Menos de diez horas después de salir de Washington, el avión color turquesa de la NUMA descendió del cielo en Alaska y aterrizó en el aeropuerto Nome. Austin y Zavala cambiaron el reactor por un aeroplano bimotor de Bering Air, y al cabo de una hora despegaron con rumbo a Providenya en el lado ruso del estrecho de Bering.
El vuelo a través del estrecho duró unas dos horas. El aeropuerto de Providenya se encontraba en una panorámica bahía rodeada de montañas de afiladas cumbres. La ciudad había sido durante la Segunda Guerra Mundial una escala de repostaje y descanso de las tripulaciones que llevaban los aviones cedidos de acuerdo con la ley de Préstamo y Arriendo desde Estados Unidos a Europa, pero aquellos días de gloria se perdían en el pasado. Ahora en el aeropuerto no había más que unos pocos aviones chárter y helicópteros militares cuando el aparato carreteó por la pista hasta lo que parecía ser un combinación de torre de control y terminal, una estructura de dos pisos de planchas de aluminio onduladas que tenía el aspecto de haber sido construida en la época de Pedro el Grande.
Por ser los únicos pasajeros, Austin y Zavala esperaban no verse demorados en los trámites de aduana e inmigración. Pero la hermosa agente de inmigración parecía estar dispuesta a leer hasta la última letra en el pasaporte de Austin. Después le pidió la documentación a Zavala. Colocó los pasaportes y los visados lado a lado en el mostrador.
—¿Juntos? —preguntó, y los miró alternativamente.
Austin asintió. La mujer frunció el entrecejo, y luego llamó con un gesto a un guardia armado que estaba en el vestíbulo.
—Síganme —ordenó con el tono de un sargento de instrucción.
Recogió los documentos, y abrió la marcha hacia una puerta al otro extremo del vestíbulo, con el soldado en la retaguardia.
—Creí que te quedaban amigos en las altas esferas —comentó Zavala.
—Probablemente solo quieran entregarnos las llaves de la ciudad —respondió Austin.
—Pues yo creo que tienen la intención de vacunarnos —dijo Zavala—. Lee el cartel encima de la puerta.
Austin miró el cartel blanco con letras rojas. En inglés y ruso estaba escrita la palabra cuarentena. Entraron en una pequeña habitación de paredes grises. No había más mobiliario que tres sillas y una mesa, todos de metal. El soldado entró con ellos y se apostó en la puerta.
La funcionaría de inmigración dejó los documentos encima de la mesa de un manotazo.
—Desnúdense —ordenó.
Austin había dormido unas horas en el avión, pero le pesaban los párpados y no estaba seguro de haberla escuchado correctamente. La mujer repitió la orden.
—Caray —exclamó Austin—. Apenas si nos conocemos.
—Había escuchado que los rusos eran amables, pero nunca me había imaginado que lo fuesen tanto —comentó Zavala.
—Desnúdense o les obligarán. —La funcionaría miró al centinela para recalcar sus palabras.
—Será un placer, pero en mi país las damas primero —dijo Austin.
Para su sorpresa, la mujer sonrió.
—Me advirtieron que era un caso difícil, señor Austin.
Austin comenzó a olerse una jugarreta. Ladeó la cabeza.
—¿Quién ha podido decirle algo así?
No había acabado de decirlo cuando se abrió la puerta. El guardia se apartó y Petrov entró en la habitación. La amplia sonrisa en su apuesto rostro se veía un tanto torcida por la cicatriz curva en la mejilla.
—Bienvenidos a Siberia. Me alegra ver que estáis disfrutando de nuestra hospitalidad.
—Iván —gimió Austin—. Tendría que haberlo adivinado.
Petrov traía una botella de vodka y tres vasitos, que dejó en la mesa. Se acercó a Austin para abrazarlo y después aplastó los huesos de Zavala con un abrazo de oso.
—Veo que habéis conocido a Verónica y Dimitri. Son dos de mis agentes de mayor confianza.
—Joe y yo nunca habríamos esperado una bienvenida tan cálida en un lugar helado como Siberia —comentó Austin.
Petrov les dio las gracias a sus agentes y los despidió. Acercó una silla y les dijo que se sentasen. Abrió la botella, llenó las copas y las repartió. Levantó la suya en un brindis.
—Por los viejos enemigos.
Chocaron las copas y se las bebieron de un trago. El vodka era como fuego líquido, pero despertaba más que la cafeína pura. Cuando Petrov fue a servir otra ronda, Austin tapó la copa con la mano.
—Tendrá que esperar. Tenemos que tratar unos asuntos muy graves.
—Me alegra escuchar el «tenemos». Me sentí excluido después de tu llamada. —Petrov se sirvió una copa—. Por favor, dime por qué has tenido que subirte a un avión y cruzar medio mundo para venir a este hermoso jardín helado.
—Es una larga historia —dijo Austin con un cansancio que no solo era producto de las muchas horas de avión—. Comienza y termina con un brillante científico húngaro llamado Kovacs.
Le relató la historia cronológicamente, desde la huida de Kovacs de Prusia hasta el episodio de las olas gigantes, el remolino y la conversación con Barrett.
Petrov escuchó en silencio, y, cuando Austin acabó, apartó la copa de vodka sin probarla.
—Es una historia fantástica. ¿Crees de verdad que esas personas tienen la capacidad para crear una inversión polar?
—Sabes todo lo que sabemos nosotros. ¿Cuál es tu opinión?
Petrov se tomó su tiempo para contestar.
—¿Alguna vez has escuchado mencionar el proyecto ruso llamado «Pájaro carpintero»? Fue un intento de controlar el clima con fines militares a través de la radiación electromagnética. Tu país siguió la misma investigación con idénticos propósitos.
—¿Hasta dónde tuvieron éxito estos proyectos?
—A lo largo de unos años se produjeron una serie de fenómenos meteorológicos poco habituales en ambos países. Desde huracanes e inundaciones a terribles sequías. Incluso terremotos. Me dijeron que las investigaciones cesaron al acabar la Guerra Fría.
—Interesante. Eso encajaría con lo que sabemos.
En el rostro de Zavala apareció la sombra de una sonrisa.
—¿Estamos seguros de que acabó?
—¿A qué te refieres?
—¿Has mirado últimamente a través de la ventana?
Petrov buscó una ventana donde no las había antes de comprender que Zavala hablaba metafóricamente. Se echó a reír.
—Tengo la tendencia a tomar las frases literalmente. Es algo muy ruso. Soy muy consciente de que el mundo ha experimentado algunos cambios climáticos extremos.
—Joe tiene razón —afirmó Austin—. No tengo las estadísticas, pero las pruebas empíricas parecen muy concluyentes. Tsunamis. Inundaciones. Huracanes. Tornados. Terremotos. Todos parecen ir al alza. Quizá esto sea la resaca de los primeros experimentos.
—Por lo que has dicho, ahora parece que las pruebas electromagnéticas están produciendo perturbaciones en los océanos. ¿Qué ha cambiado?
—No creo que sea difícil de entender. Quienquiera que sea que está detrás ha visto una razón para centrarse en un fin específico con una meta específica en mente.
—¿Tú no sabes cuál es esa meta?
—Tú eres el antiguo tipo de la KGB. Yo soy un simple ingeniero naval.
Petrov se llevó la mano a la cicatriz.
—Dista mucho de ser un simple, amigo mío, pero tienes razón en lo que se refiere a mi mente aficionada a las conspiraciones. Mientras hablábamos recordé algo que dijo un funcionario del gobierno, Zbigniew Brzezinski, muchos años atrás. Predijo que aparecería una élite, que utilizaría la tecnología moderna para influenciar la conducta del público y mantener a la sociedad sometida a una estricta vigilancia y control. Utilizarían las crisis sociales y los medios de comunicación para conseguir sus fines a través de las guerras secretas, incluidas las modificaciones climáticas. Estas personas que mencionaste, Margrave y Gant. ¿Crees que encajan en el perfil?
—No lo sé. No parece probable. Margrave es un neoanarquista millonario, y Gant preside una fundación que lucha contra las multinacionales.
—Quizá después de todo eres un simple ingeniero. Si fueses parte de una élite que ha concebido un plan contra el mundo, ¿lo irías anunciando por ahí?
—De acuerdo. No, procuraría que la gente creyese que me opongo a la élite.
Petrov le dedicó un aplauso.
—No sabes cuánto me alegra saber que el último complot contra el mundo lo están organizando unos norteamericanos y no un loco nacionalista ruso con pretensiones zaristas.
—Pues a mí me alegra saber que esto te divierte tanto, pero hay que ponerse manos a la obra.
—Estoy completamente a tu servicio. Es obvio que tienes un plan porque de lo contrario no estarías aquí.
—Dado que no sabemos quién, ni por qué, nos queda el qué. La inversión polar. Tenemos que detenerla.
—Estoy de acuerdo. Dime algo más de ese supuesto antídoto que mencionaste.
—Joe es el técnico del equipo. El te lo explicará mejor.
—Haré lo que pueda. Por lo que parece, la idea es causar una inversión polar utilizando las ondas electromagnéticas enfocadas en el manto terrestre, y crear unas vibraciones simpáticas en el núcleo. Las transmisiones serían comparables a las ondas de sonido. Si estás en un hotel y no quieres escuchar las voces en la habitación vecina puedes poner en marcha un ventilador y las vibraciones neutralizarán el ruido. Si quieres evitar un tono más agudo, como el de un secador de pelo, necesitarás otras frecuencias. Se llama ruido blanco, o sonido blanco. Puede que escuches un siseo o algo como el roce de las hojas secas. Este antídoto es comparable. Pero no funcionará a menos que tengas las frecuencias exactas.
—¿Cree que esa mujer, Karla Janos, conoce estas frecuencias?
—Quizá no las sepa, pero las pruebas parecen apuntar en ese sentido —intervino Austin—. Aparte de las implicaciones globales, aquí hay una joven que podría perder la vida.
La expresión sombría de Petrov se mantuvo, pero en sus ojos apareció la risa.
—Esa es una de las razones por las que me caes bien, Austin. Eres la encarnación de la galantería. Un caballero con su resplandeciente armadura.
—Gracias por el cumplido, pero no nos queda mucho tiempo, Iván.
—Estoy de acuerdo. ¿Alguna pregunta más?
—Sí —dijo Zavala—. ¿Tienes el número de teléfono de Verónica?
—Puedes pedírselo tú mismo.
Se bebió el chupito de vodka, tapó la botella y se la guardó. Luego los llevó a la salida. Les esperaba un coche con chófer.
—Tenemos un equipaje especial. —Austin le señaló dos maletas grandes—. Por favor, que las traten con cuidado.
—No te preocupes.
Subieron al coche, que los llevó al límite del aeropuerto que daba al mar y después por un muelle desvencijado. Había una embarcación de unos veinte metros de eslora amarrada al final del muelle. Varios hombres esperaban en la pasarela.
Austin se apeó del coche y preguntó qué significaban las letras cirílicas en el casco blanco.
—Artic Tours. Es una compañía de turismo real que lleva a los ricos norteamericanos a lugares perdidos por unas cantidades de dinero escandalosas. He alquilado la embarcación por unos días. Si alguien pregunta, estamos llevando de excursión a unos niños exploradores.
Al subir la pasarela, Austin se alegró al ver que su equipaje había aparecido mágicamente en la cubierta. Viajaban livianos, con un macuto cada uno, y las dos maletas que Austin había pedido que tratasen con cuidado.
Petrov los llevó a la cabina principal. Austin no tuvo más que echar una ojeada para saber que ésta no era una embarcación de turismo. Habían quitado la mayor parte del mobiliario, y solo quedaban una mesa atornillada en el centro y unos bancos acolchados en todo el contorno. Verónica estaba en uno de los bancos contra cuatro hombres vestidos con prendas de camuflaje. Estaban muy ocupados limpiando un impresionante muestrario de armas automáticas.
—Veo que tus niños exploradores se preparan para ganar sus medallas al mérito en tiro al blanco. ¿Tú qué dices, Joe?
—Me interesa la niña exploradora —respondió Zavala.
Los dejó para ir a conversar con la muchacha rusa.
Austin interrogó a Petrov con la mirada.
—Ya sé que querías una aproximación discreta —dijo Petrov—. Estoy de acuerdo. Estas personas solo están de reserva. Mira, solo son seis. No es un ejército.
—Disponen de más potencia de fuego que los dos bandos en la batalla de Gettysburg.
—Puede que la necesitemos —replicó Petrov—. Acompáñame a mi camarote y te pondré al día de la situación.
Fueron al camarote y Petrov recogió un sobre que estaba en la litera. Sacó unas cuantas fotos del interior y se las dio a Austin, que las sostuvo a la luz que entraba por el ojo de buey. Las fotos mostraban varias vistas aéreas de una extensa isla alargada con una montaña con forma de rosquilla en el centro.
—¿Ivory Island?
—Las vistas las tomó un satélite en los últimos días. —Petrov sacó una lente de aumento del bolsillo. Señaló una muesca en el lado sur de la isla—. Aquí hay una rada natural de aguas profundas que es donde el rompehielos que transportó a la expedición amarra para reaprovisionarse. El barco dejó a Karla Janos hace dos días para unirse a la expedición.
—¿Cuál es el objetivo de la expedición?
—Algo de ciencia ficción. Unos rusos y japoneses locos esperan encontrar el ADN de un mamut lanudo para clonarlo en una criatura de ahora. Mira, aquí al otro lado de la isla, donde el «permafrost» aparece erosionado, hay varias caletas naturales.
Austin vio una forma alargada en una de las pequeñas calas.
—¿Una embarcación?
—Es evidente que el propietario no quería ser visto, porque si no hubiese fondeado en la rada grande. Creo que los asesinos han desembarcado.
—¿Cuánto tardaremos en llegar allí?
—Diez horas. Esta embarcación navega a cuarenta nudos, pero aquí las distancias son muy grandes, y quizá nos demore el hielo.
—No disponemos de tanto tiempo.
—Estoy de acuerdo. Por eso tengo un plan de contingencia. —Petrov consultó su reloj—. Dentro de cuarenta y cinco minutos llegará un hidroavión. En cuanto acabe de repostar, os llevará a ti y Zavala a una cita con el rompehielos Kotelny, que se encuentra entre la isla Wrangel y el hielo polar. Un viaje por aire de unas tres horas. El rompehielos os llevará a la isla.
—¿Qué pasa contigo y tus amigos?
—Saldremos al mismo tiempo que vosotros, y, con un poco de suerte, llegaremos en algún momento de mañana.
—No sé cómo agradecértelo, Iván —dijo Austin, y le estrechó la mano.
—Soy yo quien te da las gracias. Ayer me moría en mi despacho de Moscú. Hoy corro al rescate de una damisela en apuros.
—Quizá me cueste llevarme a Zavala.
Sus miedos resultaron infundados. Cuando entró en la cabina principal, Zavala hablaba de armas con uno de los hombres de Petrov. Verónica y Dimitri charlaban animadamente en un aparte.
—Lamento tener que interrumpir tu nuevo romance.
—No lo lamentes —replicó Zavala—. Petrov se olvidó decir que Verónica y Dimitri están casados. El uno con el otro. ¿A dónde vamos?
Austin le explicó los planes de Petrov, y salieron a esperar en cubierta. El hidroavión llegó quince minutos antes. Se acercó a los surtidores al final del muelle. Austin supervisó el traslado de su equipaje mientras repostaban al avión, y luego él y Zavala subieron a bordo. En cuestión de minutos, el aparato se deslizó por la bahía, levantó el morro y subió en un ángulo agudo por encima de las grises montañas que rodeaban la bahía, para dirigirse al norte rumbo a lo desconocido.