Trout recogió el sedal y miró el anzuelo vacío.
—Hoy los peces no pican —comentó, enfadado.
Gamay bajó los prismáticos que había empleado para observar la isla de Margrave.
—Alguien que se ha criado en una familia de pescadores debería saber que los anzuelos funcionan mucho mejor si se les pone una lombriz.
—Pescar un pez echaría por tierra el propósito de esta producción teatral marítima, que es sencillamente de parecer que pescamos.
Gamay consultó su reloj y después miró la torre del faro pintada en bandas espirales de verde, rojo y blanco en lo alto del acantilado.
—Llevamos aquí dos horas —comentó—. Las personas que nos han estado vigilando desde la isla ya se habrán convencido de que somos inofensivos. El espectáculo de bow babe que les ofrecí antes dejó muy claro que solo somos pescadores.
—Yo creía que los había engañado con mi vestimenta de pescador.
Gamay miró la lata de cerveza Budweiser en miniatura en el ala del viejo sombrero de Paul y luego la bailarina impresa en la vulgar camiseta hawaiana que colgaba sobre el pantalón corto rojo.
—¿Cómo podría alguien no dejarse embaucar por un disfraz de primera?
—Percibo un muy desagradable tono de sarcasmo en tu voz que prefiero obviar dado que soy un caballero —afirmó Paul—. La verdadera prueba está a punto de comenzar.
Colocó la caña de pescar en el agujero de un estante donde había unas cuantas más y comenzó a fingir con grandes aspavientos que intentaba poner en marcha el motor fueraborda. El que hubiese quitado el cable de la bujía quizá tenía algo que ver con que el motor no arrancase. Acto 1. Luego Gamay y él se pusieron de pie y comenzaron a gesticular con mucho brío como si estuviesen sosteniendo una acalorada discusión. Acto 2. Finalmente, cogieron los remos, los colocaron en los toletes, y comenzaron a remar hacia la isla. Acto 3.
La embarcación no estaba hecha para ser impulsada a remos, y avanzaron lentamente hasta que consiguieron llegar a unos treinta metros de un largo muelle donde estaban amarradas una goleta y una motora. A todo lo largo del muelle había carteles de prohibido amarrar. Para reforzar la advertencia había un guardia de seguridad vestido con un uniforme de camuflaje, que caminó sin prisas hacia el borde del muelle.
Arrojó la colilla del cigarrillo al agua y les hizo señas para que se alejasen. Al ver que la embarcación continuaba acercándose, se llevó las manos a la boca para hacer una bocina y gritó:
—Propiedad privada. No pueden amarrar aquí.
Trout se levantó en la popa y le respondió a voz en cuello:
—Nos quedamos sin gasolina.
—No le podemos ayudar. Esta es una propiedad privada. —El guardia le señaló uno de los carteles.
—Por favor, déjame que lo intente, señor Budweiser —dijo Gamay.
—Probablemente es de los que beben Miller —replicó Trout. Se apartó para dejarle lugar a Gamay—. Por favor, no le cuentes la historia del marido inútil. Acabaré por tener un complejo de inferioridad.
—Vale, usaré el cuento de la esposa desvalida. —Gamay levantó los brazos como si le suplicase al guardia—. No sabemos qué hacer. Nuestra radio no funciona. —Señaló el surtidor de gasolina en el muelle—. Le pagaremos el combustible.
El guardia se regodeó con la visión del magnífico cuerpo de Gamay y, sin poner más pegas, le sonrió a la muchacha al tiempo que les indicaba que podían acercarse al surtidor.
Empuñaron de nuevo los remos y se acercaron en zigzag al muelle hasta estar lo bastante cerca como para ver que el guardia iba armado y tenía una radio. Trout le entregó un bidón vacío y el guardia fue hasta el surtidor y lo llenó mientras la pareja permanecía en la embarcación. Cuando lo trajo, Gamay le dio las gracias y le preguntó cuánto le debía. El guardia le dedicó una sonrisa de conquistador y respondió:
—Invita la casa.
—Entonces, por favor, entréguele esto al señor Margrave en agradecimiento por la gasolina —dijo Gamay, y le entregó un grueso sobre.
El guardia miró el sobre.
—Esperen aquí. —Se apartó para que no lo escuchasen y se comunicó por radio. Luego se acercó—. Vengan conmigo.
Los llevó más allá de unas empinadas escaleras de madera hasta el pie del acantilado. Sacó un pequeño aparato de control remoto, apretó el botón y se abrió un trozo de la pared para dejar a la vista un ascensor. Con la mano sobre la pistolera, no dejó de mirarlos mientras subían. La puerta del ascensor se abrió a una habitación circular. Una mirada les bastó a los Trout para saber que se encontraban en el faro.
El guardia abrió una puerta y salieron al exterior. Estaban en lo alto del acantilado. La visión panorámica de las resplandecientes aguas de Penobscot Bay era extraordinaria. Había tres sillas en la terraza. Un hombre ocupaba una, de espaldas a los visitantes, y miraba a través de un anteojo. Se volvió hacia los Trout con una gran sonrisa.
Tenía el rostro delgado y unos ojos verdes un tanto achinados que miraban a la pareja con una expresión risueña. Les señaló las sillas vacías.
—Hola, Gamay. Hola, Paul. Les esperaba. —Se rió al ver sus expresiones.
—No creo que nos hubiesen presentado antes —contestó Paul mientras se sentaba en una de las sillas y Gamay en la otra.
—Así es. Les llevamos escuchando y vigilando toda la mañana. Nuestros oídos electrónicos son mucho más sensibles que los aparatos de escucha que se pueden comprar en las tiendas, pero el principio es el mismo. Hemos escuchado todas y cada una de sus palabras. Creo que me traen ustedes un regalo.
El guardia le entregó el sobre. Margrave despegó la solapa y sacó un CD. La sonrisa es esfumó cuando leyó la etiqueta: «Los peligros de la inversión polar».
—¿De qué va esto? —preguntó.
Su tono había perdido la falsa cordialidad.
—El disco le dirá todo lo que quiere saber, y algunas cosas que no sabe —respondió Paul.
Margrave despidió al guardia.
—Tendría que ver el contenido —manifestó Gamay—. Le explicará toda la situación.
—¿Por qué podría estar interesado en una inversión polar? —replicó.
—Muy sencillo —contestó Gamay con una encantadora sonrisa—. Usted pretende invertir los polos magnéticos de la tierra por medio de las transmisiones de onda electromagnéticas de ultrabaja frecuencia, un proceso basado en el trabajo de Lazlo Kovacs.
Margrave apoyó la aguda barbilla en la palma de la mano y pensó en las palabras de Gamay.
—Incluso si tuviese el poder de cambiar los polos, que yo sepa no hay ninguna ley que lo prohíba.
—En cambio hay muchas leyes en contra de ser un agente de destrucción masiva —afirmó Paul—, aunque no tendrá que preocuparse de que vayan a acusarlo porque estará muerto como todos los demás.
—Dejé de jugar a las adivinanzas cuando era un niño. ¿De qué habla?
—Me refiero a que una inversión de los polos magnéticos provocará un irreversible movimiento de la corteza terrestre con resultados catastróficos.
—Si es así, ¿qué ganaría yo o cualquiera de poner en marcha ese proceso?
—Es posible que no esté usted en su sano juicio. Yo diría que probablemente es tonto.
La furia enrojeció las pálidas mejillas de Margrave.
—Me han llamado muchas cosas, pero nunca tonto.
—Sabemos por qué lo hace. Intenta detener la globalización, pero ha escogido una manera muy peligrosa para hacerlo, y sería muy sensato de su parte abandonar el proyecto.
Margrave se levantó bruscamente de su silla. Levantó un brazo, lo llevó hacia atrás y luego lo movió con todas sus fuerzas hacia delante. El CD salió despedido de su mano en una trayectoria curva que acabó en el agua al pie del acantilado. Llamó al guardia y se volvió hacia los Trout.
—Los escoltarán hasta su embarcación. Váyanse de la isla o les hundiré la lancha y tendrán que regresar a nado a tierra firme. —Sonrió—. No les cobraré la gasolina.
Unos momentos más tarde, los Trout bajaban en el ascensor. El guardia los acompañó hasta que embarcaron, empujó la embarcación, y después se quedó en el muelle con la mano apoyada en el arma.
Desde lo alto del acantilado, Margrave vigiló a los Trout, que se alejaban, y después cogió el móvil que llevaba enganchado al cinturón y activó la llamada con una sola palabra: «Gant».
Jordán Gant atendió de inmediato.
—Acabo de recibir la visita de unas personas de la NUMA —le comunicó Margrave—. Saben muchas cosas del proyecto.
—Qué coincidencia. Yo también recibí la visita de Kurt Austin, otro miembro de la NUMA. Parecía conocer muy bien nuestros planes.
—Las personas que vinieron aquí mencionaron que nuestras acciones podrían provocar una destrucción a nivel mundial.
Gant se echó a reír.
—Llevas demasiado tiempo en la isla. Cuando llevas algún tiempo en un nido de víboras como es Washington, aprendes que la verdad es exactamente lo que quieras que sea. Es un farol.
—¿Qué debemos hacer?
—Adelantar la fecha. Al mismo tiempo, los entretendremos con una maniobra de distracción. Eliminar a Kurt Austin detendrá a la NUMA, y nos dará el tiempo que necesitamos para asegurar la finalización del proyecto.
—¿Alguien tiene alguna noticia de Karla Janos? No me hace ninguna gracia que pueda aparecer repentinamente de la nada.
—Ese es un tema resuelto. Mis amigos de Moscú me han asegurado que si les envío más dinero, Janos no saldrá con vida de aquella isla en Siberia.
—¿Confías en los rusos?
—No confío en nadie. Los rusos cobrarán cuando me traigan pruebas de su muerte. Mientras tanto, se encuentra a miles de kilómetros de aquí, y no puede interferir en nada de lo que hagamos.
—¿Cómo piensas ocuparte de Austin?
—Esperaba que me facilitases a la legión «Lucifer» para el trabajo.
—¿«Lucifer»? Ya sabes lo indisciplinados que son.
—Pensaba en el desmentido. Si algo sale mal, siempre podremos decir que son un grupo de locos asesinos que actúan por su cuenta.
—Necesitarán que alguien los supervise.
—A mí ya me está bien.
—Iré en mi lancha a Portland y de allí en helicóptero a Boston para el viaje a Río.
—Bien. Me reuniré contigo en cuanto acabe de solucionar unos temas menores.
Después de ocuparse de los detalles de último momento, Margrave colgó y le dio una orden al guardia. Entró en el faro y efectuó una llamada telefónica. Luego metió lo imprescindible en una maleta junto con el ordenador portátil. Minutos más tarde, caminaba por el muelle para ir a su lancha. El motor ya estaba en marcha. Subió a bordo con dos guardias. Soltaron amarras y Margrave aceleró a fondo. El potente motor hizo que la embarcación planease por la superficie de la bahía.
La embarcación pasó por un islote cubierto de sauces. Paul y Gamay estaban sentados en una roca a la sombra de los árboles y contemplaron el paso de la lancha que levantaba una estela de agua como la cola de un gallo.
—Por lo que parece, el señor Margrave es un hombre con mucha prisa —comentó Gamay.
—Espero que sea por alguna de las cosas que le dijimos —dijo Paul con una sonrisa.
Cruzaron el islote para ir hasta el lugar donde habían amarrado su barca y pusieron en marcha el motor. Rodearon el islote, aceleraron y siguieron la estela de Margrave.