UN EMOCIONANTE VIAJE EN AVIÓN

—¡Sí! ¡Es nuestro Zip! —exclamó Pete, corriendo a arrodillarse junto al perro pastor, que estaba tendido en una estera, al lado del fogón—. No, Zip. No pruebes a levantarte.

Los demás rodearon a su perro, que daba débiles ladridos y hacía esfuerzos por levantarse, al tiempo que sacudía ligeramente la cola. Pero la pata trasera izquierda debía de estar muy dolorida, porque Zip volvió a dejarse caer en seguida sobre la estera.

—¡Pobrecito mío! —exclamó Pam, llena de ternura.

El señor Hollister se acercó a examinar la pata del animal.

—Zip ha debido de recibir un golpe, con algo muy pesado —opinó—. No creo que tenga la pata rota, pero probablemente cojeará bastante tiempo.

—Estoy contenta de que no haya sido nada peor —dijo Pam que se volvió a la señora Parker, para añadir—: Muchas gracias por haber cuidado a nuestro perro.

—Yo me alegro tanto como vosotros de que haya aparecido —replicó la amable señora.

El oficial Cal preguntó a la señora Parker si había visto personas sospechosas por los alrededores. La señora explicó que la tarde anterior había visto a dos hombres que cruzaban sigilosamente el campo que quedaba detrás de la iglesia. Uno de ellos llevaba un gran bulto, envuelto en una lona.

—¡Seguro que, envuelto en esa lona, iba el perro de aguas! —declaró Ricky, a gritos.

—Probablemente, tiene razón —concordó Cal, que luego explicó a la señora a qué se refería Ricky.

—Lamento mucho todo esto —dijo ella—. Es una lástima que no me fijase por donde se marcharon esos hombres.

Entre Pete y su padre ya habían levantado a Zip y se dirigían a la salida y Ricky se adelantó, corriendo, para abrir la puerta trasera de la furgoneta, en cuyo asiento fue colocado Zip. Pam entró también en esa parte del vehículo y colocó en su regazo la cabeza del animal. El señor Hollister y los demás se acomodaron lo mejor que pudieron en la parte delantera y, después de despedirse del oficial Cal, volvieron a saludar una y otra vez con la mano a la señora Parker, mientras gritaban:

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!

En cuanto el señor Hollister y sus hijos mayores llegaron a casa, Sue acudió corriendo para abrazar al perro herido.

—¡Zip queridito! —murmuró con ternura—. No vuelvas nunca a perseguir a un «señor ladrón».

Otra vez entre Pete y su padre levantaron al perro, para llevarle a la cocina, donde le colocaron en su cesta, sobre la manta limpia. Para demostrar su alegría, Zip no cesaba de menear la cola.

—Está diciéndonos lo complacido que se siente de volver a estar en casa —dijo Pam, mientras sus hermanos iban de un lado a otro, dando saltos de alegría.

—Voy a avisar al veterinario para que vea a Zip —decidió el señor Hollister, acercándose al teléfono.

Un poco después llegaba el doctor Wesley que dijo lo mismo que ya supusiera el padre de los Hollister. Zip no tenía ningún hueso roto, aunque había recibido un golpe muy fuerte.

—Alguien ha dado una buena paliza al pobre animal —declaró el doctor Wesley—. Pero habéis tenido suerte de que no os lo hayan robado, también. Todavía no se ha encontrado la menor huella de ese otro valioso perro de aguas, ni del hombre que lo robó.

Zip parecía sentirse mucho mejor, aunque todavía prefería pasarse la mayor parte del tiempo tumbado sobre la manta. En vista de que el animal pronto se pondría bueno, Pete dijo a su padre:

—¿Qué hay del viaje a Florida? Ahora sí podemos ir.

—Veré si puedo conseguir reservas para el avión de mañana.

En seguida se marchó el señor Hollister al centro de la ciudad, y al volver a casa por la tarde, anunció que tenía buenas noticias para la familia.

—Los billetes ya están reservados. Saldremos para la tierra del sol mañana por la tarde.

—¡Y dentro de dos días, estaré en la playa, bañándome! —exclamó, alegremente, Ricky.

—Ten paciencia, tontito —dijo la madre, entre risas—. Antes, tenemos mucho que hacer. Lo primero de todo es ver de qué modo dejamos a nuestros animales bien atendidos.

—Seguro que a Indy no le importará llevarse a Zip a su casa —opinó el pelirrojo—. Zip y él son muy buenos amigos y así Zip no se sentirá solo.

—Sí. También yo creo que Indy querrá quedarse con el perro —asintió el señor Hollister—. También le pediré que se encargue de venir a dar la comida al burro y los gatos.

—Seguramente Dave Meade querrá venir todas las tardes a atender a Domingo —dijo Pete—. El burro necesita dar una carrerita todos los días, si no se volverá perezoso.

El mayor de los Hollister fue a telefonear a su amigo, quien se mostró muy contento de poder hacerle aquel favor. Indy también estaba dispuesto a cuidar de los otros animales y, además, se ofreció para conducir a los Hollister, en la furgoneta, hasta el aeropuerto.

El domingo por la mañana, toda la familia se levantó temprano para preparar el viaje. Después de ir a la iglesia y de comer apresuradamente, se recogieron las últimas cosas necesarias y se echó la llave a las maletas. Indy llegó puntualmente para llevar a los entusiasmados niños, y a sus padres, al aeropuerto.

—Al regresar —dijo—, me llevaré a Zip. Y no os preocupéis que cuidaré bien de él.

—¿Vas a ser un señor niñera? —indagó Sue.

Indy rió con los demás y contestó:

—Eso es. Seré igual que su niñera y me ocuparé de que se ponga bien, mientras vosotros estáis fuera.

Al llegar al aeropuerto, los cinco niños corrieron al edificio de administración. Se sentían igual que viejos viajeros veteranos, puesto que ya habían ido varias veces en avión. Después que les pesaron el equipaje y les hicieron el seguro sobre el billete, los Hollister fueron a esperar al avión. Pronto se vio descender al gran avión de línea que hacía escala en Shoreham. Los niños subieron apresuradamente los escalones que llevaban al avión y, de pronto, se detuvieron en seco. Una guapa azafata, de cabellos oscuros, exclamó riendo:

—¡Otra vez los felices Hollister! Bienvenidos para el vuelo 702. ¿No me recordáis?

—Pero ¡si es la señorita Gilpin! —dijo Pam, muy contenta—. Yo creía que usted trabajaba sólo en aviones que van al Oeste.

—Me trasladaron la semana pasada, a tiempo de que pueda acompañaros a Florida.

Los Hollister se sentaron; los tres hermanos menores ocuparon los asientos de ventanilla. El señor Hollister se ocupó de ver si todos se habían ajustado bien los cinturones de seguridad.

Rugieron los motores del avión y muy pronto sus ruedas corrieron sobre la pista, deteniéndose luego un momento, en espera de la señal que debía dar la torre de control.

—¡Ya nos vamos! —gritó Holly.

Pronto el avión se elevó por los aires y los Hollister se quitaron los cinturones.

—Ahí está Three Miles Corner —anunció Holly, con la naricilla aplastada contra el cristal de la ventana—. Y hasta veo la casa de los Parker.

Pronto el paisaje que les era tan conocido fue haciéndose muy pequeño a medida que el aparato iba ganando altura. Al poco, unas grandes nubes, onduladas, se interpusieron entre el avión y la tierra.

—¿Sabéis qué parecen esas nubes? —preguntó Ricky—. Nata batida, sentada en el cielo.

—Pues a mí me parecen corderitos chiquitines, durmiendo en unas camitas azules —opinó Holly.

Pero muy pronto desaparecieron aquellas «camitas azules» y las nubes aparecieron como una masa enorme y seguida, que ahora tenía color gris. Los niños se alegraron mucho de que, al cabo de un rato, la señorita Gilpin fuese a sentarse al otro lado del pasillo, cerca de Pete y Ricky. Pam y Holly iban sentadas detrás de los dos chicos. Entre todos, hablaron a la azafata de la desaparición de Zip y del perro de aguas.

De pronto, a Pete se le ocurrió una idea. El coche del ladrón iba en dirección al aeropuerto. ¡A lo mejor había huido en avión!

—El viernes, ¿no fue en el avión un pasajero que llevaba un perro de aguas, blanco? —Preguntó a la señorita Gilpin—. Era un hombre con un traje azul oscuro.

La azafata puso cara de asombro y en voz baja, replicó:

—El viernes por la tarde, en el momento en que el avión iba a despegar de Shoreham, llegó apresuradamente un hombre, vestido de azul oscuro. Estuvo a punto de perder el avión.

—¿Llevaba un perro? —preguntó Ricky, nerviosísimo.

—No, pero llevaba un gran paquete, con unos orificios en la parte superior —informó la azafata—. Yo pensé varias veces que, dentro, tal vez iba un animal. El hombre era muy antipático y llevaba una mano vendada.

—¡Era él! —exclamaron a coro los Hollister.

YRicky reflexionó:

—Seguro que aquel perrito blanco le dio un mordisco.

—¿Ese hombre fue hasta Florida? —quiso saber Pete.

—No. Recuerdo muy bien que dejó el avión en Greenville. Es la escala que hace este avión a medio camino de Florida —contestó la señorita Gilpin.

—¡Zambomba! ¡Qué pista tan estupenda! —se entusiasmó Pete.

Holly indagó:

—¿Y dónde iba sentado ese hombre malote?

La azafata pensó unos momentos y al poco señaló el asiento que ocupaba Ricky.

—Estoy segura de que iba en el asiento número veinte, junto a la ventanilla. También recuerdo su nombre: Fred Smith.

Sonó un zumbador y la azafata acudió a la llamada del piloto. Pete quedó pensando en Greenville y deseando que se detuvieran allí bastante rato para poder hacer averiguaciones sobre el ladrón del perro blanco.

—Papá, ¿no te parece que tendríamos que contarle todo esto al oficial Cal? —preguntó el muchacho.

—Estás dando por cierto que ese viajero del avión era el ladrón —sonrió el señor Hollister—. Pero es preferible obrar con calma y no acusar a nadie injustamente.

Con una alegre risa la señora Hollister comentó:

—Hijitos, os habéis convertido en tan buenos detectives, que pensáis en todo. Pero yo no me haría demasiadas ilusiones sobre poder encontrar al hombre que robó ese perro.

En aquel momento se oyó un grito de Ricky, que había estado rebuscando por su asiento.

—¡Mirad! ¡A lo mejor es una pista! —exclamó, mostrando un arrugado papel que sacudía en la mano.

Pete recogió el papel y lo leyó en voz alta, mientras lo alisaba.

¡VENID TODOS AL GRAN CIRCO MÁGICO!

¡SOBERBIOS ACRÓBATAS!

¡MAGOS ORIENTALES!

¡ARTISTAS DEL TRAPECIO!

SORPRENDENTES EQUILIBRISTAS

LOS MÁS MARAVILLOSOS PERROS

SABIOS DEL MUNDO

—¿Perros sabios? —repitió Pete—. El perro de aguas no era un perro sabio, sino un perro amaestrado.

—Sigue leyendo, Pete. Sigue —pidió Holly, apremiante.

Y Pete continuó:

VERÉIS LOS ANIMALES SALVAJES

Y LOS HOMBRES DE LA JUNGLA

ELEFANTES, LEONES, TIGRES

NO OS PERDÁIS

ESTE ESPECTÁCULO MARAVILLOSO

—¡Canastos! ¡Cómo me gustaría ver todo eso! —gritó el nerviosillo Ricky.

—¿Y dónde está ese circo? —preguntó Pam.

Pete ojeó por todas partes el papel y repuso:

—Lo raro es que no lo dice. ¿Verdad que es raro, papá?

El señor Hollister miró el papel.

—Yo creo que esto no es más que una prueba de imprenta —Pete opinó—. Seguramente tendrían que añadir más detalles a este folleto.

Ricky quedó muy desencantado y así lo hizo saber a su familia, pero el padre le tranquilizó, diciendo que habría muchos animales salvajes en el circo El Sol, que tenían que visitar. Luego, aconsejó a sus hijos que se entretuvieran un rato, leyendo. Sue se durmió inmediatamente, mecida por el vaivén del avión.

Dos horas después se despertó, diciendo:

—Mamaíta, este avión es como un caballito de balancín. No hace más que dar saltos.

La pequeña tenía razón. El gran avión de pasajeros no cesaba de dar sacudidas, como si fuese una gran pelota de goma y ahora las nubes parecían monstruos en lugar de dulces corderitos. Minuto a minuto, el cielo se iba volviendo más negro.

El avión se inclinaba hacia delante, hacia atrás, en rápidas sacudidas, intentando esquivar las nubes. De pronto, un torrente de lluvia azotó las ventanillas. Se oyó entonces la voz serena y apaciguadora de la señorita Gilpin que les informaba:

—El piloto dice que no tardaremos en cruzar la zona tormentosa. Pero, de no ser así, tomaremos tierra en Greenville y esperaremos a que haga mejor tiempo para la navegación aérea.

Pete dio un codazo a Ricky, exclamando lleno, de esperanzado júbilo:

—¡Zambomba! ¡Ojalá tengamos que esperar en Greenville! Así nos quedaría tiempo para buscar ese perro robado.