Los Trout llegaron a Albuquerque a última hora de la tarde y fueron a Santa Fe, donde pasaron la noche. Muy temprano, a la mañana siguiente, fueron en un coche de alquiler a Los Álamos, que se levanta en una ciudadela natural en lo alto de tres mesetas que se extienden en la altiplanicie de Panaretos.
Paul advirtió un cambio en su esposa durante los cuarenta kilómetros del viaje. No había dejado de comentar del paisaje y de buscar un momento para detenerse en un pueblo indio, cuando sin más se calló.
—Un penique por tus pensamientos —dijo—. Reajustado a la inflación, por supuesto.
—Miraba este tranquilo paisaje, y pensaba en los trabajos que se hicieron aquí con el Proyecto Manhattan y las terribles fuerzas que desató.
—Alguien tenía que hacerlo. Alégrate de que fuésemos los primeros.
—Lo sé, pero sin embargo me deprime pensar que aún no hemos aprendido a controlar al genio que dejamos escapar de la botella.
—Venga, anímate. El poder nuclear puede acabar siendo una tontería comparado con los remolinos y las olas gigantes.
Gamay lo miró con una expresión agria.
—Gracias por recordarme la parte alegre.
Los Álamos había cambiado mucho desde el día en que Robert Oppenheimer y su equipo de genios encontraron la manera de encerrar el poder del átomo en un cilindro con aletas metálico. Era una bulliciosa ciudad del sudoeste con centros comerciales, escuelas, parques, una orquesta sinfónica y un teatro, pero nunca había podido —o querido— escapar de su oscuro pasado. Aunque Los Álamos National Laboratory se ocupa en la actualidad de muchos estudios científicos pacíficos, el fantasma del Proyecto Manhattan sigue allí.
Los edificios de los laboratorios donde se realizan investigaciones referentes al mantenimiento de las armas nucleares están vedados al público, una indicación de que la ciudad todavía está muy involucrada en el tema de la guerra nuclear. Los turistas que visitan el museo del laboratorio pueden tocar las réplicas de Fat Man y Little Boy, las primeras bombas atómicas, ver diversos tipos de cabezas nucleares y las estatuas de Robert Oppenheimer y el general Groves, las estrellas binarias de la ultrasecreta alianza científica y militar que crearon las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Los Trout fueron a la biblioteca del laboratorio y hablaron con una de las bibliotecarias que habían llamado previamente. Ella les había preparado una carpeta con información de Lazlo Kovacs, pero la mayoría era biográfica y no ofrecía nada más allá de lo que ya sabían. Como Tesla, que era más conocido, Kovacs se había convertido en una figura de culto, les explicó la bibliotecaria, y sus teorías entraban más en el reino de la ficción científica que en la ciencia.
—Quizá podamos averiguar algo más en la Kovacs Society —dijo Gamay.
La bibliotecaria miró a la pareja con una expresión de desconcierto, y luego se echó a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Gamay.
—Lo siento —se disculpó la mujer, ruborizada—. Es que… bueno, ya lo verán.
Aún se reía cuando los acompañó hasta la salida.
El contacto en la Kovacs Society era un hombre llamado Ed Frobisher. Cuando lo llamaron por teléfono, les dijo que en aquel momento salía para hacer unos recados y les propuso que se reuniesen con él en una tienda de material sobrante llamada Black Hole.
La tienda estaba en los límites de la ciudad junto a un edificio con forma de A con un cartel que lo designaba como el OMEGA PEACE INSTITUTE, FIRST CHURCH OF HIGH TECHNOLOGY. La iglesia y el Black Hole eran propiedad de un hombre llamado Ed Grothus, que había comprado material sobrante de los laboratorios que se remontaban hasta los días del Proyecto Manhattan. Los llamaba «chatarra nuclear», y vendía sus productos a científicos locos, artistas y coleccionistas de antiguallas.
El patio alrededor de la tienda era como un escaparate de carcasas de bombas, torretas, muebles de oficina y equipos electrónicos. En el interior de la nave había hileras de estanterías, todas llenas con toda clase de instrumentos obsoletos como contadores Geiger, osciloscopios y tableros eléctricos. Los Trout le preguntaron al cajero si conocía a Frobisher. Los acompañó hasta uno de los pasillos donde un hombre hablaba consigo mismo mientras rebuscaba entre un montón de tableros de control.
—Miren todo esto —les dijo Frobisher después de las presentaciones—. Este tablero probablemente costó un mes de sueldo de un contribuyente en los años cincuenta. Ahora solo es chatarra, excepto para algunos chalados por la tecnología como es mi caso.
Frobisher era un gigantón, de más de un metro ochenta de estatura, con un pecho como un tonel y una gran barriga que caía por encima de la cintura de los pantalones. Vestía una camisa amarilla a cuadros que habría hecho daño a los ojos incluso si no se hubiese dado de bofetadas con los tirantes rojos que luchaban por aguantar el pantalón sometido al peso de la barriga. Las perneras estaban metidas en unas botas de pescador de caña alta, aunque estaban en pleno desierto. Los rizos de la abundante cabellera blanca le colgaban sobre la frente y casi tocaban las gafas rectangulares de montura de pasta.
El hombre pagó el tablero, y los tres salieron de la tienda para ir hasta el Chrysler destartalado y sucio de Frobisher. Les dijo a los Trout que lo llamaran «Frosby» y les propuso que lo siguiesen en su coche hasta su casa donde estaban las oficinas centrales de la Kovacs Society. Cuando los coches salieron de la ciudad, Gamay se volvió hacia Paul, que conducía.
—¿Nuestro nuevo amigo Frosby no te recuerda a alguien?
—Sí, a un gigante y bullanguero «Capitán Canguro».
—Kurt nos deberá una después de esto —afirmó Gamay y exhaló un suspiro—. No sé si no hubiese sido mejor acabar tragada por un remolino.
La carretera ascendía y serpenteaba entre las colinas que dominaban la ciudad. Se veían menos casas y más espaciadas. El Chrysler dejó la carretera y se metió por un camino lleno de baches que lo hicieron saltar como una pelota de goma y sometieron a un duro castigo a los ya vencidos amortiguadores, y se detuvo delante de una construcción de adobes que parecía una casa de muñecas. El patio lleno de chatarra electrónica parecía una versión a escala del Black Hole.
Mientras caminaban por el sendero entre las montañas de carcasas de cohetes oxidadas y toda clase de artefactos, Frosby les daba explicaciones con grandes aspavientos.
—Los laboratorios organizan una subasta todos los meses para liquidar el material dado de baja. No hace falta que les diga que no me pierdo ninguna.
—Salta a la vista —dijo Gamay, con una sonrisa indulgente.
Entraron en la casa, que estaba muy bien ordenada y sorprendía por el contraste con la chatarra amontonada en el exterior. Frobisher los hizo pasar a una sala con el mobiliario de cuero y cromo habitual en las oficinas. Una mesa de metal y dos archivadores estaban colocados junto a una de las paredes.
—Todo lo que hay en esta casa proviene del laboratorio nacional —se ufanó Frobisher. Vio que Paul miraba el cartel que decía radiactivo colgado en la pared y le dedicó una sonrisa caballuna—. No se preocupe. Solo sirve para tapar un agujero. Como presidente de la Lazlo Kovacs Society, les doy la bienvenida a su sede mundial. Conozcan a nuestro fundador. —Señaló una vieja fotografía colgada en la pared junto al cartel.
Mostraba a un hombre de facciones delicadas, de unos cuarenta años, cabellos oscuros y mirada alerta.
—¿Cuántos miembros tiene la sociedad? —preguntó Gamay.
—Uno. Lo tienen delante. Como ven, es una sociedad muy exclusiva.
—Ya me doy cuenta —asintió Gamay, con una dulce sonrisa.
Paul le dirigió a su esposa una mirada en la que le decía que echaría a correr hacia la puerta a la primera oportunidad. Ella, por su parte, observaba las estanterías llenas de libros que cubrían gran parte de las paredes. Su ojo femenino, siempre atento al detalle, había visto aquello que Paul no había tenido en cuenta: a juzgar por los títulos, los libros eran de temas de alta tecnología. Si Frosby era capaz de entender aunque solo fuese una fracción de su material de lectura, entonces era un hombre de una inteligencia superior.
—Por favor, tomen asiento —los invitó Frobisher.
Él ocupó su silla y se volvió para mirar a los visitantes.
Trout se sentó junto a Gamay. Ya había decidido que la mejor manera de acabar con la conversación era comenzarla.
—Muchas gracias por recibirnos —dijo, como preludio a la despedida.
—Es un placer. —El dueño de casa sonrió, feliz—. A fuer de ser sincero, en estos tiempos no hay mucho interés por la Kovacs Society. Esto es todo un honor. ¿De dónde son ustedes?
—De Washington —respondió Paul.
Los ojos azules del hombre se iluminaron como los de un niño al ver un juguete nuevo.
—¡Todavía más honor! Tendrán que firmar mi libro de visitas. A ver, ¿cómo es que se interesan por Lazlo Kovacs?
—Ambos somos científicos de la National Underwater and Marine Agency —dijo Gamay—. Uno de nuestros colegas de la NUMA nos habló de los trabajos de Kovacs, y mencionó que había una sociedad en Los Álamos que disponía de los archivos más completos sobre el tema. La biblioteca del laboratorio nacional tiene poco y nada de Kovacs.
—Esa pandilla creen que era un chalado —afirmó Frobisher, con un tono de enfado.
—Nos dio esa impresión —dijo Gamay.
—Les explicaré cómo surgió la sociedad. Yo era uno de los físicos que trabajaba en el laboratorio nacional. Jugaba a las cartas con un grupo de colegas, y siempre acabábamos hablando de los trabajos de Nicolás Tesla. Algunos de nosotros sosteníamos que Kovacs se había visto ensombrecido por el estilo más extravagante de Tesla, y que se merecía un reconocimiento mucho mayor por sus hallazgos del que había recibido. Bautizamos a nuestro grupo de póquer con el nombre de Kovacs Society.
Trout sonrió, pero gemía para sus adentros al pensar en el tiempo desperdiciado. Carraspeó.
—¿Su sociedad lleva el nombre de un grupo de póquer?
—Sí. Pensamos llamarlo Poker Fíats, pero algunos de los muchachos estaban casados y nos pareció que un grupo de discusión sería una buena tapadera.
—¿Así que nunca discutieron los teoremas de Kovacs? —preguntó Gamay.
—Por supuesto que lo hicimos. Éramos malos jugadores de póquer pero buenos científicos. —De una bandeja que había en la mesa cogió dos cuadernillos y se los dio a los Trout—. Hicimos estas copias del artículo donde Kovacs presentó sus revolucionarias teorías. Tenemos un resumen de la conferencia sobre su trabajo celebrada aquí hace veinte años atrás. En su mayor parte se intentó desprestigiarlos. Se venden a cuatro dólares con noventa y cinco cada uno. También tenemos biografías que pueden comprar por un poco más, y que solo cubren los costes de impresión.
Paul y Gamay hojearon los cuadernillos. El texto estaba escrito en húngaro, y lleno de largas e incomprensibles ecuaciones. Trout le dedicó a su esposa una sonrisa de «Hasta aquí podíamos llegar» y se inclinó hacia delante, dispuesto a levantarse de un salto y correr hacia la puerta. Gamay vio su impaciencia, y le tocó el brazo.
—Los libros que veo en las estanterías son todos de temas muy técnicos, y dijo usted que trabajaba como físico en el laboratorio nacional, así que valoramos mucho su opinión —dijo Gamay—. Espero que no lo interprete mal, pero sin duda sabe que Kovacs y su teoría siempre fueron tema de una gran controversia. ¿Kovacs no era más que un chalado brillante, o había algo sólido en lo que proponía?
—Tenía algo muy sólido.
—Pero nunca lo demostró con un experimento, y se negó a publicar los resultados de sus hallazgos.
—Eso fue porque sabía que la información era demasiado peligrosa.
—Perdóneme, pero suena como una excusa para ocultar su fracaso —replicó Gamay, con una sonrisa.
—En absoluto. Fue por respeto a la humanidad.
Trout intuyó que Gamay tenía un plan, y le siguió el juego.
—Si le interesaba tanto la humanidad, ¿por qué trabajó para los nazis?
—Tuvo que trabajar para los nazis. Lo amenazaron con matar a su familia.
—Tengo entendido que fue eso exactamente lo que pasó —dijo Gamay—. Fue una pena, ¿no le parece? La esposa y el hijo del hombre murieron por esto. —Se golpeó la rodilla con la publicación—. Una descabellada teoría sobre unas letales ondas electromagnéticas de ultrabaja frecuencia.
Las pálidas mejillas de Frobisher tomaron un color cereza. Al cabo de un momento, la expresión ceñuda dio paso a una gran sonrisa.
—Bonita manera de hacerme morder el anzuelo. —Los miró alternativamente—. Ahora, por favor, díganme quiénes son de verdad.
Gamay miró a Paul, que asintió.
—Pertenecemos al Equipo de Misiones Especiales de la NUMA. ¿Quiere ver nuestras credenciales?
—Le creo. ¿Qué hacen dos personas de la organización de estudios oceánicos más grande del mundo en Los Álamos, un lugar muy alejado del Atlántico y el Pacífico?
—Creemos que la clave para desentrañar el misterio de algunas extrañas perturbaciones oceánicas está aquí, en Nuevo México.
El hombretón frunció el entrecejo.
—¿Qué clase de perturbaciones?
—Remolinos y olas enormes, tanto como para hundir barcos.
—Perdóneme, pero sigo sin entender de qué me habla.
—Uno de los científicos de la NUMA con quien hablamos sugirió que las perturbaciones podrían haber sido causadas por alteraciones en el flujo electromagnético terrestre. Mencionó los teoremas de Kovacs.
—Continúe.
La pareja se turnó para hablarle de las perturbaciones oceánicas, y la idea de que podrían ser obra del hombre.
—Dios mío —exclamó Frobisher, con voz ronca—. Está ocurriendo.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Paul.
—NUMA o no, se han metido en algo que es mucho más importante que cualquier cosa que se puedan imaginar.
—Es algo que hacemos habitualmente —replicó Paul—. Es uno de los requisitos para trabajar en la NUMA.
Frobisher miró a la pareja. Sus expresiones serenas lo devolvieron a la realidad, y se controló. Fue a la cocina y volvió con tres botellas de cerveza que repartió.
—Le hemos dicho quiénes somos —dijo Gamay, con su sonrisa más seductora—. Ahora quizá quiera decirnos quién es usted.
—Me parece justo. —Frobisher se bebió de un trago la mitad de la cerveza—. Empezaré con un poco de historia. La mayoría sabe de la carta que Einstein le escribió al presidente Roosevelt.
—Einstein dijo que, tras una reacción en cadena controlada, era posible desarrollar una bomba atómica —señaló Paul—. Propuso que Estados Unidos construyese un arma así antes de que lo hiciesen los alemanes.
—Así es. El presidente nombró un comité para que analizase el tema, y el resultado fue el trabajo desarrollado aquí en Los Álamos. Pocos saben que antes de finalizar la guerra, Einstein escribió una segunda carta que nunca fue publicada. En ella advertía de los peligros de la guerra electromagnética, basada en los teoremas. Pero a diferencia de Kovacs, considerado por muchos como un chalado, la opinión de Einstein tenía mucho peso. Por aquel entonces, Truman era el presidente. Designó un comité para considerar la advertencia de Einstein, y de aquel comité salió la decisión de emprender una investigación de la misma envergadura que el Proyecto Manhattan.
—Nos ha comentado que los rusos también realizaban una investigación similar.
—Así es. Para mediados de los sesenta íbamos codo a codo con los rusos.
—¿Hasta dónde llegaron las investigaciones?
—Muy lejos. Ellos se concentraron en la tierra y nosotros en el cielo. Provocaron algunos terremotos. Después del gran terremoto en Alaska, este país tomó represalias. Causamos unas cuantas inundaciones y sequías en Rusia. Nada del otro mundo.
—Las inundaciones y los terremotos tampoco son moco de pavo —protestó Gamay.
—Aquello no fue más que el precalentamiento. Los científicos de ambos países descubrieron casi al mismo tiempo que las fuerzas combinadas de sus experimentos podían causar grandes cambios en el campo electromagnético terrestre. Se celebró una reunión ultrasecreta entre los dos países en una remota isla en el mar de Bering, a la que asistieron científicos y funcionarios de los gobiernos. Se presentaron pruebas de las tremendas consecuencias que habría si se continuaba experimentando con los teoremas de Kovacs.
—¿Cómo es que sabe todo esto si era algo ultrasecreto? —preguntó Gamay.
—Muy sencillo. Fui uno de los participantes. Acordamos abandonar las investigaciones y ocuparnos de males menores, como la guerra nuclear.
—Resulta difícil creer que pueda haber algo peor que un holocausto nuclear —comentó Gamay, con una expresión de duda.
—Créalo. —Frobisher se inclinó hacia delante en la silla y bajó la voz por puro hábito, como si creyese que había micrófonos en la habitación—. Guardar el secreto fue considerado de tanta importancia que se montó un organismo de seguridad en los respectivos países. Cualquiera que demostrase un excesivo interés o un conocimiento extenso de los trabajos de Kovacs era desalentado o, si era necesario, eliminado.
—¿Entonces la Kovacs Society no se creó como una tapadera de las partidas de póquer? —preguntó Paul.
—Esa historia por lo general desilusiona a la mayoría de la gente —afirmó el científico, con una sonrisa—. No, la Kovacs Society se creó aquí como parte del montaje. Era el primer obstáculo para cualquiera interesado en su trabajo. Si hubiesen aparecido por aquí hace unos años y formulado preguntas que iban más allá de cierto límite, entonces yo tendría que haber hecho una llamada telefónica y ustedes hubiesen desaparecido. Tienen suerte de que la unidad fuese dispersada hace algún tiempo.
—¿Qué pasó? —quiso saber Trout.
—Los recortes presupuestarios —respondió Frobisher, con un tono despectivo—. Pérdida de la memoria institucional. Las pocas personas que sabían del acuerdo fallecieron y se llevaron el secreto a la tumba. No quedó nadie para defender los fondos, así que se eliminaron. Con el paso de los años, Kovacs y su trabajo se perdieron en el olvido. Como sucedió con Nicolás Tesla, Kovacs se ha convertido en una figura de culto para los que viven imaginando conspiraciones, solo que menos conocida. La mayoría de los tipos que aparecen por aquí son unos chalados, como uno que llevaba una araña tatuada en la calva. Los más serios se desilusionan en cuanto hago el «numerito» de Friby.
—Lo hace muy bien.
—Gracias. Hasta yo había comenzado a creérmelo. He sido un cancerbero dedicado a espantar a todos los que demostraban una curiosidad excesiva.
—Mencionó las consecuencias mundiales de la manipulación electromagnética —dijo Paul.
—Lo que más nos asustó fue la posibilidad de que la manipulación electromagnética produjese un cambio en los polos terrestres.
—¿Eso es posible? —preguntó Gamay.
—Oh, sí. Se lo explicaré. El campo electromagnético terrestre se crea por el giro de la corteza alrededor de la parte sólida del núcleo. Los científicos de la Universidad de Leipzig desarrollaron un modelo que muestra a la tierra como una gigantesca dínamo. Los metales pesados y el magma líquido del electromagneto interior forman el embrague. Los metales livianos de la corteza constituyen el bobinado. Los polos del planeta están determinados por la carga electromagnética. Los polos magnéticos son el producto de los vórtices en las profundidades del núcleo fundido. Los polos magnéticos tienden a moverse. Es un fenómeno que los navegantes tienen en cuenta en todo momento. Si declina la fuerza de un polo, se puede producir una inversión de los polos magnéticos norte y sur.
—¿Cuál sería el efecto de un cambio de los polos magnéticos? —preguntó Gamay.
—Provocaría un sinfín de perturbaciones, pero no una catástrofe. Habría problemas en las redes de distribución eléctrica. Los satélites quedarían inutilizados. Las brújulas se volverían imprecisas. Se podrían producir agujeros en la capa de ozono, algo que ocasionaría problemas de salud a largo plazo. Veríamos las auroras boreales desplazadas hacia el sur. Las aves migratorias y los animales estarían desorientados.
—Tiene toda la razón al decir que una inversión polar causaría grandes perturbaciones —manifestó Gamay.
—Sí, pero eso no sería nada comparado con los efectos de un cambio polar geológico.
Como geólogo marino, Trout sabía muy bien de lo que hablaba Frobisher.
—Se refiere a un desplazamiento de la corteza sobre el núcleo interior más que a un cambio en el campo electromagnético terrestre. Precisamente. La parte sólida de la tierra se mueve sobre la parte líquida. Hay pruebas de que ocurrió antes, causado por un fenómeno natural como el paso de un cometa.
—Soy geólogo marino —dijo Paul—. Un cometa es una cosa. Me resulta difícil imaginar que una máquina hecha por el hombre pueda causar grandes cambios físicos.
—Por eso era tan importante el trabajo de Kovacs.
—¿De qué manera?
Frobisher se levantó y se paseó un par de veces por la habitación como si quisiese poner en orden sus pensamientos, luego se detuvo y comenzó a mover en círculo el dedo índice.
—Esto es diferente. El electromagnetismo rige todo el universo. La tierra está cargada como un gigantesco electroimán.
Los cambios en el campo pueden causar un cambio en la polaridad, como he dicho hace unos minutos. Pero hay otro efecto, que Kovacs estudió en sus investigaciones. La materia oscila entre la etapa de materia y energía.
Trout asintió.
—Lo que usted dice es que al cambiar el campo electromagnético del planeta es posible cambiar la ubicación de la materia en la superficie de la tierra.
—Eso podría explicar las perturbaciones oceánicas —añadió Gamay.
Frobisher chasqueó los dedos y sonrió, complacido.
—Que alguien les dé un puro a este hombre y a esta mujer.
—¿Qué pasaría si hay un desplazamiento de tierra?
La sonrisa de Frobisher desapareció en el acto.
—Las fuerzas de la inercia reaccionarían al cambio en la materia. Las aguas de los océanos y los lagos se moverían en diferente dirección, desbordarían las costas y provocarían tremendas inundaciones. Dejarían de funcionar todos los aparatos eléctricos. Tendríamos huracanes y tornados de una violencia sin precedentes. La corteza terrestre se rajaría, lo que daría lugar a enormes terremotos, erupciones volcánicas e inmensos flujos de lava. El cambio climático sería drástico y duradero. La radiación de los rayos solares penetraría el campo magnético de la tierra y mataría a millones de personas.
—Habla usted de una catástrofe de proporciones mayúsculas —opinó Gamay.
—No —dijo Frobisher, con una voz apenas audible—. Hablo ni más ni menos que del fin de todo ser viviente. El fin del mundo.
En el viaje de regreso a Albuquerque para tomar el vuelo de vuelta a casa, fue el turno de Paul de estar en silencio.
—Un penique por tus pensamientos —dijo Gamay—. Reajustado a la inflación, por supuesto.
Trout salió de su ensimismamiento.
—Solo pensaba en Roswell, Nuevo México, donde se supone que se estrelló un OVNI.
—Quizá podamos ir allí en algún otro momento. La cabeza todavía me da vuelta con todas esas historia de conspiraciones que nos contó nuestro amigo Frosby.
—¿Qué opinión te ha merecido?
—Si no es un excéntrico encantador, entonces es aterradoramente cuerdo.
—Coincidimos, y es por eso que pensaba en Roswell. Algunos de los partidarios de los OVNIS dicen que después del episodio, el presidente designó una junta de científicos y altos funcionarios del gobierno para analizar el tema y ocultarlo. El grupo se llamaba MJ12.
—Me suena. ¿Piensas que el paralelismo con lo que hemos escuchado puede estar muy cerca?
—Quizá, pero hay una manera de confirmar lo que dijo.
—¿Cuál es?
Había un cuadernillo en la consola entre los dos asientos delanteros. Frobisher se los había dado, junto con la explicación de que Kovacs había publicado un único artículo con los fundamentos matemáticos de sus controvertidos teoremas. Todas las páginas estaban cubiertas con ecuaciones. Paul recogió la publicación y la sostuvo en el aire.
—Lazlo Kovacs no pudo poner a prueba sus teoremas. Nosotros sí.