Capítulo 32

Austin soñaba con un desfile de mamuts pigmeos por las calles de una ciudad de cristal al son de St. Louis Blues. Abrió los ojos. Los mamuts y la ciudad se esfumaron, pero el blues continuaba sonando. Era la música del teléfono móvil.

Mientras juraba que se mantendría lo más lejos posible de los locos rusos que bebían vodka como si fuese agua, sacó el móvil de la mochila, y consiguió decir con voz resacosa:

—Austin.

—Llevamos días intentando dar contigo y Joe. ¿Estabais metidos en una mina?

—Di mejor una caverna. Encontramos a Karla Janos, y nos encontramos a bordo de un rompehielos que se dirige a la tierra firme siberiana.

—Me alegra saber que ella está bien. Puede que sea nuestra última esperanza.

Austin se sorprendió ante la gravedad de la voz de Trout. Se sentó en el borde de la litera.

—¿Nuestra última esperanza para qué, Paul?

—Gamay y yo encontramos una copia de los teoremas de Kovacs en Los Álamos. Realicé una simulación basada en los trabajos de Kovacs y del material existente sobre la inversión polar. La situación no pinta bien.

—Soy todo oídos. —Austin estaba ahora bien despierto.

—La simulación mostró que la inversión de los polos magnéticos no es algo elástico como creen algunas personas. Una sacudida lo bastante fuerte como para provocar la inversión de los polos magnéticos provocaría un desplazamiento geológico de la corteza terrestre.

—¿Me estás diciendo que una inversión polar, una vez comenzada, es irreversible?

—Eso es lo que parece.

—¿Cuál era el margen de error en la simulación?

—Ínfimo hasta el punto de ser despreciable.

Austin tuvo la sensación de que se le había caído encima una pared.

—Hablamos de una catástrofe.

—Peor —replicó Trout—. Este es el escenario del día del Juicio Final. La destrucción a nivel mundial si esta cosa comienza está más allá de cualquier cosa imaginable o que se haya vivido antes.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—La reacción sería inmediata. Todo depende del momento en que las personas responsables de los remolinos y las olas gigantes decidan apretar el botón.

—Quizá pueda ofrecerte un rayo de esperanza. —Austin le relató a Trout su encuentro con Barrett, y la posibilidad de que existiese un antídoto para el cambio polar.

—Es alentador. ¿Cuándo llegarás a Washington?

—Llegaremos a puerto mañana. Nos estará esperando un avión. Te llamaré en cuanto despeguemos para comunicarte la hora estimada de llegada.

—Estaré a la espera.

Austin apagó el móvil, y se quedó sentado en la litera del camarote con el oído atento al retumbar de los motores y maldiciendo la lentitud de los viajes marítimos. No había sido consciente de la urgencia de la situación cuando el capitán Ivanov le invitó a regresar en el rompehielos. Podría haber vuelto con Petrov, pero había rechazado cortésmente la oferta y le había dicho que era importante que hablase con Karla Janos. Petrov lo había mirado con una expresión divertida, y le respondió que podía llamarlo en cualquier momento.

Desde que había subido a bordo, Austin apenas si había estado con Karla. Después del reencuentro de la muchacha con María, y que atendieran las lesiones del tío Karl, todos se retiraron a sus camarotes para recuperar las muchas horas de sueño perdidas.

Austin se vistió y salió a cubierta, que estaba iluminada con la suave luz ártica. El Kotelny surcaba las olas a una velocidad constante. El aire frío le llenó los pulmones como si hubiese abierto un congelador. Se dirigió al comedor y se sirvió una taza de café. En la sala no había más que un par de marineros que se disponían a iniciar su turno de guardia. Buscó una mesa en un rincón, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número que le había dado Barrett. Casi de inmediato, una voz de mujer atendió la llamada.

—Desearía hablar con Barrett —dijo Austin.

—Soy Barrett. Programé una voz de mujer para que responda.

—¿No está abusando un poco de estos juegos electrónicos?

—Diablos, Kurt, no es usted a quien le han disparado —replicó Barrett—. No sabe cómo es la gente a la que se enfrenta.

—Por eso llamo. ¿Cree que Gant y Margrave están abiertos al diálogo?

—Gant es una serpiente de cascabel. A Tris quizá se le podría hacer entrar en razón, pero está absolutamente convencido de las bondades de su causa, que no le importan los perjuicios que pueda causar. ¿Por qué lo pregunta?

Austin le hizo un resumen de su conversación con Trout.

Cuando la voz de Barrett se escuchó de nuevo, fue la de un hombre.

—Me temía que acabaría ocurriendo algo así. Oh, Dios mío. Soy el responsable del fin del mundo. Tendré que suicidarme.

—Si el mundo se acaba no será necesario —opinó Austin.

Barrett se calmó.

—Es la lógica más retorcida que he escuchado en toda mi vida.

—Gracias. Volvamos a la primera pregunta. ¿Cree que Gant y Margrave reaccionarían con la misma alarma si les explico los hechos?

—La diferencia es que yo le creo. Ellos pensarán que intenta estropear sus planes.

—Quizá valga la pena intentarlo. ¿Cómo doy con ellos?

—La fundación de Gant tiene un despacho en Washington.

—Pensaba en algo más informal.

—Espere un momento. Vi algo en el periódico. Si no recuerdo mal, Gant organiza alguna cosa con caballos en su finca con fines benéficos. Quizá podría ir usted allí. Yo podría ayudarlo.

—Es un comienzo. ¿Qué me dice de Margrave?

—Casi nunca sale de su isla en Maine. Vive aislado, y tiene un batallón de guardias que vigilan el lugar. Pero tengo algunas ideas de cómo llegar hasta él.

—Inténtelo. Haré todo lo que pueda para detener esto antes de que se ponga en marcha. ¿Todavía sigue en movimiento?

—Continúo viviendo en mi saco de dormir. Llámeme cuando llegue a casa.

Austin cortó la comunicación, se acabó el café y se disponía a volver a su camarote cuando Karla entró en el comedor. Ambos se llevaron una sorpresa al verse. Austin la invitó a su mesa. La muchacha se sentó.

—No podía dormir —comentó.

—Lo comprendo. Ha pasado por una experiencia muy dura en estos últimos días.

—Tío Karl dijo que los hombres que asesinaron a los miembros de la expedición me buscaban. Mencionó algo referente a un secreto que supuestamente sé. No tengo idea de lo que pasa, pero me siento responsable de la mayor parte de lo sucedido.

—No es culpa suya. Creen que su abuelo le confió un secreto, un ingeniero eléctrico llamado Lazlo Kovacs.

—Se equivoca. Mi abuelo se llamaba Janos, como yo.

Austin sacudió la cabeza.

—Ese es el nombre que asumió Kovacs cuando escapó de Alemania al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

—No lo entiendo.

—Su abuelo fue forzado por los nazis para trabajar en la creación de armas electromagnéticas. Consiguió escapar de un laboratorio secreto poco antes de que los rusos ocupasen Prusia oriental. Al parecer lo ayudó un joven miembro de la resistencia alemana. El alemán se llamaba Karl.

—¡Tío Karl! Siempre quise saber cuál era su relación con mi abuelo. Parecían personas muy diferentes y sin embargo absolutamente unidos.

—Ahora ya lo sabe.

—¡Esto es una locura! Mi abuelo nunca me habló de una fórmula secreta para un rayo de la muerte o lo que sea que busquen.

—Quizá sepa más de lo que cree. Su artículo sobre la extinción de los mamuts lanudos insinuaba un profundo conocimiento de su trabajo.

—Después de descubrir a esas criaturas en la isla, mi artículo es una tontería. No veo la hora de regresar allí para hacer unas investigaciones en serio.

—Petrov ha jurado trabajar a través de los canales académicos y no los gubernamentales para proteger a sus peludos amigos. Ha tenido algunos problemas políticos, y cree que esto ayudará a su causa.

—Me alegra saberlo. Pero a lo que hablábamos de mi abuelo. Fui a verle cuando estudiaba con mi teoría de la extinción cataclísmica porque era el único científico que conocía. Había un cierto escepticismo respecto a que fuese posible una inversión polar. El me dijo que podía suceder, y que había sucedido. Añadió que podía ser provocado por un fenómeno natural, o hecho por el hombre, en el futuro, cuando se tuviese la tecnología adecuada. Me mostró algunas ecuaciones relacionadas con el electromagnetismo que dijo confirmaban su opinión. Eso fue todo. Más tarde, cuando él ya había fallecido y yo trabajaba en mi tesis, incorporé su trabajo al mío.

—¿Eso fue todo lo que dijo del tema?

—Sí. Nunca hablábamos mucho de cuestiones científicas. Cuando mis padres fallecieron, él hizo de padre y madre para mí. Recuerdo que componía poemas que me recitaba para que me durmiese. —Bebió un sorbo de café—. ¿Cómo es que usted y Joe acudieron a rescatarnos?

—Me enteré por una fuente fiable que su vida podía estar en peligro debido a la relación familiar.

—¿Ustedes vinieron desde el otro lado del mundo solo por eso?

—De haber sabido que el tío Karl tenía la situación por la mano, no me hubiese preocupado tanto.

—El tío Karl me salvó la vida, pero me temo que estábamos casi en las últimas cuando usted y Joe aparecieron caídos del cielo. Estoy intrigada. Creía que la NUMA solo estudiaba los océanos.

—Por eso mismo estoy aquí. Se han producido algunas extrañas perturbaciones en el mar que podrían tener relación con algo publicado por su abuelo. Una serie de ecuaciones llamadas los teoremas de Kovacs.

—No lo entiendo.

—Usted dijo que Lazlo Kovacs sostenía que las transmisiones electromagnéticas se podían utilizar para poner en marcha un cambio polar. En el futuro.

—Sí, es correcto.

—Pues el futuro ya está aquí.

—¿Quién querría hacer algo así? ¿Por qué?

Austin levantó las manos.

—No estoy seguro. Cuando regresemos a Washington, tengo a alguien que querrá hablar con usted. Quizá podamos aclarar algunas cosas.

—Quería pasar primero por Fairbanks.

—Mucho me temo que no tendremos tiempo. Hay mucho en juego.

—Me hago cargo. Incluso si no soy la responsable de lo que pasa, mi familia ha tenido algo que ver por lo que me ha contado. Haré todo lo posible para enmendar las cosas.

—Estaba seguro que lo diría. Mañana llegaremos a puerto. Un avión de la NUMA nos llevará a Washington. Mis colegas Gamay y Paul Trout tienen una casa en Georgetown, y estoy seguro de que les encantará alojarla. La NUMA pagará las facturas de todo lo que necesite comprar.

Karla hizo algo inesperado. Se inclinó sobre la mesa y besó suavemente a Austin en los labios.

—Gracias por todo lo que ha hecho por mí y tío Karl. No sé cómo pagárselo.

Austin le hubiese respondido normalmente a una mujer hermosa e inteligente como Karla con una invitación a cenar. Pero le había sorprendido tanto el beso que solo consiguió decir un cortés «de nada», y la sugerencia de irse a dormir.

Karla le dijo que se quedaría en el comedor un poco más y que ya se verían por la mañana. Se dieron la mano y se desearon buenas noches. En el momento de salir del comedor, Austin miró atrás. Karla se sostenía la barbilla con las manos, y parecía absorta en sus pensamientos. Pese a todas sus lecturas filosóficas, Austin no entendía nada de cómo funcionaba el destino. Los dioses se estarían despanzurrando de risa con su última broma pesada. Habían encerrado el secreto que podía salvar el mundo en la hermosa cabeza de una joven adorable.