PETE TIENDE UNA TRAMPA

—¿Y quién es la señorita Sally? —preguntaron al unísono todos los hermanos Hollister.

Rita se levantó de su asiento al lado de la portadilla y tomando la mano de su padre, dijo:

—Papá, los Hollister no conocen a la señorita Sally. ¿Podemos acompañarles ahora Kit y yo para que la vean?

Echándose a reír, Peppo contestó:

—Sí. Creo que debéis conocer a la señorita Sally. Nosotros la consideramos una viejecita muy buena y simpática. Pero creo que hoy ya es demasiado tarde —añadió, hablando con Rita—. Ya sabes que a la señorita Sally no le gusta recibir visitas después de las cinco de la tarde.

—Bueno. Ya iremos otro día —decidió Rita.

—Cuéntanos algo de esa señora —rogó Pete.

YRita empezó a explicar:

—La señorita Sally tiene una casa al otro lado de la isla del circo. Vivía aquí mucho antes de que viniese el circo.

Peppo sonrió, diciendo:

—Sí. Muchísimo antes. Yo sé que esa viejecita es muy inteligente y voy a menudo a pedirle consejo.

Kit explicó que había ido a preguntar a la señorita Sally dónde suponía que podría haberse ido Nappy, y la viejecita le contestó: «Ningún perro sensato se marcharía de esta isla por su voluntad. ¡Nappy ha sido robado!».

En aquel momento, se oyó salir el vapor de la tetera y Rita se marchó a la cocina, a preparar la merienda y volvió a los pocos minutos con estupendas galletas surtidas, leche para los niños y té humeante para los mayores.

Mientras merendaban, Rita les explicó que la señorita Sally hacía unas preciosas figuritas con conchas marinas.

—A mí me gustan mucho —afirmó la niña trapecista.

Sue se levantó de la mesa y juntó sus manecitas, exclamando:

—Ya no puedo esperar. ¿Cuándo vamos a verla?

Todos los niños miraron a su padre para saber qué había decidido sobre la compra de la embarcación y enterarse del tiempo que estarían en Florida. El señor Hollister sonrió y dijo luego que pasarían el resto de las vacaciones de los niños en la Isla del Circo.

—Peppo y yo vamos a hablar sobre la venta de su casa flotante. A lo mejor puede arreglar las cosas, sin vender nada. Entre tanto, quiere que yo vea, también, otras embarcaciones.

Peppo acarició los bucles rubios de Sue y preguntó:

—¿Qué os parecería si mañana vinieseis a pasar el día a la Isla del Circo?

—¡Canastos! ¿A comer y todo? —quiso saber Ricky.

—Sí. Un verdadero menú de circo en nuestra cafetería.

—¡Qué divertido! Muchas gracias —dijo cortésmente, Holly.

Cuando las niñas acabaron de merendar, Rita les dijo que deseaba que viesen su habitación. Las cuatro cruzaron un estrecho corredor, hasta el pequeño camarote que ocupaba Rita. Tenía alegres cortinas amarillas en las ventanas y una litera incrustada en la pared.

—La señorita Sally me hizo estas cortinas —informó Rita—. Y esas alfombras del suelo, también. Es… una especie de madre para mí y me hace muchos favores.

A lo largo de una de las paredes del camarote había unas hileras de estanterías llenas de animalitos de juguete. Sue fue mirándolos uno por uno; había pandas, ositos de todos los tamaños y perros de todas las razas. También había gatitos a rayas encarnadas y amarillas, vaquitas verdes, monos pintados de purpurina, colocados junto a canguros y leopardos con manchas de alegres colores.

Entre aquel atractivo conjunto, había un foxterrier de pelo duro, de tamaño natural y muy bien imitado. Sue lo tomó con ambas manecitas y se sentó en el suelo.

—¿De dónde has sacado estos animalitos tan «perciosos»? —preguntó.

—Hay gentes que vienen a venderlos a los circos, en la temporada de verano —contestó Rita—. ¿Te gustaría llevarte ese foxterrier a tu casa?

Pam intervino inmediatamente:

—No, Rita. Eso no.

—Sí. Se lo regalo con mucho gusto —aseguró la niña equilibrista—. Sue se divertirá con el perro mucho más que yo. Ahora ya nunca juego.

—¡Gracias, gracias, Rita! —gorjeó Sue, yendo a abrazar primero a la simpática niña y luego al foxterrier de trapo.

—Parece de verdad del todo —declaró Holly—. Vamos a gastar una broma con él.

—¿Cómo? —preguntó Sue.

—Llamaremos a Ricky. ¡Ya verás! —contestó Holly, con un travieso brillo en sus ojos.

Acercándose a la puerta, llamó a su hermano, que llegó corriendo por el corredor. Holly aguardó dentro del camarote, a que Ricky estuviera cerca y, entonces, aproximó el perro a los pies del chiquillo.

—¡Eh! —Gritó Ricky, retrocediendo con un salto—. Casi tropiezo con éste…

Las alegres risas de las niñas le hicieron callar. Ellas asomaron la cabecita por la puerta, mientras Ricky se acercaba a coger el precioso perrito de juguete, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Luego sonrió.

—¡Vaya! Este perro parece más de verdad que los verdaderos —explicó confusamente.

Mientras volvía al comedor, en compañía de Ricky, Sue explicó entre exclamaciones de alegría:

—Me lo ha regalado Rita.

—Mira qué hora es ya, John —estaba diciendo la señora Hollister—. Tenemos que irnos en seguida. Ya han dado las cinco y cuarto. Muy agradecidos por la tarde tan deliciosa que nos ha proporcionado.

—Nos veremos mañana —dijo Pete, mientras él y su familia se encaminaban a la pasarela.

Al llegar al motel, el mayor de los hermanos pidió permiso para ir a preguntar a los señores Blake si sabían algo de los perritos desaparecidos. Pam le acompañó.

—No —repuso la dueña de los perros, después de oír la pregunta de los dos hermanos—. No hay la menor huella de Mimí y Fifí. La policía ha averiguado dónde está el Circo Mágico, pero que ellos sepan, ninguno de nuestros animalitos está allí. Claro que no tenían permiso para registrar y asegurarse.

—¡Y nosotros que habíamos pensado que eso era una buena pista…! —suspiró Pete.

Al salir de casa de los Blake, los niños vieron llegar un coche que fue a detenerse ante la casita situada al otro lado de la casa de los Hollister. El director del motel y otro hombre salieron del vehículo y entraron en la casa. En seguida apareció una señora de edad madura que empezó a hacer ensañar a un perro foxterrier en medio del césped.

—¡Mira, Pete! —exclamó Pam—. Ese perro es igual al perro de juguete que ha regalado Rita a Sue.

—Tienes razón.

En aquel momento, Sue salía de la casa. La chiquitina llevaba todavía el perro entre sus brazos, y al ver al otro perro de verdad prorrumpió en grititos de entusiasmo.

—¡Mirad! Aquél debe de ser un hermanito de mi perro.

La señora al oírla, se acercó al grupo, llevando a su foxterrier.

—¡Qué imitación tan perfecta! —dijo entusiasmada, admirando el juguete de Sue.

Entonces salía ya su marido de la casita, diciendo al director del motel que alquilaba el apartamiento. Su esposa le llamó:

—Dan, ¿no te parece asombroso? Un perro de verdad y otro de juguete que parecen iguales.

El marido tomó en sus manos el perrito de Sue, para examinarlo con atención.

—¡Carambita! ¡Si es el retrato de Bing!

Durante aquel rato, Bing había estado ladrando y dando saltos, queriendo apoderarse del perrito de trapo, pero no le permitieron que lo cogiese.

—Bing es un perro sabio —explicó la señora que, en seguida, levantó un dedo, añadiendo—: Demuestra a estos niños cómo das un salto mortal.

El peludo animalito saltó por los aires y dio una voltereta. Luego, ladró tres veces cuando su dueña le preguntó:

—¿Cuántos son uno más uno, más uno?

Los niños rieron alegremente, pero, de pronto, Pete se puso muy serio y se acercó a hablar con el marido.

—Oiga, señor…

—Me llamo Easton —dijo el hombre.

—Diga, señor Easton, ¿piensan ustedes quedarse en el motel a pasar la noche?

—Sí, esta noche y varios días más.

—Entonces habrán de tener mucho cuidado con Bing. Parece que hay por aquí una persona que se dedica a robar perros. Sobre todo, perros sabios.

—¡Cielo santo, Dan! —Exclamó muy apurada, la señora—. ¿Te acuerdas de aquel hombre tan extraño que quería comprarnos a Bing?

—¿El que llevaba los dos perritos de aguas en el coche? —preguntó el señor Easton a su mujer.

—Sí. ¿No te acuerdas de que estuvimos hablando largo rato con él? ¿No crees que…?

—¿Era un hombre grueso, con un traje azul? —inquirió Pam.

—¿Y con una mano vendada? —añadió Pete, nerviosísimo.

—Sí. Exactamente —repuso el señor Easton.

—Ése es el ladrón —afirmó Pete—. ¿Y dónde le encontraron ustedes?

—En una gasolinera de una población que se encuentra a unas cinco millas de aquí —contestó la señora.

—¿Y sabe ese hombre que piensan ustedes pasar aquí la noche?

A la pregunta de Pete, el señor Easton contestó con una risa y las siguientes palabras:

—Naturalmente que lo sabe. Fue él quien nos recomendó el motel la Caleta del Tesoro. Bueno. Gracias por la advertencia, hijo. No perderemos de vista a Bing.

Aunque le alegró oír decir aquello al señor Easton, Pete seguía preocupado. Aquella noche, después que los pequeños se acostaron y sus padres se fueron a visitar a los Blake, el muchachito se sentó a la entrada de la casa y quedó pensativo.

—Te doy una moneda por tus pensamientos —dijo una voz. Era Pam, que fue a sentarse junto a su hermano—. ¡Qué bien se está aquí!

Cerrando fuertemente los ojos, Pam recitó:

«Estrella brillante, estrellita sin par,

La primera estrella que esta noche vi,

Haz que mi deseo se haga realidad,

Haz realidad lo que te voy a pedir».

—Ahora —añadió Pam, volviéndose a Pete—, di cuál es tu deseo.

—Que atrapemos esta noche al ladrón de perros.

¡Pam, tengo una idea! Puede que sea una tontería, pero podemos probar. ¿Todavía no se ha dormido Sue?

—¿Sue? ¿Qué tiene ella que ver con el ladrón de perros?

—Quiero que Sue me preste el perro que le ha regalado Rita. ¡Voy a usarlo como trampa para atrapar al ladrón!

Pam miró a su hermano, asombradísima.

—No entiendo. ¿Cómo vas a hacer eso?

—Creo que el ladrón puede venir esta noche a robar al foxterrier. Apostaría algo a que se esconde por estos campos, hasta que vea que sale Bing a dar su paseo nocturno. Entonces le cogerá.

—¡Ah, ya entiendo! —exclamó Pam—. Quieres emplear el perro de Sue como anzuelo. Vamos a pedírselo.

A toda prisa, entraron en la casa y encontraron a Sue despierta, todavía. Cuando Pete le preguntó si podía prestarles el foxterrier, la pequeñita lo hizo aparecer desde debajo de las sábanas y se lo entregó.

Pete le dio las gracias y él y Pam salieron de la habitación.

—Hay una cadena muy sólida, sujetando la caja de juegos que hemos traído —dijo Pete—. Voy a buscarla para atar al perro.

Pete encontró en seguida la cadena y la sujetó alrededor del cuello del perro de juguete. Luego, salió con el animalito a la calle.

—Será mejor que vigilemos desde dentro —aconsejó Pam.

—Tienes razón. Vamos a dejar al perro delante de la puerta, en un sitio donde se vea bien. Podemos atar la cadena a la ventana del cuarto de papá y mamá.

Luego, Pete dio instrucciones a su hermana.

—Si viene el ladrón yo procuraré atraparle y tú gritas, pidiendo ayuda.

—Muy bien.

Las saetas del relojito colocado junto a la cama de la señora Hollister señalaban las nueve y media, cuando Pete asió nerviosamente a Pam por un brazo.

—¡Mira! —murmuró con voz ronca.

¡Una silueta avanzaba agazapada por el césped, acercándose directamente al perrito!