Desde lo alto de la colina, Karla veía que la isla no era el desierto ártico que había imaginado. No había árboles, pero la tundra aparecía cubierta de arbustos, maleza, musgos y juncias que formaban una alfombra de un verde mustio, salpicado con los vibrantes colores del diente de león, el chamico y el ranúnculo. El sol de la mañana arrancaba destellos en los distantes lagos y ríos. Las aves marinas llenaban el aire con sus gritos.
En su imaginación, veía el áspero paisaje como una tierra abundante en pastos, y las llanuras pobladas con grandes manadas de mamuts lanudos. También seguramente había bisontes, rinocerontes y megaterios, acosados por depredadores como los tigres dientes de sable. Casi podía olerlos y sentir cómo temblaba el suelo con el paso de miles de gigantescos animales.
De alguna manera, como si algún brujo malvado hubiese obrado un hechizo, se habían extinguido los mamuts y las demás criaturas. El tema de la extinción era algo que la había intrigado desde hacía muchos años. Como muchos niños, se había sentido fascinada por los dinosaurios y los grandes mamíferos que los habían sucedido como amos de la tierra.
Su abuelo era el único científico que conocía, así que por supuesto había acudido a él para preguntarle cuál había sido la causa de la muerte de aquellas magníficas criaturas. Había escuchado con asombro mientras él le explicaba cómo el mundo había pasado por una inversión polar, y le había preguntado si podía ocurrir de nuevo. El abuelo le había dicho que sí, y ella no había podido dormir. Al ver su miedo, él le había enseñado una nana que pondría al mundo de nuevo en la posición correcta. Intentaba recordarla cuando escuchó que alguien gritaba.
—¡Karla!
María Arbatov agitaba los brazos para llamar a Karla. La expedición se disponía a reanudar la marcha. Karla comenzó el descenso para unirse a los demás. Era hora de continuar con el trabajo. Sabía que no era fácil. El descubrimiento de la cría de mamut había sido un asombroso golpe de fortuna. Pero Ivory Island era un inmenso tesoro de restos remotos. Si no conseguía encontrar allí lo que buscaba, tendría que olvidarse para siempre de los trabajos de campo y dedicarse a catalogar los especímenes de algún museo.
Fortalecidos con un buen desayuno, habían emprendido la marcha a primera hora. Ito y Sato habían sido los primeros en estar preparados. Vestían con las mismas prendas árticas, desde las botas a las gorras. Sergei parecía estar de un humor de perros, y ni siquiera la encantadora sonrisa de María consiguió disipar su malhumor, así que dejó de hacerle caso.
Habían cargado con las mochilas y se habían dirigido al interior, con el río como referencia. Avanzaron a buen ritmo por la tundra. A media mañana, cuando hicieron el primer alto, cerca de la colina a la que había subido Karla, habían caminado varios kilómetros.
Mientras se echaba la mochila a la espalda para continuar con la marcha, Karla comentó:
—Hay algo que me gustaría saber. ¿Cómo transportaron al espécimen hasta el campamento? Debe de pesar unos cien kilos como mínimo.
Ito sonrió al tiempo que señalaba las mochilas que cargaban Sato y él.
—Balsas neumáticas. Arrastramos al espécimen hasta el río y lo trajimos flotando hasta el campamento.
Ito sonrió y le dedicó una reverencia cuando Karla los felicitó por su ingenio.
Sergei se colocó en la cabeza, seguido por las dos mujeres y los japoneses en la retaguardia. Dejaron el río para ir tierra adentro. La topografía cambió y la tundra dio paso a suaves colinas y valles, y finalmente llegaron a las estribaciones del volcán. A medida que se acercaban, la negra montaña truncada que habían visto en la distancia comenzó a elevarse por encima de sus cabezas como un altar a Vulcano, el señor del mundo subterráneo.
Pasaron junto a las orillas de varios lagos pequeños y rodearon los montecillos de juncos que marcaban las marismas pobladas de aves migratorias. La temperatura era de un par de grados positivos, pero el viento que soplaba del océano la reducía a la mitad, y Karla agradeció la parka larga.
El viento dejó de ser un problema cuando bajaron a una cañada de unos diez metros de ancho y las paredes de unos seis metros de altura. Una angosta corriente de agua de poco más de medio metro de profundidad corría por el medio, pero dejaba un amplio espacio para caminar a su vera. Avanzaron por la serpenteante cañada durante dos horas, y el aspecto de las paredes comenzó a cambiar. Muy pronto resultó aparente que la garganta era un enorme osario. El río que había creado la cañada había ido cortando los estratos para dejar a la vista miles de huesos que sobresalían de la arena que pisaban.
Karla se agacho para recoger un fémur de bisonte que encajó perfectamente en la articulación de otro hueso que encontró un poco más allá. Los demás científicos no parecieron en absoluto impresionados. Apenas si dedicaron una mirada al hallazgo, así que ella dejó caer los huesos y corrió para alcanzarlos.
Se sintió molesta y frustrada por la indiferencia, pero la razón de su falta de interés muy pronto quedó a la vista. Tras pasar un recodo, vio que las paredes estaban casi enteramente compuestas de huesos de todo tipo y tamaño ligados por el «permafrost». No tardó en identificar fósiles de caballos enanos y renos, costillas y fémures, junto con huesos y colmillos de mamut. El osario se prolongaba casi otros ciento ochenta metros.
Sergei anunció con mucha fanfarria que habían llegado al punto de destino. Dejó caer la mochila en el suelo junto a los ennegrecidos restos de una hoguera.
—Este es nuestro campo base —dijo.
Los demás dejaron las mochilas, y continuaron avanzando solo con las cámaras y unas pocas herramientas. Mientras caminaban, Karla pensó de nuevo en la cría de mamut guardada en el campamento. Se moría por analizarlo. A través de los tejidos y los cartílagos podría averiguar con las pruebas de radiocarbono cuándo había vivido y muerto. Los colmillos les facilitarían los anillos de crecimiento, como ocurría con los árboles, y sabrían las diferencias estacionales, el prometido metabólico y los esquemas de migración. Las semillas y el polen contenidos en el estómago les informarían del mundo biológico que había existido miles de años atrás.
Después de recorrer la cañada durante otros diez minutos, llegaron a un lugar donde había una pequeña cueva en la pared.
—Aquí es donde encontramos a nuestro bebé —dijo Sergei.
El agujero tenía un par de metros de ancho y uno de profundidad.
—¿Cómo lo sacaron del «permafrost»? —preguntó Karla.
—Desafortunadamente, no teníamos una manguera de agua caliente para fundirlo —respondió María—. Tuvimos que hacerlo con martillo y formón.
—¿Entonces estaba expuesto parcialmente?
—Así es. Tuvimos que excavar alrededor de la carcasa antes de poder sacarlo. —Explicó que habían improvisado una rastra y la habían sujetado a los colmillos para llevar al espécimen hasta el río.
Una vez allí, lo colocaron sobre las balsas neumáticas y lo transportaron por el río hasta el campamento. Lo guardaron en la cabaña, donde la temperatura era inferior a cero grados incluso durante el día.
Karla observó la cueva con mucha atención.
—Aquí hay algo extraño —comentó.
Los demás científicos se acercaron.
—No veo nada —dijo Sergei.
—Mira. Hay otros huesos mucho más hundidos en el «permafrost». Es evidente que tienen una antigüedad de muchos miles de años. —Metió la mano en la cavidad, arrancó unos trozos de vegetación seca y se los mostró a sus colegas—. Estas hierbas no son muy viejas. Vuestro pequeño elefante acabó en este agujero en una época más reciente.
—Quizá sea culpa de mi pobre dominio del inglés, pero no estoy muy seguro de entender lo que dice —manifestó Sato cortésmente.
—Karla, ¿qué nos estás diciendo? —preguntó Sergei, que no se molestó en disimular su impaciencia—. ¿Qué el mamut no es parte del entorno?
—No sé lo que estoy diciendo. Solo que parece extraño que la carne no se descompusiese.
Sergei se cruzó de brazos y miró a los demás con una sonrisa de triunfo.
—Yo sí que te entiendo —afirmó María—. Me sorprende que no nos hubiéramos dado cuenta. La cañada se inunda de cuando en cuando. Es posible que una riada arrastrase al espécimen de algún lugar más adelante y que la cría flotase hasta aquí, donde se quedó enganchada en el agujero y se congeló de nuevo.
Sergei se dio cuenta de que estaba perdiendo el control.
—No hemos venido aquí a mirar un agujero —dijo con un tono brusco. Los llevó hasta unos treinta metros del lugar del descubrimiento, donde la cañada se bifurcaba—. Tú ve con María por allí —le dijo a Karla, y le señaló el ramal izquierdo—. Nosotros exploraremos el otro.
—Ya lo hemos recorrido —protestó María.
—Pues lo recorréis de nuevo. Quizá encuentres otro de tus mamuts flotantes.
En los ojos de María brilló la furia. Sato se apresuró a evitar un estallido.
—Será mejor que comprobemos que nuestras radios están sintonizadas en el mismo canal.
Evitada la discusión, verificaron que las radios estuviesen sintonizadas correctamente y que tuviesen pilas nuevas. Luego se dividieron en dos grupos: los tres hombres irían por el ramal derecho y las mujeres por el izquierdo.
—¿Qué mosca le ha picado a Sergei? —preguntó Karla.
—Anoche tuvimos una discusión por tu teoría. Dijo que era absolutamente errónea. Le respondí que te negaba el mérito porque eras una mujer. Mi marido es un machista de cuidado.
—Quizá necesita algún tiempo para calmarse.
—El viejo chivo dormirá esta noche con un témpano. Quizá eso le baje los humos.
Se echaron a reír y las paredes de la cañada le devolvieron el eco de las risas. Después de caminar unos minutos, Karla comprendió por qué María se había enfadado tanto. En el ramal izquierdo había muy pocos huesos. María le confirmó que habían explorado en parte el otro ramal y que allí había muchos más huesos.
Mientras observaban las paredes, sonó una llamada en la radio de María. Era la voz de Ito.
—«María y Karla. Por favor, regresen inmediatamente al punto de encuentro».
Unos minutos más tarde, llegaron al comienzo de la bifurcación. Ito las esperaba. Dijo que tenía algo que mostrarles, y las precedió por el ramal donde los otros dos hombres aguardaban delante de un trozo de pared que parecía haber sido excavada con dinamita.
—Alguien ha estado cavando aquí —dijo Sergei, lo que era algo obvio.
—¿Quién pudo haber hecho algo así? —preguntó Sato.
—¿Hay alguien más en la isla? —quiso saber Karla.
—Creemos que no —respondió Ito—. Me pareció ver una luz varias noches atrás, pero no estoy seguro.
—Por lo que parece, no tienes ningún problema con tu vista —comentó Sato—. No estamos solos en la isla.
—Son cazadores de marfil —declaró Sergei. Recogió un trozo de hueso de los centenares de trozos dispersos por el suelo—. No tengo idea de cómo pudieron encontrar este lugar. Es un pecado. Aquí no hay ciencia. Es como si alguien hubiese empuñado un pico y arremetido sin más.
—Es realidad, usamos un martillo neumático portátil.
Las palabras las dijo un hombre fornido desde lo alto de la cañada. El rostro ancho, los ojos achinados y los pómulos altos indicaban su ascendencia mongola. Un fino bigote le caía a cada lado de la boca, que esbozaba una sonrisa. Karla había estudiado algo de ruso en Fairbanks y entendió en parte sus palabras. El fusil de asalto que sostenía contra el pecho evitaba la necesidad de más explicaciones.
Soltó un agudo silbido y un segundo más tarde aparecieron otros cuatro hombres, dos por cada lado, que llevaban armas similares. Mal encarados, barbudos, con ojos de mirada dura y expresiones burlonas.
Sergei podía ser vanidoso y desagradable, pero mostró un inesperado coraje nacido de su furia como científico. Señaló los huesos destrozados.
—¿Esto es obra suya?
El hombre se encogió de hombros.
—¿Quién es usted? —insistió Sergei.
El mongol no le hizo caso y miró a las mujeres.
—Buscamos a una mujer llamada Karla Janos.
El hombre miraba a Karla, pero ella se había quedado atónita al escuchar su nombre en boca del desconocido. Sergei la miró involuntariamente, y se apresuró a corregir el error.
—Aquí no hay nadie que responda a ese nombre.
El mongol dio una orden, y el hombre más cercano a Karla la sujetó de un brazo con su mano roñosa y la apartó de los demás.
La muchacha se resistió. El bandido le apretó el brazo con tanta fuerza que sus dedos dejaron una marca en la carne. Sonrió al ver el gesto de dolor, y acercó su rostro al de ella. Karla casi vomitó de asco por el hedor de su cuerpo sucio y el apestoso aliento.
Miró por encima del hombro. Los asaltantes se llevaban a sus compañeros por el otro ramal. El hombre en lo alto de la pared había desaparecido. Mientras seguía caminando, escuchó un alarido de María, y luego los gritos de voces masculinas.
Sonaron disparos, y el eco de las detonaciones tardó en apagarse. Karla intentó volver para ir con sus colegas, pero el hombre la cogió del pelo y la tiró hacia atrás. Primero sintió un tremendo dolor que dio paso a la furia. Se volvió e intentó clavarle las uñas en los ojos. El hombre echó la cabeza hacia atrás, y sus uñas rascaron inofensivamente la grasienta y enmarañada barba.
Le atizó un brutal revés que la dejó paralizada, y no ofreció la menor resistencia cuando él le hizo una zancadilla y la tumbó. El cráneo de Karla golpeó el suelo helado y vio las estrellas. Cuando se le aclaró la visión, vio que el hombre la miraba con una expresión risueña, y luego de lujuria, en sus ojos porcinos.
Había decidido divertirse un poco con su bella cautiva. Dejó el arma fuera del alcance de la muchacha y comenzó a desabrocharse la bragueta. Karla gateó para escapar. El bandido se rió de nuevo, y le apoyó la bota en la nuca. La muchacha intentó apartar el pie que le aplastaba el rostro contra el suelo y le impedía respirar.
El hombre tosió súbitamente, y se le borró la sonrisa cuando su rostro se convirtió en una máscara de asombro.
Un reguero de sangre apareció por la comisura de la boca. Se giró con un movimiento muy lento, la bota se apartó del cuello de Karla y entonces ella vio el mango de un cuchillo de caza que sobresalía entre los omóplatos. Luego cedieron las piernas del hombre y se desplomó.
Karla rodó sobre sí misma para no acabar aplastada. Su alegría duró muy poco. Otro hombre venía hacia ella.
Era alto y cojeaba al caminar. Tenía el sol de espalda y su rostro quedaba en sombra. Karla intentó levantarse, pero aún le duraba el mareo y la desorientación del golpe.
El hombre la llamó por su nombre de pila. Era una voz que no había escuchado en muchos años.
Entonces perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, el hombre se inclinaba sobre ella, le aguantaba la cabeza con una mano y con la otra vertía poco a poco agua de la cantimplora en los labios lastimados. Reconoció la barbilla y los ojos azul claro que la miraban con preocupación. Sonrió incluso a pesar del dolor en los labios.
—¿Tío Karl? —preguntó como si estuviese soñando.
Schroeder le colocó su sombrero de piel de zorro debajo de la cabeza a modo de almohada, y luego se ocupó de recuperar el cuchillo; limpió la hoja en la chaqueta del muerto. Recogió el fusil de asalto y se lo colgó al hombro. Después cogió el sombrero, pasó los brazos por debajo del cuerpo de Karla y la levantó como un bombero que carga a una víctima que ha inhalado humo.
Sonaron unas voces en la cañada.
El dolor le recorría la pierna desde el tobillo, pero Schroeder no hizo caso. A buen paso, se llevó a Karla en la dirección opuesta, y desapareció pasado un recodo unos segundos antes de que el mongol y sus cómplices encontrasen a su compañero. Tardaron un instante en comprobar que estaba muerto. Agachados y con las armas preparadas, avanzaron muy cerca de la pared.
Schroeder echó a correr para salvar su vida y la de Karla.