Karla, bien abrigada en su saco de dormir, escuchaba el aullido del viento que azotaba la caseta de los viejos tramperos. Pensaba en su reacción al ver la cría de mamut. Decir que se había quedado atónita hubiese sido quedarse muy corto. Había sentido como la descarga de un rayo. Se había forzado a respirar lenta y profundamente. Al cabo de unos minutos se había impuesto su preparación, y había comenzado a someter al espécimen en la mesa a un análisis científico.
Midió a ojo a la criatura, y calculó que tenía unos ciento doce centímetros de largo y noventa de alto. El peso rondaría los noventa kilos. El animal tenía todas las características que los artistas de la Edad de Piedra habían representado en sus pinturas rupestres, incluida la cabeza puntiaguda coronada con una mata de pelo y la gran joroba.
Los colmillos comenzaban a curvarse, una indicación de que era un macho. En un adulto podían llegar a tener unos cinco metros o más de largo. Las orejas eran pequeñas y la trompa corta en relación al cuerpo. Incluso en plena madurez, la trompa sería más corta que la de los elefantes. Todo el cuerpo aparecía cubierto con un manto color castaño. Por el tamaño, calculó que tendría entre siete y ocho meses de edad.
Karla pensó que ese podía ser el ejemplar de Mammuthus primigenius que se había descubierto hasta ahora. La mayoría de los mamuts encontrados no eran más que trozos de carne y hueso. Aquel era un animal completo, y en muchas mejores condiciones que Effie, la carcasa parcial encontrada en Fairbanks Creek, y los especímenes rusos, Dima y Zharkov, o, el más famoso de todos, el Beresovska que habían hallado congelado, y cuya carne todavía era comestible. El estómago del animal contenía los ranúnculos que había comido poco antes de morir. La muchacha se volvió hacia los demás científicos.
—Es maravilloso. ¿Dónde lo encontrasteis?
—Babar estaba en la orilla de un viejo cauce —respondió María.
—¿Babar?
—Teníamos que ponerle un nombre al pobre chiquitín —añadió María—. Una vez leí un libro de Babar, que era el rey de los elefantes.
—Creo que es un nombre muy bonito. Os felicito —manifestó Karla, con una sonrisa—. Este es sin duda el descubrimiento científico del siglo.
—Gracias —dijo María—. Desafortunadamente, este descubrimiento plantea un problema a la expedición.
—No lo entiendo.
—Es casi hora de cenar —intervino Arbatov—. Hablemos de esto mientras comemos.
Por la barriga que colgaba por encima del cinturón de Arbatov, era obvio que no se saltaba muchas cenas. Fueron a una de las tiendas grandes. En aquel agradable entorno resultaba difícil creer que se encontraban en una remota isla ártica. La mesa plegable tenía un mantel de plástico con un estampado de flores. El suave resplandor amarillo de las lámparas hacía que el ambiente resultara más acogedor. Las estufas a gas mantenían el interior a una temperatura de confort constante a pesar de que la tela se sacudía con las heladas ráfagas que llegaban del mar.
La cena comenzó con una sopa de remolacha y otras verduras, típica de Ucrania, seguida por un estofado de ternera, y galletas ponchiki de postre. Todo lo acompañaron con té y más tarde con vodka, para protegerse del frío del anochecer. Después de probar la cocina de María, Karla comprendió que Sergei no era el único responsable de la barriga. Se comió su última galleta.
—Me sorprende que se puedan preparar estos deliciosos platos en unas condiciones relativamente primitivas —comentó.
—No hay ninguna razón para pasar hambre, o comer congelados como hacen los norteamericanos —afirmó María—. Mientras disponga de un fuego, una cazuela y los ingredientes necesarios, puedo cocinar como cualquier gran cocinero de Moscú.
Karla levantó su copa de vodka.
—Quiero felicitaros de nuevo por vuestro hallazgo. Debéis de sentiros muy felices.
El fino oído del doctor Sato captó el oblicuo intento de Karla por introducir un tema espinoso en la conversación.
—Muchas gracias. Como dijimos antes, en parte es un problema. —Miró a Arbatov, y el ruso asintió.
—¿Sabes lo que pretendemos conseguir con esta expedición?
—Sí. Estáis buscando los restos de un mamut que sirva para la clonación.
—Correcto. Las semillas de este proyecto se plantaron en 1999, cuando una expedición multinacional desenterró unos restos muy prometedores en un trozo de barro helado.
—El mamut Zharkov —dijo Karla.
A los restos les habían dado el nombre de la familia siberiana propietaria de la tierra donde se habían desenterrado.
—Efectivamente. Hubo un gran interés por la bestia de parte de varios laboratorios de investigación genética de diferentes países del mundo. Dijeron que si se podía extraer el ADN de los tejidos blandos, se podían utilizar para clonar un mamut lanudo.
—Si no recuerdo mal, en el barro solo encontraron huesos, sin ningún rastro de tejidos blandos.
—Sin los tejidos blandos, no se pudo intentar el experimento de la clonación, pero el interés se mantuvo vivo. Continuaron con los experimentos —explicó Arbatov—. Un grupo de investigadores japoneses y chinos clonaron dos vacas, a partir de células epiteliales de un embrión de vaca muerta que había mantenido congelado a la misma temperatura del «permafrost». Desde entonces, las expediciones han continuado la búsqueda de restos adecuados en Siberia. Mi esposa y yo trabajamos para un parque de vida salvaje siberiano que quiere impregnar a una hembra de elefante indio para que geste una cría que sea parte mamut, y después repetir el mismo proceso con la cría cuando sea adulta. Confían en que podrán tener una criatura que sea en un ochenta por ciento mamut lanudo en un plazo de cincuenta años.
—Esta es un expedición conjunta con los japoneses —dijo el doctor Sato, que cogió el hilo de la explicación—. Estudiantes de la Universidad Kinki y expertos veterinarios de Kagoshima, como el doctor Ito, han estado buscando muestras de ADN en Siberia desde 1997. Se calcula que hay unos diez millones de mamuts enterrados debajo del «permafrost», así que vinimos aquí con la ilusión de encontrar lo que necesitamos.
—¿Cómo se haría la clonación?
—Es extremadamente complicado. Cada paso tiene que ser perfecto —respondió Ito—. Extraeríamos una cadena de ADN completa del tejido blando, sacaríamos un huevo de una elefanta, que sería irradiado para destruir su ADN. Lo reemplazaríamos con el ADN de mamut y lo insertaríamos en la elefanta. La gestación normal de los elefantes es de veintidós meses, pero no tenemos idea de lo que puede ser para esta criatura. Tampoco sabemos cómo cuidar de la cría híbrida.
—Todos y cada uno de esos obstáculos parecen formidables —opinó Karla.
—Encontrar el tejido ha sido el obstáculo más difícil a superar —apuntó María.
—Hasta ahora —dijo Karla.
—Idealmente, nos hubiese gustado más encontrar a una hembra embarazada —confesó María—, pero este podría ser un buen sustituto.
—Hay algo que me intriga —señaló Karla—. A mí me parece que tenéis todo lo que necesitáis y más en la cría que está en la casa.
El intercambio de miradas entre los cuatro científicos fue casi cómico.
—Hay una disputa jurisdiccional —manifestó el doctor Sato—. Como dos padres que se disputan la custodia de un hijo.
—No es necesario tener todo el cuerpo. Basta con una muestra de ADN.
—Sí —admitió Sato—. Pero ya sabes lo competitivo que es el mundo científico. Quien se lleve el espécimen recibirá un empuje tremendo en su carrera y riqueza.
—¿Quién lo encontró?
Arbatov se encogió de hombros.
—Ito y Sato, pero nosotros lo reclamamos porque ayudamos a llevarlo a la casa y porque es suelo ruso.
—¿No había un acuerdo para resolver este tipo de cosas?
—Sí, pero nadie pensó en que encontraríamos un espécimen perfecto —contestó María.
—Somos personas racionales —añadió Arbatov—. María tiene gran parte del mérito a la hora de calmar nuestros temperamentos masculinos. Hemos tenido fuertes discusiones, y hablamos en profundidad de si debíamos decírtelo. Decidimos que sería poco práctico ocultártelo, además de ser intelectualmente deshonesto. Así que continuamos sin saber qué hacer.
—Tienes razón. Tenéis un problema —afirmó la muchacha.
Las cuatro cabezas asintieron.
—Pero no es un problema insoluble —añadió, y las cuatro cabezas se detuvieron en mitad del gesto.
—Por favor, no nos digas que hagamos de Salomón y partamos a la cría por la mitad —dijo Arbatov.
—En absoluto. La respuesta parece bastante obvia. Hay que buscar otro espécimen. Puede haber más como este en la misma zona. Yo os ayudaré. He hecho unos extensos estudios topográficos de la isla desde el Pleistoceno, cuando las estepas estaban llenas con estas criaturas. Creo que os puedo indicar los lugares de mayor concentración y con las mejores condiciones medioambientales, para aumentar las probabilidades de éxito.
—En nuestro país, valoramos el consenso por encima de la confrontación —declaró el doctor Sato—. Propongo que busquemos un segundo espécimen. Si no lo hemos encontrado para cuando regrese el barco, informaremos a nuestros respectivos patrocinadores de la situación y dejaremos que ellos se encarguen de dirimir el tema en el juzgado.
María, diplomáticamente, se dirigió a su marido.
—¿Sergei? ¿Cuál es tu opinión como director del proyecto?
—Creo que Karla nos ha ofrecido una solución que es válida para todo.
—Tiene un coste —manifestó Karla—. Quizá me podríais ayudar con mi proyecto.
—Mis disculpas —dijo el doctor Sato—. Estamos tan metidos en nuestros temas que nos hemos comportado con muy poca cortesía. ¿Qué es exactamente lo que espera encontrar aquí?
—La solución al enigma de los mamuts.
—¿La extinción en el Pleistoceno? —preguntó María.
—Imaginaos esta isla hace veinte mil años —propuso Karla—. Toda esta tierra más allá de la tienda estaba cubierta de vegetación. El suelo se sacudía con el tronar de las inmensas manadas de mamuts. Estas criaturas llegaban a tener una altura de casi cinco metros, que los convertía en los más grandes de todos los elefantes. Sus grandes manadas recorrían el mundo antiguo, hasta hace tres millones de años. Abundaban en América del Norte, desde Carolina del Norte hasta Alaska, en la mayor parte de Rusia y el resto de Europa, incluso en Gran Bretaña e Irlanda. Pero para el ocho mil antes de Cristo, prácticamente habían desaparecido, excepto por grupos aislados. Las manadas de mamuts se esfumaron, junto con centenares de otras especies, y dejaron sus huesos congelados para que los científicos como nosotros nos devanásemos los sesos.
—La extinción es uno de los grandes misterios del mundo —manifestó María—. Los mamuts, los mastodontes, los tigres con dientes de sable, todos desaparecieron de la faz de la tierra entre diez y doce mil años atrás, junto con otras casi doscientas especies de grandes mamíferos. Millones de animales murieron a escala global. ¿Qué esperas encontrar aquí?
—No estoy muy segura —respondió Karla—. Como sabéis, hay tres teorías que explican la extinción. La primera es que los «Clovis» los cazaron hasta extinguirlos.
—El problema principal con esa teoría es que no explica la extinción en el resto del mundo —señaló Arbatov.
—Tampoco hay ninguna prueba fósil que apoye esta idea, así que pasamos a la segunda teoría: que un virus asesino se propagó por las poblaciones de mamíferos del mundo entero.
—¿Entonces considera la teoría del virus como la más plausible? —quiso saber el doctor Sato.
—No del todo. Volveremos a considerarlo después de discutir la tercera teoría: un drástico cambio climático. Cerca del final del período, el clima cambió bruscamente. Pero la teoría tiene un gran fallo. Sobrevivieron las criaturas en un número de islas. Tendrían que haber muerto si la causa estaba relacionada con el clima.
—Si no fue la caza, el virus, o el cambio climático, ¿qué fue? —planteó Sergei.
—La discusión se ha reducido a dos escuelas de pensamiento. La catastrofista, que dice que un único hecho o una serie de hechos causaron la extinción, y la uniformista, que mantiene que la extinción se produjo durante un largo período, por diversas causas.
—¿Tú cuál defiendes: la catastrofista o la uniformista? —preguntó Arbatov.
—Ninguna. Estas teorías no explican todos los hechos. Creo que es todo el conjunto, con el inicio de la extinción provocado por un cataclismo o una serie de cataclismos. Tsunamis. Erupciones volcánicas que lanzaron a la atmósfera nubes tóxicas y gases, que alteraron la vegetación.
—También hay un agujero en esa teoría —señaló Arbatov—. Las pruebas sugieren que la extinción se produjo a lo largo de centenares o miles de años.
—Eso no sería un problema. Mi teoría tiene en cuenta el descubrimiento de enormes cantidades de mamuts en fosas comunes, y explica por qué algunas de las criaturas sobrevivieron hasta mucho después. Las pruebas demuestran que muchos murieron a consecuencia de un violento fenómeno repentino. Pero también sabemos que quedaban algunas especies de mamuts cuando los egipcios construían las pirámides. El cataclismo diezmó las manadas de mamuts hasta un punto que las enfermedades y los cazadores acabaron por extinguirlas. La extinción de ciertas especies produjo un efecto dominó. Los depredadores que vivían de los mamuts y otras criaturas se quedaron sin su fuente de alimento.
—Creo que hay algo en tu teoría, pero dice que este cataclismo mundial ocurrió súbitamente. En un momento, los mamuts rumiaban pacíficamente, y al siguiente, estaban en vías de extinción. ¿No es un poco rebuscado?
—En absoluto. Pero sería la primera en admitir que la teoría de la inversión polar es polémica.
—¿Inversión polar?
—¿Inversión polar?
—Un realineamiento de los polos.
—Ninguno de nosotros es geólogo —dijo Arbatov—. Por favor, explícate.
—Será un placer. Hay dos tipos de inversiones polares. La «inversión polar magnética» significa una inversión de los polos magnéticos, lo que provocaría una serie de cosas desagradables pero nada que no pudiésemos sobrevivir. Una «inversión polar geológica» significa un movimiento de la corteza terrestre sobre el núcleo fundido. Algo así crearía un cataclismo como el que creo que acabó con los mamuts como especie.
El jefe del proyecto no pareció convencido.
—¿Basas tu teoría de la extinción en una hipotética inversión de los polos? Debes admitir que es poco probable que pudiese ocurrir.
—Al contrario. Ocurrió y podría ocurrir de nuevo.
Arbatov hizo como si quisiese quitarle la copa a Karla.
—Nuestra invitada ha bebido demasiado vodka.
—Con mucho gusto te dejaré leer el artículo donde desarrollo mi teoría, Sergei. Creo que la encontrarás esclarecedora. Sobre todo las ecuaciones que explican cómo una perturbación en el campo electromagnético de la tierra podría precipitar la inversión de los polos.
De inmediato se suscitó una discusión entre los partidarios y los detractores de su teoría. A pesar de la pátina civilizada, era evidente que quedaban restos de tensión entre el grupo. Karla no se sorprendió. Los científicos eran como todas las demás personas, excepto en que eran posiblemente más vanidosos y mezquinos. Fue María con su personalidad fuerte y amable quien acabó con el acalorado debate.
—Me disculpo por ser tan descorteses con nuestra invitada —dijo, con una mirada asesina a su marido—. ¿Cuál es tu plan para mañana? —le preguntó a Karla.
Con Arbatov neutralizado, la discusión acabó en el acto.
—Quizá alguien quiera mostrarme dónde encontraron a Babar.
Le respondieron que eso no era un problema. Todos ayudaron a María a recoger y fregar los platos. Poco después, Karla estaba en su saco de dormir. La vieja caseta era acogedora y bien aislada, y, excepto por el ruido de algún pequeño roedor, se sentía muy cómoda. La excitación por la cría de mamut hacía que le costase conciliar el sueño.
Recordó una nana que su abuelo le cantaba cuando ella se fue a vivir con él después de la muerte de sus padres.
Apenas si había dicho la primera estrofa cuando se quedó profundamente dormida.