Capítulo 29

La mayoría de los norteamericanos que había conocido el capitán Ivanov eran turistas dispuestos a disfrutar de los remotos paisajes que les ofrecían las islas de Nueva Siberia. Tendían a ser ricos, de mediana edad, provistos con cámaras, fumadoras y prismáticos, y muy intrépidos en la búsqueda de aves curiosas. Pero los dos hombres que habían descendido del cielo y subido a bordo de su barco como si fuese suyo estaban cortados con otro patrón.

El hidroavión que transportaba a Austin y Zavala había alcanzado al rompehielos ruso Kotelny al noroeste de la isla Wrangel y amerizado a un par de centenares de metros del barco. El capitán Ivanov había enviado a una chalupa para recoger a los pasajeros del avión. Los esperó en cubierta, intrigado por aquellos norteamericanos que tenían el poder de disponer de su barco como si fuese su embarcación particular.

El primero en subir la pasarela fue un hombre de hombros muy anchos, el pelo casi blanco, los ojos azul claro, y el rostro curtido por los elementos. Lo siguió en cubierta un hombre más delgado y moreno que se movía con la agilidad innata del boxeador que había sido en la universidad. Saludaron al piloto del hidroavión cuando inició la carrera de despegue.

El capitán se adelantó para presentarse. A pesar de su irritación, cumplía a rajatabla las costumbres del mar. Sus apretones de mano fueron firmes, y detrás de las amistosas sonrisas el capitán advirtió una tranquila confianza que le informó que no eran precisamente observadores de pájaros.

—Gracias por recibirnos a bordo, capitán Ivanov —dijo el hombre de ojos azules—. Me llamo Kurt Austin, y este es mi amigo y compañero, Joe Zavala. Pertenecemos a la NUMA.

Las facciones del capitán se relajaron. Había conocido a unos cuantos científicos de la NUMA en sus muchos años en el mar y siempre le había impresionado el profesionalismo de los miembros de la agencia.

—Es un placer tenerlos como mis invitados —contestó.

El capitán ordenó al primer oficial que reanudaran la navegación. Invitó a los dos hombres a su camarote y sacó una botella de vodka del armario.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a tierra? —preguntó Austin.

—Estaremos frente a la costa de Ivory Island en unas dos horas.

—Entonces prescindiremos del vodka por ahora. ¿No podemos llegar antes?

El capitán entrecerró los ojos. NUMA o no, seguía enfadado por la orden de cambiar de rumbo y regresar a la isla. La orden del Comando Naval había sido atender cualquier petición de los visitantes, pero eso no significaba que lo hiciese con agrado.

—Sí, por supuesto, si aumentamos la velocidad —respondió—. Pero no estoy habituado que unos extraños me digan a qué velocidad debe navegar mi barco.

Austin no pudo pasar por alto el tono agrio en la voz del capitán.

—Quizá nos tomaremos una copita de vodka después de todo. ¿Tú qué dices, Joe?

—Estoy seguro de que en alguna parte es hora de tomarse un copa.

El capitán llenó tres copitas hasta el borde y las repartió. Chocaron las copas, y los hombres de la NUMA se las bebieron de un trago, cosa que impresionó al capitán, que había esperado —incluso deseado— ver cómo los invitados se ahogaban con la fuerte bebida.

Austin comentó la calidad del vodka, y luego añadió:

—Le pedimos disculpas por haberlo apartado de su rumbo, capitán, pero es importante que lleguemos a la isla lo más rápido que humanamente sea posible.

—Si tanta prisa tienen, ¿por qué no volaron hasta allí en el hidroavión?

—Preferimos llegar sin avisar de nuestra presencia —respondió Kurt.

Ivanov soltó la carcajada.

—El Kotelny no es precisamente invisible.

—Tiene toda la razón. Es importante que el barco se mantenga fuera del alcance visual de la isla. Recorreremos el resto del camino por nuestros propios medios.

—Como quiera. La isla es un lugar remoto. Las únicas personas que hay allí son unos científicos que participan en una expedición con el objetivo de encontrar restos de mamuts lanudos para intentar clonarlos.

—Estamos al corriente de la expedición —manifestó Austin—. Es el motivo de nuestra presencia aquí. Uno de los científicos es una joven llamada Karla Janos. Creemos que puede estar en peligro.

—La señorita Janos fue pasajera a bordo del Kotelny. ¿Cuál es el peligro que la amenaza?

—Creemos que en la isla puede haber unas personas dispuestas a matarla.

—No lo entiendo.

—No tenemos más detalles. Solo sabemos que es urgente llegar a la isla cuanto antes.

El capitán Ivanov cogió el teléfono y transmitió la orden de avante a toda máquina. Austin enarcó una ceja. Karla Janos debía de ser una joven notable. Era obvio que se había ganado el afecto del veterano lobo de mar.

—Otra petición, si no le importa —dijo Austin—. Me pregunto si hay algún lugar despejado en cubierta donde Joe y yo podamos trabajar sin molestar a la tripulación.

—Sí, por supuesto. Tiene todo el lugar que quiera en la cubierta de popa.

—Trajimos dos maletas grandes a bordo. ¿Podría mandar que nos las llevasen a popa?

—Daré la orden ahora mismo.

—Una cosa más —dijo Kurt mientras se levantaban.

Los norteamericanos parecían tener una lista inacabable de peticiones, pensó el capitán.

—Usted dirá —replicó Ivanov.

—No guarde la botella —le pidió Austin, con una gran sonrisa—. La necesitaremos para celebrar el regreso de la señorita Janos a bordo sana y salva.

La expresión ceñuda del capitán dio paso a una sonrisa. Descargó una cuantas palmadas en las espaldas de Austin y Zavala, y los llevó a cubierta. Llamó a un par de marineros, que se encargaron de llevar las maletas a la cubierta de popa.

El capitán se marchó para ocuparse de sus obligaciones, y los dos tripulantes observaron fascinados mientras Austin y Zavala sacaban una estructura metálica circular de una de las maletas.

La estructura de tubos de aluminio sujetaba un pequeño motor de dos tiempos, un tanque de combustible de doce litros y una hélice de cuatro palas. Engancharon un asiento a la estructura. A continuación sujetaron las cuerdas de un parapente que desplegaron en la cubierta a los amarres de la estructura. En cuestión de minutos, acabaron de montar el Adventure Xpresso, un parapente con motor de fabricación francesa.

Zavala, que había pilotado todo tipo de naves aéreas, observó el aparato con una expresión escéptica.

—Esa cosa parece un cruce entre un ventilador eléctrico y un sillón de barbero.

—Lo siento —respondió Austin—. Me fue imposible plegar un helicóptero Apache para meterlo en la maleta.

Zavala sacudió la cabeza.

—Es inútil lamentarse. Lo mejor será que vayamos a buscar el resto del equipo.

Sus otras maletas las habían dejado en un camarote. Austin sacó del macuto la funda con su revólver Bowen, comprobó que estuviese cargado, y llenó una riñonera con municiones. Para aquella misión, Zavala había escogido una Heckler & Koch calibre 45, un modelo desarrollado por las fuerzas especiales del ejército. Luego cargaron con el GPS, la brújula, las radios, un botiquín de primeros auxilios y otros artículos. Se vistieron con prendas impermeables sobre las ropas de abrigo y se ciñeron los cinturones de flotación hinchables que eran más cómodos que los abultados chalecos salvavidas.

Un tripulante llamó a la puerta del camarote y les transmitió la invitación del capitán para que subiesen al puente. Cuando entraron en la timonera, Ivanov los invitó a acercarse a la pantalla de radar y les señaló una imagen alargada que aparecía en el monitor.

—Esa es Ivory Island. Estamos a unas seis millas de la costa. ¿A qué distancia quieren acercarse?

Había una leve bruma que se levantaba del agua salpicada con trozos de hielo. El cielo estaba encapotado. La visibilidad era menos de una milla.

—Ordene al vigía que avise en cuanto vea la isla con los prismáticos —contestó Austin—, y mande parar máquinas.

El capitán desplegó una carta náutica.

—La rada principal está en el lado sur de la isla. Hay otras muchas calas y fondeaderos más pequeños en todo el contorno.

Después de hablarlo con Zavala, Austin decidió ir primero al campamento base de la expedición, y luego seguir el río para dirigirse al interior.

—Tenemos combustible para unas dos horas de vuelo, así que no podremos desviarnos mucho del itinerario —manifestó Austin.

Repasaron de nuevo todo el plan y dieron por concluidos los preparativos en cuanto el vigía avisó que veía la isla.

—Joe y yo le agradecemos la ayuda —le dijo Kurt al capitán.

—No se merecen. La señorita Janos me recuerda mucho a mi propia hija. Por favor, hagan todo lo posible por rescatarla.

Austin pidió que el rompehielos se pusiese de popa al viento y que despejasen la cubierta para el despegue. Se alegró al ver que el viento no soplaba a más de diez nudos por hora. Un viento más fuerte los hubiese echado hacia atrás. También sabía que la velocidad del viento en el aire sería mayor que a nivel del mar.

Primero ensayaron el despegue sin el parapente. El truco para despegar en pareja consistía en sincronizar los movimientos de las piernas y saltar suavemente.

—No estuvo mal —comentó Austin, después de un muy torpe primer intento.

Zavala miró a los tripulantes, que presenciaban los ensayos con unas expresiones que iban desde el espanto a la risa.

—Estoy seguro de que nuestros amigos rusos nunca habían visto antes a un pato de cuatro patas.

—Lo haremos mejor la próxima vez.

Austin se equivocó. Fracasaron lamentablemente en el siguiente intento, pero los siguientes dos ensayos fueron casi perfectos. Se pusieron las gafas, engancharon de nuevo las cuerdas del parapente a la estructura, y Austin apretó el botón de arranque del motor que se puso en marcha en el acto. El chorro de aire de la hélice hinchó el parapente, que se elevó de la cubierta. Austin aceleró el motor, y comenzaron la carrera hacia la popa y contra el viento. El parapente cogió el viento como una cometa y los levantó en el aire.

Austin aceleró un poco más y ganaron altura. El Adventure tenía una velocidad de ascensión de cien metros por segundo, pero tardaban más al ser dos los tripulantes. Cuando alcanzaron una altura próxima a los doscientos metros, Austin tiró de la cuerda izquierda para bajar el extremo del parapente, y el aparato viró a la izquierda. Volaron hacia la isla a una velocidad de cuarenta kilómetros por hora.

En cuanto se acercaron a la costa, Austin tiró simultáneamente de las cuerdas para bajar los extremos del parapente, y el aparato comenzó a descender gradualmente. Pasaron por encima del brazo derecho de la bahía y efectuaron una suave virada que los llevó a la playa desierta y el río que habían visto en la carta. Austin vio un objeto cerca del río, pero la bruma le impidió ver los detalles.

—¡Allá abajo hay un cuerpo! —gritó Zavala.

Austin bajó más. El cuerpo se encontraba tendido en una pequeña balsa neumática que había sido arrastrada a la orilla a poco más de un metro de la corriente. Vio la larga cabellera gris de la figura. Paró el motor y tiró de las asas de los frenos.

El parapente debía hacer las funciones de paracaídas y permitir que aterrizasen de pie. Pero entraron demasiado rápido y demasiado alto. Se les doblaron las rodillas con el impacto, y cayeron de bruces en la arena, pero al menos estaban en tierra.

Plegaron el ala, desengancharon la mochila y se acercaron al cuerpo de una mujer, que estaba acurrucada en la balsa en posición fetal. Austin se arrodilló a su lado y le buscó el pulso. Era muy débil, pero estaba viva. El y Zavala la pusieron boca arriba. Había una gran mancha de sangre en la parka cerca del hombro derecho. Austin buscó el botiquín de primeros auxilios, y Zavala abrió la cremallera de la parka para observar la herida. La mujer abrió los ojos y soltó un gemido. En su rostro apareció una expresión de espanto al ver a los dos desconocidos.

—Calma, no pasa nada —la tranquilizó Zavala, con voz suave—. Estamos aquí para ayudarla.

Austin acercó la cantimplora a la boca de la mujer para que bebiese un sorbo.

—Me llamo Kurt y este es mi amigo Joe —dijo cuando el color volvió al rostro de la herida—. ¿Puede decirnos su nombre?

—María Arbatov —contestó ella, con voz débil—. Mi marido…

—¿Está usted con la expedición, María?

—Sí.

—¿Dónde están los demás?

—Muertos. Todos muertos.

Austin sintió un dolor en la boca del estómago como si alguien le hubiese propinado un puntapié.

—¿Qué le pasó a la muchacha? ¿Karla Janos?

—No lo sé. Se la llevaron.

—¿Las mismas personas que les dispararon?

—Sí. Cazadores de marfil. Mataron a mi marido, Sergei, y a los dos japoneses.

—¿Dónde ocurrió?

—El cauce seco. Me arrastré hasta el campamento y vine hasta aquí en la balsa. —Cerró los ojos y perdió el conocimiento.

Examinaron la herida más a fondo. No era mortal, pero María había perdido mucha sangre. Zavala se encargó de limpiar y vendar la herida. Austin llamó por radio al Kotelny.

—Encontramos a una mujer herida en la playa —le comunicó al capitán.

—¿La señorita Janos?

—No. María Arbatov, uno de los miembros de la expedición. Necesita atención médica.

—Enviaré una lancha inmediatamente con el oficial médico.

Austin y Zavala pusieron a María en la posición más cómoda posible. Llegó la lancha con el oficial médico y dos marineros. Cargaron a la mujer con mucho cuidado en la embarcación y emprendieron el viaje de regreso al rompehielos.

Los hombres de la NUMA engancharon el parapente. El despegue fue mucho más suave que el anterior desde la cubierta del barco. En cuanto ganaron altitud, Austin guió el aparato a lo largo del curso del río. Alertados por María, mantenían un ojo atento a la presencia de los cazadores de marfil. Minutos más tarde, aterrizaron sin problemas cerca del campamento base. Desenfundaron las armas y avanzaron cautelosamente.

Joe se encargó de cubrirlo mientras Austin miraba en la tienda grande. Había cascaras de huevo en el cubo de la basura, una prueba de que habían desayunado no hacía mucho. Echaron una rápida ojeada a la tienda pequeña, y luego fueron a las casas. Todas estaban abiertas menos una. Golpearon el candado con una piedra. El candado resistió los golpes, pero los clavos que sujetaban el pasador se desprendieron de la madera carcomida. Abrieron la puerta y entraron. El olor típico de un animal impregnaba el aire. La luz que entraba por la puerta abierta alumbró a una criatura peluda colocada sobre una mesa.

—Esto es algo que difícilmente puedes ver en el zoo de Washington —comentó Zavala.

Austin se inclinó sobre el animal congelado y observó la trompa corta y los colmillos poco desarrollados.

—No a menos que hayan abierto un recinto de animales prehistóricos. Este parece ser una cría de mamut.

—El estado de preservación es increíble —señaló Zavala—. Es como si lo hubiesen congelado instantáneamente.

Después de observar al animal durante un par de minutos, salieron al exterior. Austin vio las huellas en el «permafrost» que iban hacia un sendero a lo largo del río. Llevaron al aparato hasta lo alto de un pequeño montículo y desde allí despegaron para seguir el curso del río, tras deducir que María Arbatov no podría haber estado muy lejos de la corriente cuando la habían disparado. Austin vio tres cuerpos tumbados cerca de la bifurcación de una cañada. Dio una vuelta pero no vio señal alguna de los cazadores de marfil, y aterrizó cerca del borde de la cañada.

Bajaron por la pendiente y se acercaron al lugar donde se encontraban los tres hombres. Los habían matado a tiros. Austin apretó las mandíbulas, y en sus ojos apareció una mirada implacable. Pensó en la terrible huida de María Arbatov río abajo y juró que los autores de aquellos asesinatos lo pagarían.

Zavala observaba con atención las huellas en la arena.

—Estos tipos no se han preocupado en ocultar su rastro. Será fácil seguirles la pista —comentó.

—Vayamos a presentarles nuestros saludos —dijo Austin.

Avanzaron sigilosamente, con las armas preparadas, guiados por las huellas en el suelo de la cañada. Al pasar un recodo, encontraron un cuarto cadáver. Zavala se arrodilló junto al muerto.

—Una herida de cuchillo entre los omóplatos. Curioso. A este caballero no lo mataron de un disparo como a los demás. Me pregunto quién será.

Austin hizo girar el cuerpo y miró el rostro barbudo.

—No es una de esas caras que ves en las reuniones de las cámaras de comercio.

El suelo alrededor del muerto mostraba las huellas de una pelea, y unas pisadas se alejaban del cadáver. Austin creyó ver las marcas más pequeñas de una mujer junto con las otras. Avanzaron de nuevo, aún más precavidos, recorrieron un buen tramo de la cañada hasta llegar a un lugar donde se acababan las huellas y se había derrumbado parte de una de las paredes.

Salieron de la cañada, y no tardaron en dar con las huellas en el «permafrost». El terreno era llano y la visibilidad casi perfecta, pero no vieron ninguna señal de vida excepto por unas pocas aves marinas que volaban muy alto. El rastro los llevó hasta un valle poco profundo donde vieron la entrada a una cueva.

—A alguien le dio por hacer de minero —señaló Zavala.

—Brillante, Sherlock. —Austin recogió un martillo neumático conectado por una manguera a un compresor portátil, que estaba en el suelo cerca de la entrada.

La mirada alerta de Zavala observó los escombros junto al agujero.

—Vale, Watson. Aquí está la prueba de que lo utilizó.

—Llevamos aquí menos de una hora y cada vez me gusta menos esta isla. —Se arrastró al interior del agujero y salió al cabo de un minuto. Sacudió la cabeza—. Sería un suicidio meterse allí adentro. No sabemos hasta dónde llega. Tampoco disponemos de linternas.

Volvieron al lugar donde había dejado el parapente, llamaron al rompehielos y le pidieron a Ivanov que enviase a un grupo a recoger a los muertos y trajesen linternas. También le sugirió que viniesen armados. Consciente del interés del capitán, añadió que esperaba encontrar a Karla con vida. El capitán le informó que María Arbatov había recibido tratamiento médico y que descansaba fuera de peligro. Se desearon mutuamente buena suerte y cortaron la transmisión.

Unos pocos minutos después, despegaron desde lo alto de una colina con mucha inseguridad. Ganaron altitud y comenzaron explorar el terreno. Austin había estudiado a fondo los mapas, pero aun así le sorprendía el tamaño de la isla. Había demasiado terreno para recorrer con un artefacto aéreo que disponía de una velocidad de crucero de cuarenta kilómetros por hora.

Austin tomó el lugar de despegue como punto de referencia, y luego voló en una espiral que le permitía ir ampliando la zona de búsqueda con cada pasada. No vieron nada más que la llanura de «permafrost». Ya se disponía a emprender el vuelo de regreso a la playa para encontrarse con el grupo de desembarco cuando Zavala le gritó al oído.

Austin miró hacia donde le apuntaba el dedo de Joe y vio una senda bien marcada que conducía a la ladera del volcán. Puso rumbo hacia allí y muy pronto advirtieron que el sendero no era natural sino un camino cortado en zigzag en la pendiente. Austin sospechó que allí había intervenido la mano del hombre.

—Parece una carretera —dijo.

—Es lo que pensé. ¿Quieres que echemos un vistazo?

La pregunta era innecesaria. Austin ya había virado, y se dirigían directamente al borde la caldera.