Capítulo 40

Austin metió la mano en el cajón de la mesa, sacó un dardo y ya tenía el brazo levantado dispuesto a lanzarlo contra la carta del océano Atlántico cuando sonó el teléfono. Atendió la llamada. Era Paul Trout desde Río de Janeiro.

—Espero no interrumpir nada importante —dijo Paul.

—En absoluto. Solo me entretenía en aplicar mis conocimientos científicos en la solución de un problema un tanto complicado. ¿Cómo está la chica de Ipanema?

—Gamay está bien. Pero pasa algo extraño con los barcos transmisores. Acabo de estar en uno de ellos hace unos minutos. Le han quitado los generadores y la antena electromagnética. Sospecho que han hecho la misma limpieza en los demás barcos.

—¿Vacío? —Austin buscó una explicación—. Han tenido que hacer la limpieza cuando los barcos se encontraban en el astillero del Mississippi.

—Tendríamos que haber sospechado que pasaba algo extraño. Los barcos estaban amarrados en el muelle sin que viéramos ninguna actividad a bordo. Nada que fuese una indicación de que pensaban zarpar en algún momento. El único barco que ha salido del puerto desde que estamos aquí fue una nave de pasajeros.

Austin solo escuchó a medias las palabras de Paul, concentrado como estaba en el misterio.

—¿Qué has dicho del barco de pasajeros?

—El Polar Adventure. Estaba amarrado junto a los barcos transmisores. Zarpó esta mañana a primera hora. ¿Crees que puede ser importante?

—Quizá. Joe mencionó que un buque de pasajeros salió del astillero del Mississippi más o menos al mismo tiempo que los otros.

—¡Caray! ¿Crees que puede ser el mismo barco que vimos?

—Es posible —admitió Austin—. Han trasladado los transmisores al buque. Luego, mientras nosotros vigilábamos a los señuelos, el buque se marchó con toda la carga a plena luz del día.

—Adiós a los planes de la marina de seguir a los barcos con un submarino.

—Una operación clásica de despiste. Muy astutos.

—¿Cuánto hace que zarpó el buque?

—Ya no estaba esta mañana.

Austin hizo un rápido cálculo mental.

—A estas horas estará a unas cien millas mar adentro. Es mucha ventaja.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Quedaos allí, y no perdáis de vista a los barcos por si acaso los dueños tienen otro as guardado en la manga.

Austin colgó. Estaba furioso consigo mismo por no haber tenido en cuenta que cualquiera lo bastante capaz como para hacer un cambio polar haría todo lo posible por despistar a sus perseguidores. Volvió su atención a la carta náutica. Era un océano muy grande. Con cada minuto transcurrido, el buque estaba más cerca de perderse en centenares de millas cuadradas de mar abierto. Pensó en llamar al Pentágono para comunicarles las noticias de Trout, pero no estaba de humor para desperdiciar el aliento en una discusión con el secretario delegado de Defensa.

Quizá Sandecker podía tener mejor suerte, pero incluso él tendría que lidiar con la burocracia del Pentágono, y sencillamente se acababa el tiempo. Al demonio con ellos, pensó. Si el mundo iba a acabarse, prefería asumir toda la responsabilidad y no depender de un anónimo y presuntuoso funcionario del gobierno. Esa sería una misión de la NUMA de cabo a rabo.

Diez minutos más tarde, conducía un coche de la NUMA por las calles casi desiertas de Washington. Tomó la autopista para ir al aeropuerto, donde el guardia en la entrada de una zona restringida comprobó su identificación y le indicó cómo llegar a un hangar en el extremo más apartado del campo. Vio el resplandor de los focos, y se dirigió rápidamente al lugar donde había un Boeing 747 Jumbo Jet aparcado en la pista.

Las baterías de focos instaladas alrededor del enorme avión convertían la noche en día. Por todas partes había grandes tambores de cables y pilas de tubos de aluminio y acero. Los trabajadores entraban y salían del aparato como hormigas en un caramelo.

Zavala estaba sentado a una mesa improvisada con un par de caballetes y una plancha de contrachapado debajo de la cola del avión. Consultaba unos planos con un hombre vestido con un mono. Se disculpó al ver a Austin y fue a saludarlo.

—No es tan malo como parece —dijo.

Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del ruido.

Austin miró en derredor y se alegró al ver que había un orden en lo que a primera vista parecía un absoluto caos.

—¿Cuánto falta para que el pájaro esté preparado para volar? —preguntó.

—Hemos tenido algunos retrasos en las entregas, pero ya tenemos todo el material. Ahora es más que nada montarlo todo y conectarlo. En setenta y dos horas habremos acabado.

—¿Qué tal mañana por la mañana?

—Tendrías que pedir que te dejasen actuar en el Club de la Comedia —replicó Zavala, con una sonrisa.

—Desafortunadamente, no hay nada cómico en las noticias que acabo de recibir de Paul. —Le habló del buque que había zarpado de Río de Janeiro—. ¿Podrías montar el resto mientras volamos?

Zavala torció el gesto.

—Es posible, pero poco recomendable. Sería como rellenar una salchicha mientras corres.

—¿Qué pasa si no tienes más alternativa que intentarlo?

Zavala echó un vistazo a los que se afanaban en su trabajo, y se rascó la cabeza.

—Nunca me he podido resistir a una salchicha bien jugosa. Acompáñame a darle la mala noticia a mi mano derecha.

El hombre que había estado revisando los planos con Zavala era Drew Wheeler, un amable virginiano cuarentón que era el jefe de logística de la NUMA. Austin había trabajado con Drew en unos cuantos proyectos en los que se habían necesitado equipos pesados a toda prisa. La tendencia de Wheeler a pensar las cosas a fondo, como si en su mente estuviese mascando tabaco, podía sacar de las casillas a las personas que trabajaban con él. Pero muy pronto aprendían que tenía el don de trazar los planes más complejos para que funcionasen a la perfección.

Austin le preguntó cómo iban las cosas y recibió la típica respuesta de Wheeler. Se encorvó un poco y miró a lo largo del avión como un campesino que piensa en cómo retirar un tocón del campo.

—Bueno —dijo—. Van.

—¿Van lo bastante como para que el avión despegue mañana por la mañana?

Wheeler se tomó su tiempo para considerar la pregunta.

—¿A qué hora de mañana?

—Tan pronto como se pueda.

—Veré lo que puedo hacer.

Caminó hacia el avión con la pachorra de alguien que sale a dar un paseo. Austin no se dejó engañar.

—Te apuesto una botella de tequila Pancho Villa a que Drew ya sabe cómo hacerlo.

—Lo conozco lo bastante bien como para saber que pretendes estafarme —dijo Zavala.

—Un hombre prudente. ¿Dónde conseguiste el avión?

—Te sorprenderías de las cosas que puedes alquilar en estos días si tienes los bolsillos bien llenos. Es un carguero 200F, una versión modificada del 747 de pasajeros. Tiene una capacidad de casi ciento treinta toneladas. El problema principal fue meter todo lo que ves por aquí en el avión sin tener que abrirlo como una lata de sardinas. Le estuvimos dando unas cuantas vueltas con Hibbet y Barrett. Yo era de la idea de cargar con los generadores gigantes como aquellos que vimos en el barco transmisor. Pero Barrett dijo que no era necesario. Se podían reemplazar con un mayor número de generadores pequeños.

—¿Qué hay de la bobina?

—Ese fue otro dolor de cabeza. Te mostraré lo que hicimos.

Zavala lo llevó hacia la proa del gigantesco avión. Había dos personas vestidas con monos inclinadas sobre algo que parecía una bandeja colocada en una plataforma. Al Hibbet sonrió al ver que se acercaban Austin y Zavala.

—Hola, Al —saludó Austin—. ¿Divirtiéndote?

—Nunca me había divertido tanto desde que me regalaron un motor eléctrico para mi juego Tinkertoy. Karla ha sido una gran ayuda.

El otro trabajador levantó la cabeza y apareció el rostro sonriente de Karla debajo de la gorra de béisbol.

—El profesor ha querido decir que soy única sosteniéndole el destornillador.

—En absoluto —negó Hibbet—. Puede que Karla no tenga una formación técnica, pero tiene un don para solucionar los problemas. Es obvio que ha heredado los genes de su abuelo.

—Me alegra ver que trabajáis bien juntos. Joe dijo que tuviste un problema con la bobina.

—Así es. En los barcos transmisores cuelgan la antena por debajo de la quilla. Nosotros la sujetaremos debajo del fuselaje.

—¿Eso no será un problema durante el despegue?

—Has dado en el clavo. Esta es la cubierta de la antena rediseñada. Se me ocurrió la idea al recordar las fotos de los aviones AWAC. Karla fue quien propuso rediseñar el cono para que encajase en la cubierta.

—Tenía olominas en mi acuario —explicó Karla—. La bolsa que tienen debajo de la boca me dio la idea.

Hibbet quitó la tapa de plástico del objeto hecho con tubos y alambres, que medía unos seis metros de diámetro. El armazón circular colocado en un soporte de madera tenía la forma de un sombrero chino invertido. Era chato por arriba y por abajo terminaba en punta.

—Ingenioso —opinó Austin—. Es como una versión aplastada de la antena cónica. ¿Funcionará igual que la otra?

—Espero que mucho mejor —manifestó Hibbet.

—Eso está muy bien, porque hemos variado el programa. Necesitamos tenerlo todo preparado para despegar mañana por la mañana. ¿Podrás montar las etapas finales mientras volamos?

Hibbet se pellizcó la barbilla.

—Sí —contestó al cabo de un momento—. No es la manera ideal de hacer algo de tanta complejidad. Ni siquiera hemos tenido ocasión de verificar el funcionamiento de los generadores. Pero podremos comenzar con la lista de verificaciones en cuanto montemos la antena y la cúpula. Lo mejor será preguntárselo a Barrett.

Subieron por la escalerilla al interior de la inmensa bodega del 747. Una hilera de dieciséis cilindros de acero, distribuidos a distancias iguales, ocupaba casi los setenta y seis metros de longitud de la bodega. Una red de cables conectaba los cilindros y serpenteaban en todas las direcciones. Barrett manipulaba un cable entre dos de los cilindros.

Vio a Austin y a los demás y se levantó para saludarlos.

Austin observó el complejo arreglo que ocupaba buena parte del enorme espacio interior.

—Por lo que se ve, aquí tienes energía suficiente como para iluminar todo Nueva York.

—Casi —dijo Barrett—. Tuvimos algunos problemas para enganchar la fuente de poder, pero finalmente montamos un sistema que debería funcionar como es debido.

—¿Cómo habéis conseguido tantas dínamos en tan poco tiempo?

—Un pedido especial de la NUMA —contestó Zavala—. Los iban a instalar en unos cuantos barcos nuevos antes de que los pidiese en préstamo.

—Nueva fuente de poder. Antena nueva. ¿Crees que funcionará?

—Eso creo —afirmó Barrett—. Mejor dicho, estoy seguro en un noventa y nueve por ciento, de acuerdo con los modelos virtuales que realicé.

Austin sacudió la cabeza.

—Es ese uno por ciento el que me preocupa. ¿Podremos tenerlo todo listo para mañana por la mañana?

Barrett se echó a reír al creer que Austin le gastaba una broma. Entonces advirtió la gravedad en la mirada de Kurt.

—¿Ha pasado algo que yo no sepa?

Austin le habló de la información transmitida por Trout del misterioso buque de pasajeros.

Barrett dio una palmada contra una de las dínamos.

—Hace unos meses le expliqué a Tris la idea de utilizar un único barco para concentrar la transmisión. Incluso le di los planos para realizar el cambio. Dijo que llevaría demasiado tiempo. Creo que no debería sorprenderme que me engañase de nuevo.

—¿Qué me dices de mañana?

La furia brilló en los ojos de Spider.

—Estaremos listos.

Austin y los demás dejaron a Barrett con su trabajo y bajaron del avión. Austin preguntó en qué podía ayudar. Zavala le entregó una corta lista de suministros de última hora. Austin buscó un lugar más tranquilo para efectuar las llamadas. Sus interlocutores le prometieron que los materiales los recibirían en cuestión de horas. Caminaba hacia el avión cuando vio que Karla lo había seguido.

—Tengo que pedirte un favor —dijo la muchacha—. Quiero ir en el avión.

—Esta es la parte donde el héroe dice: «Podría ser peligroso».

—Lo sé. Pero también fue peligroso en Ivory Island.

Austin titubeó.

—Además —añadió Karla—, ¿qué puede ser más peligroso que viajar contigo en un Stanley Steamer?

Austin tendría que maniatar a Karla si quería impedir que subiese al avión. Sonrió.

—Ninguno de los dos iremos a ninguna parte si no volvemos al trabajo.

Karla le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios. Austin se prometió dedicar más tiempo al placer en cuanto acabase aquella misión.

Mientras caminaban hacia el avión, llegó un coche. Una figura alta salió del vehículo y se acercó a ellos con una clara cojera. Era Schroeder.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Karla.

—¿Cómo ha hecho para cruzar la verja? —preguntó Austin.

—La fórmula habitual. Una identificación falsa y cara dura.

—Se supone que deberías estar descansando en el hospital —le reprochó Karla.

—El hospital no es una cárcel —replicó Schroeder—. Te dejan salir si firmas un papel. ¿Crees que podía quedarme en la cama sabiendo que estás metida en eso? —Miró con asombro el avión y la actividad a su alrededor—. Ingenioso. ¿De verdad cree que podrá neutralizar la inversión desde el aire?

—Vamos a intentarlo —contestó Karla.

—¿Vamos? ¿Tienes la intención de subirte al avión? Podría ser peligroso.

—Hablas como Kurt. Te diré lo mismo que le dije a él. Mi familia es responsable de todo este enredo. Es mi responsabilidad ayudar a poner las cosas en orden.

Schroeder se echó a reír.

—No hay duda de que eres la nieta de Lazlo. Testaruda como él. —Se volvió hacia Austin—. Cuídela bien.

—Se lo prometo.

Schroeder miró de nuevo la febril actividad dentro y alrededor del avión.

—¿A qué hora espera despegar?

—Mañana por la mañana.

—Este es un viejo dinosaurio que sabe cuándo está extinto —comentó Schroeder—. Estaré en el hospital esperando tu llamada. Buena suerte. —Abrazó a Karla, estrechó la mano de Austin, y volvió al coche.

La pareja observó su marcha hasta que las luces traseras se perdieron de vista.

—Tenemos mucho que hacer —dijo Austin.

Karla asintió. Emprendieron el camino de regreso al avión, tomados del brazo.

Mientras Austin y el equipo de la NUMA se esforzaban para conseguir lo imposible, Tris Margrave no tenía ninguna duda del inminente éxito de su proyecto. La duda era algo desconocido para él, y por lo tanto no entraba en su mente.

Sentado en su cómodo sillón ergonómico detrás del panel de control instalado en la plataforma de observación a proa del Polar Adventure, que surcaba el Atlántico Sur a toda máquina, sus largos dedos se movían sobre los controles como el eximio organista de una catedral. Había puesto en marcha las dínamos en cuanto el barco salió del puerto. Cada generador aparecía representado en la gran pantalla del ordenador con un símbolo rojo y un número; indicaba que estaba activo y a bajo nivel.

Unas líneas rojas iban desde las dínamos a la imagen de un cono de color verde. Solo la punta era roja para señalar que una cantidad de energía mínima entraba en la enorme bobina instalada en la bodega. Margrave lo comparó con calentar el motor de un coche.

En otra pantalla aparecía una sección transversal de la tierra con las capas. Unos sensores especiales instalados en el casco medirían la penetración electromagnética y el alcance del movimiento ondulatorio.

Por su parte, Gant había hecho un recorrido por el barco para hablar con sus guardias de seguridad. El eterno perfeccionista quería asegurarse de que cuando Margrave ya no le fuese útil, lo eliminarían sin demora. Entró en la plataforma de observación.

—¿Falta mucho?

—Estaremos en el objetivo por la mañana —respondió Margrave después de consultar el GPS—. Tardaremos una hora en colocar al barco en posición y bajar la bobina. El mar está en calma, así que no habrá demoras.

Gant se acercó al bar y sirvió dos copas de champán. Le dio una a Margrave.

—Se impone un brindis.

—Por la derrota de las élites —dijo Margrave—. Por un nuevo mundo.

Gant levantó su copa.

—Por un nuevo orden mundial.