Epílogo

A doscientas millas al este de Norfolk, Virginia, el barco de exploración científica de la NUMA Peter Throckmorton y el buque de la NOAA Benjamín Franklin navegaban silenciosamente por el mar en calma como una pareja de corsarios modernos.

Mientras las proas cortaban el agua y las cubiertas se cubrían con la espuma, en la sala de control de los sensores remotos del Throckmorton reinaba un silencio expectante. Spider Barrett observaba atentamente la proyección Mercator que aparecía en la pantalla. A pesar de la refrigeración en la sala, el sudor perlaba la calva de Barrett.

Joe Zavala, Al Hibbet y Jerry Adler, el experto en olas que Joe y Austin habían conocido a bordo del Throckmorton, miraban cómo los dedos de Spider volaban sobre el teclado. También había varios de los técnicos del barco.

Barrett dejó de teclear y se frotó los ojos como si estuviese a punto de admitir la derrota. Luego sus manos teclearon de nuevo como un concertista de piano. Unos puntos rojos que parpadeaban comenzaron a aparecer en la imagen de los océanos. Spider se echó hacia atrás en la silla con una gran sonrisa.

—Caballeros —anunció con un tono grandilocuente—, hemos despegado.

Los aplausos resonaron en la sala.

—¡Notable! —exclamó el doctor Adler—. Me cuesta creer que existan tantos lugares que den origen a las olas gigantes.

Barrett «clicó» el cursor en uno de los puntos. Se abrió una ventana con la información correspondiente a las condiciones del mar y el tiempo en aquel lugar. La información más valiosa era la valoración del potencial y probable tamaño de la ola gigante.

La demostración produjo otra salva de aplausos.

Zavala sacó el móvil del bolsillo y llamó al Benjamín Franklin. Gamay, en compañía de Paul, esperaba la llamada en el centro de control del barco de la NOAA.

—Dile a Paul que el águila se ha posado. Ya te pasaré los detalles.

Apagó el teléfono y fue al rincón donde había dejado su mochila. Sacó dos botellas de tequila y vasos de plástico. Sirvió una ronda, y levantó el vaso.

—Por Lazlo Kovacs.

—Y por Spider Barrett —añadió Hibbet—. Ha convertido una fuerza destructiva en algo beneficioso. Su trabajo salvará las vidas de centenares y posiblemente millares de marineros.

Barrett se había puesto a trabajar en el vuelo de regreso desde la anomalía del Atlántico Sur después de ser testigo del incontrolable poder que había sido desencadenado. Intentaba dar con la manera de utilizar los teoremas de Kovacs en algo útil. En cuanto llegaron a Washington, desapareció durante varios días para luego presentarse repentinamente en el cuartel general de la NUMA para explicarle su idea a Hibbet.

La propuesta que le hizo a Hibbet era fantástica en su imaginación y alcance, y, al mismo tiempo, notablemente simple. Su idea era emplear las ondas electromagnéticas de Kovacs con una potencia mucho más reducida para detectar las anomalías debajo de los fondos marinos donde se sospechaba que podían ser las causantes de las perturbaciones en la superficie. Todos los barcos transoceánicos llevarían un sensor Kovacs montado en la proa. Los sensores transmitirían una información constante, que se uniría a las observaciones de los satélites y las lecturas del campo electromagnético terrestre.

Toda esa masa de datos sería procesada informáticamente y retransmitida como advertencia de las zonas con riesgo de olas gigantes. De esta manera, los barcos podrían seguir unas rutas que los mantuviesen apartados de dichas áreas. Habían decidido hacer una serie de pruebas en el lugar donde las olas gigantes habían hundido al Southern Belle. Debido a su interés en los remolinos oceánicos, habían invitado a la NOAA a participar en el experimento, y así fue como se habían visto involucrados los Trout.

Los dos barcos se habían encontrado en el lugar del naufragio, y habían arrojado una corona al agua en memoria de la tripulación. Luego iniciaron las pruebas que se prolongaron durante varios días. Los ensayos descubrieron varios fallos que afortunadamente se solucionaron sin problemas. Ahora, tras el éxito del sistema, los ánimos en la sala eran eufóricos, máxime después de haber sido rociados con generosas raciones de tequila.

En un momento de la fiesta, un entusiasta y un tanto bebido Al Hibbet se volvió hacia Zavala y le comentó:

—Es una verdadera pena que Kurt no esté aquí. Se está perdiendo toda la diversión.

Zavala sonrió con socarronería.

—Estoy seguro de que no lo está pasando nada mal.

Karla Janos salió del túnel y parpadeó como un topo. Tenía el rostro sucio, y el mono cubierto de polvo. Sacudió la cabeza, todavía asombrada por la escena que acababa de ver. Un campamento en toda regla había crecido en el fondo de la caldera. Al menos había dos docenas de grandes tiendas dormitorio, además de otras cuantas para albergar los laboratorios, el comedor, la cocina y los servicios sanitarios. Había varios helicópteros aparcados.

La actividad era incesante. Habían mejorado el acceso a la ciudad de cristal con la construcción de un nuevo túnel y retirado los escombros. Los cables que había transportaban la electricidad producida por los generadores a gas. Los grupos de científicos y trabajadores iban y venían de la ciudad.

Karla se sentía entusiasta y cansada al mismo tiempo. Los equipos científicos trabajaban las veinticuatro horas en tres turnos. Algunos, como Karla, se habían involucrado tanto que habían trabajado más de un turno. Echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente varias veces. De pronto, en la luz azul gris, vio aparecer un punto por encima del borde que bajaba hacia el valle.

A medida que se acercaba, vio que era un parapente multicolor. No podía ser. Se alejó de las tiendas para ir a un claro y comenzó agitar la gorra. El parapente bajaba en espiral, pero el paracaidista cambió de rumbo al ver sus señales, descendió rápidamente y se posó a unos pocos pasos de Karla. Kurt Austin se desabrochó el arnés y plegó el parapente. Se acercó a la muchacha con una gran sonrisa.

—Buenos días.

Karla había pensado mucho en Kurt durante las últimas semanas. Su encuentro había sido breve y dulce. Luego se había marchado a Siberia. Pero en numerosas ocasiones había lamentado no haber tenido más tiempo para conocer mejor al apuesto hombre de la NUMA.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Karla con un tono donde se mezclaban la alegría y el asombro.

—He venido para invitarte a comer.

Karla consultó su reloj.

—Son las tres de la mañana.

—En alguna parte es hora de comer. No he venido hasta aquí para que rechaces mi invitación.

La muchacha sacudió la cabeza, sin salir del asombro.

—Estás loco.

En los ojos azules de Austin brilló una sonrisa.

—La locura forma parte del perfil de los aspirantes a trabajar en la NUMA. —Le cogió la mano—. Como decía una vieja canción de Sinatra, «Vuela conmigo».

Karla se apartó de los ojos un mechón rubio.

—Llevo trabajando toda la noche. Estoy hecha un desastre.

—No exigen mucho en cuestión de atuendos en el restaurante adonde iremos.

Le pidió que lo ayudase con el nuevo parapente a motor. Lo llevaron a una zona despejada donde le dio una rápida clase de vuelo. Extendieron el parapente, se acomodaron en el asiento doble, hincharon el parapente con el aire de la hélice y remontaron vuelo. Karla era una aviadora natural, y el despegue fue mucho más suave que aquel primero que había hecho con Zavala. Austin voló en círculo alrededor del campamento y luego comenzó a ascender.

—Menudo cambio en el paisaje en solo unas semanas —comentó Austin.

—Sí. Cuesta creer que los principales paleontólogos, arqueólogos y biólogos del mundo estén trabajando allí abajo en el descubrimiento científico del siglo.

—Un descubrimiento que puedes reclamar como propio.

—Hubo otros conmigo, pero gracias de todas maneras. Gracias también por el viaje. Esto es maravilloso.

—Sí, lo es —replicó Austin por unas razones muy diferentes y del todo masculinas.

Estaba con una mujer hermosa e inteligente, y sentía el calor de su cuerpo contra el suyo.

El parapente y sus dos pasajeros salieron de la caldera. Austin le dio a Karla unas breves instrucciones para el aterrizaje, y se dirigió hacia un lugar relativamente despejado en el borde. El aterrizaje fue un poco brusco pero no estuvo mal. Karla se desabrochó el arnés y se acercó al lugar donde había un mantel a cuadros desplegado en el suelo, con una piedra en cada esquina para sujetarlo. En el centro había un pequeño jarrón con una flor silvestre y una mochila pequeña.

Austin hizo un amplio gesto con la mano.

—Una mesa con vistas, madeimoselle.

—Estás loco. —Karla sacudió la cabeza—. Pero es bonito.

Austin abrió la mochila y sacó varios botes de cristal, latas y botellas.

—Cortesía del capitán Ivanov. Setas mosliak para el aperitivo, carne tushonka, y caviar rojo con pan de centeno de postre. Todo bien regado con vino de Georgia.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Me enteré que el capitán Ivanov traería a un grupo de científicos, incluidos unos cuantos de la NUMA. Así que me colé en el Kotelny. —Austin abrió los botes y las latas, y sirvió dos copas de vino—. Ahora que has tenido ocasión de estudiar las cosas, ¿qué opinas de la ciudad de cristal?

—Harán falta varias décadas de estudios antes de que conozcamos toda la historia, pero creo que la ciudad la construyeron durante la Edad de Piedra en la cámara del magma después de que se extinguiese el volcán.

—¿Por qué la construyeron bajo tierra?

—Por los motivos habituales. La defensa, o los cambios climáticos. Emplearon a los mamuts como bestias de carga, y eso les permitió mover los bloques de piedra.

—¿Qué les pasó a los habitantes?

—Los cambios climáticos quizá acabaron con los campos de cultivo. Un cambio polar pudo causar una inundación o un terremoto que provocó un derrumbe parcial del techo de la cámara, y le dio a la caldera la extraña forma que vemos ahora. El camino en la ladera indica que el acceso habitual a la ciudad quedó interrumpido por alguna razón que desconocemos.

—¿Has pensado en cómo consiguieron sobrevivir los mamuts?

—Adaptación natural. A medida que disminuía la provisión de alimentos, redujeron su tamaño para acomodarse a los cambios en el entorno. Al parecer, son capaces de hibernar durante todo el invierno.

—¿Qué me dices de los habitantes? ¿Quiénes eran?

—Eso es un enigma. Se tardarán años antes de que podamos saber quiénes eran y qué pasó con ellos.

—¿Qué tal están los enanos peludos?

—¿Los mamuts? Muy bien. Parecen no tener queja alguna del corral que hemos construido para ellos siempre que les demos de comer. María Arbatov se encarga de cuidarlos. Lo más difícil será protegerlos del mundo exterior. Estamos siendo objeto de una gran atención por parte de los medios e intentamos controlarla.

Austin echó una ojeada a la extensión de la isla.

—Espero que todo esto sobreviva a nuestras agresivas investigaciones.

—Creo que lo hará. Ahora ya no se trata de clonar a un mamut, sino una campaña científica en toda regla.

—¿Qué planes tienes?

—Pasaré unas cuantas semanas aquí, y luego iré a Montana para ver al tío Karl. El mes que viene iré a Washington para dar una conferencia en el Smithsonian.

—Esa es una excelente noticia. Cuando llegues a Washington, ¿qué tal si nos vemos para tomar unos cócteles, cenar, y lo que sea?

Los ojos color humo lo miraron por encima del borde de la copa.

—Me interesa sobre todo la parte de lo que sea.

—Entonces tienes una cita. Creo que es hora de proponer un brindis. Las damas primero.

Karla solo tuvo que pensar un segundo.

—Por el tío Karl. Si no hubiese salvado a mi abuelo, nada de todo esto habría sido posible.

—Brindo por eso. Sin el tío Karl, tú no hubieses estado aquí.

Karla le dedicó una sonrisa cargada de promesas. Luego, a la luz del ocaso ártico, levantaron las copas y brindaron.

Aunque la muerte había sido una compañera constante durante gran parte de su vida, Schroeder no recordaba la última vez que había asistido a un funeral. Quería enterrar a Schatsky con todos los honores. El pequeño dachshund al que había matado uno de los pistoleros de Gant había sido un gran compañero. Afortunadamente, las bajas temperaturas en su cabaña habían conservado el cuerpo durante su ausencia.

Recogió el cuerpo, lo lavó lo mejor que pudo para quitarle la sangre y lo envolvió en su manta favorita. Con la cama del perro como féretro, lo llevó al bosque detrás de la casa. Cavó un hoyo bien profundo, envolvió al perro y la cama con una lona, y después lo enterró junto con una caja de galletas para perros y sus juguetes de mascar.

Schroeder marcó la tumba con una piedra. Luego volvió a la cabaña y salió cargado con un cajón de madera. Lo llevó al bosque y cavó otro agujero a unos metros de la tumba del perro. En el agujero vació todo un arsenal de armas automáticas y semiautomáticas y las sepultó. Había dejado solo una escopeta en la casa, por si acaso, pero ya no necesitaba de todas aquellas armas que había tenido ocultas debajo del suelo.

Era su manera de marcar el final de otro capítulo de su vida. Siempre había la posibilidad de que apareciese algo desagradable del pasado, pero eso sería menos probable con el paso de los años. Muy pronto recibiría la visita de Karla, y tenía mucho trabajo por delante para preparar los kayaks y las canoas para los turistas. Pero sin su pequeño perro alrededor, la cabaña le pareció muy desierta.

Subió a la camioneta y bajó de la montaña para ir a su bar preferido. Era relativamente temprano, y había pocos clientes. Sin la presencia de los habituales para saludarlo, se sintió todavía más solo.

Qué demonios. Se sentó a una de la mesas y pidió una cerveza. Después otra. Sentía lástima de sí mismo cuando alguien le tocó en el hombro. Se volvió. Era una mujer de unos sesenta años, con los cabellos plateados, grandes ojos castaños, y la piel bronceada muy tersa.

Ella se presentó como una artista que se había trasladado a Montana desde Nueva York. Tenía una sonrisa atractiva, una risa contagiosa y un agudo sentido del humor, que desplegó a la hora de describir las diferencias culturales entre los dos lugares. Schroeder estaba tan entusiasmado que se olvidó presentarse.

—Detecto un ligero acento —comentó la mujer.

Schroeder se disponía a darle la respuesta habitual: que era un sueco llamado Arne Svensen, pero se detuvo. Tenía que llegar el momento en el que pudiese confiar en los demás seres humanos, y este podía ser uno.

—Tiene muy buen oído. Soy austriaco. Me llamo Karl Schroeder.

—Es un placer conocerle, Karl —dijo ella, con una sonrisa coqueta—. Quisiera ir a pescar truchas, pero no sé dónde. ¿Podría recomendarme un guía de confianza?

Schroeder le dedicó su mejor sonrisa.

—Sí. Conozco al hombre adecuado para usted.