Capítulo 31

Austin miró la enorme caldera mientras el aparato pasaba como un cóndor por una brecha en el borde. El camino que habían seguido por la ladera del volcán cruzaba la brecha y descendía por una suave pendiente hasta más o menos la mitad de la caldera, donde acababa en un farallón. En el lado opuesto del cráter, el borde formaba una pared casi vertical con un campo de peñascos en la base. Una zona verde casi circular aparecía encajada entre el final de la pendiente y el campo de peñascos negros.

Comenzó a trazar una lenta espiral por el interior en busca de un sitio adecuado para aterrizar.

—¿Qué es aquello de allá abajo? —Zavala le señaló la base de la pendiente donde acababa el camino—. Parece un rebaño de vacas.

Austin forzó la mirada a través del cristal de las gafas de piloto.

—Demasiado peludos para ser vacas. Quizá sean yaks.

—No me vendrían mal un par de filetes de yak para ir haciendo boca.

Antes de que Austin pudiese responder, Zavala le llamó la atención a otra parte de la zona verde.

—¡Qué me aspen! —exclamó Kurt—. ¡Gente!

El grupo se encontraba cerca del borde del campo de peñascos. A medida que bajaban, Austin vio que alguien golpeaba a una de las personas, que cayó al suelo. Una tercera figura corrió en ayuda de la persona caída pero la apartaron. Ya habían bajado tanto que Austin vio el resplandor de unos cabellos rubios.

—Creo que acabamos de encontrar a Karla Janos —manifestó.

En el rostro de Grisha había una amplia sonrisa que dejaba a la vista sus dientes podridos. Dio una orden en ruso, y sus siniestros secuaces aparecieron de detrás de las rocas donde había estado ocultos.

Schroeder evaluó la situación en un santiamén. Mientras él y Karla habían hecho un recorrido en zigzag a través de la ciudad, Grisha y los suyos seguramente habían seguido directamente por la avenida central y habían dado con la salida.

El jefe de los asesinos les indicó a sus prisioneros que volvieran por donde ellos habían venido. Al salir a campo abierto, los rusos vieron a los mamuts lanudos.

—¿Qué son? —preguntó Grisha—. ¿Ovejas?

—No —respondió Schroeder—. Son mariposas.

La furia de la respuesta de Grisha lo pilló por sorpresa. Al ruso no le gustaba que lo humillasen delante de sus hombres. Soltó un rugido, levantó el fusil como si fuese un garrote y golpeó el rostro de Schroeder con el cañón. Lo último que escuchó Schroeder mientras se desplomaba fue el grito de Karla.

Zavala no se había perdido ni un detalle de la terrible escena.

—Parece que la señorita Janos está en mala compañía. ¿Cómo quieres que lo hagamos? ¿El halcón que atrapa a una rata o al estilo OK Corral?

Zavala le preguntaba a Austin si debían acercarse silenciosamente o a tiro limpio.

—¿Qué te parece a lo Butch Cassidy y Sundance Kid?

—Esa es nueva, pero ya me vale.

—Dame tu arma y hazte cargo de los controles. Entraremos por detrás, así tendrán el sol de cara.

—Wyatt Earp podría haber utilizado uno de estos trastos contra los hermanos Clanton.

—Que yo recuerde, lo hizo muy bien sin tenerlo.

Zavala sacó su Heckler & Koch de la funda. Con mucho cuidado se la pasó a Austin y cogió los controles. Descendían muy rápido.

Austin se colocó como un pistolero, con un arma en cada mano.

Grisha tenía un brazo alrededor del cuello de Karla, y los dedos enganchados en su cabellera. Con la palma de la otra mano le presionaba el rostro de forma tal que ella apenas si conseguía respirar. Hubiese bastado un poco más de presión para partirle el cuello. Estaba lo bastante furioso como para matarla, pero la codicia era más fuerte que sus tendencias asesinas. La muchacha valía mucho más viva que muerta.

Eso no significaba que él y sus hombres no pudiesen divertirse un rato con la hermosa mujer. Apartó la mano del rostro y le bajó la cremallera de la parka. Frustrado por las capas de prendas de abrigo que encontró debajo, soltó una maldición y la tumbó al suelo. Uno de sus hombres gritó.

Grisha vio una sombra que se movía por el suelo y miró hacia lo alto.

Abrió la boca, estupefacto.

Un hombre con dos cabezas se lanzaba sobre él desde el cielo.

Se encontraban a unos cincuenta metros cuando Austin comenzó a disparar con ambas manos. Apuntó a un lado para no tener a Karla en la línea de fuego. Sus captores emprendieron la fuga.

Sin tener ya que preocuparse por la muchacha, Austin se encontró libre para disparar contra los blancos móviles, pero era difícil hacer puntería cuando él mismo estaba en movimiento. Zavala le gritó que se preparase para tomar tierra. Guardó una de las armas en la funda, y la otra la sujetó en el cinturón.

Intentaron aterrizar de pie, pero habían entrado a más velocidad. Tocaron tierra y cayeron sobre las manos y las rodillas. Afortunadamente, la vegetación amortiguó el impacto. Se apresuraron a desenganchar la unidad propulsora. Mientras Zavala plegaba el parapente, Austin se acercó a la muchacha, que estaba arrodillada junto a un hombre mayor.

—¿Señorita Janos?

Karla miró a Austin con sus hermosos ojos grises.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Kurt Austin. Mi amigo y yo la hemos estado buscando. ¿Se encuentra bien?

—Sí, estoy bien. Mi tío necesita ayuda.

Austin sacó el botiquín de primeros auxilios de la mochila. El hombre estaba consciente. Yacía boca arriba con los ojos abiertos. Podía tener entre sesenta y cinco y setenta y cinco años, aunque resultaba difícil saberlo porque tenía el rostro bañado con la sangre que manaba de los profundos cortes en la ceja y la mejilla.

Se arrodilló a su lado, le limpió las heridas y las untó con un antiséptico. La cura debió de ser muy dolorosa, pero el hombre ni parpadeó. Sus ojos azules seguían cada uno de los movimientos de su improvisado enfermero.

Antes de que Austin pudiese seguir adelante con la cura, el hombre le dijo:

—Ya no hace falta nada más. Ayúdeme a levantarme.

Con la ayuda de Austin, Schroeder se levantó. Era un hombre muy alto; superaba en más de diez centímetros a Austin, que medía un metro ochenta y dos.

Karla rodeó la cintura de su tío con un brazo.

—¿Estás bien?

—Soy un lagarto duro de pelar. Eres tú la que me preocupa.

—Estoy bien gracias a estos dos hombres.

Austin tomó nota del profundo vínculo entre el viejo y la muchacha. Se presentó a sí mismo y Zavala.

—Me llamo Schroeder —dijo el hombre—. Gracias por ayudarnos. ¿Cómo nos encontraron?

—Hablamos con una mujer llamada María Arbatov.

—María. ¿Cómo está? —preguntó Karla.

—Se pondrá bien, pero a su marido y otros dos hombres los asesinaron. Supongo que eran sus colegas científicos. Había un cuarto hombre que no pudimos identificar.

Karla miró a Schroeder para que respondiese.

—Atacó a Karla. Tuve que detenerlo. —Miró hacia los peñascos—. Este es un lugar peligroso. Volverán. Disponen de armas automáticas, y nosotros nos encontramos totalmente expuestos.

—Este es su barrio —replicó Austin—. ¿Dónde podemos ponernos a cubierto?

Schroeder señaló la base de la pendiente que bajaba desde el borde de la caldera.

—Allá abajo en la ciudad.

Austin se preguntó si el hombre no estaría delirando como consecuencia de las heridas.

—¿Ha dicho «ciudad»? —El no veía más que los bajos farallones al final de la pendiente.

—Así es —confirmó Karla—. ¡Oh, no, los enanos se han marchado! Seguramente los disparos han tenido que espantarlos.

Esta vez le tocó a Zavala preguntarse si escuchaba cosas.

—¿Enanos?

—Sí. Los mamuts lanudos enanos.

Austin y Zavala intercambiaron una mirada.

—Basta de charla. Tenemos que movernos —dijo Schroeder.

Se sujetó del brazo de Karla para caminar dificultosamente hacia los farallones. Austin y Zavala ocuparon la retaguardia. La insistencia de Schroeder de que debían marcharse resultó ser un excelente consejo. El grupo casi había llegado al borde de la zona verde cuando Grisha y sus hombres salieron de detrás de las rocas y comenzaron a dispararles.

Trozos de hierba volaron por los aires cuando los proyectiles impactaron a una docena de pasos por detrás del grupo que huía.

Los cazadores de marfil solo tardarían unos segundos en ajustar la distancia de tiro. Austin les gritó a los demás que continuasen avanzando. Luego se echó cuerpo a tierra y apuntó cuidadosamente con el Bowen al ruso más cercano.

Efectuó un par de disparos que se quedaron cortos. Grisha y sus hombres no estaban dispuestos a correr riesgos. En cuanto Austin abrió fuego, ellos también se echaron cuerpo a tierra.

Austin miró por encima del hombro y vio que sus compañeros ya se encontraban muy cerca del farallón. Se levantó de un salto y echó a correr en zigzag. Los asesinos dispararon de nuevo. Los surtidores de tierra se alzaron muy cerca de sus pies, pero llegó a la grieta donde estaban los demás sano y salvo.

Karla sacudió la linterna, y en las baterías aparentemente quedaba algo de energía porque la bombilla se encendió. Caminaron por el sinuoso camino. Cuando la linterna se apagó definitivamente, habían llegado a la zona donde aún había algunas casas intactas entre los escombros y ya se veía el resplandor de la ciudad subterránea. Fueron hacia allí como las polillas atraídas por una llama y muy pronto entraron en la ciudad.

Austin contempló las casas y las calles iluminadas.

—¿Qué es este lugar, el «País de Oz»? —preguntó.

Karla se echó a reír.

—Es una ciudad subterránea construida con un mineral que emite luz. No sabemos quiénes la construyeron. Esto que ven solo son los suburbios. Es muy extensa.

Schroeder le dijo a Karla que dejase la conversación para más tarde, y encabezó la marcha por el laberinto de calles hasta que se encontraron de nuevo en la plaza donde habían visto por primera vez a los animales.

Los mamuts enanos también habían vuelto a la plaza y se amontonaban alrededor de la pirámide. Parecían inquietos y resoplaban con frecuencia mientras se movían por el lugar.

Karla vio que Austin echaba mano al revólver. Apoyó una mano en su brazo para detenerlo.

—No pasa nada. No le harán ningún daño. Están nerviosos por el ruido.

Austin había visto muchas cosas extrañas en las misiones que lo habían llevado a los lugares más remotos del planeta y a las profundidades de los océanos. Pero nada comparable a las criaturas que se movían por la plaza. Tenía delante una versión a escala, desde el rabo a las colmillos, de los antiguos gigantes que había visto ilustrados en los libros de texto.

Zavala tampoco salía de su asombro.

—Creía que estas cosas se habían extinguido.

—Se extinguieron los primeros. Estos animales son los descendientes de los grandes mamuts que una vez poblaron esta isla.

—Karla —intervino Schroeder—. Tendríamos que hablar de cómo escapar de aquellos asesinos.

—Tiene razón —asintió Austin—. ¿Hay alguna otra manera de salir de aquí?

—Sí, pero es muy larga y traicionera —contestó la muchacha.

—Yo no podré hacerlo, pero esa no es razón para que ustedes no lo intenten —dijo Schroeder—. Si me prestan un arma, los detendré aquí mientras tú y tus nuevos amigos escapáis a través de la cueva.

—Bonito intento, tío Karl —opinó Austin, con una sonrisa—. El martirio pasó de moda en la Edad Media. Permaneceremos juntos.

—Comienza a gustarme este lugar —añadió Zavala—. Acogedor. Una luz romántica. Una fragancia exclusiva en el aire.

Schroeder sonrió. No sabía quiénes eran aquellos hombres, pero se alegró por el bien de Karla de tenerlos a su lado.

—Si están dispuestos a comportarse como unos tontos, vale más que nos preparemos.

A sugerencia de Austin, Zavala fue a montar guardia donde la calle entraba en la plaza.

—¿Alguna idea? —le preguntó Austin a Schroeder.

—Es inútil correr. Podemos tomar posiciones en la plaza e intentar pillarlos con el fuego cruzado.

A Kurt le agradó que Schroeder quisiese pasar a la ofensiva. La ciudad ofrecía una infinidad de lugares donde ocultarse, pero, como Schroeder, sabía que mantenerse en constante movimiento acabaría por hacerles sentir las consecuencias.

—No sé cuántos disparos podré hacer —dijo Austin—. Hemos traído municiones, pero no esperábamos un «Little Bighorn».

—Solo tendrán que esperar a que se nos acaben las municiones y entonces podrán abatirnos uno a uno. Es una pena haber malgastado mi granada de mano.

Austin miró a Schroeder sin disimular la extrañeza. El viejo no parecía de los que van por ahí con una granada de mano en el bolsillo. Se recordó a sí mismo que las apariencias engañan. Schroeder era lo bastante mayor como para estar jubilado, pero hablaba como si fuese miembro de un equipo SWAT.

Zavala volvió a la carrera desde su puesto de vigilancia.

—Comienza la función. Nuestros amigos vienen por la calle.

Austin echó un rápido vistazo a la plaza.

—Se me acaba de ocurrir una locura —dijo, y les explicó rápidamente su plan.

—Podría funcionar —afirmó Schroeder, con un claro tono de entusiasmo en la voz—. Sí que podría funcionar.

—Será mejor que funcione —declaró Austin.

—¿No hay otra manera? —preguntó Karla—. Son unas criaturas muy hermosas.

—Me temo que no. Si lo hacemos bien, no resultarán heridos.

Karla exhaló un suspiro, consciente de que no les quedaban muchas más alternativas. En respuesta a la orden de Kurt, Karla y los demás se distribuyeron rápidamente por el perímetro de la plaza, y dejaron desprotegido el lado más próximo a la entrada de la calle. Luego, esperaron.

Los mamuts habían levantado las cabezas cuando vieron que los humanos se movían, y se pusieron más nerviosos con las ásperas voces de los hombres de Grisha. Los cazadores de marfil no se preocupaban de que los escuchasen. Quizá lo hacían con toda intención para asustar a sus presas, o porque sencillamente eran estúpidos. Pero fuera cual fuese la razón, su llegada estaba consiguiendo que los mamuts se inquietasen cada vez más.

La manada se apartó de la pirámide y se detuvo al ver a los humanos que se encontraban alrededor de la plaza. Los que se encontraban en las primeras filas se volvieron y chocaron con los demás. Los resoplidos sonaron más fuertes.

Hubo un movimiento en la entrada de la calle. Grisha asomó la cabeza. La visión y el olor de otra desagradable criatura de dos patas asustaron a los animales más cercanos. En su prisa por escapar, embistieron a los que tenían detrás.

Envalentonado por la falta de un desafío, Grisha entró en la plaza, seguido por los demás matones. Se detuvieron, asombrados por la visión de los animales que solo habían visto de lejos.

La manada había alcanzado la masa crítica. Austin puso en marcha la reacción en cadena. Disparó al aire. Zavala lo imitó. Schroeder y Karla comenzaron a vociferar a voz en grito y a dar palmadas. La manada pasó en un instante de ser unos animales inquietos a una estampida en toda regla. Con sonoros bramidos de terror, la masa de cuerpos y afilados colmillos se movió hacia la única vía de escape, la angosta calle que los llevaría a la seguridad fuera de la caverna.

Desafortunadamente para Grisha y sus hombres, ellos se encontraban entre el enloquecido rebaño y su meta.

Los rusos levantaron las armas para disparar contra los enloquecidos animales, pero ya tenían a la manada casi encima. Giraron sobre los talones y echaron a correr. Solo pudieron dar unos pocos pasos antes de verse derribados y pisoteados por toneladas de carne de mamut. Grisha había sido el primero en emprender la huida, y su mirada buscaba frenéticamente a un lado y a otro una ruta de escape, pero resbaló y también acabó aplastado.

Austin y los demás no quisieron correr el riesgo de que la manada diese la vuelta, y continuaron haciendo todo el ruido posible.

Todo acabó en cuestión de segundos.

La plaza quedó desierta. El tronar de la manada en fuga les llegó desde muy lejos. Austin y Zavala avanzaron cautelosamente por la calle. Zavala echó una ojeada a los montones de prendas ensangrentadas que una vez habían sido hombres. Encontraron una linterna que se había salvado. Austin le gritó a Schroeder y Karla que ya podían acercarse.

—No parecen humanos —comentó la muchacha mientras pasaban junto a los cuerpos pisoteados.

Austin recordó a los científicos asesinados en la cañada.

—Quién dice que alguna vez lo fuesen.

Schroeder soltó una estrepitosa carcajada.

—Aprendí hace mucho tiempo que en las manos correctas cualquier cosa se puede utilizar como arma —dijo—. Pero en el libro de texto no aparecía nada sobre los pequeños elefantes peludos.

Austin se preguntó a qué libro se refería el viejo y a qué escuela habría ido. Dejó las preguntas para una mejor oportunidad. Aún no se habían acabado los problemas. Una vez más, recorrieron el camino entre las ruinas. La luz del sol que entraba por la grieta les dio nuevas energías. Fueron a buscar el parapente a motor, y descubrieron que Grisha y sus hombres habían destrozado la unidad propulsora y cortado a tiras el parapente.

Con los tubos de aluminio y trozos de tela improvisaron un entablillado para Schroeder. Subieron por el farallón y siguieron por el sendero hasta el borde de la caldera. Las vueltas y revueltas evitaban lo pronunciado de la pendiente pero alargaban el recorrido. Se detuvieron con frecuencia para permitir que Schroeder descansase, pero él solo se tomaba un par de minutos antes de insistir en que continuasen.

Horas más tarde, llegaron al borde y miraron la ladera exterior. La bruma oscurecía la mayor parte de la isla. Después de una última mirada al interior de la caldera, iniciaron el descenso, que no era más fácil que la subida. El supuesto camino no era más que un sendero de superficie irregular y sembrado de piedras de todos los tamaños que hubiesen dificultado la marcha incluso en condiciones ideales.

Habían bajado poco más de la mitad de la ladera cuando descubrieron que no estaban solos. Unas figuras como hormigas subían por el sendero. El grupo de Austin continuó la marcha. Habían sido vistos, así que no tenía sentido ocultarse, pero mantuvieron las armas a punto. Austin contó seis personas. A medida que los desconocidos se acercaban, el hombre que iba en cabeza agitó un brazo para saludarlos. Un par de minutos después, Austin distinguió el rostro sonriente de Petrov.

El ruso iba acompañado por los miembros de su equipo de operaciones especiales, incluidos Verónica y su marido. Petrov recorrió a la carrera los últimos metros.

—Buenas tardes, Austin —saludó, entre jadeos—. Veo que tú y Zavala habéis agregado el alpinismo a vuestros muchos logros. Nunca dejáis de asombrarme. —Se volvió hacia Karla—. Esta debe de ser madeimoselle Janos. Encantado de conocerla. Al caballero no lo conozco —le dijo a Schroeder.

—Solo soy un viejo que debería estar en su casa descansando en su mecedora —respondió Schroeder con una sonrisa fatigada.

—¿Cómo has dado con nosotros? —preguntó Austin.

—Hablamos con el capitán del rompehielos. Nos informó de que habíais ido a explorar el volcán con algo que parecía un aparato aéreo.

—Era un parapente con motor.

—Ahora lo recuerdo. Aquellas dos maletas grandes.

—Sí —asintió Austin—. Por cierto, te has perdido toda la diversión.

—Todo lo contrario —replicó Petrov alegremente—. Nos hemos divertido y mucho. Encontramos a un grupo de hombres armados que venían hacia aquí en una embarcación. Nos ofrecieron un cálido recibimiento, pero nuestras gracias fueron todavía más efusivas. El superviviente nos informó que los habían enviado a ayudar a unos hombres que ya estaban aquí. —Miró por encima del hombro de Austin como si esperase ver a alguien más.

—Esos hombres ya no están con nosotros —dijo Schroeder.

—Así es —confirmó Austin—. Fueron aplastados por una manada de mamuts lanudos.

—Mamuts enanos —le corrigió Zavala.

Petrov sacudió la cabeza.

—Llevo años estudiando la cultura norteamericana, pero nunca entenderé vuestro extraño sentido del humor.

—No te preocupes —lo consoló Austin—, ni siquiera nosotros lo entendemos. ¿Crees que podrías echarnos una mano para bajar lo que queda?

—Por supuesto —manifestó Petrov. Con una gran sonrisa, metió la mano en la mochila y sacó una botella de vodka—. Pero primero nos tomaremos un par de copas.