse del encierro, un hombre salió de entre los árboles y se apoderó del perro.
Mientras el hombre desaparecía por el bosque, Ricky gritó:
—¡Es el ladrón de Shoreham! Holly, no podemos permitir que robe así a Nappy. ¡Vamos a perseguirle!
El chiquillo echó a correr tras el hombre y el animal, seguido por su hermana. En su prisa, al pequeño se le cayó la caracola de las manos, pero no se detuvo a recogerla. Ya sólo veía borrosamente la silueta del hombre que escapaba. Nappy, que ladraba con furor, quedó, de pronto, silencioso. ¿Habría hecho daño al perrito aquel odioso ladrón?
El camino iba resultando cada vez más difícil para los dos niños. Cuando avanzaron otro poco, el bosque se transformó en un pantano en el que, constantemente tenían que chapotear, con lodo hasta los tobillos. Por dos veces tuvieron que correr, rodeando unas charcas que el ladrón había vadeado. El hombre les llevaba ya mucha distancia, pero los pequeños seguían tras él, valientemente.
De pronto, Holly resbaló en el lodo y cayó de bruces. Ricky se detuvo para ayudarla. La pobre Holly estaba llena de barro y respiraba con dificultad.
Cuando los dos hermanos estuvieron preparados de nuevo para proseguir la persecución, el ladrón y el perro equilibrista de Peppo se habían esfumado. Ricky y Holly avanzaron un trecho más, pero pronto comprendieron que su persecución era inútil.
—Lo que podemos hacer es volver y contárselo todo a la policía —propuso Holly—. Ellos encontrarán a Nappy.
Los dos niños empezaron a regresar por donde habían llegado. Tenían que saltar sobre grandes raíces, salientes, hundirse en el fango, rodear enormes charcas. La hierba de los pantanos les llegaba a los tobillos. Se hacía de noche rápidamente.
Habían estado caminando, de regreso, cosa de un cuarto de hora, cuando la niña preguntó:
—Ricky, ¿tú crees que vamos por el camino que hemos venido?
—No —confesó su hermano—. No lo creo. Me parece que todo esto está lejísimos de la playa. Vamos a probar por este otro camino.
El pequeño giró hacia la derecha, seguido de Holly. Cuando se hizo completamente de noche, los dos comprendieron que sería peligroso continuar caminando.
—¡Qué miedo! —exclamó Holly con angustia—. Me parece que nos hemos perdido.
—Sí. Eso creo —admitió el niño—. Pero no te preocupes, Holly. En las junglas de Florida no hay leones, ni tigres. No nos va a ocurrir nada, aunque… aunque tengamos que pasar aquí toda la noche.
Holly no estaba muy convencida de que aquello fuese verdad, pero comprendió que debía ser valiente.
—Podemos sentarnos un momento a descansar —propuso—. Papá y mamá vendrán a buscarnos.
Cerca, encontraron un gran trecho seco, cubierto de hierba, y se sentaron. Casi inmediatamente empezaron a notar sueño, se tendieron en el suelo y muy poco después, los dos se habían dormido.
Ya había amanecido cuando los dos hermanos se despertaron, oyendo un alegre coro de pajaritos que gorjeaban. Durante unos segundos, los dos se miraron con asombro. Luego, dándose cuenta de que seguían en el pantano y que nadie había ido a buscarles, Holly, muy apurada, exclamó:
—¡Todavía estamos perdidos, Ricky!
—Es verdad, Holly. Pero ahora encontraremos en seguida el camino.
Eso era lo que más deseaba Holly que echó a andar detrás de su hermano, moviendo sus piernecillas con dificultad. Con la resplandeciente claridad de la mañana, el pantano formaba un hermoso conjunto de flores, pájaros y follaje extraño que se extendía en todas direcciones. Al cabo de un rato Ricky tuvo que confesar que no era tan fácil como él había creído, encontrar la playa. Nada de todo aquello era reconocible para los dos pobrecillos hermanos.
—¿Qué haremos? —preguntó Holly, con los labios trémulos.
Todavía Ricky seguía pensando, sin encontrar una solución, cuando los dos niños oyeron, por encima de sus cabezas, un grito extraño. Mirando hacia arriba quedaron muy sorprendidos al ver un gran pájaro blanco que volaba en círculo sobre ellos. Un momento después descendió, posándose en el suelo sobre sus largas y delgadas patas.
—¡Zumbador! —exclamó Ricky.
La zancuda quedó unos momentos mirando a los niños. ¡Cuánto habría deseado Holly poder volar igual que aquella ave, para regresar inmediatamente a la Isla del Circo!
—Ven con nosotros andando, guapo —invitó Holly, empezando a caminar.
Pero Zumbador, no se movió. En cambio, empezó a exhalar agudos gritos. Cuando los niños se volvieron a ver qué le ocurría, el pájaro revoloteó sobre ellos, se inclinó luego a coger con el pico el borde de los pantalones de Holly y tiró de ellos.
Ricky se echó a reír, al tiempo que decía:
—Nos quiere explicar algo.
—¿Qué?
—¡Que vamos por un camino equivocado!
Los dos pequeños echaron a andar en dirección opuesta a la que seguían hasta entonces, y Zumbador dejó de gritar, para empezar a caminar delante de los niños, con los que formaba una especie de corto desfile. Habían andado un trecho cuando Ricky se detuvo en seco, escuchando.
—¿Oyes? —preguntó.
A lo lejos se oía una voz. Zumbador batió sus inmensas alas y se elevó por encima de las cabezas de los niños, avanzando en dirección a la voz.
Colocando las manos formando círculo ante su boca, Ricky gritó:
—¡Holaaa!
Los niños oyeron, muy lejana y confusa, una respuesta. ¡Alguien les buscaba!
—¡Hola! ¡Hola! —gritaron a un tiempo, muy nerviosos.
Al poco volvió Zumbador, para reanudar un vuelo lento y bajo; así fue guiando a los niños desde el aire; Ricky y Holly le seguían, corriendo.
Cada vez que se detenían a escuchar, sonaba más próxima la voz que decía «Hola». Por fin, a través de los árboles, vieron una silueta y oyeron con toda claridad la voz de la señorita Sally que exclamaba:
—¿Ya estáis ahí? ¡Sabía que Zumbador acabaría encontrándoos!
Los niños corrieron junto a la viejecita.
—¡Cuánto me alegra verla, señorita Sally! —gritó Holly, emocionada.
—¿Estáis bien? —preguntó la anciana y cuando ellos afirmaron con la cabeza, añadió—: ¡Pero que susto habéis dado a todo el mundo! Tanto la gente del motel, como vuestros amigos del circo han estado ayudando a vuestros padres a buscaros durante toda la noche. ¿En dónde habéis estado?
Holly y Ricky contaron todo lo ocurrido y la señorita Sally exclamó:
—¡Pobres criaturas! Vamos, que os acompañaré al motel. No queda lejos de aquí.
Anduvieron un corto trecho y en cuanto salieron de los bosques se encontraron en la playa.
De repente Ricky pidió:
—Espérenme un momento que voy a recoger mi caracola.
La encontró en seguida y los tres siguieron caminando hacia el motel. ¡Qué alegría al reunirse con los demás! Zumbador había sido el verdadero salvador de los niños y todo el mundo llenó de caricias a la simpática ave zancuda.
Peppo y sus hijos que se encontraban entre las personas que habían ido a saludar a Ricky y Holly, repitieron cien veces a los niños las gracias por haber intentado rescatar a Nappy.
—Si el perro se ha escapado una vez, estoy seguro de que volverá a intentarlo en cualquier otro momento —dijo Peppo.
Todo el mundo deseaba que ocurriese así, pero secretamente temían que esta vez Nappy hubiera desaparecido para siempre.
La señora Hollister se llevó a la casa a Ricky y Holly, para bañarles y cambiarles de ropa. El chiquillo entregó a su madre la preciosa caracola, y la señora Hollister sonrió y le besó amorosamente.
—Es la caracola más bonita que he visto en mi vida. La guardaré siempre como un tesoro —dijo la madre.
Ricky se sintió orgullosísimo, pero la señora Hollister añadió:
—De todos modos, hijitos, la próxima vez que Holly y tú salgáis a perseguir a algún ladrón, id acompañados de papá.
Los dos prometieron hacerlo así y salieron luego a la terraza en que servían las comidas en el motel.
Cuando todos acabaron de desayunar, el señor Hollister les informó de que tenía planeado un corto viaje para aquel día.
—¿Qué es? ¿Qué es? —preguntó Sue, palmoteando.
El padre contuvo la risa, y repuso:
—Supongo que todos podréis adivinarlo. Tengo una corazonada. Es posible que pueda ayudaros a resolver este misterio y al mismo tiempo, beneficiaré mis negocios. Por lo menos nos divertiremos.