Las habitaciones y los pasillos de la caverna parecían sacados de un sueño. Cortinas de minerales de suaves colores naranja y amarillo cubrían las paredes y las estalactitas que variaban desde el grosor de un lápiz a columnas gruesas como la cintura de un hombre.
La etérea belleza del entorno subterráneo pasaba desapercibida para Schroeder. El golpe en la cabeza le latía como un tambor, y caminar por el suelo desnivelado de la cueva aumentaba el dolor del tobillo hinchado. Se esforzaba por subir una escalera natural cuando la fatiga le provocó un mareo.
Se tambaleó y comenzó a ver doble. La pérdida de equilibrio hizo que le entrasen náuseas. Las gotas de sudor perlaron su frente a pesar del frío. Se detuvo y apoyó la cabeza en la pared. La piedra tuvo el mismo efecto calmante de una bolsa de hielo.
Karla lo seguía de cerca. Lo vio flaquear y acudió en su ayuda.
—¿Estás bien?
—Me golpeé la cabeza en la entrada. Probablemente tengo una leve conmoción. Al menos ha conseguido que me olvidase del dolor en el tobillo.
—Quizá deberíamos hacer una pausa para descansar.
Schroeder vio una saliente baja que podía servir de banco.
Se sentó con la espalda apoyada en la pared y cerró los ojos. Tenía la sensación de haber envejecido veinte años. La humedad le afectaba las articulaciones, y le costaba respirar. Tenía el tobillo hinchado hasta el punto que no veía el hueso.
Por primera vez en su vida, se sintió viejo. Demonios, era un viejo. Miró a Karla, sentada a su lado, y se sorprendió al ver cómo el bebé que había sostenido torpemente en sus brazos la primera vez que la vio se había convertido en una muy bella e inteligente mujer. Qué triste que nunca se hubiese permitido tener una familia. Se consoló a sí mismo al pensar que Karla era su familia. Incluso si no se lo hubiese prometido a su abuelo, habría hecho todo lo posible para protegerla de cualquier daño.
El descanso duró poco. Se escucharon unas voces ahogadas en el pasillo que acababan de recorrer. Schroeder se levantó en el acto. Le susurró a Karla que apagase la linterna. Permanecieron en la oscuridad con los oídos atentos. Distorsionados por los vericuetos de la caverna, los ecos sonaban como los murmullos de un «troll». A medida que las voces se acercaban, se hicieron más claras. Los hombres hablaban en ruso.
Schroeder había esperado no tener que adentrarse mucho. Le preocupaba encontrar el camino de regreso. Al parecer, había subestimado la voluntad de Grisha y su grupo de asesinos cazadores de marfil.
Se olvidó de los dolores y achaques, y encabezó la marcha. El pasillo continuó bajando en una pendiente suave durante un centenar de metros antes de nivelarse. La marcha había sido un duro castigo para el tobillo de Karl y tuvo que apoyarse varias veces en la pared para no caerse. Corrían el peligro de perder la ventaja que les llevaban a los perseguidores.
Karla fue la primera en ver la grieta en la pared. Schroeder, obcecado en distanciarse el máximo posible, había pasado junto a la brecha que medía un poco más de treinta centímetros de ancho y tenía una altura de un metro cincuenta.
El primer instinto de Schroeder fue el de continuar. El agujero podía ser una trampa mortal. Asomó la cabeza y vio que el túnel se ensanchaba un par de metros más allá. Le dijo a Karla que esperase y caminó unos cincuenta pasos o poco más por la caverna principal. Dejó su linterna en el suelo como si se le hubiese caído en la fuga.
Las voces sonaron más fuertes. Regresó a donde lo esperaba Karla, deslizó su delgado cuerpo por la brecha y luego ayudó a pasar a la muchacha. Continuaron caminando hasta dar con un lugar donde el pasillo hacía una curva. Empuñó el fusil y se colocó con la espalda apoyada en la pared. El primero que asomase por el agujero sería hombre muerto.
Vieron el resplandor de las luces en el pasillo principal. La voz áspera de Grisha se reconocía con toda claridad cuando urgía a sus hombres con bromas y maldiciones. Los cazadores de marfil entraron en la caverna, y se escucharon gritos de triunfo. Habían visto la linterna. Las voces se acallaron.
La intención de Schroeder era volver al túnel principal y retroceder por donde habían venido, pero Grisha no era tonto. Seguramente había deducido que la ubicación de la linterna no podía ser un accidente. Él y sus hombres habían retrocedido para ponerse a cubierto.
Schroeder le susurró a Karla que se moviese. Mientras se alejaban lo más rápido posible por el sinuoso pasillo, Schroeder decidió que la única alternativa era mantenerse en movimiento. La luz de la linterna comenzaba a debilitarse, una indicación de que las pilas se agotaban.
Continuaron caminando durante otros diez minutos. El aire olía a moho pero era respirable, una indicación de que había una corriente que llegaba desde el exterior. El pasillo se angostó, y Schroeder vio delante una estrecha fisura. Pasó por la brecha y su pie se encontró con el vacío. Cayó sobre una pendiente y rodó varias veces sobre sí mismo hasta que se detuvo unos pocos metros más allá.
A gatas buscó la linterna y alumbró a Karla, que se había asomado por la grieta. La abertura estaba casi a dos metros por encima del suelo. La muchacha mostraba una expresión de asombro. Unos segundos antes, Schroeder había estado allí para guiarla, y luego había desaparecido sin más. La linterna había volado por los aires, y ella había escuchado un sonoro golpe.
—Estoy bien —le dijo Karl—. Ten cuidado, hay una caída.
La muchacha pasó por la brecha y bajó con cuidado por la pendiente. Schroeder intentó levantarse. La caída había agravado todavía más la herida del tobillo, y el dolor se le hacía insoportable cuando apoyaba el pie. Se apoyó en el hombro de Karla.
—¿Dónde estamos? —preguntó la joven.
Schroeder iluminó el entorno. El túnel tenía unos diez metros de ancho y diez de altura. El desplome de un trozo de pared había dejado la brecha a la vista. El techo era abovedado, y, a diferencia de la caverna que había atravesado, allí el suelo era liso como si lo hubiesen pulido.
—Esto no es una cueva —afirmó Schroeder—. Esto lo han construido. —Alumbró con la linterna la pared opuesta—. Vaya, me parece que tenemos compañía.
Figuras a tamaño real de hombres y mujeres adornaban las paredes. Aparecían de perfil, mientras marchaban en procesión, cargados con flores, cántaros y canastos llenos de comida, y arriaban ovejas, vacas y cabras con la ayuda de grandes perros que parecían lobos.
Las mujeres vestían largos y vaporosos vestidos blancos y sandalias. Los hombres faldellines y camisas de manga corta. Árboles frutales y de madera servían de telón de fondo al desfile.
Las personas eran de constitución mediana, los pómulos altos y los cabellos negros azabache. Las mujeres lo llevaban recogido en un moño, y los hombres lo tenían corto. Las expresiones faciales no eran solemnes ni tampoco alegres, sino de reposo; era como si hubiesen salido a dar un paseo dominical. Los colores eran brillantes, hasta tal punto que parecían haber sido pintados el día anterior.
Los murales cubrían ambas paredes. No había ni una sola figura repetida. La mayoría eran jóvenes, adolescentes y veinteañeros, pero también había niños y ancianos, incluidos unos hombres de cabellos grises con tocados que bien podían ser sacerdotes.
—Parece ser una procesión religiosa —opinó Karla—. Llevan regalos a un dios o a un jefe.
Schroeder se apoyaba en el hombro de Karla mientras la seguía. Las figuras se prolongaban en todo el recorrido del túnel y comenzaban a ser centenares.
—En cualquier caso, es bueno tener compañía —comentó Karl—. Quizá nuestros nuevos amigos nos muestren la manera de salir.
—Está muy claro que van a alguna parte. ¡Mira!
Los murales habían cambiado. Había nuevos animales en las pinturas: grandes y pesadas criaturas que parecían elefantes excepto que tenían el cuerpo cubierto de un manto de pelo largo color marrón. El artista había pintado flores en sus pieles. Los animales tenían las cabezas puntiagudas y trompas muy cortas. Algunos tenían colmillos, casi de la misma longitud de los cuerpos, que se curvaban como los tripulantes en un trineo antiguo. Los hombres cabalgaban los animales como los indios.
—Imposible —exclamó Schroeder.
Fascinada, Karla se adelantó para mirar las figuras de cerca. En la prisa, se olvidó de que su padrino la usaba de muleta. Schroeder cayó sobre una rodilla.
—Lo siento mucho —se disculpó, al ver lo sucedido. Lo ayudó a levantarse—. ¿Sabes qué significan estas figuras? Personas de una civilización muy avanzada vivieron en esta isla miles de años antes de que los egipcios construyesen las pirámides. Probablemente cuando la isla estaba unida a tierra firme. Eso ya es de por sí algo asombroso. Pero el hecho de que hubiesen domesticado a los mamuts también es espectacular. ¡Mi trabajo sobre la explotación de los mamuts por parte del hombre no es más que una sarta de tonterías! Pinté al hombre primitivo como un ser que dependía del mamut como fuente de alimento, y que empleaba los huesos y los colmillos para fabricar armas y herramientas. Por lo que se ve aquí, habían aprendido a utilizar a estas criaturas salvajes como animales de carga. Este es el descubrimiento científico del siglo. Habrá que reescribir todos los libros de texto.
—Comparto tu entusiasmo —declaró Schroeder—, pero creo que debemos mirar el lado práctico. Nadie se enterará nunca de este descubrimiento a menos que consigamos salir de este lugar.
—Lo siento, es solo que… —Apartó la mirada de los murales—. ¿Qué podemos hacer?
Schroeder pasó el rayo de luz a lo largo de la pared.
—Dejaremos que nuestros amigos nos lo digan. Aquellas bonitas muchachas llevan flores hacia la montaña. Propongo que veamos de dónde vienen y si este túnel lleva al exterior. Como puedes ver, no estoy como para correr en la maratón, y nuestra linterna comienza a apagarse.
Karla echó una última mirada a las figuras.
—Tienes razón. Vámonos antes de que cambie de idea.
Emprendieron el regreso. No habían avanzado más que unos pasos cuando escucharon las voces que hablaban en ruso. Grisha y sus matones habían encontrado la grieta en el túnel principal. La pareja no pudo hacer más que dar la vuelta y alejarse en el sentido opuesto.
Schroeder echó a correr. Fue un esfuerzo tremendo para el tobillo, pero apretó los dientes y siguió adelante. Apoyarse en Karla le ayudaba aunque al mismo tiempo los demoraba. Propuso apagar la linterna. De todas maneras ya casi no iluminaba, pero sí servía como un punto de referencia para los perseguidores. Apoyó en la pared la mano libre para guiarse en la oscuridad. El túnel parecía no acabar nunca.
Al cabo de unos pocos minutos, las voces sonaron más fuertes. Grisha y su grupo avanzaban muy rápido. Schroeder intentó alargar el paso pero le hacía perder el ritmo, así que desistió. Dentro de muy poco tendría que detenerse y decirle a Karla que siguiese sola. Pensaba en una respuesta adecuada para cuando ella se resistiese a dejarlo, cuando Karla dijo:
—Veo luz.
Schroeder parpadeó varias veces para quitarse el sudor de los ojos y forzó la mirada. Había una tenue claridad en el fondo. Se sintió desconcertado. Quizá se había equivocado en cuanto a la dirección y los murales los habían llevado fuera de la montaña.
Reanudaron la marcha, y el suelo comenzó a bajar en una larga rampa que los condujo a una inmensa caverna. El espacio estaba ocupado hasta donde alcanzaba la vista con edificios de dos plantas y tejados planos. Las construcciones estaban hechas con un material que alumbraba todo el paisaje con luminosidad verde plateada.
Las voces ásperas que sonaron atrás los arrancaron del arrobamiento. Con una mezcla de asombro y aprensión comenzaron a descender para entrar en la ciudad de cristal.