El viaje aéreo iba haciéndose cada vez más difícil. La lluvia cayendo a raudales, azotaba las ventanillas.
—Vamos a aterrizar en Greenville —anunció a los pocos minutos la azafata—. Tengan la bondad de ajustarse bien los cinturones de seguridad. A causa de la tormenta, el vuelo 702 no se reanudará hasta mañana por la mañana.
—¡Zambomba! ¡Está hablando de nuestro avión! —dijo Ricky, hablando con su hermano—. Lo hemos conseguido. ¡Viva! ¡Así podremos buscar al ladrón!
Mientras el avión se deslizaba hacia abajo, a través de la espesa cortina de nubes negras, los hermanos Hollister disfrutaron de lo lindo con la sensación de hormigueo producido por el rápido descenso.
—Papá, ¿cómo puede ver el piloto por donde va, en la oscuridad? —indagó Holly.
—Cuando no puede ver la tierra, conduce guiándose por instrumentos, hijita —contestó el padre—. Y recibe instrucciones por radio desde la torre de control del campo en donde tiene que aterrizar.
Las explicaciones del señor Hollister dieron a Ricky una idea para un juego.
—Pete, tú eres el hombre que está en la torre de control. Yo conduzco un avión, guiándome por los instrumentos. Preparados. Espero instrucciones desde la torre.
—Siga volando en círculos, hasta que yo le avise de que el campo está libre —ordenó Pete.
—¡Me estoy quedando sin combustible! —exclamó el piloto Ricky—. Tendré que tomar tierra ahora mismo.
—¡Mirad todos! —gritó Holly—. Ya estamos llegando. Ya veo las luces de abajo.
Al cabo de un momento el avión se posaba suavemente en tierra e iba a detenerse ante un gran edificio. Cuando aproximaron las escaleras deslizantes a la puerta del avión, la señorita Gilpin abrió y todos salieron.
Los Hollister atravesaron corriendo aquel torrente de lluvia, penetraron en el edificio de administración y se sacudieron las ropas empapadas. Inmediatamente, Ricky empezó a mirar por todos los rincones de la sala de espera y luego murmuró al oído de Pete:
—El ladrón del perro a lo mejor estuvo en esta misma sala. ¡Hay que buscar pistas en seguida!
Los dos chicos empezaron a ir de un lado a otro, afanosamente, pero su padre les interrumpió la tarea, diciendo:
—No os alejéis así, muchachos. Una limousine del aeropuerto está esperando para llevarnos a un hotel de la ciudad.
Mientras avanzaban en el vehículo, a través de calles inundadas por la lluvia, Sue anunció con su vocecilla cantarina:
—Tengo ganitas, mami. ¿Es que en este coche avión no dan comidas, como en los aviones?
Varias personas se echaron a reír y la señora Hollister contestó:
—No, nena. Aquí no dan comidas. Cenaremos en cuanto lleguemos al hotel.
Poco después se detenían ante un edificio blanco, con altas columnas que sostenían la techumbre del porche. Todos los pasajeros se apearon y entraron en el hotel.
Mientras el señor Hollister firmaba en el libro de inscripción de huéspedes, el recepcionista, que estaba tras el mostrador, hizo a los niños un amigable guiño y comentó:
—No es frecuente que en nuestros libros de entrada se lean siete nombres seguidos de una misma familia. Espero que se encuentren a gusto aquí.
—Vamos a tener mucho trabajo —explicó Ricky, también sonriendo—. ¿Admiten ustedes perros en el hotel?
—Naturalmente —afirmó el empleado, lleno de orgullo—. ¿Es que traéis alguno?
—No. No traemos ninguno. Pero estamos buscando uno.
—Aquí vienen con frecuencia personas con perros. Ayer mismo o tal vez fuese anteayer, vino un señor con un perro de aguas, de color blanco.
—¡Oooh! —exclamó Ricky, al tiempo que todos sus hermanos daban muestras de sorpresa.
—No vimos mucho al perro —siguió explicando el recepcionista—. El hombre lo tuvo casi todo el tiempo en su habitación.
—¿Fue el viernes por la noche, cuando llegó ese señor? —preguntó Pete.
—Creo que sí. Esperad, que lo miraré en el libro. —Después de pasar unas hojas del libro de registro, el empleado se volvió para asentir—: Sí. Fue el viernes. Y el cliente era Fred Smith, de Florida.
Los Hollister quedaron con la boca abierta. Muy nerviosa, Pam preguntó:
—Ese señor ¿había llegado en avión?
—No sé exactamente cómo había llegado —contestó el empleado con extrañeza, viendo el interés que demostraban los Hollister—. Cuando se marchó, el señor Smith iba en un coche particular.
Los niños habrían querido hacer más preguntas pero en aquel momento el señor Hollister les llamó, diciendo que estaba esperando el ascensor.
Mientras subían, Pete dijo a Pam, en voz baja:
—Apostaría algo a que el coche que llevaba el señor Smith era alquilado.
Pam movió la cabeza, dando la razón a su hermano.
—¿Y tú crees que se habrá ido a Florida en ese coche? —preguntó la niña.
—Seguramente. Tenemos que averiguar qué sitios hay en Greenville para alquilar un coche a ver si así descubrimos algo.
El ascensor se detuvo, se abrió la puerta con mucho ruido y todos salieron. Mientras el botones iba hacia el final de un pasillo, Pete y su hermana se situaron junto a la madre, para contarles su idea.
—Fíjate, mamá. Si pudiéramos enterarnos del sitio a dónde ha ido el señor Smith, nos sería más fácil todo —explicó Pete.
—Naturalmente, hijo. Lo comprendo. Podréis ir a una o dos casas de alquiler de coches, después de la cena, siempre que estén cerca del hotel y si os acompaña papá.
Después que todos hubieron visto los dormitorios y se hubieron lavado las manos y peinado, los Hollister bajaron al comedor del hotel.
Mientras esperaban a que les sirvieran la cena, Pete y Pam hablaron con el padre, para pedirle que les acompañase.
—Sí, hijos. Iré con vosotros.
—¡Qué bueno eres, papá! —dijo Pam, muy agradecida.
Riendo, el señor Hollister dijo:
—Quisiera resolver este misterio por mí mismo. Después de todo, tenemos una deuda que saldar por lo sucedido con Zip. Yo creo que fue ese hombre quien le hirió la pata.
Al concluir la cena, la lluvia se había reducido a lo que los Hollister llamaban una llovizna escocesa. Pete, Pam, Ricky y Holly salieron con su padre. La chiquitina Sue, que estaba muy cansada, se quedó en el hotel con la madre y no tardó en irse a acostar.
La primera casa de alquiler de coches que visitaron los Hollister no había alquilado ninguno de sus coches a ningún Fred Smith, ni nadie con la mano vendada había estado allí el viernes.
—Lamento no poder ayudarles —dijo el empleado—. ¿Han ido a preguntar en la casa de autos de alquiler, sin chófer, que está al final de la calle?
—No. No hemos ido. Gracias por la sugerencia —contestó el señor Hollister.
A buen paso se dirigieron al lugar indicado, que era una gran gasolinera donde, además, se alquilaban coches. En respuesta a las palabras de Pam, la señorita Erwin, una empleada, dijo:
—Sí. Alquilamos un sedán negro a un tal señor Fred Smith, el viernes por la noche. Ahora, francamente, lo lamentamos.
—¿Por qué? —preguntó la niña, muy interesada.
—El señor Smith debía haber devuelto el coche a la agencia esta mañana —explicó la joven, arrugando la frente—. Pero no hemos sabido nada de él hasta la tarde de hoy. La policía de Georgia nos ha informado que ha sido encontrado el coche que conducía, volcado en una cuneta.
—Es una lástima —se condolió Pam—. Supongo que el señor Smith no habrá dejado el coche estropeado por completo.
—No. Pero necesitará mucha reparación.
—¿Sabe usted si el señor Smith llevaba un perro? —preguntó Ricky.
—Sí. Llevaba un perro blanco de aguas. El señor Smith tenía mucha prisa por llevar a su perro a una exhibición, según dijo. Por eso necesitaba el coche.
—Me temo que no dijo la verdad —opinó el señor Hollister—. Tenemos motivos para pensar que el perro era robado. No es que ese animal sea nuestro, pero nos gustaría que su propietario lo recuperase.
—¡Oh! —Exclamó la señorita Erwin, volviendo luego a comentar lo mucho que lamentaba haber alquilado aquel coche—. Puede que se viese perseguido por la policía y por eso decidiese abandonar el coche.
El señor Hollister asintió.
—Muy bien podría ser eso. Ese hombre ya hizo algo parecido en la ciudad donde nosotros vivimos.
—¿Puedo hacer algo para ayudarles, señor? —preguntó la empleada.
—A lo mejor, sí —dijo Pete, interviniendo—. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del Circo Mágico?
—No. Nunca. Pero puede tratarse de algún circo que en invierno se instale en Florida. Hay muchos circos que lo hacen.
—Salimos para Florida en el avión de la mañana. ¿Cree usted que ese hombre iba a Florida? —preguntó el hermano mayor.
—Es muy posible —replicó la joven—. Mucha gente viaja en coche, a través de Georgia, para ir a Florida.
—¡Caramba! Me apuesto algo a que le encontramos allí —dijo Ricky, muy convencido.
La señorita Erwin se echó a reír.
—No me gustaría estar en el lugar de ese hombre, teniendo tras mi pista a una tribu de sabuesos como vosotros, amiguitos. ¡Mucha suerte!
Mientras regresaban todos al hotel, Holly inquirió:
—¿Qué es lo que ha dicho de nosotros esa señora?
Pete adoptó una voz grave y gutural para declarar:
—Ha querido decir que somos el Club Hollister de Super-Detectives, S. A.
A todos hizo reír la ocurrencia de Pete. Pero Holly todavía insistió:
—¿Qué es eso de S. A., papá?
—Que vuestra firma comercial es una sociedad —contestó el señor Hollister—. Pero yo no daría mucha importancia a eso, para vuestro trabajo de detectives.
—Bueno. Lo llamaremos por las iniciales —propuso Pete—. El C. H. S. D.
—¡Y el primer trabajo que tiene que hacer el C. H. S. D. es encontrar al hombre que hirió a Zip! —declaró Pam.
—¡Eso, eso! —aplaudieron los demás.