LA AMABILIDAD DE LA SEÑORITA SALLY

Cuando el enorme pájaro descendió de nuevo, los Hollister se apresuraron a tenderse en el suelo. Holly fue la primera en levantarse, apoyándose en las rodillas, pero ocultando todavía la carita entre las manos.

—¿Se ha marchado ya ese pájaro malote? —preguntó, mirando a través de sus dedos.

El animal había desaparecido y Peppo, Kit y Rita estaban en pie, riendo de tan buena gana que se habían llevado las manos al estómago.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —preguntó Ricky, sentándose con gesto enfurruñado.

—Ese pájaro no iba a haceros ningún daño —informó Kit—. Nos habíamos olvidado de presentaros a Zumbador.

—Es un buen nombre para ese pájaro porque zumba como un bombardero —murmuró Pete, avergonzado, mientras él y sus hermanos se levantaban, sacudiendo el serrín de sus ropas.

—Por eso se le puso ese nombre —repuso Kit—. Hace que la gente se divierta mucho.

Rita añadió:

—Zumbador es el animalito mimado de la señorita Sally. Le encontró cuando era un pollito y le crió ella. Es un animalito muy bueno.

—Mira. Ahí está Zumbador —anunció Sue.

El hermoso pájaro les miraba desde un montículo cercano, cubierto de hierba.

—Creo que se está riendo de nosotros —opinó Pete—. ¿Qué clase de pájaro es? En nuestro lago de Shoreham no hay animales como éste.

—La señorita Sally le llama la grulla cantante —dijo Kit—. ¡Asegura que por las mañanas siempre canta!

Peppo y los Hollister fueron a cambiarse de ropa, para ir luego a la cafetería. Ricky quedó fascinado viendo a los cocineros, con gorros blancos, que se encontraban detrás de los humeantes mostradores, sirviendo a todo el mundo con grandes espumaderas y cucharones. Cuando el chiquillo se sentó en un extremo del mostrador, ya encontró su plato lleno de pollo frito, y además dulce de patata, galletas y pudin de maíz.

—Me gusta mucho la comida de este circo —comentó el pecosillo con Pete, a quien también habían servido abundantes raciones.

Las niñas no comieron tanto y hubo un momento en que Rita vio que Pam partía la mitad de un panecillo y lo escondía.

—¿Para quién es? —preguntó la niña equilibrista.

Pam rió, contestando:

—Para Zumbador. He visto que nos miraba.

—Debe de estar esperando para ir con nosotros —contestó Rita, también riendo.

Cuando los niños se pusieron en camino, para ir a visitar a la señorita Sally, Zumbador fue tras ellos unas veces apoyándose en sus largas patas, otras revoloteando sobre ellos. Después de una larga caminata, llegaron ante una casa medio escondida en un bosquecillo de palmeras y plantas floridas, a orillas del agua.

—Ésa es la casa de la señorita Sally —anunció Kit, señalándola.

—¡Ooooh! Es igual que la casa de la abuelita de Caperucita Roja —exclamó Sue—. ¿Verdad que es «perciosa»?

Mientras la niña hablaba, apareció por la arena una mujer delgada, de cabello blanco. Caminaba hacia ellos desde la playa, llevando dos cubos de conchas marinas que parecían muy pesadas.

—¡Ahí está la señorita Sally! —anunció Rita.

—Vamos, Ricky —llamó Pete—. Le ayudaremos a llevar esos cubos.

Los dos muchachos se adelantaron, corriendo. Al verles aproximarse, la mujer se detuvo, dejó los cubos en la arena y apartó con la mano un mechón que le caía sobre los ojos. Tenía una expresión amable y a los Hollister les agradó en seguida aquella señora.

—¡Cielo! Cuántos niños —exclamó ella—. ¡Me alegra ver a tantos juntos!

—Señorita Sally, éstos son nuestros amigos, los Hollister —anunció Rita, que luego fue presentando por su nombre a cada uno de los niños. Y añadió, entre risas—: Zumbador les ha dado un susto tremendo.

—¡Este bromista pajarito…! —Comentó la señorita Sally, mientras estrechaba las manos de los niños—. Os ruego que le perdonéis.

Después, la viejecita se volvió a hablar con su pájaro que revoloteaba a poca distancia de ella.

—Zumbador, tienes un pico tan largo que pareces un animal feroz. Debes aprender a comportarte y no asustar a gentes como estos niños.

El pájaro fue a posarse en la cabeza de su dueña y Sue estalló en alegres risillas. La señorita Sally prosiguió:

—¿Sabéis una cosa, niños? Zumbador se cree que es una persona, no un pájaro. Muchas veces me pregunto si los otros pájaros no se reirán de él.

—¿No tiene usted miedo de que se marche volando? —preguntó Holly, preocupada—. Nosotros teníamos un periquito y se nos escapó.

—No, no. Cada vez que se marcha, Zumbador vuelve a las horas de comer. Yo le doy algunos consejos —rió—. Zumbador se marcha de vez en cuando a reunirse con una familia de zancudas salvajes que vive a pocos kilómetros de aquí. Pero nunca se queda demasiado tiempo.

Zumbador se alejó entonces del grupo, moviéndose con grandes zancadas, y manteniendo la cabeza muy alta.

Kit exclamó alegremente:

—¡Miradle! ¡Miradle! Sabe que estamos hablando de él. Es un pájaro muy presumido.

La señorita Sally asintió y llamó al animal, ordenando:

—Ven aquí, Zumbador, y estrecha la mano de los Hollister. ¡Y no se te ocurra volver a asustarles!

La zancuda volvió hacia la viejecita levantando sus patas lentamente, como se ve en las películas de movimiento retardado. Cuando se detuvo fue acercando su pata a Sue, Holly, Ricky, Pam y Pete, con quienes se «estrechó» las manos.

—¡Ahora ya somos todos amigos! —dijo la sonriente señorita Sally, mientras los dos muchachitos recogían los cubos llenos de conchas de mar—. ¿Queréis venir a visitar mi casita?

—Nos gustará mucho —aseguró Pam—. ¿Nos enseñará también sus figuritas de concha? Rita nos ha dicho que las hace usted muy bonitas.

—Naturalmente —contestó la señora, abriendo la marcha hacia su casa.

Después de cruzar un umbral con el marco rodeado de rosas, los Hollister se encontraron en una salita resplandeciente de sol.

—¡Oooh, señorita Sally! —exclamó Pam, con los ojos muy abiertos—. ¡Cómo me gustaría vivir aquí!

La habitación estaba limpísima, y las ventanas, desde donde se veía el mar, relucían como piedras preciosas. Alfombras muy mullidas, trabajadas a mano en alegres colores, cubrían el suelo por diversos lugares y los cómodos muelles tenían fundas de preciosas telas orientales.

—Hago esas alfombras en los ratos libres —explicó la señorita Sally a Pam, que lo estaba mirando todo con ojos admirativos. Y haciendo un guiño a Rita, añadió—: Allí está mi colección de mariposas.

La señorita Sally señalaba una estantería de ébano sobre la que se veía más de un centenar de mariposas de exquisito colorido.

—Pero no son de verdad —observó Ricky—. ¡Están hechas de conchas de mar!

—Es cierto —admitió la viejecita.

Rita dijo a los Hollister:

—Todavía hay más cosas. Mirad allí. —La pequeña trapecista llevó a sus amigos hasta una vieja cómoda que se encontraba en un rincón de la salita—. Éstos son los pájaros de la señorita Sally.

Posados sobre la cómoda, como dispuestos a emprender el vuelo, había unos cincuenta pájaros, fabricados todos con conchas marinas.

—¡Huy! ¡Éste es un Zumbador chiquitín! —observó Holly, señalando a una pequeña ave zancuda con el pico rojo como el de Zumbador.

Sonriendo, la señorita Sally les fue mostrando los diversos pájaros de Florida que había hecho utilizando conchas.

Ricky señaló hacia uno rosado, con las patas asombrosamente largas.

—¿De verdad también hay algún pájaro como éste? —quiso saber.

—Naturalmente —contestó la señora, con ojos muy alegres—. Es un flamenco. Casi han desaparecido de esta parte del país, pero ahora en Florida se ha hecho una reserva para protegerlos.

—¿Y cómo hace usted estos pájaros? —preguntó Pam, cada vez más sorprendida.

—Para hacerlos se necesita paciencia, hijita, y un poco de imaginación. Tú también podrías hacerlos, en cuanto practicases un poco.

—Me gustaría probar —contestó Pam—. ¿Y a ti, Holly?

Pero Holly no pudo contestarle, porque no estaba en la salita. Ella, el travieso Ricky y Sue habían salido en busca de Zumbador. La zancuda no estaba por ninguna parte.

—Se habrá ido a contar a sus amigos pájaros que nos ha dado un susto —opinó Sue, riendo divertida.

—¡Mirad, tengo una idea! —exclamó Ricky.

—¿Qué es? —quiso saber Holly.

—Venid conmigo y os lo enseñaré.

Ricky reía a carcajadas, mientras buscaba entre los arbustos, y al poco apareció llevando dos enormes ramas de palmera, en forma de abanico. Por entonces, Pam había salido a reunirse con ellos.

—¿Qué vas a hacer con eso, Ricky? —preguntó, al ver que su hermano corría hacia un cobertizo que se encontraba detrás de la casa de la señorita Sally.

—¡Soy Zumbador! —anunció el pecosillo, volviendo un momento la cabeza—. ¡Miradme!

Las niñas se acercaron más, para ver qué hacia su hermano, Ricky, que se había subido al tejado del cobertizo, estaba allí muy erguido y sacudiendo las manos, en las que sostenía las «alas» de palmera, como si fuese un pájaro de gran tamaño.

Dándose cuenta de que la intención de Ricky era saltar desde aquella altura, Pam gritó:

—¡Espera, Ricky! ¡No saltes!

Pero el pequeño no prestó atención a las palabras de su hermana. Con otra sacudida de sus «alas», Ricky abandonó el tejado. Se oyó un ruido seco cuando el pecoso Ricky cayó al suelo hecho un rebujo.

—¡Oooh! —gritó Sue con espanto.

Por unos momentos, el niño siguió en el suelo, respirando con dificultad. Pam se acercó corriendo, temerosa de que Ricky se hubiera roto las piernas. Pero, lentamente, el chiquillo se puso en pie, diciendo:

—Estoy… estoy muy bien. Sólo me he hecho unos rasguños en las rodillas. ¡Es que estas alas son muy malas! ¡No funcionan!

En aquel momento Zumbador revoloteó sobre las copas de los árboles, para descender junto al niño Allí se detuvo un momento, como inspeccionando las magulladas rodillas del pequeño y luego fijó los ojos en las hojas de palmera, que se encontraban rotas, junto al cobertizo.

—Me parece que Zumbador está pensando que no estoy bien de la cabeza —comentó el diablejo de Ricky, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Pone la misma cara que si se estuviese riendo de mí.

—Sí —admitió Pam—. Le brillan los ojos como si se riese.

Entonces, la señorita Sally y los otros niños también habían salido. La viejecita hizo que Ricky entrase en la casa para lavarle y vendarle las rodillas. Mientras ella y el chiquillo desaparecían por la puerta, Zumbador se acercó a Kit y le tocó insistentemente con el pico.

—Zumbador quiere hacer un juego —explicó Kit, echándose a reír—. Mirad.

El muchacho se agachó a recoger una delgada ramita que vio cerca y, acercándose al pájaro, hizo girar la rama en torno a su mano. Zumbador quedó unos momentos inmóvil, vigilando atentamente y en seguida revoloteó, para ir a asirse a la rama con el pico.

El pájaro se alejó veloz, con gran batir de alas, llevándose el palo. Pero no tardó en regresar y dejar caer la rama a los pies de Kit.

—¡Qué bonito! —dijo Holly—. Hazlo otra vez.

—Hazlo tú, Pete —repuso Kit, ofreciendo la rama a su amigo.

Pete cogió la rama y la hizo girar. Inmediatamente, Zumbador revoloteó, se apoderó de la caña y se elevó hacia el cielo. Luego, a todos los demás les tocó su turno de jugar con el pájaro; también pudo hacerlo Ricky, que ya había salido con las rodillas vendadas. La zancuda parecía divertirse tanto como los niños con aquel juego.

—Me gustaría llevármelo a Shoreham para jugar con él a estas cosas —suspiró Holly.

—Pero seguramente se moriría de frío —opinó Pete.

Cuando Zumbador se cansó de jugar y se alejó volando por encima de los árboles, Pete y Pam entraron en la casita para hablar con la señorita Sally.

—Ha sido usted muy amable —dijo Pam—. Lo hemos pasado muy bien aquí.

—Es verdad —asintió Pete—. Ahora, lo que desearíamos es poder encontrar al hombre que se dedica a robar perros, antes de marcharnos.

—¿Te refieres a la persona que se llevó a Nappy? —preguntó la anciana.

—Sí —contestó Pam—. ¿Por qué cree usted que ese perrito fue robado, señorita Sally?

—Por varias razones. En primer lugar, Nappy no era aficionado a vagabundear. Segundo, no era posible que se marchase sin que le viese nadie. Tercero, vi a un desconocido paseando en barca alrededor de la isla, el mismo día en que Nappy desapareció. Se portaba de un modo muy sospechoso y estoy casi segura de que tuvo algo que ver con la desaparición del perro.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre de la barca? —preguntó Pete, muy nervioso.

La mujer quedó un momento pensativa. Después, dijo con lentitud.

—Era un hombre de aspecto robusto, con cara de expresión cruel. Llevaba una mano vendada.

—¡Siga, siga! —suplicó Pam.

—No sé qué más deciros. Hay otro detalle, pero no será muy útil. Este hombre llevaba una camisa blanca con rayas azules en zigzag.