Barrett ocupaba una mesa en un tranquilo rincón de la Leesburg Country Tavern. Escribía furiosamente en una servilleta, la cabeza inclinada sobre su trabajo. La mesa estaba cubierta con docenas de servilletas hechas una bola. No había probado ni un sorbo de la jarra de cerveza que había pedido. Trabajaba sin darse cuenta de las miradas que los demás parroquianos dirigían al tatuaje en la calva.
Austin y Karla se sentaron a la mesa. Barrett intuyó que tenía compañía y levantó la cabeza para mirarlos con una expresión ausente. Luego sonrió al ver quiénes eran.
—No os imagináis lo mucho que me alegra veros. Estoy a punto de estallar.
—Por favor, no lo hagas precisamente ahora —dijo Austin.
Le preguntó a Karla qué quería beber, y pidió dos claras.
Recorrer el campo de Virginia en un descapotable les había dado mucha sed. En cuanto les sirvieron las cervezas, Austin se bebió la mitad de un trago, y Karla hundió la nariz en la blanca espuma.
Antes de ir a reunirse con Barrett, Austin había informado a Pitt de las últimas novedades. Pitt le había dicho que llamaría a Sandecker, que regresaba al día siguiente de una gira diplomática, para concertar una cita con el presidente que en aquellos momentos, realizaba una visita a una región del Medio Oeste afectada por una serie de tornados. Mientras tanto, quería que Austin asistiese a una reunión en el Pentágono. Como si fuese poco, le dio a Austin carta blanca para utilizar los inmensos recursos de la NUMA.
—Lamento haber tardado tanto —dijo Austin, que disfrutó con el sabor de la cerveza helada—. Vinimos lo más rápido posible. Había un ruido de fondo cuando llamaste, y no estaba muy seguro de haber entendido correctamente. Algo referente a la nana, pero no capté el resto.
—Después de que os fuerais a Manassas, comencé a darle vueltas a la nana de Karla. El título, Topsy-Turvy, y algunas de las frases encajaban con lo que sabemos de la inversión polar. Algo que no podía ser una simple coincidencia.
—Sé por propia experiencia que pocas cosas lo son —señaló Austin—. Sin embargo, sí es una coincidencia que todavía tenga sed y haya una jarra de cerveza sin tocar en la mesa.
—Estoy demasiado nervioso como para beber. —Barrett le acercó la jarra, y Austin la compartió con Karla.
—Hablábamos de las coincidencias —le recordó Austin.
—Efectivamente. Kovacs es un criptógrafo aficionado. Comencé con la premisa de que la rima debía contener algún código. Me dije que los pareados con Topsy-Turvy no podían ser más que valores nulos, o sea letras o palabras intercaladas en el cifrado para despistar, así que los eliminé para concentrarme en el texto principal. El cifrado es diferente a un código, que normalmente requiere de un libro de código para hacer la traducción. Para desentrañar un cifrado, necesitas tener una clave o llave, que está incluida en el propio mensaje. Una frase resultó aparente en el acto.
—The key is in the door —dijo Karla, sin pensarlo.
—¡Esa es! Parecía obvia, demasiado obvia —manifestó Barrett—, pero Kovacs era un científico sin duda obsesionado con la precisión. Para él lo más exacto hubiese sido decir la llave está en la cerradura.
—Por lo tanto, la clave es la palabra door —señaló Austin.
—Eso mismo creí yo. Door se convirtió en mi palabra clave. Tienes que considerar el descifrado de dos maneras. En un nivel trabajas con la mecánica, como es la transposición y sustitución de palabras o letras. En otro, lo que buscas es el significado de las cosas. —Al ver que la explicación caía en saco roto, preguntó—: ¿Qué hace una puerta?
—Eso es fácil —respondió Karla—. Separa una habitación de otra. Tienes que abrirla para pasar.
—Correcto. La primera letra de la palabra es la D.
Cogió una servilleta limpia y escribió:
DEFGHIJKLMNOPQRSTUVWXYZ ABC
—Esto fija el orden de las letras del alfabeto. Tomé la última letra de door y empleé la misma configuración para el alfabeto cifrado.
—Déjame que lo pruebe —pidió Karla.
Cogió el bolígrafo y escribió:
RSTUVWXYZABCDEFGHIJKLMN OPQ
—Te compraré un billete para Bletchey Park —dijo Barrett. Bletchey Park había sido el cuartel general de los descifradores de códigos británicos durante la Segunda Guerra Mundial.
—Si utilizas los alfabetos para escribir la palabra message, no consigues más que un galimatías —afirmó Karla, que miró la palabra con una expresión de desconsuelo.
—Tu abuelo no quería poner las cosas fáciles. Yo también me encontré con el mismo resultado. Entonces volví a la palabra clave. D y R están separadas cuatro espacios en door. Escribí cada cuarta palabra en el verso principal, pero el instinto me dijo que era demasiado. Así que probé con cada cuarta letra. Seguí sin encontrar nada donde hincar el diente. Luego pensé que D y R están separadas por quince letras en el alfabeto. Apliqué la fórmula al poema y anoté cada decimoquinta palabra. A continuación empleé el alfabeto normal y el cifrado para el criptoanálisis. ¿Está claro?
—No —contestó Austin.
—Yo tampoco lo vi claro —admitió Barrett, con una sonrisa—. Así que hice trampa. Lo introduje todo en el ordenador. —Metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja impresa—. Esto es lo que conseguí.
—Una mezcolanza de vocales y consonantes, pero ni una sola palabra —dijo Karla.
—Lo probé de cien maneras. Llamé a un profesor del MIT que habla húngaro y lo apliqué. Nada que hacer. Entonces recordé que Kovacs hablaba rumano, así que llamé a un tipo que tiene un restaurante rumano en Seattle. No le encontró ningún sentido. Me hubiese arrancado los cabellos, de haber tenido. Volví a las palabras descartadas, en particular a Turvy-Topsy. Se me ocurrió que podría aplicarlas.
—¿Cómo pudiste invertir el mensaje? —preguntó Karla, con un tono escéptico.
—No pude. Pero podía interpretar las palabras sueltas e invertirlas, como en la segunda línea del poema. Eso hice. Seguía sin tener sentido. Entonces tuve una epifanía. Mientras iba en la moto, comprendí que no se trataba de palabras. Era exactamente lo que parecía: una serie de letras. Saltado ese obstáculo, deduje que en el mensaje había números. De nuevo al ordenador. Algunas letras eran indicadores, o sea que la letra siguiente era un número. La A precedida por otra letra equivale a 1, B equivale a 2, y así sucesivamente.
—Me he vuelto a perder —reconoció Austin.
Por la expresión en el rostro de Karla, la muchacha también se había perdido en el reino de «Criptolandia».
Barrett dejó la hoja impresa y recogió la servilleta con las dos manos.
—Esto es una ecuación.
—¿Una ecuación para qué? —preguntó Austin.
—En sí mismo, el mensaje no tiene sentido, pero debemos mirarlo en el contexto. Kovacs quería que solo lo viera una persona: Karla. Le dijo que siempre tendría el poema si lo necesitaba.
—¿Está diciendo lo que creo que dice? —dijo Austin.
—Acabo de descubrirlo hace solo unos minutos, y, por lo tanto, no puedo estar seguro hasta ponerlo a prueba. Pero es posible que Kovacs nos haya dado una serie de frecuencias electromagnéticas.
—El antídoto —susurró Karla.
Austin recogió la servilleta con un cuidado infinito.
—¿Esta es la frecuencia que puede neutralizar la inversión de los polos?
La nuez de Adán de Barrett se movió un par de veces.
—Demonios, eso espero.
Karla se inclinó sobre la mesa y estampó un beso en la calva de Spider.
—Lo has conseguido.
Barrett no parecía muy contento para ser un hombre que acababa de salvar al mundo.
—Quizá. Me temo que no dispongamos de mucho tiempo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Austin.
—Después de nuestra reunión, escuché las conversaciones telefónicas captadas por el micro que colocaste en la casa de Gant. Había una de él y Margrave. Se han marchado del país.
—Maldita sea. ¿Adónde han ido?
—No lo sé. Margrave nunca llegó a explicarme los planes de la fase final. Pero no es el dónde lo que me preocupa, sino el qué. Creo que se disponen a llevar a la práctica el plan del cambio polar.
—¿Alguna estimación del tiempo de que disponemos?
—Es difícil saberlo —respondió Barrett—. La zona se encuentra en el Atlántico Sur. No estuve presente en las reuniones finales, así que no sé nada del punto exacto. En cuanto estén allí, solo será cuestión de horas antes de que pulsen el interruptor.
Austin le devolvió la servilleta.
—¿Esta ecuación se puede convertir en algo que sirva para neutralizar la inversión?
—Por supuesto. De la misma manera que E= mc2 se transformó en la bomba y la energía nuclear. Solo necesitas los recursos y el tiempo.
—Tendrás todos los recursos que necesites. ¿Cuánto tiempo te llevará construir algo que haga el trabajo?
—Necesitaré ayuda. Yo haré los cálculos y el modelo a escala, pero otros tendrán que encargarse de fabricar el modelo real.
—Tendrás la ayuda. ¿Cuánto tiempo?
Barrett esbozó una sonrisa triste.
—Setenta y dos horas. Quizá.
—Treinta y seis horas ya me valen —replicó Kurt—. ¿Cómo será el tamaño del aparato?
—Muy grande. Tú viste el montaje en el barco transmisor.
—Caray —exclamó Austin. Su enorme confianza flaqueó por una fracción de segundo, pero su mente ya funcionaba a tope—. ¿Qué harás con esta cosa en cuanto la hayas acabado?
—Transmitir unas ondas electromagnéticas que cubrirán aproximadamente la misma área que el cambio polar. —Sacudió la cabeza—. Tendremos que averiguar cómo se puede trasladar el neutralizador a la zona. Maldita sea. No tengo consuelo. No creí que acabaría siendo el responsable de todo esto.
A pesar de su aspecto agresivo, Barrett tenía una psique frágil. Austin comprendió que la culpa estaba destrozando al genio informático, y eso era algo que no podían permitirse.
—Entonces no se me ocurre nadie más indicado para ponerle remedio —afirmó—. Deja que yo me encargue del transporte. Tengo una idea que podría funcionar.
Se levantó de la silla y dejó unos billetes en la mesa para pagar las cervezas. Al salir de la taberna, Austin vio que Spider iba hacia su moto.
—¿Adónde vas?
—Voy en mi moto.
—Mandaré a alguien para que la recoja —dijo Austin. Lo cogió del brazo—. Es demasiado peligroso.
Karla sujetó el otro brazo de Barrett, y lo llevaron hacia el jeep. En el viaje de regreso a Washington, Austin llamó por teléfono a Zavala y le dijo que tenía un trabajo importante para él.
—Ahora mismo me pongo —respondió Zavala después de escuchar los detalles—. Hablé con los Trout. Buenas noticias. Han rastreado el barco transmisor a través de los satélites. Navega rumbo a Río. Ya han salido para allí.
Menos de una hora más tarde, Austin entró en el garaje de la NUMA, y en compañía de Barrett y Karla subió en el ascensor al tercer piso. Los pasillos estaban silenciosos y oscuros excepto por el rayo de luz que salía del despacho vecino a la sala de conferencias. Zavala había traído a Hibbet tal como le había encargado Kurt.
—Gracias por venir, Alan —dijo Austin—. Lamento haberte hecho venir de nuevo, pero necesitamos tu ayuda.
—Iba en serio cuando dije que me llamases a cualquier hora del día o la noche si me necesitabas. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde la última vez que hablamos?
—Hemos confirmado que el remolino y las olas gigantes fueron los efectos secundarios de un experimento para causar la inversión polar. También que la inversión magnética podría poner en marcha un cataclismo geológico capaz de acabar con la vida en el planeta.
El rostro de Hibbet adquirió un color ceniciento.
—¿Hay alguna manera de evitar que esto ocurra?
Los labios de Austin esbozaron una sonrisa.
—Confío en que tú nos lo puedas decir.
—¿Yo? No te entiendo.
—Este es Spider Barrett. Él diseñó el mecanismo capaz de producir la inversión magnética.
Hibbet miró el rostro acongojado de Barrett y el tatuaje en la cabeza. Siempre había tenido claro que las ciencias atraían a personas muy extrañas. Le tendió la mano.
—Un trabajo brillante.
Barrett se alegró inmediatamente ante el reconocimiento profesional.
—Gracias.
Austin intuyó en el acto la sinergia entre los dos hombres.
—Queremos que trabajes con Spider, Joe y Karla para construir una antena capaz de neutralizar las ondas electromagnéticas de bajo nivel que se emplean para inducir el cambio polar.
—Construir la antena no será un problema. No es nada más que varillas de hierro y alambre. Pero solo te servirá para colgar la colada si no dispones de las frecuencias correctas para neutralizar aquellas que provocan el cambio.
Karla sonrió mientras sacaba un trozo de papel plegado del bolsillo de su blusa. Lo desplegó con mucho cuidado y lo deslizó por la superficie de la mesa hacia el científico. Hibbet recogió la servilleta y leyó la ecuación. Frunció el entrecejo y al cabo de un par de segundos se le despejó el rostro.
—¿Dónde consiguió esto? —susurró.
—Me lo dio mi abuelo —respondió la muchacha.
—El abuelo de Karla era Lazlo Kovacs —agregó Austin—. Escondió la ecuación en una nana que le enseñó a Karla. Gracias a Spider, desciframos la clave. Ahora que ya hemos hecho todo el trabajo duro, ¿podrías construirnos la antena?
—Sí. Al menos eso creo —contestó Hibbet.
—Para nosotros ya está bien. Dinos qué necesitas. Cuentas con todos los recursos del gobierno norteamericano.
Hibbet soltó una sonora carcajada al tiempo que sacudía la cabeza.
—Eso es mucho mejor que tratar con los avaros de la NUMA. No sabes la lucha que he tenido para que autoricen la compra de equipos nuevos. —Hizo una pausa—. Incluso si consigo montar algo, aún necesitaremos una plataforma al lugar donde rinda el máximo efecto.
—¿Qué tamaño podría tener? —preguntó Austin.
—Grande. Después tienes que contar los generadores para alimentar la antena, y la manera de transportar algo que pesa toneladas.
—Esa es la mala noticia —afirmó Austin.
—¿Cuál es la buena? —quiso saber Hibbet.
Austin sonrió.
—La necesidad es la madre de las invenciones.
En aquel momento sonó el teléfono y Austin lo atendió. Pitt seguramente había tirado de algunos hilos muy importantes. El Pentágono enviaba un coche a recogerlo.
El mundo parecía estar ardiendo en cien lugares diferentes. Los volcanes entraban en erupción como una plaga, y escupían enormes torrentes de lava y densas columnas de humo que envolvían a todo el planeta. Vientos de una violencia desconocida convertían la densa nube en tornados que recorrían los continentes. Los tsunamis se abatían contra las costas Este y Oeste de América del Norte y creaban un angosto continente aprisionado entre dos océanos furiosos.
Luego desapareció la imagen del planeta asolado. La gran pantalla en la sala del Pentágono se quedó en blanco. Las luces que habían sido atenuadas para la presentación recuperaron la potencia normal, e iluminaron a Austin y los rostros asombrados de una docena de jefes militares y políticos sentados alrededor de la mesa.
—La simulación virtual que acababan de ver fue preparada por el doctor Paul Trout, experto en gráficos de la NUMA —dijo Austin—. Presenta una imagen razonablemente acertada de las consecuencias de una inversión polar geológica.
Un general de cuatro estrellas sentado en el lado opuesto a Austin fue el primero en hablar.
—Debo admitir que fue algo escalofriante, pero no es real. No es más que una simulación, como usted mismo dijo, y bien podría estar más basada en la imaginación que en los hechos.
—Nadie más que yo desearía que fuese un producto de la imaginación, general. No hemos tenido tiempo para redactar un informe, así que les ruego paciencia mientras les explico los puntos principales de aquello a lo que nos enfrentamos. El primer eslabón de la cadena de acontecimientos que ha acabado por reunimos aquí fue forjado hace más de sesenta años atrás con el trabajo de un brillante ingeniero eléctrico llamado Lazlo Kovacs.
Durante más de una hora, Austin fue relatando los hechos. Mencionó a Tesla, la fuga de Kovacs de Prusia oriental, y los experimentos de la guerra electromagnética realizados por Estados Unidos y la Unión Soviética. Describió su encuentro con Barrett, el hombre que había llevado a la práctica los teoremas de Kovacs, las perturbaciones en el mar y los planes para provocar una inversión polar. Era consciente del carácter fantástico de su historia, así que omitió unos cuantos detalles. De no haberlo visto con sus propios ojos nunca hubiese creído en la existencia de los mamuts enanos en una ciudad de cristal encerrada en un volcán extinguido.
Incluso sin los detalles más increíbles, se enfrentaba a un muro de escepticismo. Austin planteó su caso con la habilidad del mejor abogado, pero sabía que lo acribillarían a preguntas. El secretario delegado del departamento de Defensa interrumpió a Austin cuando hablaba de la vinculación de Jordán Gant con Margrave.
—Tendrá que perdonarme si me cuesta creer que el presidente de una organización no lucrativa y el multimillonario dueño de una respetable compañía de software estén compinchados en este supuesto cambio polar para imponer las demandas de una vaga causa neoanarquista.
—Puede no estar de acuerdo —replicó Austin—, pero esto dista mucho de ser una causa vaga. «Lucifer» utilizó las rutilantes luces de Broadway para enviar su mensaje al mundo y paralizó Nueva York como una advertencia. Creo que el 11-S demostró que ustedes hicieron caso omiso de las advertencias aparentemente descabelladas con las consecuencias que todos conocemos.
—¿Dónde se encuentran los presuntos barcos transmisores? —preguntó un oficial naval.
—En Río de Janeiro —respondió Austin.
—¿Usted dijo antes que había cuatro barcos y que uno se hundió?
—Así es. Supusimos que construirían un barco para reemplazarlo, pero no encontramos ningún rastro, y por lo tanto hemos de creer que seguirán adelante con los tres.
—Pues esto parece tener fácil solución —comentó el secretario—. Propongo que enviemos al submarino más cercano que siga a estos barcos, y que si ven cualquier actividad sospechosa los hundan.
—¿Qué pasa con todas las consideraciones diplomáticas? —preguntó el general—. ¿Disparamos primero y dejamos las preguntas para más tarde?
—No sería muy diferente de abatir a un avión civil que se acerca a la Casa Blanca o al Congreso —afirmó el secretario. Se volvió hacia el oficial de marina—. ¿Podemos hacerlo?
—A la armada le gustan los desafíos.
—Entonces ya tenemos un plan. Informaré al secretario de Defensa y pondremos las cosas en marcha. Él hablará con el presidente cuando regrese mañana. —Miró a Austin—. Gracias por traer el caso a nuestra atención.
—Aún no he terminado —dijo Austin—. Tenemos razones para creer que tenemos algo que podría neutralizar la inversión de los polos. Es posible que hayamos encontrado el antídoto.
Todas las miradas se centraron en el hombre de la NUMA.
—¿Qué clase de antídoto? —preguntó el general, más por cortesía que por interés.
—Una serie de frecuencias electromagnéticas que anularían la inversión polar.
—¿Cómo piensa administrar este «antídoto»? —quiso saber el secretario—. ¿Con un cucharón?
—Tengo algunas ideas.
—El único antídoto que me gustaría utilizar sería meterles un torpedo en el trasero —señaló el oficial de marina.
Todos los presentes a excepción de Austin soltaron la carcajada.
—No es nuestra intención ser descorteses —manifestó el secretario delegado—. ¿Por qué no redacta un informe con sus ideas y me lo hace llegar al despacho?
Concluyó la reunión. Mientras lo guiaban por el laberinto de pasillos, Austin recordó su encuentro con Gant, y su impresión de que era alguien cuya duplicidad no podía ser subestimada.
Fácil solución, y un cuerno, pensó.