Capítulo 22

Petrov salía de su despacho en un feo edificio gubernamental en Moscú cuando su secretaria le dijo que tenía una llamada telefónica. Estaba de muy mal humor. No había podido escabullirse de una recepción diplomática en la embajada noruega. ¡Por amor de Dios, Noruega! Nada para comer excepto pescado ahumado. Pensaba ponerse como una cuba y dar un espectáculo. Quizá así no volverían a invitarlo.

—Tome el mensaje —ordenó. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, se volvió—. ¿Quién llama?

—Un norteamericano. Dice que se llama John Doe.

Petrov la miró, asombrado.

—¿Está segura?

Petrov apartó a la desconcertada secretaria, volvió a su despacho, cogió el teléfono y se lo llevó al oído.

—Aquí Petrov.

—Hola, Iván. Recuerdo cuando atendías el teléfono tú mismo —dijo su interlocutor.

—Pues yo recuerdo cuando todavía te llamabas Kurt Austin —replicó Petrov.

La agria réplica no se correspondía con el brillo de entusiasmo en sus ojos.

Touché, viejo camarada. Sigues siendo el mismo viejo cascarrabias apparatchik de la KGB. ¿Cómo estás, Iván?

—Bien. ¿Cuánto tiempo hace del asunto Razov?

—Un par de años. Dijiste que te llamara si alguna vez necesitaba un favor.

Austin y Petrov había trabajado juntos para torpedear los planes de Mijaíl Razov, un demagogo ruso que estaba detrás de un complot para lanzar un tsunami contra la costa atlántica de Estados Unidos, con la explosión de los depósitos oceánicos de hidrato de metano.

—Tienes la suerte de encontrarme. Ya salía para una emocionante recepción en la embajada noruega. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Zavala y yo necesitamos llegar a las islas de Nueva Siberia cuanto antes.

—¡Siberia! —Petrov soltó la carcajada—. Stalin está muerto, Kurt. Ya no envían a la gente al «Gulag». —Miró en derredor—. Aquellos que ofenden a sus superiores les dan un ascenso, un título, un gran despacho decorado con un gusto abominable, para que se aburran hasta la muerte.

—Has vuelto a ser un chico malo, Iván.

—El término no tiene traducción al ruso. Basta decir que nunca es prudente ofender a tu superior.

—La próxima vez que hable con Putin le diré una palabrita en tu favor.

—Agradecería que no lo hicieses. El presidente Putin es el superior al que ofendí. Denuncié a un gran amigo suyo por defraudar dinero de una compañía petrolera que el gobierno se había incautado después de detener a su dueño. Los habituales «trapicheos» del Kremlin. Me apartaron de mi cargo en inteligencia. Tengo demasiados amigos en las altas esferas, así que no me podían castigar abiertamente, por lo que decidieron meterme en esta jaula de oro. ¿Por qué Siberia, si puedo preguntar?

—Ahora no puedo entrar en detalles. Solo que se trata de un asunto de gran urgencia.

—¿Cuándo no es urgente para ti? —Petrov sonrió—. ¿Cuándo quieres ir?

Austin había llamado a Petrov después de haber intentado localizar a Karla Janos en la Universidad de Alaska. El director del departamento le dijo que Karla se encontraba en una exposición en las islas de Nueva Siberia. Comprendió que debía moverse deprisa cuando el director mencionó que aquella era la tercera vez en la misma semana que alguien se interesaba por la expedición a Ivory Island.

—Inmediatamente —respondió—. Antes, si puedes conseguirlo.

—Sí que tienes prisa. Llamaré a la embajada en Washington para que te manden a un mensajero con todo el papeleo. Pero mi ayuda tiene un precio. Tendrás que dejar que te invite a una copa, para que podamos hablar de los viejos tiempos.

—Te tomo la palabra.

—¿Necesitarás apoyo cuando llegues allí?

Austin se lo pensó. Por experiencia, sabía que la idea de apoyo de Petrov consistiría en un grupo de operaciones especiales armados hasta los dientes y dispuestos a liarse a tiros a la primera.

—Quizá más tarde. Esta situación tal vez necesite de un toque un poco más quirúrgico al principio.

—En ese caso, mandaré que mi equipo médico se prepare por si hay que operar. Quizá vaya con ellos.

—No bromeabas al decir que te aburrías.

—Esto está muy lejos de los tiempos pasados —afirmó Petrov, con un claro tono de nostalgia.

—Los recordaremos mientras tomamos unas cuantas copas. Lamento cortar, pero tengo que hacer otras llamadas. Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga ultimados los detalles del viaje.

Petrov respondió que se hacía cargo, y le pidió que se mantuviese en contacto. Colgó, y le ordenó a su secretaria que le avisase al chófer que lo esperaba para llevarlo a la embajada noruega que se podía marchar. A continuación llamó a la embajada rusa en Washington. Allí nadie sabía de su exilio burocrático, y consiguió autorizar los documentos que permitirían a Austin y Zavala entrar en Rusia para una expedición científica de la NUMA. Después de asegurarse que se los entregarían en una hora, se reclinó en la silla y encendió uno de los delgados cigarros habanos que eran sus preferidos, y recordó sus encuentros con el valiente y osado norteamericano de la NUMA.

Petrov tenía cuarenta y tantos años, la frente despejada y los pómulos altos. Podría haber sido apuesto, si no fuese por la enorme cicatriz que le desfiguraba la mejilla derecha. La cicatriz era un regalo de Austin, pero no le guardaba ningún rencor. El y Austin habían topado varias veces cuando trabajaban para las unidades especializadas de la inteligencia naval de sus respectivos países durante la Guerra Fría. Las cosas se habían puesto al rojo vivo cuando los soviéticos intentaron capturar un submarino espía norteamericano hundido y a su tripulación.

Austin había rescatado a los marineros, y le había advertido a Petrov que había colocado explosivos en el submarino. Furioso al verse derrotado, Petrov se había sumergido con un minisubmarino y lo había sorprendido la explosión. No había tomado el incidente ni la cicatriz como un motivo de venganza contra Austin, sino que lo había considerado como una lección para no dejar que el temperamento guiase sus acciones. Más tarde, cuando se encontraron trabajando juntos en el caso Razov, habían demostrado ser un equipo formidable. Si Austin creía que podía dejarlo fuera de la diversión en su propio terreno, estaba muy equivocado, se dijo Petrov. Cogió el teléfono para poner las cosas en marcha.

Austin hablaba por teléfono con Zavala.

—Me disponía a salir —le dijo Zavala—. Te veré en la NUMA.

—Hay un cambio de planes —le informó Austin—. Nos vamos a Siberia.

—¡Siberia! —exclamó Zavala, con una evidente falta de entusiasmo—. Soy un norteamericano de ascendencia mexicana. No servimos para el frío.

—No te olvides de llevar tus calzoncillos de piel y verás cómo no te pasará nada. Yo me llevo el trabuco —dijo. Era el apodo que Zavala le había puesto al revólver Bowen de Kurt—. Quizá quieras tú llevarte también alguna cosilla.

Quedaron en encontrarse en el aeropuerto, y luego fue a buscar las prendas adecuadas para las temperaturas árticas.

A miles de kilómetros de distancia, Schroeder se encontraba en el pequeño camarote, ocupado en estudiar el mapa topográfico antes de desembarcar en la isla.

Había aprendido hacía mucho tiempo la necesidad de conocer el teatro de operaciones donde tendría que moverse, ya fuesen un centenar de kilómetros cuadrados de campo o unas pocas manzanas de callejuelas en una ciudad.

Había estudiado el mapa varias veces y creía conocer Ivory Island tanto como si ya hubiese estado allí. La isla tenía unos dieciséis kilómetros de ancho y unos treinta y dos de largo. La acción del mar había erosionado el «permafrost», así que la costa era absolutamente irregular. En la costa sur, un trozo con forma de media luna, cerca de la desembocadura de un río, ofrecía un rada bien abrigada.

Los antiguos ríos, algunos convertidos ahora en cauces secos y otros todavía con agua, habían creado una conejera de sinuosos pasillos naturales a través de la tundra. Un volcán extinguido se alzaba en el «permafrost» como un enorme furúnculo negro.

Dejó el mapa a un lado y buscó la guía de viaje rusa que había comprado en una librería de viejo mientras se ocupaba de los preparativos para viajar a la isla. Le alegró comprobar que todavía se las apañaba bien con el ruso. La isla había sido descubierta a finales del Siglo XVII por los cazadores de pieles rusos. Habían encontrado enormes cantidades de huesos y colmillos de mamut, y ese había sido el origen del nombre de la isla. Los huesos aparecían amontonados por todas partes, a campo abierto y en montículos unidos por el hielo.

El comercio de pieles había acabado en una sangrienta orgía de asesinatos, y habían comenzado a llegar los cazadores de marfil. El marfil de primera calidad tenía un buen mercado en China y otras partes del mundo. Atento a la ebúrnea bonanza, el gobierno ruso había otorgado franquicias a los empresarios. Uno de ellos había contratado a un agente llamado Sannikoff, que había explorado todas las islas árticas.

Ivory Island era la que contaba con los yacimientos más grandes, pero dada su lejanía no había sido explotado con la misma intensidad que las fuentes más accesibles en el sur. Un puñado de intrépidos cazadores de marfil había establecido un campamento en la desembocadura del río, y lo habían llamado Ivorytown, señalaba la guía, pero la isla había sido relegada por lugares más hospitalarios.

Una llamada en la puerta del camarote interrumpió su tarea. Era el capitán, un hombre de rostro redondo que era mitad ruso y mitad esquimal.

—La chalupa lo espera para llevarlo a la costa —le informó el capitán.

Schroeder recogió el macuto, siguió al capitán hasta la banda de babor del pesquero y bajó por la escalerilla hasta la chalupa. Mientras el marinero se afanaba en los remos, Schroeder utilizó el bichero para apartar los trozos de hielo que flotaban en la superficie. Unos pocos minutos más tarde, la quilla de la embarcación llegaba a una playa de piedras. Schroeder arrojó el macuto a tierra, desembarcó, y luego empujó la chalupa para apartarla de la playa.

Observó a la embarcación mientras desaparecía en la bruma. El pescador solo estaba a un par de cientos de metros de la orilla, pero apenas si veía la silueta. El acuerdo era que el barco esperaría durante veinticuatro horas. Schroeder iría a la playa y haría una señal para que lo recogiesen. Esperaba dentro de ese plazo tener a Karla con él. No se le había ocurrido antes que quizá no se dejaría convencer por la amenaza y no quisiese abandonar la isla. Decidió preocuparse por el problema en su momento. La tarea inmediata era encontrarla. Confiaba en que no fuese demasiado tarde. Estaba en buena forma física para su edad, pero su cuerpo no podía negar que tuviera casi ocho décadas y que comenzara a tener achaques. Le dolían los músculos y las articulaciones, y cojeaba un poco.

Schroeder escuchó el ruido del motor del pesquero. El barco había levado el ancla. Sin duda el capitán había decidido largarse con la mitad del dinero y no esperar al regreso de Schroeder, como habían acordado, y recibir el resto de la paga. Se encogió de hombros. Desde el primer momento había tomado al capitán por un ladrón. Ahora ya no había vuelta atrás.

Observó lo que podía ver de la isla. La playa subía gradualmente hasta un montículo, que no sería difícil de escalar. Se echó el macuto al hombro, avanzó unos pasos y vio que había huellas de botas en el suelo. Ese debía de ser el camino principal a Ivorytown.

Caminó a lo largo del río durante unos diez minutos y se rió sonoramente en cuanto vio el pobre asentamiento de media docena de construcciones que habían bautizado como ciudad. Las grandes tiendas instaladas junto a las viejas estructuras le informaron que había dado con el campamento de la expedición.

Al acercarse, se sorprendió al ver que las edificaciones, que había creído que eran de piedra, estaban hechas con millares de huesos. Asomó la cabeza en un par de ocasiones y vio los sacos de dormir. La puerta de un tercer edificio estaba cerrada con llave sin ningún motivo aparente. Entró en las tiendas. Una de ellas servía de cocina y comedor. Schroeder dio una vuelta por el perímetro del campamento y llamó varías veces, sin obtener respuesta. Miró hacia el volcán extinguido y en derredor, pero no vio movimiento alguno. No le sorprendió; un ejército entero podía ocultarse en el laberinto de cañadas que entrecruzaba el terreno.

Reemprendió la marcha a lo largo del río y vio las huellas que conducían al interior. Su ojo experto distinguió cinco huellas diferentes, incluidas dos más pequeñas y menos profundas que parecían corresponder a mujeres. Se sintió menos fatigado ante la perspectiva de encontrarse con su ahijada, y aceleró el paso. La alegría de Schroeder no tardó mucho en ser reemplazada por la alarma.

Unas huellas de botas muy marcadas tapaban a las primeras. Alguien iba detrás de Karla y su grupo.