ZIP DESAPARECE

Zip iba aproximándose más y más al hombre que huía. Todo hacía suponer que el perro ganaría aquella carrera. Pero, antes de que el animal hubiera dado alcance al ladrón, un coche negro, que estaba aparcado a un lado del camino, puso el motor en marcha y se abrió la portezuela trasera.

El hombre con el perro de aguas saltó al interior y el sedán se puso en marcha por la carretera principal. Zip sólo titubeó un momento. En seguida se lanzó tras el coche, en una carrera desenfrenada y pronto no fue más que un oscuro punto en la lejanía.

—¡Oh! Tendría que haber por aquí un policía que persiguiera a ese coche —exclamó Pam, llena de inquietud.

—¡Aquí está el oficial Cal! —anunció Holly con voz trémula por la fatiga, desde la esquina a donde había llegado buscando un guardia.

Todos corrieron a hablar con el guapo y joven policía que se había convertido en su amigo.

—Yo perseguiré al ladrón —declaró el agente, saltando a la motocicleta que tenía junto a la acera, y embocando a toda prisa la carretera.

Se había abierto la puerta de la Armería y una riada de gente invadió la acera. Entre aquellas personas estaba el padre de Dave Meade, un amigo de Pete. El señor Meade se acercó a los niños, saludando:

—¡Hola, jóvenes Hollister! ¿Dónde está vuestro precioso perro ganador?

Apresuradamente, Pete le contó lo ocurrido, y le pidió después:

—Señor Meade, ¿no podría usted ayudarnos a seguir al oficial Cal? Él ha salido en persecución del ladrón.

—Naturalmente. Ahí está mi coche. ¡Todos arriba! Vamos tras él —dijo el señor Meade—. Dave lamentará haberse perdido esto. Se marchó a casa hace un momento.

Los Hollister subieron al coche que se puso en marcha, veloz como una flecha, por la carretera, en persecución de Cal y del hombre que había robado al perro ganador. Recorridos unos tres kilómetros de la carretera principal, la motocicleta del oficial hizo un giro, para seguir un camino polvoriento y el señor Meade le imitó.

—Éste es el camino viejo del aeropuerto explicó a los niños.

Al volver una curva, pudieron ver la motocicleta detenida a un lado del camino.

—¡Mirad! —gritó Pete—. ¡El coche del ladrón está en la cuneta! ¡Si por lo menos les han detenido…!

El señor Meade detuvo su coche y todos saltaron al caminó. No había nadie en el interior del coche negro al que había estado persiguiendo. El inspector Cal se encontraba cerca, buscando con interés por todas partes.

—¿A dónde han ido los ladrones? —preguntó Pete.

El policía se encogió de hombros, contestando:

—Han desaparecido antes de que yo o vosotros llegásemos aquí.

—¿Y dónde está Zip? —se apresuró a indagar Pam.

El oficial dijo que no había visto al perro.

—Le llamaremos y vendrá —propuso Ricky, mientras el policía volvía a alejarse, en busca de pistas que pudieran indicar la dirección tomada por el ladrón del perro y su amigo.

—¡Zip! ¡Ven, Zip! ¿Dónde estás, Zip? —llamaron.

Luego aguardaron, esperanzados, pero Zip no se presentó. Ricky empezó a buscar y sacudir todos los arbustos próximos, temiendo que el perro estuviese por allí, herido, y no pudiera responder a sus llamadas. Los demás fueron hasta un arroyuelo que corría bajo un puente, buscando alguna pista de Zip.

Pam fue la primera en ver algo.

—¡Ahí está la cinta azul de Zip! —gritó la niña, corriendo a la orilla del riachuelo.

Holly y Pete corrieron tras su hermana. De una pequeña planta pendía una cinta azul, sucia de barro.

—¡Oficial Cal! —Llamó Holly—. ¡Venga, venga, haga el favor!

El policía llegó corriendo, junto a ellos y cogió la cinta azul que Pam tenía en la mano.

—Es la cinta que ha ganado Zip en la exhibición, oficial Cal —explicó Ricky, que se acercaba a toda prisa al grupo.

—En ese caso, vuestro perro no puede estar muy lejos —opinó el oficial.

Por entonces ya habían llegado en coche otras varias personas a aquel lugar. Todos fueron hacia el arroyo, pensando que encontrarían algún indicio para dar con el ladrón. Un hombre exclamó con desespero:

—¿Y el perro de mi esposa? Su perro, Campeón Encantado Fernlake, es un perro «sabio» que vale varios miles de dólares. ¡Tengo que encontrarle, oficial!

Cal asintió, mientras devolvía a Pam la cinta azul.

—Encontraremos al ladrón —aseguró, lleno de confianza—. Tenemos dos cargos contra él y su acompañante. El coche que llevaban no era suyo.

—¿Es que lo robaron? —quiso saber Ricky.

Cal sacó del bolsillo superior de su uniforme, un papel donde iban anotados tres números de licencias automovilísticas.

—Los tres son matrículas de coches robados —dijo—. El segundo es el mismo número que la matrícula del coche caído en la cuenta.

El señor Meade permitió a los niños buscar un poco más por los campos próximos, pero luego les anunció que era preciso volver ya a casa. Cuando el señor Meade dejó a los Hollister en la gran casa, situada a orillas del Lago de los Pinos, los niños formaban un grupo de caritas llenas de tristeza.

La señora Hollister se sintió tan preocupada como sus hijos por lo ocurrido y propuso poner un anuncio en el periódico «El Águila» de Shoreham, para que saliese publicado a la mañana siguiente. Los niños corrieron a ponerlo y, mientras Pete lo redactaba, en el mostrador de las oficinas del periódico, Pam señaló un letrero de la pared, que decía:

NUESTROS ANUNCIOS DAN BUEN

RESULTADO

Cuando regresaban a casa, desde el periódico, los Hollister se encontraron con Joey Brill. El chicazo se aproximó, corriendo y levantó un puño amenazador ante la cara de Pam.

—¡Me pagaréis lo que me habéis hecho en la exhibición canina! —exclamó—. ¡Y me alegro de que haya desaparecido vuestro perrucho! ¡Os está bien merecido!

Aquello era más de lo que Pete podía soportar. Con un fuerte puñetazo dejó al grandullón tambaleándose.

Joey recuperó el equilibrio y apretó los puños. Pero en seguida, viendo lo enfadado que estaba Pete y sabiendo que los cuatro Hollister serían más fuertes que él, decidió no pelear. Murmurando unas palabras de rabia, se alejó, y los Hollister siguieron su camino a casa.

Todos se sintieron aún más tristes al llegar a la puerta y sin que Zip hubiera salido a saludarles tan alegremente, como solía hacerlo. La madre les dijo que el señor Hollister había ido a reunirse con el grupo que buscaba a los ladrones, tan pronto como se enteró de la desaparición de Zip. Todos esperaron al padre, esperanzados, sin apenas haber probado la cena. El señor Hollister regresó solo. Cuando la madre intentó alegrar a la familia, hablando del viaje a Florida, Pam, muy entristecida, murmuró:

—Mamá, no podemos irnos hasta que hayamos encontrado a Zip.

El padre contempló con admiración a su hija.

—Me doy cuenta de lo que os ocurre, hijos, y ya he cancelado las reservas para el avión —dijo—. Iremos a Florida, solo si Zip aparece dentro de uno o dos días.

A las nueve de la mañana siguiente sonó el teléfono y Holly contestó a la llamada. La voz de una mujer preguntó:

—¿Es ahí la casa de los Hollister?

—Sí —contestó Holly, a toda prisa.

—Creo que he encontrado a ese perro perdido —dijo la señora—. Ayer por la tarde entró, cojeando, en mi patio. Pero no lleva collar y no he podido suponer a quien pertenecía hasta que he leído el anuncio en el periódico. Supongo que se trata de ese perro pastor, pero debo advertirles algo. El animal parece estar mal herido.

—¡Oooh! —exclamó Holly, llena de angustia.

Con los ojos llenos de lágrimas, la niña se apartó del teléfono, y dijo a los demás:

—Es una señora que se llama Parkers. Dice que vive en Three Miles Corner y que ha encontrado un perro que debe de ser Zip. Pero que está herido.

—¡Canastos! —exclamó Ricky empezando a saltar por la habitación—. Hay que ir en seguida a verle.

Pete se ofreció a llamar por teléfono a su padre, para ver si podía llevarle lo antes posible a casa de la señora Parkers. El señor Hollister, dueño del Centro Comercial, un establecimiento donde se vendían artículos de ferretería, deporte y juguetes, situado en el centro de Shoreham, había tenido que ir allí para repasar un pedido especial, que tenía que ser enviado aquella mañana. Después, estaría libre porque, generalmente, no trabajaba los sábados.

—Dentro de cinco minutos estaré en casa —dijo a Pete, cuando éste le contó lo que acababa de decir la señora Parker por teléfono.

—Te estaremos esperando en la puerta, papá —dijo Pete, antes de colgar.

Mientras los cuatro mayores se apresuraban a ponerse los abrigos y los gorros, la señora Hollister dijo:

—Sue y yo pondremos una manta limpia en la cesta de Zip y le prepararemos leche, mientras vosotros estáis fuera. ¡Confío en que el pobre animalito no tenga nada serio!

En cuanto el señor Hollister detuvo en el camino del jardín la furgoneta, los cuatro niños subieron y él reanudó la marcha, en dirección a Three Miles Corner.

—Indy y Tinker están cuidando del almacén —dijo el señor Hollister.

Se refería al viejo señor Tinker, un hombre muy bueno y amable, y a un indio que se llamaba Indy Roades, que trabajaban en el Centro Comercial.

Cuando se encontraban en las afueras de Shoreham, Ricky señaló al exterior, al tiempo que gritaba:

—¡Mira, papá! Ahí llega el oficial Cal, en su motocicleta.

Cuando se aproximaba el policía, el señor Hollister tocó la bocina y detuvo el coche. Cal fue a pararse al lado de la furgoneta.

—¿Tienen alguna noticia de Zip? —preguntó.

—Sí. Parece que sí —respondió Pam—. Pero estamos muy preocupados.

Yla niña contó al oficial todo lo que la señora Parker había dicho.

—Ahora vamos hacia Three Miles Corner, para ver si es Zip el perro que ha recogido esa señora —informó Pete.

—Muy bien. Pues yo iré delante, como escolta policial —propuso Cal Newberry.

—Soy el presidente de los Estados Unidos, con mi escolta de policía particular —bromeó Pete.

Pam se irguió, muy digna, declarando:

—Pues yo soy nada menos que una reina, que viaja en su carroza real.

El señor Hollister rió, diciendo:

—Veo que el oficial Cal se ha desviado de la carretera principal. ¿Me dan permiso para seguirle, mis distinguidos pasajeros?

Todos estallaron en risas, contestando:

—Sí, sí, papá.

—Éste es el camino donde volcó el coche del ladrón del perro —recordó Ricky que, al llegar a aquel punto de la cuneta, exclamó perplejo—: Pero ¡ya no está el coche!

—Lo retiraría la policía —opinó el señor Hollister.

Siguieron avanzando. Unos kilómetros más allá, la motocicleta empezó a reducir su marcha y los Hollister pudieron ver que estaba llegando a un cruce de carreteras, donde el campanario de una iglesia se elevaba hacia el cielo. Cuando estuvieron algo más cerca, distinguieron una casita de campo, pintada de amarillo, que quedaba medio escondida entre los árboles. Detrás corría un riachuelo, entre pedruscos.

—¿Verdad que fue aquí donde encontramos la cinta azul? —preguntó Pete—. Seguramente fue éste el camino que siguió Zip para llegar a la casa de los Parker.

En el prado que rodeaba la casita había un letrero donde se leía: «PARKER». El oficial Cal ya había desmontado y esperaba a los Hollister. Mientras éstos se acercaban, una señora joven abrió la puerta de la fachada.

—Ustedes deben de ser los Hollister —saludó, amigablemente—. Tengan la bondad de entrar. El perro está en la cocina, junto al fogón.

¿Sería Zip aquel perro?