—Nosotros le ayudaremos a encontrar sus perritos —dijo amablemente Pam a la apurada señora. Pero, mientras decía aquello, la niña se preguntó cómo iban a ser capaces, sus hermanos y ella, de encontrar los animalitos, si verdaderamente habían sido robados. Por eso preguntó—: ¿Está segura de que se los han quitado?
La mujer, que se llamaba señora Blake, dijo que, cuando se hubo marchado el inspector canino, había atado a sus perritos de aguas en la parte posterior de la casita, como hacía con frecuencia.
—Y nunca habían intentado escaparse —aclaró la señora Blake—. Por eso tengo casi la seguridad de que los han robado.
Ricky miró a sus hermanos mayores, exclamando:
—¿Lo veis? Eso quiere decir que yo tenía razón. ¡Ese hombre era el «rapta perros» de Shoreham y por eso se ha llevado también los perritos de esta señora!
—¿De qué estás hablando? —preguntó la señora.
Ricky le contó lo ocurrido en Shoreham y Pam añadió después:
—Nos hacemos cargo de lo triste que está usted, señora Blake. Hace poco nosotros perdimos a nuestro perro pastor. Pero volvimos a encontrarle. Espero que también sus perritos aparezcan pronto.
—¡Son unos animalitos tan lindos! —se lamentó la señora, casi llorando—. ¡Además, habían ganado concursos! Fifí ha recibido dos veces la banda azul porque es de muy buena raza, y Mimí es capaz de hacer cualquier número equilibrista. ¿Qué voy a hacer sin ellos?
Pete se ofreció para llamar a la policía.
—¿Es verdad que quieres hacerme ese favor? —preguntó la señora—. El teléfono está ahí dentro.
Pete entró en la casa y, mientras él marcaba el número de la policía, la señora Blake hizo varias preguntas a los otros niños. Sobre todo se interesó por saber los detalles que hacían suponer a los Hollister que el hombre que había estado poco antes en su casa no era un inspector canino.
—Seguramente escribió él mismo el papel que enseñó a Pete —opinó Holly.
YRicky preguntó:
—¿Os habéis fijado en una cosa? El perro que robó en Shoreham era un perro sabio o titiritero y Mimí también. Seguramente, son esos perros los que busca ese hombre. ¡Perros sabios!
Pam miró a su hermano con admiración, diciendo:
—¡Qué pista tan buena, Ricky!
—Se lo explicaré a la policía en cuanto llegue —declaró Ricky, muy orgulloso.
En cuanto vio salir a Pete, Ricky se apresuró a averiguar si la policía llegaría pronto.
—Dentro de diez minutos, llegará un agente —contestó Pete.
Mientras esperaban, los niños buscaron por todas partes alguna posible pista del ladrón de los perritos. En el patio posterior, Ricky encontró la huella grandísima del pie de un hombre y Pete un trozo de galleta para perro, de la marca Beked Rite. La señora Blake dijo que sus perritos nunca comían aquella marca; sin duda, el hombre que los había robado, tiró la galleta, con la que les atrajo para apoderarse de ellos.
—Sois unos grandes detectives —dijo la señora a los Hollister.
—Es que somos el C. H. S. D. —informó Ricky, explicando luego a la señora lo que quería decir cada inicial. De pronto, exclamó—: ¡Ahí viene la policía!
El oficial detuvo el coche y avanzó hacia la casita.
—¿Es cierto que sus perros han sido robados, señora? —preguntó.
—Eso me temo —contestó la señora Blake—. No puedo encontrarlos por ninguna parte. Dígame, oficial. ¿Tienen inspector canino en esta población?
El policía se echó hacia atrás la gorra, con aire de extrañeza, y contestó lentamente:
—No. De momento, no. ¿Por qué?
—Creo que estos niños podrán contestar a su pregunta mejor que yo —repuso la mujer.
Mientras el oficial les escuchaba con asombro, los cuatro componentes del C. H. S. D. contaron sus sospechas sobre el hombre que había visitado la casa de los Blake hacía un rato.
—Tiene dos nombres —dijo Pete—. Fred Smith y Frank Shaw.
El policía movió la cabeza afirmativamente, murmurando:
—Ese hombre usa con seguridad un nombre distinto en cada sitio a donde va.
Ricky se marchó corriendo, a buscar el folleto anunciando el Circo Mágico, que había encontrado en el avión. El oficial dijo que nunca había oído hablar de un circo con semejante nombre.
—Pero eso no quiere decir que no haya alguno con ese nombre. En Florida existen muchos circos. Y éste será un buen medio de seguir la pista del ladrón.
Dicho esto, el policía dio las gracias a los niños por su ayuda y fue a su coche.
Un momento después llegaban el señor y la señora Hollister, con Sue, preguntando qué había retrasado tanto a los niños. Ya era demasiado tarde para ir al circo antes de comer. Pam presentó a sus padres a la señora Blake y Holly hizo saber:
—El C. H. S. D, ha estado actuando.
Al enterarse de lo ocurrido, los señores Hollister quedaron muy asombrados y dijeron que se alegraban mucho de que sus hijos hubieran sido de alguna utilidad para la señora Blake.
—Confiemos en que la policía aprese pronto a ese hombre —dijo el señor Hollister—. Por lo visto está haciendo un negocio productivo.
La familia comió en el cenador de su coquetona casita y a las dos de la tarde se pusieron todos en camino hacia la isla del Circo. Había que dar un largo paseo por el puente y los Hollister se detuvieron varias veces a admirar el paisaje.
Mirando hacia la caleta se veían velas blancas que resaltaban sobre el color azul zafiro del cielo. Más allá había mucha hierba, de un color verde esmeralda y la arena blanquísima de la isla.
—¡Qué cuadro tan encantador! —comentó, extasiada, la señora Hollister.
Sue frunció la naricilla, gozando del ambiente límpido y fragante.
—Mamita, huele mejor que tu perfume —dijo.
Cuando llegaron al otro extremo del puente, los Hollister se encontraron ante una alta valla de madera que les cerraba el paso. Un hombre que hacía guardia allí les preguntó a qué iban.
—He venido a ver a Peppo, el payaso —repuso el señor Hollister—. Me está esperando.
El hombre entró en la pequeña caseta desde donde vigilaba, descolgó el teléfono y, después de marcar un número, sostuvo una corta conversación. En seguida colgó y se volvió sonriendo, a los Hollister.
—Pasen —invitó.
Después de abrir las puertas, señaló a la tienda más grande, a rayas rojas y blancas, que se encontraba en frente.
—Allí encontrarán a Peppo —indicó—. Seguramente estará ensayando.
Los Hollister le dieron las gracias y atravesaron un amplio espacio de terreno. Al entrar en la tienda vieron a varios hombres ocupados en espolvorear serrín por el suelo.
A un lado, un payaso alto dirigía a un gran perro de lanas que hacía habilidosos títeres. El animal llevaba alrededor del cuello una gola de papel blanco.
—¡Qué perro tan bonito! —se entusiasmó Pam.
Al ver aproximarse a los visitantes, Peppo suspendió al momento su trabajo. El payaso tenía sobre la cabeza un gracioso gorrito puntiagudo. El traje era completamente blanco, con una hilera de grandes pompones encarnados semejantes a botones. Calzaba unos larguísimos zapatos, también colorados, que parecían aletear cuando el hombre se acercó a saludar a los Hollister.
La cara del payaso, cubierta por una pintura blanca como nieve, lucía dos circulitos rojos en las mejillas, y una nariz muy redonda, de goma, y una constante sonrisa que hizo prorrumpir en risillas a los niños. Todos sabían que aquella sonrisa era dé pintura; pero estaban seguros de que aquel payaso era muy simpático, de todos modos, aunque Hook Murtine hubiera dicho que era malo.
—Es usted el señor Hollister de Shoreham. ¿Acierto? —preguntó el payaso.
—Acierta —afirmó el señor Hollister que luego presentó a su familia.
—Pero no queremos interrumpirle —insistió—. Podemos esperar. No tenemos ninguna prisa.
—En tal caso, mi perro y yo vamos a dedicarles un pequeño espectáculo —se ofreció Peppo—. Josey y yo nos vestimos todas las tardes para el ensayo. Ella trabaja mejor si me ve con este atuendo.
Peppo hizo chasquear los dedos para llamar la atención del animal que estaba saludando a los visitantes con corteses sacudidas de su peluda cola.
—¡Vamos, Josey! —llamó el payaso, que explicó a los Hollister que el verdadero nombre de la perra era Josefina.
El inteligente animal se aproximó a su dueño, y muy obediente, subió a los peldaños de una escalera pintada de alegres colores. Al llegar arriba, Josey se balanceó sobre las dos patas traseras, manteniendo el lomo erguido, como si se tratase de la espalda de una persona. Entonces Peppo tiró una pelota que la perra cogió con su boca, para devolverla a su dueño, con una sacudida de su cabeza.
Los Hollister palmotearon, entusiasmados. Josey bajó de la escalera, dio un gran salto y cruzó a través de un aro, cubierto de papel rosado, que Peppo sostenía en alto. Los visitantes aplaudieron nuevamente.
—Es el perro más inteligente que he visto nunca —declaró Pete—. Yo no sería capaz de saltar a través del aro.
—Pues yo sí —presumió Ricky, muy convencido.
Peppo miró al travieso pelirrojo y le hizo señas para que se acercase.
—Ven. Prueba —invitó—. A Josey le gustará descansar un momento.
Ricky había hablado demasiado, sin pensar lo que decía. Ahora se sintió muy confuso, pero su hermano le retó para que se decidiese. El pecosillo se acercó y quedó inmóvil junto a Peppo.
—Bien. Hazlo con calma —le aconsejó el payaso—. Mira el aro atentamente y calcula la distancia. Entonces, te aproximas corriendo y cruzas el aro de un salto.
Los ojos de Peppo despedían divertidas chispitas, mientras sus manos sostenían el aro en alto.
Después de retroceder aproximadamente, un metro y medio, Ricky miró con fijeza el hueco abierto en el papel rosado, por el cuerpo de la perra. Midió con los ojos la altura. Por fin se decidió a dar unos rápidos pasos y un gran salto en el aire.
¡Crash! Piernas, brazos y pedazos de papel color de rosa fueron a parar al serrín del suelo, formando un complicado revoltijo. Sue dio un gritito de angustia.
—¡Oh! ¡Ricky se ha «morido»! —dijo, llena de susto.
Ricky no se había hecho daño, pero quedó sin ganas de volver a probar jamás a dar un salto como aquél. Mientras Josey se aproximaba a lamer cariñosamente las manos del chiquillo, Peppo comentó:
—Creo que este juego es sólo para seres de cuatro patas.
Ricky se frotó el magullado hombro y con una risilla confesó:
—Parecía una cosa tan fácil, viendo a Josey… Es una perra muy lista.
Peppo se agachó para acariciar al animal y con una voz muy triste, que resultaba muy extraña viendo la sonrisa dibujada en su boca, murmuró:
—Sí. Josey es una gran perra, pero no lo es tanto ahora que ha perdido a su compañero. Desde que falta Nappy, mi número ya no vale gran cosa.
—¿Quién es Nappy? —preguntó con extrañeza Holly.
—Napoleón —repuso Peppo—. El compañero de Josefina. El perro desapareció misteriosamente.
—¿Quiere usted decir que le robaron ese perro? —preguntó Pam.
Encogiéndose de hombros, Peppo repuso:
—¿Quién sabe?
Pete susurró al oído de Pam:
—¿Crees que fue el ladrón de Shoreham quien robó a Nappy?
—Puede ser —contestó su hermana, también a media voz—. Pero no debemos decirle nada de eso a Peppo, todavía. Parece que está tan triste… Cuando la policía encuentre al ladrón, podremos saber si tiene, también, a Nappy.
Josey dio varios saltos más a través del aro. Peppo sostenía éste cada vez más alto, pero la perra no erraba el salto ni una sola vez.
—Me gustaría que fuese mía —confesó Holly—. ¿No podemos jugar un poco con ella?
—Claro que sí —repuso Ricky, muy seguro—. Puede que alguna vez nos presten un rato a Josey.
En aquel momento, Peppo estaba preguntando:
—¿No les gustaría visitar mi embarcación, mientras yo me quito el traje y el maquillaje? Les indicaré por dónde se va.
El señor Hollister repuso que preferían esperar para que fuese el mismo Peppo quien les enseñara la barca.
—Muy bien —asintió complaciente, el payaso—. A la entrada de mi camerino hay sillas. Pueden ustedes sentarse allí y ver las escenas de nuestro circo, entre bastidores.
Los Hollister siguieron a Peppo, pasando entre diversas tiendas. De camino, se encontraron frente a un hombre que llevaba globos. Llevaba un sombrero de ala caída, sobre el cabello negro y ondulado, y los niños contemplaron fascinados, su bigote de grandes guías. Peppo se detuvo para pedir al otro hombre un globo rojo.
—Gracias, Grecci —dijo el payaso al hombre de los globos—. Es para esta pequeñita tan salada.
Y, haciendo una profunda reverencia, el payaso, entregó el globo a Sue.
—¡Huy! Muchas gracias —exclamó la pequeña, cantarina.
Estaba encantada con el globo y caminaba junto a los otros, contoneándose muy orgullosa y dejando libre toda la longitud de la cuerda que sujetaba su nuevo juguete.
Los Hollister y Peppo dijeron adiós a Grecci y continuaron su camino. A la entrada de la tienda del payaso había bancos y varias sillas, donde se sentaron los niños y sus padres, para esperar a Peppo. Pero, a los pocos momentos, Holly se puso en pie de un salto.
—Yo soy una trapecista —anunció, levantando los bracitos sobre la cabeza y balanceándose hacia atrás y adelante.
—No quieras ser otra vez la Gran Flor Dorada —le advirtió Ricky.
—¡Calla, bobo! —protestó Holly, estremecida al pensar en aquel incidente.
Al poco apareció Peppo en la entrada de la tienda, vestido con ropas de calle y sin nada de pintura en la cara. Los Hollister quedaron consternados, viendo lo triste que era su expresión. El payaso, mirando a su alrededor, preguntó:
—¿Dónde se ha metido la chiquitina del globo?
Hasta un momento antes, Sue había estado junto a la silla de su padre, pero al parecer se había escabullido sin que nadie la viese.
—Ahí está —anunció Pete, señalando una separación entre dos tiendas, por donde se veía oscilar el globo rojo.
Sue correteaba entre las tiendas de lona, metiendo las naricillas por todas las aberturas de entrada para indagar qué había dentro. En voz baja, la señora Hollister dijo a Pam:
—Ve a buscarla y hazla volver. No creo oportuno que la niña ande por ahí sola, hijita.
Mientras Pam se alejaba, para cumplir lo que su madre le había pedido, Peppo comentó:
—Sue está demasiado cerca de los elefantes. No debió de marcharse tan lejos; puede ocurrir que los animales estén ejercitándose.
No bien acababa de pronunciar Peppo aquellas palabras, cuando un grupo de elefantes apareció, de pronto desde detrás de una tienda. Un hombre alto y fuerte les dirigía y, de vez en cuando, daba un latigazo al elefante que abría la marcha; pero, a pesar de todo, parecía como si el domador no pudiese hacerse obedecer por el animal.
Ahora Pam había echado a correr, seguida por el señor Hollister. Sue, sin haber advertido para nada el peligro, seguía interesada de hacer ondear su globo.
Yel domador de elefantes no había visto a la niña.
De repente, el rojo globito de Sue fue a rozar los ojos del elefante. El animal retrocedió, levantando enfurecido la trompa, y un momento después echó a andar en dirección a la niña.
—¡Oh! —Exclamó Pam, con un alarido de angustia—. ¡El elefante aplastará a Sue!