Gant consideraba los momentos finales de la cacería del zorro como los más sublimes. Las chillonas casacas rojas, las llamadas de los cornetines, los estruendosos gritos, los ladridos de la jauría y el retumbar de los cascos eran un mero preludio del momento de la verdad cuando los sabuesos atrapaban al aterrorizado animal y lo destrozaban a dentelladas.
La presa había demostrado tener muchos recursos. El astuto animal había cruzado un arroyo, para luego saltar un tronco caído y volver sobre sus pasos en un intento por despistar a los perseguidores. Pero, al final, la jauría había arrinconado al zorro contra un espeso seto de ligustro que Gant había mandado plantar para meter a los zorros en un callejón sin salida que acababa en un muro de piedra. Incluso entonces, el animal se había defendido todo lo posible antes de acabar hecho pedazos.
Había enviado a los otros cazadores a su casa para celebrar la satisfactoria conclusión. Desmontó cerca del seto, y revivió los últimos momentos del zorro. La cacería era una práctica salvaje, pero él la consideraba como una metáfora de lo que era la vida. La lucha a muerte entre los fuertes y los débiles.
Escuchó el relincho de un caballo. Miró hacia la loma donde había sonado el relincho y frunció el entrecejo. La silueta de un jinete aparecía recortada contra el cielo azul. No podía haber nadie más cabalgando por sus campos y prados excepto los cazadores. Montó y le clavó las espuelas al caballo para ir a todo galope al encuentro del desconocido.
El hombre observó el avance de Gant desde la montura de un pura sangre alazán. A diferencia de las chaquetas rojas de los cazadores de zorro, vestía unos tejanos desteñidos y un polo turquesa. Una gorra de béisbol negra con el logo de Harley-Davidson cubría los cabellos color platino.
Gant detuvo a su montura con un violento tirón de las riendas.
—Es usted un intruso —dijo vivamente—. Esta es una propiedad privada.
El hombre no se inmutó, y sus ojos azul claro lo miraron fríamente.
—No me diga.
—Puedo hacer que lo arresten por violar la ley —lo amenazó Gant.
En el rostro del desconocido apareció una sonrisa desabrida.
—Pues yo podría hacer que lo arresten por la cacería del zorro. Incluso los ingleses la han prohibido.
Gant no estaba habituado a que lo desafiasen. Se levantó en los estribos.
—Soy el propietario de más de ochenta hectáreas y todo lo que vive en ellas. Haré lo que me dé la gana dentro de mi propiedad. —Buscó la radio que llevaba enganchada en la casaca—. ¿Se marchará por las buenas o tendré que llamar a mis guardias?
—No es necesario que llame a la caballería. Conozco el camino de salida. Los defensores de los derechos de los animales no se pondrán muy contentos cuando se enteren de que sus chuchos se comen la vida salvaje local.
—No son chuchos. Son sabuesos de pura raza. Pagué una fortuna para que los trajeran de Inglaterra.
El desconocido asintió, y empuñó las riendas.
—Espere —dijo Gant—. ¿Quién es usted?
—Kurt Austin. Pertenezco a la National Underwater and Marine Agency.
Gant casi se cayó del caballo con la sorpresa. Se rehízo rápidamente, y fingió una sonrisa.
—Siempre he pensado en la NUMA en términos de caballitos de mar, no en yeguas árabes, señor Austin.
—Hay muchas cosas que no sabe de nosotros, señor Gant.
Gant permitió que por un instante la irritación asomase a su rostro.
—Sabe mi nombre.
—Por supuesto. Estoy aquí para hablar con usted.
Gant se echó a reír.
—No era necesario invadir mi propiedad para eso. Solo tiene que llamar a mi despacho y concertar una cita.
—Gracias. Lo haré. Cuando su secretaria me pregunte cuál es el motivo le responderé que quiero hablar con usted sobre sus planes de poner en marcha un cambio polar.
Austin no pudo menos que reconocer la sangre fría de Gant. Tenía un control increíble. Una leve tensión en los labios fue la única reacción al bombazo de Austin.
—Tendrá que disculparme pero no sé de qué habla.
—Quizá el Southern Belle le refresque la memoria.
Gant sacudió la cabeza.
—¿Un barco del Mississippi?
—El Belle era un portacontenedores de última generación. Fue hundido por un par de olas gigantes cuando navegaba rumbo a Europa.
—Soy el director de una fundación dedicada a luchar contra la influencia de las corporaciones multinacionales. Eso es lo más cerca que estoy del comercio transoceánico.
—Siento mucho haberle hecho perder el tiempo —manifestó Austin—. Quizá lo mejor será que hable con Tris Margrave de todo esto.
Se alejó al trote.
—Espere. —Gant hizo que su caballo avanzase a trote ligero y lo alcanzó—. ¿A dónde va?
Austin sofrenó a su yegua, y se volvió en la montura.
—Me dijo que quería verme fuera de su propiedad.
—Lamento haber sido descortés. Me gustaría invitarle a la casa para que tome una copa.
Austin consideró la invitación.
—Es un poco temprano para beber, pero me conformaré con un vaso de agua.
—Espléndido —exclamó Gant—. Sígame.
Guió a Austin a través de los prados donde los caballos estaban sueltos y llegaron al camino bordeado de árboles que llevaba a la casa de Gant. Austin había esperado ver una mansión, pero se encontró con una monstruosidad de estilo Tudor que denigraba el soberbio paisaje de Virginia.
—Menuda choza —comentó—. La fundación debe de pagarle muy bien, señor Gant.
—Fui un empresario internacional de mucho éxito antes de que comprendiera el error que había cometido y organizara la Global Interest Network.
—Es bonito tener un pasatiempo.
—No es un pasatiempo, señor Austin —replicó Gant con una sonrisa deslumbrante—. Soy una persona muy dedicada a su trabajo.
Desmontaron y les dieron las riendas a los mozos, que se llevaron a los caballos a un patio donde había varios transportes para equinos.
Gant advirtió que Austin vigilaba al mozo que se llevaba a la yegua.
—Cuidarán bien de su montura. Por cierto, un soberbio animal.
—Gracias. Lo pedí prestado por unas horas para venir aquí.
—Eso era precisamente lo que me preguntaba. ¿Cómo pasó mi reja de seguridad? Hay cámaras y alarmas instaladas por todas partes.
—Quizá es que soy un hombre afortunado —manifestó Austin, sin inmutarse.
Gant sospechó que Austin era de los hombres que se hacían su propia fortuna, pero no insistió. Ya lo hablaría con Doyle. Su jefe de seguridad venía precisamente ahora hacia ellos. Doyle miró a Austin, que era el único que no iba vestido para la cacería.
—¿Algún problema, señor Gant?
—Ninguno. Este es Kurt Austin. Es mi invitado. Recuerda su rostro, así lo reconocerás la próxima vez que lo veas.
Gant condujo a Austin a un gran patio donde se había congregado una multitud de personas vestidas con casacas rojas. Los intrépidos cazadores bebían champán y se reían mientras comentaban alborozados las incidencias de la cacería. El grupo era exclusivamente masculino y de muy alto nivel. Austin no pasaba mucho tiempo en Washington, pero reconoció los rostros de varios políticos, funcionarios del gobierno, y miembros de varios grupos de presión.
Gant lo llevó por un sendero de grava hasta una gran mesa de mármol que había en un rincón de un jardín inglés. Le ordenó a un camarero que trajese una jarra de agua fría, e invitó a Austin a sentarse.
Austin se sentó, dejó la gorra sobre la mesa y miró en derredor.
—No sabía que aún quedase en Virginia algún club dedicado a la caza del zorro.
—No los hay, al menos oficialmente. Nosotros no somos más que un grupo de viejos amigos que intenta mantener con vida una muy antigua tradición inglesa que agoniza.
—Algo muy loable. Siempre me ha apenado que también se perdiese la costumbre inglesa del descuartizamiento público.
Gant recibió el comentario con una carcajada.
—Ambos somos hombres muy ocupados, así que no perdamos el tiempo con la historia antigua. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Cancele sus planes para provocar una inversión polar.
—Le seguiré la corriente y haré ver que sé de lo que me habla, señor Austin. ¿Por qué querría yo cancelar eso que llama inversión polar?
—Porque si no lo hace podría poner a todo el mundo en peligro.
—¿Cómo es eso?
—No sé por qué le interesa provocar la inversión de los polos magnéticos. Quizá sea porque se ha aburrido de matar animales inocentes. Pero lo que no sabe es que el cambio de los polos magnéticos pondrá en marcha un deslizamiento de la corteza terrestre. El resultado sería catastrófico.
Gant miró a Austin durante unos segundos. Luego comenzó a reírse con tantas ganas que se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Es una gran idea para un cuento de ciencia ficción, señor Austin. ¿El fin del mundo?
—Si no el fin, algo muy cercano —manifestó Austin con una voz que no dejaba ninguna duda de su sinceridad—. Las perturbaciones oceánicas que hundieron al Southern Belle y a uno de sus propios barcos transmisores no son más que pobres ejemplos del daño que podría provocarse. Esperaba que usted entrase en razón y que interrumpiese sus planes.
La expresión jovial de Gant desapareció como por ensalmo, y fue reemplazada por una sonrisa sardónica. Miró a Austin con una mirada que parecía querer fulminarlo.
—Le diré lo que veo, señor Austin. Veo a alguien que se ha inventado una historia inverosímil por razones que se me escapan.
—Entonces mis advertencias han caído en saco roto, y está dispuesto a seguir con sus planes.
Apareció el camarero con la jarra de agua y dos vasos.
—Tengo una curiosidad, señor Austin. ¿Qué lo ha llevado a pensar que puedo estar involucrado en un ridículo plan?
—Me lo dijo el propio Spider.
—¿Perdón?
—Spider Barrett, el hombre que desarrolló el mecanismo de la inversión polar.
—El tal Barrett le ha contado una historia tan extraña como su nombre.
—No lo creo. El y su socio, Margrave, son unos genios que tienen el dinero y el talento para probarlo. Lo que no estoy seguro es dónde encaja usted en todo esto.
—Puede estar seguro de una cosa, Austin. Cometió un error al venir aquí.
—Yo creo exactamente lo mismo. —Austin recogió la gorra y la colocó sobre los muslos—. Es obvio que no le interesa nada de lo que le pueda decir. Me marcho. Gracias por el agua.
Se levantó y se encasquetó la gorra. Gant también abandonó su silla.
—Mandaré que le traigan su caballo.
Bien regada con alcohol, la conversación en el patio resultaba ensordecedora. Gant llamó a un mozo de cuadra y le ordenó que trajese la yegua de Austin. En cuanto el mozo regresó con el animal, Austin montó de un salto. Doyle vio que se marchaba y se acercó. Sujetó las riendas como si quisiese ayudar.
—Sé cómo encontrar la salida, señor Gant. Gracias por su hospitalidad.
—Tendrá que venir otra vez cuando disponga de más tiempo.
—Lo haré.
Tocó la yegua con las rodillas, y el animal empujó al jefe de seguridad. Doyle era un chico de ciudad, y los únicos caballos que había visto de cerca antes de ir a trabajar para Gant eran los de la policía montada de Boston. Soltó las riendas y se apartó al creer que acabaría arrollado. Austin vio el miedo en el rostro de Doyle y sonrió. Se alejó de la casa al galope.
Doyle siguió la marcha de Austin con la mirada. Sus facciones eran duras como el granito.
—¿Quiere que me encargue de ese tipo?
—Aquí no, y menos ahora. Manda que alguien lo siga. Me gustaría averiguar cómo entró en la propiedad.
—De acuerdo.
—Cuando acabes tengo otro trabajo para ti. Reúnete conmigo en el jardín dentro de quince minutos.
Mientras Gant alternaba con sus invitados, Doyle sacó una radio del bolsillo y les transmitió una orden a los dos guardias sentados en un jeep a la vera del camino principal de acceso a la casa. El conductor no había acabado de responder afirmativamente cuando una yegua de pura sangre pasó a galope tendido con el jinete agachado en la montura. El guardia arrancó el motor, puso primera, y pisó el acelerador.
El vehículo iba a casi noventa kilómetros por hora cuando pasó por delante del bosquecillo de álamos donde se había ocultado Austin. Lo miró alejarse, consultó el GPS y cruzó los campos y los prados hasta llegar al bosque que bordeaba la propiedad. Un jinete salió de entre los árboles y fue al encuentro de Austin.
—Bonito día para una cabalgada por el campo, amigo —lo saludó Zavala con un lamentable intento de imitar el acento de la aristocracia británica.
—¡Al galope! ¡A por él y todos los demás! —contestó Austin.
Con la mayor tranquilidad, pusieron los caballos al trote y cruzaron el bosque hasta llegar al linde marcado por una carretera de servicio. No había ninguna valla, solo los carteles de prohibida la entrada, cada uno equipado con una cámara de seguridad.
Zavala sacó una pequeña caja negra del bolsillo y pulsó un botón. Cuando se encendió una luz verde, cabalgaron entre dos de los carteles para salir de la propiedad y llegar a una carretera pública. Había un todoterreno con un remolque para equinos aparcado en el arcén.
Spider Barrett se bajó de la cabina cuando aparecieron Austin y Zavala. Se hizo cargo de los caballos y los hizo subir al remolque. Zavala le devolvió la caja negra.
—Funcionó de maravilla —dijo.
—Es un concepto muy sencillo —manifestó Barrett—. Este artilugio no interrumpe la transmisión, algo que advertirían rápidamente. Solo la demora durante un par de horas. Acabarán por ver una imagen acelerada de ustedes dos, pero para entonces será demasiado tarde, y no le encontrarán ningún sentido. Les mostraré algo todavía más interesante.
Abrió la puerta de la cabina y sacó un pequeño televisor conectado en el mechero. Lo encendió y la imagen de Gant apareció en la pantalla, en el momento que decía: «Esta es una propiedad privada», seguido por el lacónico: «No me diga», de Austin.
—¿Alguna vez alguien le dijo que es un listillo? —preguntó Zavala.
—Constantemente.
Barrett avanzó el vídeo hasta que apareció Doyle.
—Este es el hijo puta que intentó matarme.
Austin se quitó la gorra y miró la diminuta lente de la cámara disimulada en el logo de Harley-Davidson.
—El señor Doyle se hubiese llevado un susto de muerte de haber sabido que sus ojos le observaban desde la tumba.
Barrett se echó a reír.
—¿Qué impresión le ha dado Gant?
—Inteligente. Altivo. Un psicópata de cuidado. Lo estuve observando cuando acabó la cacería. Miraba el escenario de la muerte como si fuese un santuario.
—Gant siempre me ha provocado escalofríos. Nunca he conseguido entender qué le vio Tris.
—La maldad hace extraños compañeros de cama. No creo que haga caso de mi llamamiento a la razón, pero me dio la oportunidad de evaluarlo, y de colocar un micro debajo de la mesa antes de marcharme.
—Funciona bien, pero hasta ahora no ha captado nada.
—¿Cree que los Trout tendrán mejor suerte con Margrave? —preguntó Austin.
—Eso deseo, pero no soy muy optimista.
Austin recordó su encuentro con Gant.
—Yo tampoco.
—Brindo por Arthur C. Clarke —dijo Gant, y alzó la copa.
Se encontraba en su estudio con otros tres participantes de la cacería, todos con las casacas rojas de rigor. Uno de ellos, un hombre corpulento con cara de toro, preguntó:
—¿Quién es Clarke?
La sonrisa untuosa de Gant disimuló su desprecio.
—Es un escritor de ciencia ficción inglés que propuso en 1945 colocar en órbita tres satélites estacionarios sobre las principales masas terrestres para transmitir las señales de televisión. Su idea es lo que nos ha traído hoy aquí.
—Brindo por eso —manifestó el hombre con un fuerte acento inglés.
Levantó su copa y Gant y los otros dos hombres brindaron. Uno de ellos de una delgadez extrema. El cuarto rondaba los ochenta años. Había intentado detener el implacable avance del envejecimiento y su decadente estilo de vida con cirugía plástica, productos químicos y trasplantes. El efecto era el de una cara que se parecía mucho al cadáver de un joven.
Incluso Gant hubiese tenido que admitir que ninguno de sus socios era capaz de ganar un concurso de moral, pero eran tan increíblemente astutos y despiadados que disponían de unas riquezas fabulosas conseguidas con sus empresas multinacionales. Además todos satisfacían sus necesidades. Por ahora.
—El motivo por el que estamos aquí reunidos es mi deseo de ponerles al día sobre nuestro proyecto. Todo va sobre ruedas.
—¡Bien! ¡Bien! —corearon los otros tres.
—Como saben, el negocio de los satélites ha crecido en proporción geométrica en los últimos treinta años. Hay docenas de satélites que pertenecen a diversas compañías, y que se utilizan para la televisión, las comunicaciones civiles y militares, información meteorológica y teléfonos, y hay nuevos servicios en perspectiva. Estos satélites generan ganancias de miles de millones de dólares. —Hizo una pausa—. Muy pronto, todo será nuestro.
—¿Está seguro de que no habrá ningún tropiezo? —preguntó el viejo.
—Ninguno en absoluto. La inversión polar solo será una perturbación temporal, pero las redes de satélites quedarán expuestas a un ataque electrónico letal.
—Excepto los nuestros —señaló el hombre esquelético.
—Así es —asintió Gant—. Nuestros satélites con escudos de plomo serán los únicos que continuarán en servicio. Nuestro consorcio estará en condiciones de dominar las comunicaciones mundiales, una posición que consolidaremos cuando compremos las demás redes existentes y pongamos en órbita más de los nuestros.
—Con lo cual ingresaremos todavía más miles de millones —manifestó el viejo.
—La fina ironía de todo esto es que nos valdremos de las fuerzas anarquistas para conseguir nuestra meta. Son los únicos dispuestos a atribuirse la ejecución del cambio. Cuando la ira del mundo caiga sobre ellos, Margrave y su gente acabarán destruidos.
—Todo eso me parece perfecto —dijo el viejo—. Pero no olvide que nuestro objetivo principal es el dinero.
—Habrá más dinero del que se pueda imaginar, y para todos —respondió Gant, aunque el dinero era para él lo menos importante.
Solo ansiaba el poder político que le brindaría tener el control absoluto de las comunicaciones mundiales. Nadie podría hacer nada sin que él lo supiese. Vigilarían millones de conversaciones. Podría acceder a cualquier archivo que le facilitaría las herramientas necesarias para la extorsión política. Ningún ejército se movería fuera de su conocimiento. Sus estaciones de televisión canalizarían la opinión pública. Tendría el poder para crear disturbios y aplastarlos.
—Brindo de nuevo por el inglés —propuso el hombre con cara de toro—. ¿Cómo dijo que se llamaba?
Gant se lo recordó. Luego levantó la copa para unirse al brindis.