Karla abrió los ojos. Solo vio oscuridad, pero sus sentidos se recuperaron de inmediato. Notaba el sabor metálico de la sangre en la boca. Le dolía la espalda como si estuviese acostada en una cama de clavos. Entonces escuchó un sonido reptante a su lado. Recordó al atacante de aliento fétido. Aún medio dormida, levantó los brazos y comenzó a agitarlos en la oscuridad, para defenderse del hombre invisible.
—¡No! —gritó con una voz donde se mezclaban el miedo y el desafío.
Sus brazos golpearon un cuerpo. Una mano con dedos de acero le tapó la boca. Se encendió una linterna. El rayo iluminó un rostro que parecía flotar en la oscuridad.
Dejó de luchar. El rostro había envejecido muchísimo desde la última vez que lo había visto. Se veía surcado de arrugas, la piel colgaba cuando antes había sido tensa como el parche de un tambor. Los ojos alertas aparecían enmarcados con patas de gallo, con unas bolsas violáceas y las cejas blancas, pero el azul de los iris no había perdido su mirada aguda. El hombre apartó la mano de su boca.
Karla sonrió.
—Tío Karl.
Las comisuras de los finos labios se curvaron ligeramente hacia arriba.
—Técnicamente, soy tu padrino. Pero sí, soy yo. Tu tío Karl. ¿Cómo te sientes?
—Me pondré bien. —La muchacha se obligó a sentarse, aunque el esfuerzo la mareó un poco. Al pasarse la lengua sobre los labios hinchados, recordó el episodio del ataque—. Había otros cuatro científicos. Se los llevaron, y después escuché disparos.
Una expresión de pesar apareció en los ojos azules.
—Mucho me temo que están muertos.
—¿Muertos? ¿Por qué?
—Los hombres que los mataron no querían testigos.
—¿Testigos de qué?
—De tu asesinato, o secuestro. No estoy seguro de cuál era su plan.
—Eso no tiene sentido. Solo hace dos días que estoy aquí. No conozco a nadie en este país. No soy más que otra científica dedicada a los huesos como los demás. ¿Qué motivos podría tener alguien para querer asesinarme?
Schroeder movió la cabeza ligeramente como si estuviese escuchando algo, y entonces apagó la linterna. Su voz suave sonó tranquila y segura en la oscuridad.
—Creen que tu abuelo guardaba un secreto muy importante. Están convencidos de que te lo transmitió a ti, y quieren asegurarse de que nadie más lo sepa.
—¡El abuelo! —Karla casi se echó a reír a pesar del dolor—. Eso es ridículo. No sé nada de ningún secreto.
—Lo que tú digas, pero sí lo creen, y eso es lo que importa.
—Entonces aquellos científicos murieron por mi culpa.
—En absoluto. Los responsables son los hombres que apretaron los gatillos.
Puso la linterna en la mano de la muchacha para que se sintiese más en control de la situación. Karla movió la linterna y el rayo alumbró la roca negra de las paredes y el techo.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En una cueva. Te traje hasta aquí. Fue por pura suerte que encontré un lugar por donde salir de la cañada y de inmediato me encontré con una pared de piedra. Estaba llena de oquedades, y pensé que podríamos ocultarnos en alguna grieta. Vi una abertura al final de una fisura. Corté unas cuantas ramas y las usé para disimular la entrada de la cueva.
Karla tanteó en la oscuridad y le sujetó una mano.
—Gracias, tío Karl. Eres mi ángel de la guarda.
—Le prometí a tu abuelo que cuidaría de ti.
Karla, sentada en la oscuridad, recordó cuándo había conocido a Schroeder por primera vez. Era una niña, que vivía en la casa de su abuelo después de la muerte de sus padres. Había aparecido un día, cargado con regalos. Le había parecido muy alto y fuerte, más como un árbol ambulante que como un hombre. A pesar de la fuerza que proyectaba, parecía casi tímido, y la mirada infantil había captado en él una bondad que la había hecho abrirse a él rápidamente.
La última vez que se habían encontrado había sido en el funeral de su abuelo. Karl nunca olvidaba su cumpleaños, y le había enviado una tarjeta de felicitación y dinero todos los años hasta que acabó los estudios. Ella desconocía los detalles del vínculo entre Schroeder y su familia, pero sí sabía por haber escuchado la historia muchas veces cómo su abuelo había convencido a sus padres para que le pusieran el nombre de su misterioso tío.
—No sé cómo has hecho para encontrarme en este lugar remoto.
—No fue difícil. En la universidad me dijeron dónde encontrarte. Llegar aquí fue lo más complicado. Alquilé un barco pesquero que me trajo hasta aquí. Cuando no encontré a nadie en el campamento base, seguí tus huellas. La próxima vez que se te ocurra ir en una expedición, busca algún lugar más cercano. Soy demasiado viejo para estas cosas. —Prestó atención—. Silencio.
Permanecieron sentados en la oscuridad, en silencio y el oído atento. Escucharon unas voces ahogadas, y el roce de las botas en las rocas y las piedras sueltas en la boca de la cueva. Entonces la oscuridad dio paso a la penumbra cuando al apartar las ramas de la entrada una luz amarillenta entró en la cueva.
—Eh, los de ahí dentro —gritó una voz en ruso.
Schroeder apretó la mano de Karla para que guardase silencio, un aviso del todo innecesario porque la muchacha había enmudecido de miedo.
—Sabemos que están dentro —añadió la voz—. Hemos visto las ramas cortadas. No es cortés no responder cuando te hablan.
Schroeder se arrastró un par de metros para colocarse en un lugar que le permitía ver la entrada.
—Tampoco es cortés matar a personas inocentes.
—Usted mató a uno de los míos. Mi amigo era inocente.
—Su amigo era un estúpido y se merecía morir —replicó Schroeder.
Una risa áspera saludó la respuesta.
—Eh, muchachote, me llamo Grisha. ¿Quién demonios eres tú?
—Soy tu peor pesadilla hecha realidad.
—Creo que eso lo dijo alguien en una película. Eres un viejo. ¿Para qué quieres a una muchachita? Te ofrezco un trato. Nos entregas a la chica y te dejaremos marchar.
—Eso también lo escuché en una película —dijo Schroeder—. ¿Me tomas por estúpido? Hablemos un poco más. Dime por qué quieres matar a la muchacha.
—No queremos matarla. Para nosotros representa un montón de dinero.
—¿Entonces no le haréis daño?
—No, no. Vale muchísimo más como rehén.
Schroeder hizo una pausa como se estuviese considerando de verdad la propuesta.
—Yo también tengo mucho dinero. Te lo puedo dar ahora mismo. Te evitarás la espera. ¿Qué te parecen un millón de dólares?
Se escucharon los susurros de una deliberación, y luego volvió a hablar el ruso.
—Mis hombres dicen que de acuerdo, pero primero quieren ver el dinero.
—Muy bien. Acércate a la entrada y te lo arrojaré.
La conversación había sido en ruso y Karla solo había entendido una parte. Schroeder le susurró que entrase un poco más en la cueva y se tapase los oídos. Metió la mano en el macuto y sacó un objeto que parecía una pequeña piña metálica. Sabía que la oferta atraería a los atacantes como chacales, y, con un poco de suerte, podría matarlos a todos. Se levantó. El dolor en la pierna derecha fue como un hierro candente. La carrera y la subida con la muchacha a cuestas habían agravado la lesión en el tobillo.
Se acercó a la entrada. Vio las sombras que se movían. Bien. Había una ligera curva, y la entrada no era más que una estrecha grieta, así que el lanzamiento y el momento tendrían que ser muy precisos.
—Aquí tienes tu dinero —dijo, y quitó el pasador de la granada de mano.
Al dar un paso adelante para lanzarla fuera de la cueva, le falló la pierna herida y se cayó, con tal mala fortuna que se golpeó la cabeza contra el suelo. Casi perdió el conocimiento. Mientras se le cerraban los ojos, vio cómo la granada rebotaba en el suelo y rodaba poco más de un metro antes de detenerse. Recuperó los sentidos y se forzó a moverse. Se abalanzó sobre la granada, la sujetó bien fuerte, y la lanzó de nuevo hacia la entrada.
Esta vez tuvo más puntería, pero la granada rebotó en la pared y fue a caer en el mismo centro de la entrada.
Schroeder retrocedió lo más rápido que pudo y pasó por el recodo para buscar el refugio de la pared. Se tapó los oídos una fracción de segundo antes de que estallase la granada. Un destello cegador de luz blanca iluminó la cueva y luego una lluvia de metralla roció todo el interior. Después se escuchó otro trueno cuando se desplomó la entrada de la cueva.
Una densa nube de polvo llenó el interior. Schroeder levantó la cabeza y se arrastró hacia donde sonaba una tos. Se encendió la linterna, pero el rayo se veía turbio en medio de la cortina de polvo gris que flotaba en el aire.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Karla, cuando se asentó el polvo.
Schroeder escupió el polvo que le llenaba la boca.
—Te dije que me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas. Me disponía a lanzar la granada cuando resbalé y me di un golpe en la cabeza. Espera. —Cogió la linterna y volvió a la entrada. Regresó al cabo de un minuto—. Al menos hice un buen trabajo. No podemos salir, pero ellos no pueden entrar.
—No sé qué decirte —replicó Karla—. El cabecilla dijo que tenían un martillo neumático portátil.
Schroeder valoró la información.
—En ese caso tendremos que adentrarnos en la cueva.
—¡Este lugar puede tener kilómetros de largo! Acabaríamos irremisiblemente perdidos.
—Sí, lo sé. Solo avanzaremos hasta un lugar donde podamos tenderles una emboscada. Intentaré no ser igual de torpe la próxima vez.
Karla se preguntó si hablaba con el mismo hombre que la había hecho saltar en sus rodillas tantos años atrás. Había matado tranquilamente al hombre que había intentado violarla, había negociado con los asesinos, y ahora, con la misma calma, hablaba de matarlos a todos.
—De acuerdo. Pero en cuanto al secreto que mencionaste, ¿qué sabes al respecto?
Karl sacó una vela de la mochila. Encendió la mecha, y dejó caer unas gotas de cera fundida en la piedra para sujetarla.
—Conocí a tu abuelo cuando se acababa la Segunda Guerra Mundial. Era un hombre brillante y con mucho coraje. Había descubierto un principio científico que, si se aplicaba erróneamente, podía causar un sinfín de muertes y destrucción. Publicó un artículo en una revista científica en el que avisaba de los riesgos, pero el resultado no fue el que había esperado. Lo capturaron los nazis, y lo obligaron a trabajar en el diseño de una superarma basada en sus teorías.
—Eso es increíble. Nunca dio a entender que fuese algo más que un inventor y empresario.
—Es verdad. El caso es que lo ayudé a escapar del laboratorio. Se había negado a revelar sus secretos, y su silencio le costó la vida a su familia. Sí, así es. Estaba casado y tenía un hijo antes de ir a Estados Unidos cuando acabó la guerra. Se llevó el secreto a la tumba, pero estos hombres, o aquellos para los que trabajan, creen que te transmitió el secreto.
—¿Qué les hace creer que pueda saber algo?
—La historia se repite. Publicaste un artículo sobre la extinción de los mamuts lanudos.
—Es correcto. Dije que había sido por causa de un cambio climático originado por una inversión polar. Utilicé algunos de los trabajos y cálculos de mi abuelo para respaldar mi teoría. ¡Dios bendito! ¿Es eso lo que quieren?
—Eso y más. Harán lo que sea y matarán a cualquiera por conseguirlo.
—Pero si todo eso es de conocimiento público. ¡Yo no sé nada de ningún secreto!
—Lo mismo les dijo tu abuelo a los nazis. Ellos tampoco se lo creyeron.
—¿Qué puedo hacer?
—Por ahora, cuidarte. —Buscó de nuevo en la mochila y sacó un trozo de tasajo y agua—. No es precisamente un solomillo, pero tendrás que conformarte. Quizá podamos cazar unos cuantos murciélagos y preparar un suculento estofado.
—Ahora lo recuerdo —dijo Karla, con una gran sonrisa—. Siempre me hablabas de todas aquellas cosas a cuál más raras que ibas a guisar para mí. Caracoles, cachorros, coles de Bruselas. ¡Puaj!, repugnantes.
—No se me ocurría nada mejor. Sabía muy poco de cómo entretener a los niños.
Hablaron de los recuerdos compartidos mientras masticaban el tasajo. Bebían agua para pasar los bocados de carne cuando escucharon algo que parecía el picotear de un pájaro carpintero gigante en la entrada de la cueva.
—Han comenzado a picar —dijo Karla.
Schroeder recogió sus cosas.
—Es hora de ponernos en marcha.
Le dio a Karla una linterna y le advirtió que la usase con prudencia, aunque siempre llevaba pilas en abundancia. Luego se adentraron en la cueva.
Schroeder había esperado que la temperatura subiese a medida que bajaban y se alegró al comprobar que se mantenía constante, y que el aire era relativamente puro. Se lo comentó a Karla, y aventuró la posibilidad de que la cueva acabase por llevarlos al exterior. Comprendió que era una posibilidad remota, sobre todo cuando el suelo de la cueva comenzó a bajar; sin embargo, pareció animar a la muchacha.
El recorrido era sinuoso, pero siempre hacia abajo. En algunos tramos, el techo era lo bastante alto como para permitirles caminar erguidos, y otros no pasaban del metro veinte, y tenían que avanzar a gatas. Schroeder agradeció que, por el momento, hubiese una única galería, sin ramales que los obligasen a tomar un decisión y aumentar el riesgo de acabar perdidos.
Al cabo de una hora de marcha, salieron a una caverna. No tenían idea de lo grande que podía ser hasta que comenzaron a explorarla.
A la luz de los rayos de linternas que se reflejaban en la pátina de humedad que cubría el techo y las paredes, vieron que la caverna tenía el tamaño del vestíbulo de un gran hotel. El suelo era prácticamente liso. En el extremo opuesto a la entrada había otra abertura, grande como la puerta de un garaje.
Recorrieron todo el perímetro mientras bebían sorbos de agua, y se maravillaron del tamaño y la forma del espacio. Schroeder no había dejado de buscar el mejor emplazamiento para una emboscada, y decidió que con todos los recovecos y grietas, aquel sería el sitio ideal. Karla, por su parte, se había acercado a la otra abertura, y después de alumbrar el interior, se aventuró a entrar.
—Tío Karl —llamó, y el eco de su voz se extendió por la caverna.
Él fue hasta donde la muchacha se había arrodillado en el suelo, y mantenía enfocada la luz de la linterna en algo que parecía un resto de vegetación color ocre.
—¿Qué es? —preguntó Schroeder.
Karla no respondió de inmediato. Pareció pensárselo dos veces, y luego acabó por decir:
—Parece una boñiga de elefante.
Schroeder no pudo contener la carcajada.
—¿Crees que el circo pasó por aquí?
La muchacha se levantó para después tocar la boñiga con la punta de la bota. Un olor a almizcle y hierbas se desprendió del montón.
—Creo que necesito sentarme —dijo.
Encontraron un afloramiento donde sentarse y bebieron agua. Karla le habló a su tío de la cría de mamut que habían encontrado no muy lejos de la entrada de la cueva.
—No podía entender cómo podía estar perfectamente conservado. Nadie había encontrado nunca un espécimen como ese. Parecía haber muerto solo unos días o semanas atrás.
—¿Me estás diciendo que hay mamuts lanudos vivos en estas cuevas?
—No, por supuesto que no. —Karla se rió—. Eso sería imposible. Quizá alguna vez lo hicieron, y la boñiga es muy vieja. Te contaré una historia. En 1918, un cazador ruso que viajaba a través de la taiga, el gran bosque siberiano, vio unas enormes huellas en la nieve. Durante días siguió a las criaturas que las habían hecho. También encontró montañas de excrementos y árboles con las ramas rotas. Declaró haber visto dos enormes elefantes cubiertos de lana marrón y unos colmillos enormes.
—¿Una historia inventada, sin la menor base real, que relató el cazador para impresionar?
—Posiblemente. Pero los esquimales y los indios norteamericanos narran leyendas de grandes criaturas lanudas. En 1933, encontraron esqueletos de mamuts enanos en la isla Wrangel, entre Siberia y Alaska, no muy lejos de aquí. Los huesos databan de entre siete mil y tres mil setecientos años atrás, y eso significa que los mamuts caminaban por la tierra hasta bien pasado el Paleolítico, cuando los hombres construían Stonehenge y las pirámides.
—Te gustaría seguir explorando, ¿no? —dijo Schroeder, con un tono risueño.
—No quisiera perder una oportunidad como esta, y quedarme aquí papando moscas. Quizá encontremos algún otro espécimen bien conservado.
—No creo que tender una emboscada a un grupo de asesinos desalmados sea precisamente papar moscas, pero no me sorprendería. Una vez, cuando eras una niña, te leí Alicia en el país de las Maravillas. Al cabo de un rato, te encontré en el jardín muy ocupada en intentar meter la cabeza por el agujero de una conejera. Dijiste que hubieses querido tener una pócima para encogerte, como Alicia.
—Tú fuiste el único responsable por leerme esas historias.
—Ahora parece que no nos quedan muchas alternativas —replicó Schroeder con un tono fatigado. Recogió la mochila y cojeó hacia la abertura—. Vamos allá. A por el agujero de la conejera.