Todos los Hollister y Peppo echaron a correr a la máxima velocidad, para salvar a Sue de ser aplastada por las pezuñas del elefante. Pero les hubiera sido imposible llegar a tiempo.
De pronto, el payaso se sujetó a una larga cuerda que pendía del techo de una de las tiendas, sus pies se levantaron del suelo y después de balancearse hacia atrás y delante por encima de las cabezas de los Hollister, fue a detenerse justamente frente al elefante.
El animal, asombrado, se detuvo. Peppo tomó a Sue en sus brazos y se apartó a un lado.
—¡Gracias a Dios! —exclamaron a un tiempo los demás Hollister, que todavía seguían corriendo.
Por primera vez el domador de elefantes se dio cuenta de lo que había sucedido. Mientras sujetaba a la indómita bestia, miró con ojos encendidos a Sue y al globo rojo que todavía seguía sujeto desde el cordel, por la manecita gordezuela de la chiquitina. La cara del hombre se puso roja de ira.
—¿Qué estás haciendo aquí? —vociferó—. ¡Tú no tienes nada que hacer en los terrenos del circo!
Y el puño amenazador del hombre osciló ante la carita de Sue. Ésta escondió la nariz en el hombro de Peppo, mientras el payaso decía con severidad:
—Ya conoces las normas, Totó. Tus elefantes deben ir encadenados en hilera, cada vez que los saques. Para colmo, ni siquiera miras por dónde vas a pasar, para ver si está el camino libre.
Totó arrugó el entrecejo y sacudió una mano con enfado.
—¿Por qué ha venido esta cría fuera de las horas de espectáculo, a asustar a mis elefantes? ¿En qué mundo vivimos? —gruñó.
La voz de Peppo sonó muy áspera al contestar:
—Totó, tus elefantes deben acostumbrarse a los globos rojos y a los niños, si han de seguir en mi circo. Y, si se comportan mal, es porque tú no les tratas lo bien que debieras.
Mientras los demás escuchaban muy apurados, el señor Hollister se aproximó a los otros dos hombres, diciendo:
—Lamento muchísimo que mi pequeña haya provocado este conflicto. Y a usted, Peppo, le estamos muy agradecidos por haber salvado a la niña.
Ricky tomó al payaso por una mano y le preguntó en dónde había aprendido a balancearse tan bien agarrado de una cuerda.
—Es que fui trapecista en mi juventud —contestó Peppo—. Pero ahora he dejado ese trabajo a mis dos hijos, un niño y una niña.
—¿Podemos verles? —suplicó inmediatamente Holly.
—Sí. En cuanto hayáis visitado mi embarcación.
Peppo les condujo hacia la orilla de la isla. El señor Hollister iba al lado del payaso y el resto de la familia caminaba detrás, muy cerca.
—Soy propietario de una mitad del circo El Sol —explicó Peppo—. Durante cinco años el negocio fue muy próspero. Pero ahora tenemos una racha de mala suerte. Hace un año que Totó y sus elefantes se unieron a nosotros. Tengo la impresión de que las cosas marchan mal desde entonces.
El payaso quedó silencioso unos momentos y luego continuó:
—Mis mejores artistas se han marchado. No me han dicho por qué se iban, ni a dónde, pero yo creo que fue porque en otro sitio les ofrecieron más ganancias. Por eso me veo obligado a vender la embarcación en donde vivo. De este modo tendré un dinero en efectivo para poder pagar a mis artistas salarios más altos.
Mientras se aproximaban al muelle, donde estaba anclada la embarcación, los Hollister quedaron entusiasmados viendo lo bonita que era. Había cómodas sillas de mimbre bajo el entoldado y el interior era todavía más lindo que la parte de fuera. En el cuarto de estar, había cortinillas de flores en las ventanas y asientos de alegre color, adheridos a las paredes. La señora Hollister alabó el buen gusto de Peppo por lo bien adornada que tenía su casa flotante.
—Ciertamente, Peppo —dijo el señor Hollister—, me parece injusto que deba usted renunciar a esta vivienda tan atractiva. Yo he venido con la idea de comprar esta embarcación por encargo de un cliente. Sin embargo, ¿no cree usted que puede haber una solución que le permita a usted conservarla?
El payaso movió tristemente la cabeza.
—No se me ocurre ningún otro medio de obtener dinero para salvar el circo El Sol.
Los dos señores empezaron a tratar de precios, por lo que la señora Hollister propuso a los niños que salieran a jugar a la arena.
—¿Por qué no vais a conocer a mis hijos? —Sugirió Peppo—. Están haciendo prácticas sobre su número allí, en aquella revuelta que hace la playa.
Los cinco hermanos se alejaron, corriendo, y a los pocos minutos llegaron a una especie de pequeño campo deportivo donde los dos hijos del payaso ensayaban en los trapecios. La niña, que tenía la cara llena de pecas y un bonito cabello rojizo y ondulado, descendió de su trapecio para ir a saludar a los visitantes.
—Me llamo Rita —dijo—. Vosotros debéis de ser los Hollister. Papá nos había dicho que vendríais.
—Sí, somos nosotros —contestó Pam, que luego presentó a todos sus hermanos y a ella misma. Calculó que Rita tendría diez años, como ella.
Kit se aproximó, sonriendo, y saludó a los Hollister con un «Hola». Era un muchachito delgado, de aspecto muy serio, un poco más alto que Pete. Tenía trece años, ojos castaños, pelo negro y dientes blanquísimos.
—Éste es mi hermano —dijo Rita—. Kit, estos niños son los Hollister.
Cuando todos se hubieron presentado, Rita se echó a reír, diciendo:
—Ricky y yo tendríamos que hacer un concurso de pecas, para ver quién tiene más.
El pelirrojo Ricky rió alegremente y preguntó si era fácil trabajar en las barras.
—Claro que sí. Ven —le invitó Kit.
—Esto es divertidísimo —dijo Holly, hablando con Pete y también jugando en los trapecios—. ¿Por qué no pruebas tú en esos otros?
—Lo haré en seguida. Pero primero me gustaría ver trabajar a Rita y a Kit. ¿Queréis hacer para nosotros vuestro número de circo? —pidió.
—Ahora mismo —contestaron a un tiempo los pequeños trapecistas.
Ricky y Holly bajaron. Kit subió a uno de los trapecios más bajos, mientras Rita iba a sentarse en otro cercano.
Los dos hermanos empezaron a columpiarse de atrás a delante, de izquierda a derecha. Un momento después, se echaron hacia atrás y quedaron sujetos al trapecio por las corvas. Después de columpiarse unas cuantas veces boca abajo, Rita se asió a otro trapecio fijo. Cuando el trapecio que acababa de dejar Rita osciló hacia atrás, Kit dio un salto espectacular y se agarró a él con las manos.
Los dos hermanos tomaron impulso y pronto volvieron a estar columpiándose. Luego, Kit se sujetó por los tobillos a las cuerdas del trapecio y quedó pendiendo cabeza abajo, sin cesar de columpiarse.
Con una rápida voltereta se cogió con las manos a las cuerdas y quedó sentado.
Entonces le tocó a Rita el turno de hacer sola una exhibición. Deslizándose del trapecio, quedó asida a él con sus manos pequeñas, pero fuertes; lanzó los pies hacia delante y dio una y otra vez varios saltos mortales, girando alrededor de la barra.
Como final de su número, los dos niños dejaron de columpiarse, quedando con los pies apoyados en la barra de cada trapecio. Inesperadamente se dejaron caer. Mientras los Hollister abrían la boca, casi dejando escapar un grito de angustia, Kit y Rita descendieron en línea recta, quedando sujetos a las barras por los pies.
Cuando los trapecistas acabaron su número, los jóvenes visitantes aplaudieron frenéticamente. Y mientras Rita saltaba del trapecio, Pam corrió a abrazarla, exclamando:
—¡Eres una trapecista estupenda! ¡Y Kit también!
Pete dio un silbido de admiración.
—¡Zambomba! ¿Cómo podéis hacerlo? Siempre me ha gustado hacer ejercicios en el trapecio, pero nunca he podido conseguir más que sujetarme a la barra por las piernas.
—¿Quieres probar ahora? —ofreció Kit—. Yo te enseñaré a hacerlo.
—Sí, claro que sí —contestó Pete.
—Todo es cuestión de calcular el tiempo —explicó Kit, mientras se acercaban a los trapecios—. El ritmo es muy importante.
Los dos muchachos treparon a los columpios más bajos y Kit enseñó a su discípulo a calcular el tiempo y a colocarse debidamente para dar un salto. Pete hizo el primer salto muy bien y consiguió dar otro completamente solo.
—¡Canastos! —se entusiasmó Ricky.
Ahora Pete subió a un trapecio más alto.
—Me parece que no debes probar desde tanta altura —advirtió, prudente, Kit.
—¡Bah! No me pasará nada —aseguró Pete.
En aquel momento se sentía capaz de hacer cualquier número de trapecio.
Peppo y los padres de los Hollister llegaron allí en el momento en que Pete estaba calculando la distancia para saltar al trapecio inmediato. El señor y la señora Hollister no tenían la menor idea de lo que su hijo pensaba hacer, pero Peppo, imaginándolo, se apresuró a situarse bajo el trapecio en donde estaba Pete.
Pete se columpió con más rapidez. Luego, encogiendo las piernas, dio un salto, para ir a cogerse al trapecio más cercano. Todos los demás ahogaron un grito.
¡Pete había calculado mal y por sólo dos centímetros de separación, no había podido asirse al otro trapecio!
Mientras el muchachito caía, Peppo, que estaba alerta, amortiguó el golpe. Pete y el payaso rodaron por el serrín que cubría el suelo, pero Peppo había salvado al hijo mayor de los señores Hollister de herirse gravemente.
El señor Hollister acudió inmediatamente a estrechar la mano del hombre, mientras su esposa exclamaba:
—Nunca se lo agradeceré bastante, Peppo. ¡Dos veces, hoy ha salvado usted la vida de nuestros hijos!
Peppo rió, sin dar importancia a su ayuda y dijo que se alegraba mucho de haber llegado a tiempo de poder hacerlo. Luego se volvió a Pete, diciendo en tono reposado:
—Todos los acróbatas empiezan su entrenamiento en los cables y trapecios bajos, hombrecito. Tú no estabas preparado para hacer demostraciones de trapecista adelantado.
—Sí. Ya lo sé —admitió Pete, avergonzado.
El señor Hollister anunció que ya era hora de marcharse, pero Rita y Kit preguntaron si los Hollister podrían quedarse otro rato para jugar en la embarcación.
—¿Por qué no hacemos una merienda? —apuntó Sue.
—Buena idea —aprobó el payaso—. Rita, adelántate y pon la tetera en el fuego.
Y, cuando su hija se marchó, Peppo dijo a los visitantes:
—Rita hace las veces de madrecita de la familia, desde que murió mi mujer, hace dos años.
Todos demostraron su simpatía hacia el desgraciado payaso. Pam se sintió muy apenada por él. Por lo visto, aquel hombre estaba rodeado de desgracias. La compasiva Pam estaba deseando poder hacer algo por ayudarle.
Acercándose a Peppo le pidió que le hiciese la descripción de Nappy, para reconocer al animal, si le veía en alguna parte.
—¿Tiene Nappy alguna señal que le distinga de los demás perros de aguas? —preguntó.
—No, Pam, ninguna. Pero estoy seguro de que no olvidarías su cara si le vieses. Tengo una fotografía de él. Ya te la enseñaré.
Cuando entraron en la embarcación, Peppo sacó una gran fotografía del perro desaparecido.
—¡Es precioso! —Aseguró Pam—. ¡Y qué collar tan lindo!
—Era el adorno que Nappy lucía en el circo —explicó Peppo—. El collar de cuero repujado, está cubierto de piedras de imitación, en todos los colores. El cuero está pintado de púrpura, porque resalta mucho sobre el pelo blanco de Nappy.
—Entonces, si veo un perro de aguas, blanco, con un collar de cuero color púrpura, sabré que es el de usted —dijo Pam—. Pero aunque no lleve el collar, creo que también sabré reconocer a Nappy en cualquier sitio.
—Sí. Y espero que tengas suerte —repuso Peppo—. Fue un gran golpe para mí perder a Nappy.
—A lo mejor, todo lo que ha pasado es que se ha perdido por la isla y cualquier día vuelve —comentó la señora Hollister, queriendo alegrar un poco al payaso.
—Pero no creo que le fuera posible cruzar la puerta del puente. Allí hay siempre un vigilante, durante el día —explicó Peppo—. Y por la noche, Nappy quedaba atado a su caseta.
Holly, que se había sentado junto a Rita en uno de los asientos fijos en la pared, levantó la cabecita, diciendo con voz muy resuelta:
—Yo no creo que el perro se marchase solo, mamita. ¡Seguro que a Nappy le robaron! ¡Habrá sido el «roba-perros» quien se lo llevó!
Tanto Rita, como Kit, miraron a Holly muy asombrados.
—¿De verdad crees eso? —preguntó Rita—. Es lo mismo que piensa la señorita Sally.