Doyle se alegraba de que aquel fuese su último viaje a la isla del faro. Nunca le había gustado el lugar. Se había criado en la ciudad, y no apreciaba en absoluto la belleza del entorno. Se alegraría todavía más cuando acabase con la legión «Lucifer» y abandonase la isla de una vez para siempre.
Amerizó cerca de la costa, amarró el hidroavión en la boya, y remó hasta el muelle donde lo esperaba uno de aquellos payasos para saludarlo. Nunca recordaba los nombres y los distinguía por el color de los cabellos. Ese era el pelirrojo quien, por ser el más parecido a Margrave, disfrutaba de una posición preponderante en el grupo, aunque no se le podía tener por un líder, algo considerado como un anatema por los verdaderos anarquistas.
—No te hemos visto desde la persecución del coche en las afueras de Washington —comentó el pelirrojo con una voz suave que era como el rumor de una serpiente entre las hojas secas—. Fue una pena que tus amigos consiguiesen escapar.
—Ya tendremos otra ocasión —afirmó Doyle—. Iremos a por Austin y sus amigos en cuanto acabemos con las élites.
—No veo la hora de que así sea. Tendrías que habernos avisado de la visita.
Doyle levantó la pesada maleta de lona que llevaba.
—Tris quería que fuese una sorpresa.
La respuesta pareció satisfacer al legionario. Asintió, y sin más demoras llevó a Doyle hasta el ascensor que los subió a lo alto del acantilado.
Los demás miembros de «Lucifer» los esperaban al pie del faro, y cuando Doyle repitió las razones para la visita a la isla, le dedicaron unas sonrisas inquietantes. Entraron en la casa del torrero. Doyle fue directamente a la cocina. Sacó seis copas de un armario y una cerveza de la nevera, y las dejó en la mesa. Luego abrió la maleta y sacó una botella de champán. La descorchó, llenó las copas, abrió la lata de cerveza y la sostuvo en alto.
—Brindo por la inminente destrucción de las élites.
El pelirrojo soltó una carcajada.
—Llevas demasiado tiempo con los anarquistas, Doyle. Ya comienzas a hablar como cualquiera de nosotros.
Doyle le guiñó un ojo.
—Se me debe de estar pegando. Salud.
Se bebió la mitad de la lata. Se limpió los labios con el dorso de la mano, y miró con placer cómo los legionarios se bebían el champán como si fuese agua.
—Por cierto, Margrave quería que os diese esto.
El paquete había llegado el día antes. Iba acompañado con una nota firmada por Gant.
La nota decía: «Los planes para la inversión polar han sido postergados hasta la semana que viene. Por favor, dale este regalo a nuestros amigos de Maine después de compartir con ellos la botella de champán. Diles que es un regalo de Margrave. Es muy importante que esperes a que se hayan bebido el champán».
El pelirrojo de «Lucifer» abrió el paquete. Era un DVD. Se encogió de hombros y lo metió en el reproductor de DVD. Al cabo de unos segundos, apareció la imagen del rostro de Gant en la pantalla.
—Quiero que elimines a la legión «Lucifer» —dijo la voz de Gant.
—¿Cómo quieres que lo hagamos?
Imposible. Era la conversación que él y Gant habían mantenido al finalizar la caza del zorro.
—Ve a la isla de Margrave en Maine, diles que tienes un regalo para ellos. Que se los envía Margrave. Mándalos al infierno, que es donde deben estar, con una copa de champán.
Todas las miradas estaban fijas en Doyle.
—No es lo que creéis —afirmó Doyle, con su mejor sonrisa irlandesa.
Nunca tuvo ni la más mínima oportunidad. Estaba perdido desde el momento en que había entregado el disco. Nunca descubriría que el DVD lo había enviado Barrett, y que el micro que Austin había colocado debajo de la mesa del jardín había hecho su trabajo a la perfección, al captar las instrucciones de Gant para asesinar a los anarquistas.
Se levantó de un salto e intentó llegar a la puerta, pero uno de los de «Lucifer» le enganchó una pierna con el pie y lo hizo caer. Se levantó de nuevo al tiempo que intentaba desenfundar el arma que llevaba oculta, pero lo tumbaron y le quitaron el arma. Miró a los seis rostros satánicos que lo rodeaban.
No podía entenderlo. Los legionarios sabían que los había envenenado, y sin embargo todos sonreían. Doyle era incapaz de comprender que el placer de matar sobrepasaba a todas las demás emociones, incluso el miedo a una muerte inminente.
Escuchó cómo abrían el cajón de los cuchillos, y luego los vio ir a por él.