Karla miró a los hombres vestidos con los uniformes grises de la Confederación y los azules de la Unión que ocupaban las carreteras suburbanas con sus camionetas y cuatro por cuatro.
—Por lo visto estaba en un error —comentó—. Creía que la guerra civil se había acabado.
—Has vivido aislada del mundo —replicó Austin—. La guerra de la agresión norteña está muy viva. Grita por la ventanilla el nombre de Robert E. Lee y reclutarás a todos los voluntarios rebeldes que necesites para librar de nuevo la batalla de Gettysburg.
Austin siguió a los coches hasta un aparcamiento provisional que ocupaba dos o tres hectáreas. Después de aparcar el coche de la NUMA, se unieron a la muchedumbre de espectadores y a los que participarían en la reconstrucción de la batalla. Los carteles a lo largo del camino anunciaban que la exhibición militar y el desfile de coches a vapor era a beneficio de la asociación Friends of the Manassas National Battlefield.
Austin detuvo a un hombre con una barba bien recortada que llevaba el uniforme de un oficial confederado del ejército de Lee para pedirle unas indicaciones.
—Stonewall Jackson a su servicio —dijo el hombre con una cortés inclinación.
—Es un placer conocerlo, general. Tiene usted un aspecto magnífico. Me pregunto si sabría usted cómo se llega al lugar donde están los coches a vapor.
Jackson miró a lo lejos, y se tiró de la barba con expresión pensativa.
—Verá, en 1861 aún no se habían inventado los coches, así que no sé de qué me habla, señor. Pero si lo supiese, le sugeriría que quizá podría encontrar lo que busca cerca de Porta Pottis, que tampoco existía en mis tiempos.
—Gracias, general Jackson. Espero que disfrute de la batalla.
—Ha sido un placer —manifestó el hombre, y se llevó una mano al ala del sombrero para despedirse de Karla.
La muchacha observó a Jackson mientras se alejaba.
—Se toma el papel muy en serio, ¿no?
Austin sonrió.
—Manassas fue la primera gran batalla de la guerra civil. Los federales creyeron que aplastarían a los rebeldes. La gente vino incluso desde Washington dispuestos a pasar un día de campo, lo mismo que hoy. Los confederados se hicieron con la victoria, aunque los federales acabaron por ganar la guerra.
—¿Por qué no estamos en el verdadero campo de batalla?
—Hicieron la reconstrucción allí hace algunos años, pero las cosas se desmadraron, así que ahora la hacen en una propiedad privada.
Karla miró en derredor.
—Ahora entiendo qué has querido decir con desmadrarse.
—Como podría decir el viejo Stonewall —replicó Austin, con otra gran sonrisa—. «Ahorra tu sangre. El Sur volverá a renacer».
Los seis hombres que detuvieron sus motos junto a la furgoneta aparcada parecían haber sido clonados en un laboratorio. Todos llevaban perillas, y los tupés peinados para formar una punta de flecha.
La legión «Lucifer» era un grupo neoanarquista radical que consideraba el uso de la violencia para el desarrollo de su causa no solo justificado sino necesario. Como sus antecesores con la mirada de locos que se dedicaban a tirar bombas, estos se encontraban en los límites de la mayoría de los movimientos anarquistas que eran no violentos y que no querían tener ningún trato con ellos. Viajaban de ciudad en ciudad en sus motos, y allí adonde iban dejaban un rastro de destrucción.
Cuando Margrave se convirtió en parte del movimiento neoanarquista, buscó la ayuda de la legión. Razonó que si las élites tenían a la policía, autorizada para ejercer la violencia física, y, en algunas situaciones, matar, él y sus partidarios debían tener la misma opción. Financió a la legión, y la utilizó como su guardia pretoriana particular. Al principio le pareció divertido que se dejasen crecer la barba y se cortasen el pelo para adoptar el aspecto satánico de su jefe. Después de que se hubiesen comportado de una manera especialmente sanguinaria en varias protestas anarquistas, comprendió que se habían escapado a su control.
Los mantuvo en nómina pero recurrió a ellos cada vez menos. Había aceptado sin discutir la recomendación de Gant de contratar a una compañía para atender todo lo referente a su seguridad. Margrave se sorprendió en un primer momento cuando Gant le propuso que utilizase a la legión para asesinar a Austin y Karla, pero acabó por aceptar el argumento de que si algo salía mal las autoridades creerían que se trataba de la acción de un grupo que actuaba por libre.
Margrave sabía que los miembros de la legión eran unos psicópatas, y por eso le había insistido a Gant que Doyle no les perdiese de vista. Doyle había quitado las pegatinas de la Metropolitan Transit Authority de las puertas de la furgoneta. Cuando los motociclistas aparcaron junto al vehículo, Doyle se apeó para recibirles con una amable sonrisa que enmascaraba su desdén.
Doyle era un asesino despiadado, pero las miradas vidriosas, las sonrisas heladas y las voces apagadas de los moteros le producían escalofríos. Rogaba para que Gant no se hubiese equivocado. Había tenido que trabajar con ellos, muy a su pesar, en diversas ocasiones. Las acciones violentas de Doyle siempre eran controladas y por una necesidad concreta. Mataba por razones de trabajo: para eliminar a un competidor; para silenciar a un delator. El comportamiento indisciplinado de la legión «Lucifer» ofendía su sentido del orden.
Les señaló un jeep turquesa aparcado en la fila vecina.
—Austin y la mujer se dirigen al campo de batalla. Tendremos que encontrarlos.
Los miembros de la legión parecían ser capaces de comunicarse entre ellos sin palabras, y se movían al unísono como una bandada de pájaros o un cardumen. Se desplegaron por el aparcamiento.
Vieron un camión de la compañía Gone With the Wind Costumes. Un empleado descargaba percheros con uniformes para los participantes que no disponían de uno propio. De pronto se vio rodeado por cinco clones sonrientes. Uno lo dejó inconsciente con un golpe de porra mientras los otros cinco utilizaban sus cuerpos para formar una pantalla.
Dejaron al empleado en el fondo del camión y se ocuparon de buscar lo que necesitaban. Se llevaron el botín a la furgoneta de Doyle y se cambiaron. En unos pocos minutos, habían desaparecido los moteros vestidos con tejanos y camisetas. En su lugar había tres soldados sudistas y tres de la Unión. Se metieron las escopetas de cañón recortado en la cintura de los pantalones, y luego montaron de nuevo en las motos para lanzarse como lobos hambrientos en busca de la presa.
Doyle salió de la furgoneta y se unió a los transeúntes. Mientras caminaba entre el público y los participantes en el espectáculo, observaba a la multitud como un radar. Tenía una visión casi perfecta, que era algo precioso para un cazador, y su atenta mirada no tardó en ver los cabellos blancos de Austin. Un segundo más tarde, vio a la bella rubia que lo acompañaba. Su rostro era el mismo que había aparecido en la pantalla y que la base de datos había identificado como el de Karla Janos.
Cogió la radio y envió un breve mensaje a la legión «Lucifer».
Austin había encontrado los coches a vapor. Había unos veinte Stanley alineados en el borde del campo.
Un hombre de mediana edad con una planilla en la mano recorría la hilera.
—Busco a alguien con un poco de autoridad —dijo Austin.
—Tengo tan poca autoridad como cualquiera —replicó el hombre con una sonrisa y le tendió la mano—. Doug Reilly. Soy el presidente del Virginia Stanley Steamer Club. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Busco al propietario de uno de los coches. Se llama Dirk Pitt.
—Ah, sí. La réplica del Vanderbilt Cup Racer de 1906 que está allí es el de Pitt. —Reilly le señaló un coche descapotable rojo que tenía un largo capó redondeado que parecía un féretro—. Solo que quedaban dos originales y hasta donde sabemos, ya no existen. Sin embargo, los motores sí que son los Stanley originales. Grandes trepadores de montañas.
—¿Cuál es el suyo?
Reilly los llevó hasta un resplandeciente sedán negro del año 1906, y les señaló las exclusivas características del coche como un padre orgulloso.
—¿Saben algo de estos viejos cacharros?
—En una ocasión conduje uno en un rally. Pasé más tiempo mirando los controles que la carretera.
—Una descripción exacta —afirmó Reilly, con una risita—. El Stanley Steamer fue el vehículo más rápido y potente de su época. Un Stanley con la carrocería «canoa» batió la marca mundial de velocidad en 1906; alcanzó los doscientos tres kilómetros por hora. Daban el máximo de potencia en cuanto pisabas el acelerador. Eran capaces de ir de cero a noventa y seis kilómetros en el tiempo que la mayoría de los conductores de los coches de gasolina aún estaban renegando con las marchas.
—Es sorprendente que en la actualidad no estemos todos conduciendo coches de vapor —comentó Austin.
—Los hermanos Stanley no quisieron fabricar sus coches en serie. Henry Ford hacía tantos en un día como ellos en un año. El Cadillac de 1912 introdujo el arranque eléctrico. Todos estos coches ya tienen las calderas en marcha para ahorrar tiempo. Si los hermanos Stanley hubiesen descubierto la manera de hacer arrancar sus coches más rápido, y mejorado la producción y la comercialización, hoy ninguno de nosotros utilizaríamos coche con motores que los Stanley llamaban «motores de explosión interna». Perdonen por alejarme del tema.
—No lo sienta —dijo Karla—. Es fascinante.
Reilly se ruborizó.
—Todos los demás propietarios han ido a ver la reconstrucción. Yo me he quedado para vigilar. Cuando acabe la representación, encabezaremos un desfile por el campo.
Austin le dio las gracias a Reilly, y después él y Karla fueron hacia el campo. El estruendo de la artillería y los mosquetes les avisó que el espectáculo había comenzado. Mientras caminaban por el campo, vieron a la multitud que no se perdía detalles del avance de las tropas. Los disparos de los mosquetes sonaban como el descorche de las botellas de champán, y el viento les traía el olor de la pólvora.
Una veintena de retrasados iban hacia el campo. Austin le estaba ofreciendo a Karla una lección de historia sobre las batallas de Bull Run cuando, con el rabillo del ojo, vio a alguien que se movía lateralmente en lugar de seguir el flujo de peatones. El hombre cruzó entre ellos, se detuvo a unos quince metros y se volvió para mirarlos. Era Doyle, el sicario de Gant.
Doyle se encontraba lo bastante cerca como para que fuese clara la expresión dura en su rostro. Los miró por un momento, luego metió la mano debajo de la chaqueta. Austin vio el reflejo del sol en algo metálico en su mano. Sujetó a Karla firmemente por el brazo, y la llevó de vuelta por donde había venido.
—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha.
La respuesta de Austin quedó ahogada por un rugido gutural. Seis Harley-Davidson cruzaban el campo a toda velocidad. Tres de los motociclistas que vestían uniformes del ejército confederado se acercaban por la izquierda, y los tres con el uniforme azul de la Unión por la derecha.
Austin le gritó a Karla que corriera. Echaron a correr con todas sus fuerzas mientras los moteros se acercaban en una clásica maniobra de tenazas pero se detuvieron antes de acercarse más a la presa. Un coche de la policía con todas las luces de emergencia en marcha apareció en la escena. El vehículo pasó junto a Karla y Austin y se detuvo. El agente se bajó del coche y agitó los brazos en alto.
Se disponía a sacar el talonario de multas cuando uno de los moteros vestidos de azul sacó una escopeta de debajo de la chaqueta y apuntó. La detonación se mezcló con el sonido de las descargas en el campo de batalla. El agente se desplomó con una tremenda herida en una pierna. Sin mirar atrás, los moteros formaron una columna y reanudaron la persecución.
Reilly estaba muy entretenido en sacarle brillo a su coche cuando escuchó el tronar de las motos. Levantó la cabeza y vio a Austin y Karla que corrían hacia él. Su sonrisa se convirtió en una expresión de horror al ver que los motociclistas los perseguían.
Austin se acercó a los coches y le dijo a Karla que subiese al Stanley rojo. Él se sentó al volante. Reilly corrió hacia ellos.
—¿Qué hace? —preguntó.
—¡Llame a la policía! —replicó Austin.
—¿Para qué? —quiso saber Reilly.
—Para informar del robo de un coche.
Austin escuchó el ruido de las motos. Ya las tenían casi encima. Soltó el freno de mano y desatornilló la mariposa del acelerador en la columna del volante. Luego movió la palanca del acelerador hacia delante. El vapor llenó los cilindros.
Los moteros se encontraban a unos pocos metros cuando el coche aceleró suavemente casi sin ningún ruido. Austin giró el volante y evitó por los pelos no chocar con el siguiente vehículo de la hilera.
Un segundo más tarde pisó el freno a fondo y giró todo el volante para no atropellar a una pareja con dos hijos pequeños que cruzaban el camino. Austin se dirigió hacia el campo donde se desarrollaba el simulacro de la batalla. Doyle intentó cerrarles el paso. Estaba directamente delante de ellos y les apuntaba con una pistola que sujetaba con las dos manos.
Austin le gritó a Karla que se agachase. Con la cabeza protegida detrás del volante, guió el coche hacia Doyle, que tuvo que apartarse de un salto para no acabar arrollado. Intentó disparar. El guardabarros le rozó la cadera, y el disparo se perdió en el aire.
El Stanley continuó su carrera. Austin recordó que en los coches a vapor era necesario acelerar lentamente para conseguir el rendimiento máximo. Tenía que utilizar toda su concentración para atender a los instrumentos correspondientes a media docena de funciones.
Miró por el espejo retrovisor. Tenía las motos a unos treinta metros y acortaban distancia. Se habían desplegado para iniciar una maniobra por los flancos que encerraría al coche entre dos grupos. El Stanley y las motos se acercaban a la multitud que presenciaba la demostración militar.
Austin hizo sonar la bocina. Unas cuantas personas miraron en su dirección, pero los bocinazos no podían competir con la artillería y los mosquetes. Frenó y tocó de nuevo la bocina. Alguien finalmente advirtió su presencia. Los espectadores comenzaron a apartarse. Para entonces, los legionarios de «Lucifer» se acercaban por ambos lados.
El coche a vapor y las motos continuaron su carrera a través del campo cubierto de humo entre las tropas de la Unión y las confederadas, que avanzaban en largas hileras de tres en fondo. Cesaron los disparos de los cañones y los mosquetes. Austin escuchó algo que no se esperaba. Aplausos.
—¿Por qué aplauden esos idiotas? —preguntó Karla.
—Deben de creer que forma parte del espectáculo.
Austin se irguió en el coche y soltó un alarido escalofriante mientras pasaban entre los ejércitos enfrentados.
—¿Estás bien? —preguntó Karla, alarmada.
Austin le dedicó una sonrisa.
—Demonios, sí. Siempre he querido soltar el grito rebelde. Sujétate.
Habían acabado de atravesar el campo y se acercaban a una hilera de cañones llevados para la ocasión. Austin frenó para poder virar bruscamente sin tumbar. Los moteros mantuvieron la velocidad, y vieron la oportunidad de acercarse. Los líderes se encontraban a unos metros del guardabarros derecho e izquierdo.
Karla miró al motero a su derecha y gritó:
—¡Tiene un arma!
El hombre sujetaba el manillar con una mano, y con la otra apoyó la escopeta en el brazo con los cañones apuntados a la cabeza de Karla. Austin no pensó; sencillamente reacción. Dio un volantazo a la derecha y después enderezó.
El sólido guardabarros aplastó la pierna derecha del hombre. La moto se tambaleó por un instante y luego dio un par de vueltas de campana mientras el conductor volaba por los aires. Austin intentó hacer lo mismo con el otro, pero el motero, al ver la suerte corrida por su compañero, evitó la embestida con una rápida maniobra.
El coche subió la colina sin aminorar la velocidad, y comenzó el descenso. Austin vio los coches que circulaban por la autovía que bordeaba el perímetro del campo. Tuvo que esquivar un murete de piedra y una valla protectora, pero, un momento más tarde, el Stanley saltó por encima del arcén y aterrizó sobre dos carriles de la carretera.
Enderezó el volante y movió el acelerador. En el pavimento, el coche se convirtió en un pura sangre que quería correr. Las ruedas macizas se agarraban al pavimento. Adelantó a un par de coches con los moteros a la zaga, y en cuanto se encontró con el camino despejado, dejó que la velocidad subiese a los ciento treinta kilómetros por hora. Vio el cartel indicador de una entrada a la autopista y pisó un poco el freno. Los perseguidores también redujeron al sospechar una trampa.
Austin se metió en la rampa y Stanley entró en la autopista. Maniobró entre los coches más lentos, pero no consiguió desprenderse de los moteros. Lo probó aumentando la velocidad a ciento cincuenta y después a ciento sesenta. Apenas si conseguía ver con el viento de cara.
—¿Dónde están los policías de tráfico cuando los necesitas? —gritó.
Karla estaba acurrucada en el asiento para protegerse del viento.
—¿Qué?
—¿Tienes un móvil?
—¿Quieres hacer una llamada? —preguntó la muchacha, incrédula.
—No, quiero que tú la hagas. Llama a la policía del estado y diles que en la autopista hay un loco con un viejo coche rojo perseguido por un grupo de moteros vestidos con uniformes de la guerra civil. Eso tendría que llamarles la atención.
Karla sacó el móvil del bolsillo. Marcó el número de emergencias. Cuando la pusieron con la policía, les comunicó el mensaje de Austin.
—Dicen que enviarán a alguien a comprobarlo. No estoy muy segura de que me creyesen.
Las motos volvían a acercarse. Austin era consciente de que estaba exigiendo al Stanley al máximo y que debía mirar los indicadores para evitar una avería, pero tenía demasiado trabajo en mantenerse en el carril.
Una sombra en movimiento apareció de pronto en el pavimento. Miró hacia arriba y a un costado. Un helicóptero lo seguía a la par.
—¡Sí que son rápidos!
—No es la policía —dijo Karla—. Es el helicóptero de una emisora de televisión que informa del tráfico.
El aparato los adelantó un poco para transmitir la persecución. Austin se estrujó el cerebro para elaborar un plan, pero se le habían agotado las ideas. Pasaron por una rampa de salida. Miró por el espejo retrovisor. Los moteros habían reducido la velocidad para después tomar la salida.
—Nuestros amigos nos han abandonado —comentó.
Karla se volvió a tiempo para ver cómo el último soldado rebelde se marchaba.
—¿Por qué? —preguntó.
—Les dan vergüenza las cámaras. No quieren aparecer en las noticias de las seis.
Aminoró la velocidad a noventa. La pareja saludó a los tripulantes del helicóptero.
Continuaban saludando cuando tres coches de la policía estatal de Virginia con las sirenas y las luces de emergencia encendidas los alcanzaron. Austin se detuvo en el arcén y de inmediato el Stanley se vio rodeado de agentes armados. Austin le recomendó a Karla que mantuviese las manos donde los policías pudiesen verlas. En cuanto los agentes comprobaron que no eran peligrosos y tras verificar la licencia de conducir y la identificación de la NUMA parecieron más interesados en el coche que en sus ocupantes.
Austin les habló de los seis moteros que habían intentado sacarlos de la carretera, y a sugerencia suya, hablaron con alguien de la NUMA, que avaló a Kurt. En la emisora de televisión confirmaron la historia de la persecución. Pasada una hora, le devolvieron la licencia a Austin y les dijeron que podían marcharse.
Pasaron por un lavadero de coches para limpiar la hierba y el fango de la carrocería. Austin se sorprendió al ver que el Stanley no había sufrido ningún daño. Algunos de los espectadores que se marchaban les sonrieron cuando los vieron llegar. Un hombre alto de pelo oscuro y ojos opalinos los esperaba pacientemente.
Austin frenó el coche y sonrió.
—Hola, Dirk. Gracias por dejarme el coche.
—Te vi pasar como una exhalación entre las filas combatientes perseguido por los Ángeles del Infierno. ¿Qué ha pasado?
—Ella es Karla Janos. Karla, Dirk Pitt.
El director de la NUMA le dedicó la mejor de sus sonrisas.
—Ardía en deseos de conocerla, señorita Janos.
—Gracias.
—¿A qué velocidad lo has puesto? —le preguntó Pitt a Austin.
—Durante un rato a ciento sesenta.
—Impresionante. Yo solo me atreví hasta los ciento cincuenta.
—Lamento haberme llevado tu coche sin avisarte. Necesitábamos un transporte urgente. Alguien intentó matarnos.
—No es más que una réplica. No te preocupes. —Pitt caminó alrededor del coche para ver si mostraba algún daño, y, al comprobar que no lo había, añadió—: No todo el mundo tiene un coche que estuvo en la tercera batalla de Bull Run.
Sonó el móvil de Austin. Atendió la llamada. Era Barrett, y parecía excitado. Se escuchaba un ruido de motor en el fondo.
—Apenas si le escucho —dijo Austin—. ¿Qué es ese ruido?
—Siempre pienso mejor cuando voy en moto. Creo que lo tengo.
—¿Tener qué?
—La nana. Era un código. Tengo la fórmula del antídoto.
Austin no se lo podía creer.
—Repítalo.
—El antídoto —gritó Barrett, convencido de que Austin sencillamente no le escuchaba por el ruido de la motocicleta—. Tengo el antídoto de Lazlo Kovacs para el cambio polar.