La ciudad subterránea se extendía como una cuadrícula bajo el techo abovedado de una enorme caverna. La vieja urbe estaba absolutamente aislada del sol y tendría que haber estado a oscuras, pero resplandecía con una luz verde plata que emanaba de todos los edificios y calles.
—¿Por qué todo brilla con tanta fuerza? —preguntó Schroeder mientras caminaba con una pronunciada cojera y Karla a su lado.
—Estudié los minerales emisores de luz como parte de un curso de geología —respondió la muchacha—. Algunos minerales brillan al recibir los rayos ultravioleta. Otros emiten luz por la radiación o por un proceso de cambio químico. Pero si estamos en lo cierto, y este es un viejo volcán, quizá se trata de un efecto de termoluminiscencia causado por el calor.
—¿Podría ser esta una vieja cámara de magma? —quiso saber Schroeder.
—Es posible. No lo sé. Pero sí hay una cosa que sé a ciencia cierta.
—¿Cuál es, querida?
Karla miró los resplandecientes edificios que se extendían hasta donde alcanzaba la vista con respeto y admiración.
—Somos extraños en una tierra extraña.
Después de salir del túnel de los murales, habían pasado por debajo de una gran arcada en voladizo y luego habían bajado por una ancha rampa hasta una plaza abierta con una pirámide escalonada en el centro. El tema de la procesión, incluidos los mamuts lanudos domesticados, se continuaba en los niveles exteriores de la pirámide, aunque aquí los colores eran menos vivos que en el túnel de acceso. Karla llegó a la conclusión de que la pirámide hacía las funciones de templo o plataforma para que los sacerdotes y los oradores se dirigiesen al público reunido en la plaza.
Una avenida pavimentada de unos quince metros de ancho llevaba hasta el centro de la ciudad. Habían caminado por la avenida como un par de turistas deslumbrados por las rutilantes luces de Broadway. Los edificios eran considerablemente más pequeños que los rascacielos de Manhattan —no pasaban de los tres pisos—, pero eran unas maravillas arquitectónicas si se consideraba su antigüedad.
La calle aparecía flanqueada por peanas. Las estatuas que una vez las habían ocupado yacían ahora convertidas en irreconocibles montañas de escombros, como si hubiesen sido derribadas por los vándalos.
Schroeder hizo una pausa para descansar el tobillo, y luego la pareja entró en un par de casas, donde no había absolutamente nada, como si las hubiesen barrido con una escoba gigante.
—¿Qué antigüedad le calculas? —preguntó Schroeder mientras reemprendían la marcha hacia el centro.
—Cada vez que intento calcular una fecha aproximada, me lío con las contradicciones. El que en los murales aparezcan seres humanos y los mamuts coexistiendo los sitúa en el período Pleistoceno. Es un período que abarca desde un millón ochocientos mil a diez mil años atrás. Incluso si aceptamos la fecha más reciente de diez mil años, el alto nivel de civilización que vemos aquí es asombroso. Siempre hemos creído que la humanidad no evolucionó de su estado primitivo hasta mucho más tarde. La civilización egipcia solo tiene unos cinco mil años.
—¿Quién crees que construyó esta maravillosa ciudad?
—Los antiguos siberianos. Esta isla se conectaba con la plataforma continental ártica que se extendía desde tierra firme. No vi ningún dibujo de embarcaciones, y eso indica que era una sociedad ceñida a la tierra. Por lo que se ve, era una ciudad muy rica.
—Dado que era una sociedad floreciente, ¿por qué desapareció?
—Quizá no desapareció. Tal vez se trasladó a algún lugar y fue la base de otra sociedad. Hay pruebas de que los europeos y los asiáticos poblaron Estados Unidos.
Mientras Schroeder pensaba en las implicaciones del análisis de Karla, se escucharon unas voces excitadas cerca de la entrada. Miró a lo largo de la avenida. Vio unos puntos de luz que se movían por la zona de la plaza. Los cazadores de marfil habían llegado a la ciudad.
—A campo abierto somos un blanco perfecto —dijo—. Podemos perderlos fácilmente si nos vamos de esta preciosa avenida.
Entró en un callejón que daba a una callejuela lateral. Allí los edificios eran más pequeños que aquellos en la avenida, todos eran de una sola planta. Al parecer eran viviendas, mientras que los otros bien hubiesen podido ser los edificios destinados a funciones públicas o religiosas.
Como antiguo soldado, Schroeder había valorado correctamente la situación defensiva. La ciudad era un laberinto de centenares de calles. Incluso con el omnipresente resplandor que envolvía a toda la urbe, siempre que se mantuviesen alertas y en movimiento, los perseguidores nunca los atraparían. Al mismo tiempo, era consciente de que en algún momento no podrían continuar con la huida. Acabarían por quedarse sin agua ni comida, o se les acabaría la suerte.
Su meta era llegar al otro lado de la ciudad. Tenía la esperanza, confirmada por la buena calidad del aire, de encontrar una manera de salir a la superficie. Quienes habían construido aquella ciudad subterránea parecían haberlo hecho con mucho sentido común. Por lo tanto, era lógico y razonable suponer que debía de haber más de una entrada y salida. Ya habían cruzado más de la mitad cuando Karla soltó un grito.
Clavó los dedos en el brazo de Schroeder. El empuñó el fusil de asalto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Miró a las silenciosas fachadas como si esperase ver las muecas burlonas de los cazadores de marfil en las ventanas.
—Algo pasó a la carrera por aquel callejón.
Schroeder siguió con la mirada la dirección que le señalaba el dedo de la muchacha. Los edificios producían su propia luz, pero estaban construidos muy juntos, y el reducido espacio entre ellos estaba en sombras.
—¿Algo o alguien?
—No lo sé. —Karl se rió—. Quizá es que llevamos demasiado tiempo aquí abajo.
Schroeder siempre había confiado más en sus sentidos que en su capacidad analítica.
—Espera aquí —dijo. Se acercó al callejón con el dedo en el gatillo. Llegó a la esquina, asomó la cabeza y encendió la linterna. Después de unos segundos, regresó—. No hay nada.
—Lo siento. Ha tenido que ser mi imaginación.
—Vamos —le ordenó Schroeder, y para sorpresa de Karla, se dirigió de nuevo hacia el callejón.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Si allí hay algo, es mejor que lo sorprendamos nosotros y no que ocurra al revés.
Karla vaciló. Su primer impulso había sido correr en la dirección opuesta. Pero su padrino parecía saber lo que hacía. Se apresuró a seguirlo.
El callejón los condujo a otra calle idéntica a la anterior. La calle estaba desierta. No había nada más que las casas de una planta con las ventanas como ojos ciegos en la extraña media luz. Schroeder, guiado por su brújula interna, caminó de nuevo en la dirección que, esperaba, los llevaría al extremo opuesto de la ciudad.
Habían recorrido ya varias manzanas cuando Schroeder se detuvo bruscamente y levantó el fusil. Bajó el arma al cabo de unos segundos y se frotó los ojos.
—Esta extraña luz me tiene loco. Ahora es mi turno de ver cosas. Acabo de observar algo que cruzaba la calle.
—No te engañas. Yo también lo vi —lo tranquilizó Karla—. Era grande, y no me pareció que fuese humano.
—Eso está muy bien. —Schroeder reanudó la marcha—. Últimamente no hemos tenido mucha fortuna con los humanos.
El olfato de Karla captó un olor a almizcle que le resultó conocido. La cabaña donde tenían guardada a la cría de mamut tenía el mismo olor. También Schroeder lo notó.
—Huele como un establo —comentó.
El olor a fango, estiércol y animales fue en aumento a medida que recorrían otro callejón para llegar a otra calle. Esta acababa en una plaza muy parecida a la primera que habían encontrado en la entrada de la ciudad. Era cuadrada, de poco más de sesenta metros de lado, y como la anterior, en el centro se levantaba una pirámide de unos quince metros de altura. Pero lo que más llamó la atención de la muchacha fue el terreno alrededor de la pirámide.
A diferencia de la primera, cuyo pavimento era de la misma piedra resplandeciente que el material de las casas, aquel espacio parecía estar cubierto de una espesa vegetación de color oscuro. La primera impresión de Karla fue la de que estaba mirando un jardín abandonado como los que se podían ver en los parques públicos. Era algo que evidentemente no tenía mucho sentido dado que se encontraban en un lugar donde no entraba el sol. Llevada por su curiosidad natural, avanzó hacia la pirámide.
La vegetación comenzó a moverse.
La vista cansada de Schroeder le impedía ver los detalles en la media luz, pero sí captó el movimiento. El entrenamiento de años entró en funcionamiento. Le habían enseñado que la mejor garantía de salir con bien cuando se enfrentaba a una posible amenaza era una cortina de plomo. Se colocó delante de Karla y levantó el fusil. Su dedo se cerró sobre el gatillo, decidido a rociar la plaza con un ráfaga mortal.
—No —gritó Karla, y le puso una mano en el pecho.
La plaza onduló, y de la masa en movimiento llegaron los sonidos de resoplidos, bufidos, y de pesados cuerpos que comenzaban a moverse. Desapareció la imagen de la vegetación, para ser reemplazada por algo que parecían ser grandes cerdos peludos.
Schroeder miró con expresión incrédula a aquellas extrañas criaturas que se movían por la plaza. Tenían una trompa corta, largos colmillos que se curvaban hacia arriba, y el cuerpo cubierto con largos vellones. Finalmente comprendió qué era aquello que veía.
—¡Crías de elefantes! —exclamó.
—No —replicó Karla, con una calma asombrosa a pesar de la gran excitación que la dominaba—. Son mamuts enanos.
—No puede ser. Los mamuts están extinguidos.
—Lo sé, pero míralos bien. —Dirigió el rayo de la linterna a los animales. Unos pocos miraron en dirección a la luz; tenían los ojos redondos y brillantes de un tono ámbar—. Los elefantes no tienen un manto lanudo.
—Esto es imposible —insistió Schroeder, como si le costase dar crédito a lo que veía.
—No creas. Encontraron rastros de los mamuts enanos en la isla Wrangel que no iban más allá de dos mil años antes de Cristo. Eso no alcanza a un pestañeo en el tiempo. Pero tienes razón en cuanto a que esto es increíble. Lo más cerca que he llegado a estar de estas criaturas han sido los fósiles de sus antepasados.
—¿Por qué no escapan? —preguntó Schroeder.
Los mamuts aparentemente habían estado durmiendo cuando fueron molestados por la aparición de los humanos, pero no parecían asustados. Se movían por la plaza solos, en parejas o en pequeños grupos, y demostraban poca o ninguna curiosidad por los intrusos.
—No creen que vayamos a hacerles daño —contestó Karla—. Probablemente nunca han visto antes a un ser humano. Creo que han evolucionado de los animales que vimos en los murales. Se han adaptado a la falta de luz solar y comida a lo largo de las generaciones.
Schroeder observó la manada de mamuts pigmeos.
—Karla, ¿cómo viven?
—Tienen aire. Quizá entra por el techo, o través de grietas que desconocemos. Tal vez hayan aprendido a hibernar para reducir al mínimo el consumo de alimentos.
—Sí, sí, pero ¿qué comen?
—Tiene que haber una fuente en alguna parte. —Karla miró en derredor—. Quizá salgan al exterior. ¡Espera! Puede que eso sea lo que ocurrió con la supuesta cría que encontró la expedición. Buscaba comida.
—Pues tenemos que descubrir por dónde salen —dijo Schroeder.
Se acercó a la pirámide con Karla pegada a sus talones. Los mamuts se apartaron para dejarles paso. Algunos tardaron en moverse y se rozaron contra los humanos, quienes tuvieron que mirar con atención dónde pisaban para evitar las montañas de excrementos. Llegaron a los escalones de la pirámide y comenzaron a subir. El esfuerzo fue demasiado para el tobillo de Schroeder, y se vio obligado a subir a gatas, pero finalmente llegó a la cima.
Desde aquella altura tenía una visión completa de la plaza. Los animales continuaban moviéndose sin orden ni concierto.
Karla contaba los animales y calculó que habría unos doscientos. Schroeder, por su parte, observaba a la dispersa manada con otros propósitos, y, al cabo de unos pocos minutos, dio con lo que buscaba.
—Mira. Los mamuts están formando una cola en aquel extremo de la plaza.
La muchacha miró en la dirección señalada. Un primer grupo se apretujaba en una calle como si se hubiese sentido de pronto dominado por un propósito común. Otros animales comenzaban a seguirlos, y muy pronto toda la manada se movía hacia aquel sector de la plaza. Schroeder, con la ayuda de Karla, bajó de la pirámide y juntos siguieron a las bestias.
Para cuando llegaron a la esquina, toda la manada había abandonado la plaza y avanzaba lentamente por una angosta vía que la llevaba de regreso a la avenida principal. Procuraron no espantar a los animales, aunque no parecían representar una amenaza. Al parecer, los mamuts habían aceptado a los humanos como parte del grupo.
Después de unos diez minutos, comenzaron a notar un cambio en el entorno. Algunas de las casas a ambos lados se veían dañadas. Las paredes se habían derrumbado como si hubiesen sido embestidas por una excavadora, y llegaron a una zona con todo el aspecto de haber sufrido los efectos de un bombardeo. No quedaba ni una sola casa en pie; solo montañas de escombros luminosos mezclados con unas enormes piedras de un material oscuro.
La visión revivió unos muy tristes recuerdos en la mente de Schroeder. Se detuvo para darle un descanso al tobillo, y contempló las ruinas.
—Esto me recuerda a Berlín cuando acabó la guerra —comentó—. Vamos. Tendremos que darnos prisa si no queremos perderlos.
Karla evitó una pila de excrementos.
—No creo que debamos preocuparnos a la vista del rastro que dejan.
La risa profunda de Schroeder resonó entre las montañas de escombros. Karla se sumó a ella a pesar del cansancio y el miedo. Apuraron el paso llevados más por la ansiedad de encontrar una salida que la de perder a la manada.
Poco a poco eran más las rocas negras y llegaron a un punto donde se acabaron los restos luminosos y el camino quedó envuelto en la oscuridad. Karla encendió la linterna, y el débil rayo alumbró las colas de los animales, que no parecían tener dificultades para moverse en la oscuridad. Karla llegó a la conclusión de que sus ojos se debían de acomodar a la falta de luz de la misma manera que sus cuerpos se habían hecho más pequeñas para acomodarse a la escasez de alimentos.
Entonces se agotaron las pilas de la linterna. Siguieron a la manada guiados por el ruido de las pisadas y el coro de resoplos. Poco a poco fue aclarando la oscuridad, primero a un muy tenue resplandor azul y luego a un gris oscuro. Vieron las grupas de los animales a unos quince metros por delante de ellos. La manada parecía haber acelerado el paso. El gris se tornó blanco. El camino giró primero a la derecha, después a la izquierda, y súbitamente se encontraron al aire libre, deslumbrados por la luz del sol.
Los mamuts continuaron la marcha, pero ellos se detuvieron y se protegieron los ojos con las manos. En cuanto su visión se acomodó al cambio de luz, miraron en derredor. Habían salido por una grieta en un farallón y se encontraban en el borde de una hoya de centenares de metros de diámetro. Los mamuts mordisqueaban hambrientos la vegetación que cubría el suelo de la hoya.
—Esto es asombroso —afirmó Karla—. Las criaturas se han habituado a vivir en dos mundos: uno en las tinieblas, y el otro a plena luz del día. Son un milagro de adaptación además de un anacronismo.
—Sí, es muy interesante —replicó Schroeder, sin ningún entusiasmo.
No era su intención mostrarse descortés, solo práctico. Se daba perfecta cuenta que estaban muy lejos de encontrarse fuera de peligro. Los perseguidores podrían estar pisándoles los talones. Observó el muro de enormes peñascos negros que rodeaban la hoya, y propuso recorrer el perímetro para encontrar una salida.
Karla no quería abandonar a la manada, pero acompañó a Schroeder por la subida que llevaba hasta el borde de los peñascos. Los había que tenían el tamaño de un coche y otros eran grandes como una casa. Había lugares donde formaban montículos que llegaban a los treinta metros de altura, y en otros encajaban los unos contra los otros de tal manera que hubiese sido imposible meter la hoja de un cuchillo.
Había algunas grietas en la muralla, pero solo tenían una profundidad de pocos metros. Mientras continuaban caminando a lo largo de la impenetrable pared, Karla comenzó a descorazonarse. Había escapado del fuego solo para acabar en una enorme sartén. Schroeder, en cambio, parecía haber revivido al encontrarse al aire libre. No hacía el menor caso del dolor en el tobillo, y su mirada recorría atentamente la pared. Se metió por una abertura, y un par de minutos más tarde se escuchó su grito de triunfo.
Salió de la abertura y anunció que había encontrado un paso a través de la barrera. Cogió la mano de Karla como si guiase a una niña, y cruzaron la abertura. No habían dado más que unos pocos pasos cuando un hombre apareció repentinamente de detrás de uno de los peñascos. Era Grisha, el jefe de los asesinos cazadores de marfil.