Capítulo 16

—Encantado de conocerle, profesor Kurtz —dijo Harold Mumford, profesor de zoo-arqueología—. ¿Le agrada el té Earl Grey?

—Es mi preferido —respondió el hombre sentado en el despacho de Mumford en el campus de la Universidad de Alaska en Fairbanks.

Tenía el rostro alargado, con la barbilla prominente y ojos azul claro. Entre los cabellos castaños se veían unas primeras canas.

Mumford sirvió dos tazas de té y le dio una a su visitante.

—Ha hecho un largo viaje. Fairbanks está muy lejos de Berlín.

—Sí, Alemania está a muchos miles de kilómetros, doctor Mumford. Pero siempre he deseado venir a Alaska. Es la última frontera.

—Eso es algo que se está acabando demasiado rápido —afirmó Mumford, un hombre orondo, de media edad que tenía el rostro parecido al de una morsa amistosa—. Demonios, hasta tenemos un Wal-Mart en la ciudad. Pero a un paso, aún nos queda una gran extensión de tierra salvaje, poblada de osos y renos. Espero que tenga la oportunidad de visitar el parque en Denali.

—Oh, sí. Es algo que tengo apuntado en mi agenda. Me entusiasma la perspectiva.

—Es un día de viaje pero vale la pena. Lamento que no haya podido encontrar a Karla Janos. Como le dije por teléfono, se marchó para unirse a una expedición científica hace unos días.

—Venir aquí fue una decisión de última hora —dijo Schroeder—. Se me presentó la oportunidad de disponer de unos días libres, y decidí dejarme caer por aquí. Ha sido muy amable de su parte recibirme casi sin previo aviso.

—Es un placer. No le culpo por su deseo de conocer a Karla. Es una joven brillante además de encantadora. Trabajó en el yacimiento de Grestle River Quarry a unos cien kilómetros de aquí. Fue en ese lugar donde encontramos varios colmillos de mamut tallados. Fue algo muy excitante. El trabajo que escribió sobre la explotación de los mamuts por los cazadores primitivos es uno de los mejores que he leído sobre el tema. Sé que estaría encantada de conocer a alguien con sus antecedentes académicos.

Schroeder se había hecho sus credenciales académicas en una copistería en Anchorage. Las tarjetas de visita lo identificaban como Hermán Kurtz, profesor de Antropología de la Universidad de Berlín. Había tomado en préstamo el apellido del enigmático personaje de El corazón de las tinieblas de Conrad.

A todo lo largo de su carrera, nunca había dejado de sorprenderle lo poderosas que eran las palabras impresas en una hoja de papel cuando se las combinaba con un aire de absoluta seguridad. La parte más difícil era hablar con acento austríaco después de tantos años de hablar en inglés con acento del oeste.

—Leí el trabajo —mintió Schroeder—. Como usted dijo, es muy interesante. También leí el artículo donde expone su tesis sobre la extinción de los mamuts.

—Eso fue algo típico de Karla. Después de presentar la conclusión de que el hombre solo había tenido un impacto mínimo en la extinción de los mamuts, dio el gran salto para señalar como la causa más probable un acontecimiento catastrófico. Ya se puede imaginar la controversia que suscitó.

—Sí, no deja de ser un planteamiento muy innovador, pero me gustó su manera de presentarlo. ¿Su teoría de la extinción tiene algo que ver con su actual trabajo de campo?

—Todo. Espera encontrar las pruebas que confirmen su teoría en una remota isla en Siberia.

Schroeder hinchó los carrillos.

—Siberia sí que está muy lejos de aquí. ¿Cómo se hace para llegar hasta allí?

—En el caso de Karla, voló hasta la isla Wrangel, y después embarcó en un rompehielos que la llevó a las islas de Nueva Siberia. El barco la recogerá dentro de dos semanas, y regresará a Fairbanks unos pocos días más tarde. ¿Aún estará usted en Alaska?

—Desafortunadamente no. Pero la envidio mucho por su aventura. Lo dejaría todo y seguiría sus pasos ahora mismo, si pudiese.

Mumford se reclinó en la silla y cruzó las manos detrás de la nuca.

—Por lo que parece, Ivory Island se ha convertido en otro Cancún —comentó, con una sonrisa.

—¿Perdón?

—Ivory Island es donde Karla está ahora mismo. Un tipo de Discovery Channel vino a verme ayer y dijo que había venido a Alaska con un equipo para filmar un programa especial sobre el monte McKinley. Supongo que habrá escuchado hablar del trabajo de Karla. Se mostró muy interesado cuando le hablé de la isla. Mencionó la posibilidad de acercarse hasta allí. Lo quiso saber todo del proyecto. Por lo que se ve, no hay ningún obstáculo cuando tienes un talonario firmado en blanco.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Schroeder—. Quizá nos conocimos en alguno de mis viajes.

—Hunter —contestó Mumford—. Scott Hunter. Un gigantón, muy musculoso.

Schroeder sonrió, pero en sus ojos apareció una expresión de desprecio por el ridículo juego de palabras detrás del nombre falso.

No puedo decir que lo conozca. Por supuesto, le habrá informado de las dificultades para llegar a la isla, ¿no?

—Lo envié al aeropuerto para que hablase con Joe Harper. Es un antiguo piloto con una gran experiencia de vuelo por regiones remotas y que ahora tiene una compañía llamada PoleStar Air. Llevan a grupos de turistas en viajes de aventuras a Rusia.

Schroeder se bebió el resto del té de un trago aunque le quemó la garganta. Le dio las gracias a Mumford por la hospitalidad, y marchó sin demora en su coche de alquiler al aeropuerto de Fairbanks. La ubicación próxima al círculo polar hacía que el aeropuerto fuese el más indicado para el repostaje de los grandes aviones de carga que efectuaba la ruta transpolar desde el Lejano Oriente a Estados Unidos. Schroeder vio despegar a un 747 cuando aparcaba. El aeropuerto era relativamente pequeño, y solo necesitó preguntar una vez para encontrar la oficina de la PoleStar Air.

La recepcionista lo saludó con una amable sonrisa y le informó que el señor Harper estaría a su disposición en cuanto acabase de hablar por teléfono. Harper apareció al cabo de unos pocos minutos. Tenía el tipo que hubiese deseado el actor llamado a interpretar el personaje del aviador intrépido. Era un hombre delgado de mirada alerta y expresión decidida, y, a juzgar por su apariencia, aún estaba haciendo la transición de piloto solitario a empresario turístico.

Llevaba la barba bien recortada, pero en cambio los cabellos los tenía desgreñados y le caían por encima de las orejas. La camisa nueva y planchada hacía juego con los tejanos a los que aún les faltaba para llegar al nivel de ser cómodos. Transmitía un aire de una gran capacidad profesional, pero había una sombra de preocupación en sus ojos. Se agachó para susurrarle al oído de la recepcionista algo sobre la factura del combustible, y después invitó a Schroeder a pasar a su despacho.

El espacio de trabajo apenas si tenía capacidad para una mesa y un ordenador. Todo lo demás aparecía ocupado por pilas de carpetas. Harper era muy consciente del desorden.

—Le pido perdón por el desorden. PoleStar es todavía una empresa familiar, y tengo que encargarme del papeleo. En realidad, lo hago casi todo con la ayuda de mi esposa que es la recepcionista.

—Me han comentado que tiene muchos años de piloto en estas regiones.

El rostro de Harper se animó.

—Llegué aquí en 1984. Tenía un Cessna con el que volé durante años. Amplié el negocio con una flota de hidroaviones ultraligeros. Después los vendí para comprar el reactor que está en la pista. El azul con las estrellas por todo el fuselaje. A los clientes con dinero les gusta hacer sus viajes de aventura en primera clase.

—¿Qué tal va?

—El negocio funciona, aunque no puedo decir lo mismo de mí. —Cogió una pila de papeles y los dejó de nuevo en la mesa—. Estoy empantanado aquí hasta que seamos lo bastante grandes como para contratar a un empleado. Pero ese es mi problema. ¿Cuál es el suyo?

—Vengo de hablar con el doctor Mumford en la universidad. Me dijo que usted llevará a un equipo de televisión a una isla en Siberia.

—Ah, sí, la gente del Discovery. Tomarán un avión que enlaza con un pesquero en Wrangel.

Schroeder le dio a Harper una de sus tarjetas.

—Quisiera ir a las islas de Nueva Siberia. ¿Cree que podría viajar con ellos?

—Por mí de acuerdo. Hay lugar para todos en el avión. Solo tiene que pagar el billete. Desafortunadamente, han reservado todos los asientos del avión y el barco.

Schroeder se pensó la respuesta.

—Quizá pueda hablar con sus clientes para que me dejen viajar con ellos.

—Puede intentarlo. Se alojan en el hotel Westmark.

—¿A qué hora piensa despegar?

Harper consultó su reloj.

—Dentro de dos horas y veintiún minutos.

—Voy a hablar con ellos.

Schroeder fue al hotel, y preguntó en la recepción por el equipo del Discovery. El recepcionista le dijo que los había visto entrar en el bar hacía unos minutos. Schroeder le dio las gracias y fue al bar, donde la mayoría de los clientes eran parejas o personas solas. El único grupo ocupaba una mesa en un rincón, y conversaban en voz baja. Eran cuatro.

Compró un periódico en el vestíbulo, fue a sentarse a una de las mesas cercanas al grupo y pidió un zumo de lima con agua mineral. Dos de los hombres lo miraron por un momento y continuaron con la conversación. Una de las ventajas de la vejez es la invisibilidad, pensó. Los jóvenes sencillamente dejan de verte.

Decidió poner a prueba su conclusión. Vio que uno de los hombres se levantaba para ir al lavabo. Esperó el momento exacto para levantarse y tropezar deliberadamente con el hombre cuando volvía. Schroeder se deshizo en disculpas, pero el hombre se limitó a maldecir, y lo hizo callar con una mirada furibunda.

El incidente le informó de dos cosas. La primera, que su nueva apariencia, afeitado y con el pelo teñido, funcionaba, y que el hombre de la tele llevaba un arma en una sobaquera. Decidió llevar las cosas más adelante.

Fue al lavabo y al salir se acercó a la mesa del grupo.

—Buenos días —dijo con su acento del oeste—. Me han dicho que son ustedes del Discovery Channel. ¿El señor Hunter?

Un hombre fornido que parecía ser el jefe lo miró con suspicacia.

—Sí. Yo soy Hunter. ¿Cómo es que sabe mi nombre?

—Lo sabe todo el hotel. No es frecuente la presencia de celebridades por estos parajes. —La respuesta provocó las sonrisas de los cuatro—. Solo quería decirle lo mucho que disfruté con el programa de los hititas que hizo hace algunos meses atrás.

Una expresión de desconcierto apareció fugazmente en el rostro del hombretón.

—Gracias —respondió, mientras continuaba observando a Schroeder, alerta—. Tengo que atender unos asuntos, así que si nos disculpa.

Schroeder se disculpó por haberlos interrumpido y volvió a su mesa. Escuchó las risas de los hombres. Se había inventado el programa de los hititas. Él no se perdía ninguno de los reportajes del Discovery Channel. No se había emitido ningún programa sobre el tema en los últimos seis meses. Eran unos impostores.

Pensó en un plan mientras se acababa la bebida y se decidió por la acción directa. Fue a su coche, y sacó de debajo del asiento una pistola con silenciador.

Se alegró al ver que los hombres aún estaban en el bar cuando entró en el hotel. Había llegado justo a tiempo. Habían pagado la cuenta y se habían levantado de la mesa. Los siguió hasta el ascensor. Subió con ellos al tercer piso, sin dejar de parlotear como un tonto, y sin hacer caso de las malhumoradas respuestas. Bajó con ellos en la misma planta, y murmuró algo sobre las coincidencias. Caminó por el pasillo, como si hubiese olvidado dónde estaba, pero cuando el grupo se separó para ir a sus respectivas habitaciones tomó nota de los números.

Esperó un minuto, y luego se acercó a la primera puerta. Con la pistola oculta detrás de la espalda, miró a un lado y otro del pasillo para asegurarse de que estaba solo, y llamó. La puerta se abrió al momento. El hombre torció el gesto al ver a Schroeder. Era el mismo al que habían empujado. Se había quitado la chaqueta, y, tal como había sospechado Schroeder, llevaba un arma.

—¿Qué demonios quiere?

—Creo que he perdido la llave de mi habitación. Me preguntaba si me permitiría utilizar su teléfono.

—Estoy ocupado. —Acercó la mano al arma—. Vaya a molestar a otra parte.

El hombre comenzó a cerrar la puerta. Schroeder levantó la pistola y le disparó entre los ojos. El hombre se desplomó con una expresión de abyecta sorpresa. Schroeder miró de nuevo a un lado y otro del pasillo, pasó por encima del cadáver y lo arrastró al interior.

Schroeder siguió la misma rutina, con pequeñas variaciones pero idénticos resultados. En uno de los casos, falló el primer tiro y tuvo que efectuar un segundo. En otro, escuchó que se abría la puerta del ascensor cuando arrastraba al muerto al cuarto. Pero cuando acabó, había matado a cuatro hombres en menos de cinco minutos.

No sentía el menor remordimiento. Los había matado con la fría eficiencia del pasado. No eran más que unos matones, que no se diferenciaban en nada de los muchos que había conocido, e incluso trabajado. Además eran unos incompetentes. Lo más probable era que hubiesen formado el equipo deprisa y corriendo. No eran los primeros hombres que había matado, y tampoco serían probablemente los últimos.

Colgó el cartel de no molestar en cada una de las puertas. Unos pocos minutos más tarde, viajaba de nuevo en su coche de alquiler hacia el aeropuerto. Harper continuaba en su despacho, metido entre sus papeles como un topo gigante.

—Hablé con el equipo de la tele —dijo Schroeder—. Han cambiado de plan. Han decidido ir a la isla Kodiac para filmar un reportaje sobre los osos.

—¡Mierda! ¿Por qué no me han llamado?

—Puede llamarlos y preguntarles. Pero ya salían cuando hablé con ellos.

Harper cogió el teléfono y llamó al hotel. Pidió que lo pasasen con las habitaciones de los hombres de la televisión. Cuando no consiguió respuesta, colgó violentamente. Se frotó los ojos, y pareció que se echaría a llorar en cualquier momento.

—Se acabó —dijo—. Contaba con el dinero de este viaje para el pago de la mensualidad del pájaro. Estoy en la ruina.

—¿No tiene ningún otro vuelo chárter contratado?

—No es nada fácil. Se tardan días, algunas veces semanas, en conseguir uno.

—¿Entonces ahora el avión y el barco se pueden alquilar?

—Sí, están libres. ¿Conoce a alguien que quiera alquilarlos?

—Pues se da el caso que sí. —Schroeder metió la mano en un bolsillo, y sacó un grueso fajo de billetes, que arrojó sobre una pila de papeles—. Esto es por el viaje de ida y el barco. Le pagaré la misma cantidad por el vuelo de vuelta. La única condición es que tendrá que esperar durante algunos días hasta que esté preparado para el regreso.

Harper recogió el fajo y pasó el pulgar por el borde. Eran todos billetes de cien dólares.

—Con esto casi podría comprar un avión nuevo. —Frunció el entrecejo—. No se tratará de nada ilegal, ¿verdad?

—En absoluto. No llevará ninguna carga. Solo a mí.

—¿Tiene documentos?

—El pasaporte y la visa en regla. —Tenía que estarlo por el dinero que había pagado, pensó Schroeder.

Había hecho una escala en Seattle y había esperado impacientemente mientras su falsificador de documentos preferido preparaba la documentación del profesor Kurtz.

—Trato hecho —dijo Harper, y le tendió la mano.

—Bien. ¿Cuándo nos vamos?

—En el momento en que esté usted listo.

—Pues ahora.

El avión despegó al cabo de una hora. Schroeder, cómodamente instalado en su butaca, disfrutaba con ser el único pasajero mientras bebía una copa de whisky escocés, una cortesía de la casa. Harper pilotaba el avión. Respiró más tranquilo cuando Fairbanks se perdió en la distancia y el avión puso rumbo al oeste. Tenía claro que era un hombre mayor dispuesto a realizar el trabajo de un joven. Le había dicho a Harper que no lo interrumpiese a menos que fuese necesario. Estaba cansado y necesitaba dormir.

Tendría que estar muy despejado para la misión que tenía por delante. Vació la mente de cualquier pensamiento y cerró los ojos.