Diez mil años después de que el último mamut lanudo hiciese sacudir la tierra debajo de sus patas, sus huesos y colmillos alimentan un floreciente comercio internacional. El centro de este comercio es la ciudad de Yakutsk en la Siberia oriental, a unas seis horas de vuelo desde Moscú.
Es un ciudad antigua, fundada en el Siglo XVI por una banda de cosacos, y durante mucho tiempo los exploradores la consideraron como el último lugar civilizado. Posteriormente ostentó una triste fama, como una de las islas de los «Gulags», donde los enemigos del estado soviético trabajaban como esclavos en la explotación de las minas de oro y diamantes. Desde el Siglo XIX, había sido la capital mundial del comercio del marfil de los mamuts lanudos.
La Ivory Cooperative es una de las principales distribuidoras de marfil. La cooperativa funciona en una oscura y polvorienta nave, rodeada de ruinosos edificios de apartamentos que se remontan a la época de Krushov. Detrás de las paredes de cemento y puerta de acero hay toneladas de marfil de mamut valoradas en millones de dólares, a la espera de ser enviadas a la China y Myanmar, donde serán convertidas en multitud de objetos que se venden en el cada vez mayor mercado turístico. El tesoro blanco se guarda en cajones colocados en las estanterías que van de un extremo al otro de la nave.
Había tres hombres en uno de los pasillos. Uno era Vladimir Bulgarin, el propietario del negocio, y dos ayudantes, que sostenían por los extremos un enorme colmillo de mamut.
—Este es hermoso —afirmó Bulgarin—. ¿Cuánto pesa?
—Cien kilos —contestó uno de los ayudantes—. Pesa mucho.
—Excelente —exclamó Bulgarin.
El marfil se cotizaba a cien dólares el kilo.
Un tercer ayudante apareció en el pasillo.
—Su socio está aquí —comunicó.
Bulgarin puso una cara como si hubiese mordido un limón. Ordenó a los ayudantes que guardaran el colmillo en un cajón con serrín y lo dejasen aparte. Podía mandar que tallasen la pieza en pequeñas réplicas de mamut o pendientes en lugar de enviarlo como marfil en bruto, y así aumentaría considerablemente su valor.
Mientras caminaba hacia su despacho, en su rostro carnoso había una expresión ceñuda. El supuesto socio no era más que un «recaudador», un matón de la mafia que venía una vez al mes desde Moscú para recoger un porcentaje de las ventas, acusar a Bulgarin de engañarlo, y amenazarlo con romperle las piernas si lo hacía.
Era inevitable que la mafia rusa metiese sus voraces dedos en el multimillonario negocio del marfil. El negocio iba viento en popa, gracias a la prohibición internacional de vender marfil de las manadas de elefantes africanos que habían sido diezmadas por los cazadores. Los habitantes de Yakutsk llevaban siglos dedicados a aquel comercio, y, con unos diez millones de mamuts enterrados debajo del «permafrost» siberiano, tenía a mano toda la materia prima.
Los cambios políticos también habían ayudado al comercio del marfil. Moscú siempre había regulado el comercio en la ciudad, y aún controlaba el negocio del oro y los diamantes, pero los habitantes llevaban comerciando con los chinos desde hacía dos mil años, y sabían mejor que nadie cómo hacer dinero con los huesos de los gigantes extinguidos. El marfil había que trabajarlo primero para que, de acuerdo con la ley, se lo pudiese exportar legalmente, pero algunos distribuidores, como el propio Bulgarin, hacían caso omiso de la ley y vendían el marfil directamente a los compradores.
Cuando Moscú salió del negocio, entró la mafia. El año anterior, la cooperativa recibió la inesperada visita de un grupo de hombres con el aspecto más aterrador que se podía imaginar. Vestían polos negros de cuello cisne y chaquetas de cuero negro, y no alzaron la voz. Dijeron que querían ser socios de la empresa. Bulgarin era un ladrón de poca monta y se había codeado con algunos tipos bastante violentos del hampa rusa. Cuando los hombres comentaron que él y su familia necesitaban protección, comprendió muy bien a qué se referían. Aceptó el trato, y la gente de Moscú dejaron a dos guardias armados con ametralladoras para vigilar la inversión.
Bulgarin se sintió intrigado además de molesto por el momento de la visita. Puntual como un reloj, su socio se presentaba el cuarto jueves de cada mes. Hoy era el segundo miércoles. A pesar del enfado, cuando entró en su minúsculo y abarrotado despacho muy cerca de la entrada de la nave, mostraba su mejor sonrisa y esperaba ver a Karpov, que era el enviado habitual de Moscú. Pero el hombre vestido de traje negro y polo de cuello cisne del mismo color era más joven, y, a diferencia de Karpov, que robaba el dinero con la amabilidad de un navajero, su expresión era helada como una noche de invierno en Yakutsk. Miró furioso a Bulgarin.
—No me agrada que me hagan esperar.
—Lo siento mucho —replicó Bulgarin, sin perder la sonrisa—. Me encontraba en el otro extremo de la nave. ¿Karpov está enfermo?
—Karpov no es más que un recaudador. Este es un asunto importante. Quiero que se ponga en contacto con los hombres en Ivory Island.
—No será fácil.
—Hágalo.
Varios días antes, Moscú había llamado para decirle que reuniese a un equipo de sus más rudos cazadores de marfil y los enviase a la isla. Tenían que buscar a un grupo de científicos, y retener a una mujer llamada Karla Janos. Después la entregarían a un equipo que llegaría desde Alaska.
—Puedo intentarlo —dijo Bulgarin—. El tiempo…
—Quiero que les dé nuevas órdenes. Dígales que secuestren a la muchacha y la saquen de la isla.
—¿Qué pasa con los norteamericanos?
—Su gente no puede venir. Están dispuestos a pagar una fortuna por el trabajo, así que evidentemente ella tiene algún valor. Hablaremos con ella, escucharemos lo que tenga que decir, y pediremos un rescate.
Bulgarin se encogió de hombros. Era típico de la mafia rusa. La traición. Burda y directa.
—¿Qué hay de los otros científicos?
—Dígales a sus hombres que no queremos testigos.
Un estremecimiento corrió por la espalda de Bulgarin. No era ningún ángel, y había roto unas cuantas cabezas en sus años de joven contrabandista. El negocio del marfil era despiadado. Cuando la mafia se metió de por medio, habían reclutado a hombres a los que se podía llamar con mucha buena voluntad la «escoria de la tierra». Algunos de sus competidores habían desaparecido muy convenientemente.
Al mismo tiempo, era lo bastante listo como para saber que, como testigo, él también estaba en la lista de los que debían ser eliminados. Haría lo que había dicho el hombre, pero su mente ya pensaba en la manera de liquidar el negocio y abandonar Yakutsk. Asintió, con la boca seca, y abrió un armario donde tenía un ultramoderno transmisor de gran potencia.
En cuestión de minutos, se había comunicado con los cazadores de marfil. Con un código muy bien pensado por si acaso alguien escuchaba, llamó al jefe del equipo, un hombre llamado Grisha, que era un saja descendiente de los mongoles que llevaban siglos recogiendo marfil. Le transmitió las nuevas instrucciones. Grisha solo pidió que las repitiese para saber si las había entendido correctamente, pero no hizo ninguna pregunta.
—Ya está —dijo, y colgó el micro.
El hombre de la mafia asintió.
—Volveré mañana para asegurarme.
Bulgarin se enjugó el sudor de la frente cuando se quedó solo. No sabía qué era peor, si tratar con los asesinos de Moscú, o los asesinos que trabajaban para él. Sí sabía que sus días en Yakutsk estaban contados. Estaría a salvo hasta que encontrasen a alguien para reemplazarlo, pero, mientras tanto, pondría en marcha los planes hechos tiempo atrás. Tenía millones de dólares en los bancos suizos.
Ginebra no estaría mal, quizá Londres o París. El negocio de las gemas era muy rentable.
Cualquier cosa era preferible al invierno siberiano.
Sonrió. Al final resultaría que la mafia le había hecho un gran favor.