Capítulo 13

Con un desplazamiento de veintitrés mil toneladas y una potencia de setenta y cinco caballos, el Kotelny, un rompehielos ruso de la clase «Yamal», era capaz de abrirse camino en un capa de hasta dos metros de espesor. La afilada proa cortaba la esponjosa masa de hielo primavera como un cuchillo caliente a través de un sorbete. Karla Janos, que se encontraba en la proa con la mirada puesta en la isla envuelta en la bruma, que era su punto de destino, percibió una sensación extraña.

El involuntario temblor que recorrió su espigado cuerpo no tenía nada que ver con el terrible clima del mar de Siberia oriental. Karla iba abrigada con una gruesa parka, y se había acostumbrado al frío después de pasar dos inviernos con los equipos de la Universidad de Alaska en Fairbanks, donde las temperaturas eran de cuarenta grados bajo cero. Conocía el territorio alrededor del círculo polar ártico lo bastante bien como para saber que no había muchas probabilidades que Ivory Island respondiese a la imagen de cálida blancura evocada por su nombre, pero no estaba en absoluto preparada para la desolación de aquel lugar aislado.

Como científica, Karla sabía que su reacción era más emocional que objetiva, pero la isla tenía un aspecto amedrentador que no resultaba fácil descartar. La característica más destacada de la isla era un volcán extinguido que aún tenía restos de nieve en la cima truncada. El cielo cubierto de negros nubarrones borraba cualquier nota de color que hubiesen podido dar los rayos de sol, así que el mar y la tierra parecían estar tapados con un velo gris. A medida que el rompehielos se acercaba a la isla, vio que las bajas y ondulantes colinas y la tundra alrededor del volcán aparecían cortadas por un entramado de gargantas cuyas serpenteantes paredes, combinadas con la luz que incidía en ella oblicuamente, creaban una ilusión óptica y transmitían la sensación de que la tierra se estuviese retorciendo de dolor.

—Perdón, señorita Janos. Echaremos anclas dentro de quince minutos.

Se volvió para mirar al comandante del barco. El capitán Ivanov era un hombre fornido de unos sesenta años. Su ancho rostro estaba curtido por el brutal clima ártico, y una corta barba blanca adornaba su barbilla.

El capitán era una persona bondadosa que había pasado la mayor parte de su vida dedicado a navegar por las heladas aguas del archipiélago. Karla e Ivanov habían forjado una sólida amistad desde que la joven había subido a bordo del rompehielos en su base situada en la isla Wrangel. Ella había disfrutado muchísimo con sus conversaciones sobre los temas más variados durante las cenas. El capitán la había impresionado con sus amplios conocimientos de historia, biología y meteorología que iban más allá de lo necesario para el mando de una nave en mares hostiles. Lo había hecho ruborizar cuando ella lo calificó como un hombre del Renacimiento.

Al capitán, Karla le recordaba a su hija, una bailarina del ballet Bolshoi. Era alta, delgada, de piernas largas, y con la soltura de movimientos de alguien segura de su cuerpo. Llevaba la larga cabellera rubia recogida en un moño bien apretado al estilo de las bailarinas. Había heredado los mejores rasgos de sus antepasados magiares y eslavos: la frente ancha, los pómulos altos, una boca grande y sensual, una tez cremosa y unos ojos gris humo casi almendrados que insinuaban la existencia de algún antepasado asiático. Karla había estudiado danza durante un tiempo, pero le atraía mucho más el atletismo. Había sido una destacada corredora en la Universidad de Michigan, donde se había licenciado en paleontología y también había hecho un curso menor en biología de los vertebrados.

—Gracias, capitán Ivanov. Ya tengo el equipaje preparado. Lo iré a recoger ahora mismo a mi camarote.

—Tómese su tiempo. —La miró con una expresión bondadosa en sus ojos azules—. Parece distraída. ¿No se siente bien?

—Estoy bien, gracias. Estaba contemplando la isla, y la verdad es que la encuentro un tanto siniestra. Obviamente, no son más que imaginaciones mías.

—No del todo —replicó el capitán—. He navegado por estas aguas durante muchos años, y la isla siempre me ha parecido diferente. ¿Conoce algo de su historia?

—Solo que la descubrió un trampero.

—Así es. Fundó un asentamiento junto al río. Asesinó a algunos de los demás tramperos durante una reyerta por unas pieles, así que no pudieron darle el nombre de un asesino.

—Conocía esa historia. De todas maneras, incluso si fuese una asesina, no sé si me gustaría que le pusiesen mi nombre a un lugar absolutamente solitario y sin ningún atractivo. Creo que Ivory es más poético. Además, por lo que sé de la isla como una fuente de marfil, también muy acertado. —Hizo una pausa—. Dijo usted que la isla era diferente. ¿De qué manera?

El capitán se encogió de hombros.

—Algunas veces, cuando he pasado por delante de la isla durante la noche, he visto luces que se movían cerca del viejo asentamiento de los tramperos junto al río, en lo que llamaban Ivorytown.

—Allí está la base de la expedición, donde me alojaré.

—Probablemente era la luminiscencia de las bolsas de gas.

—¿Gas? Usted dijo que se movían.

—Es usted muy observadora —dijo el capitán—. Me disculpo. No pretendía asustarla.

—Todo lo contrario, me interesa.

Karla era muy parecida a su hija. Inteligente. Terca. Intrépida.

—De todas maneras, la vendremos a recoger dentro de dos semanas. Le deseo mucha suerte con su investigación.

—Gracias. Estoy muy segura de que encontraré algo en la isla que apoye mi teoría sobre la causa de la extinción de los mamuts lanudos.

En el rostro del capitán apareció una sonrisa irónica.

—Si sus colegas en la isla tienen éxito, quizá veamos a los mamuts en el zoológico de Moscú.

Karla exhaló un sonoro suspiro.

—Quizá nosotros no lleguemos a verlo. Incluso si la expedición consigue encontrar ADN de mamut en algún resto y se pudiese utilizar para la inseminación de una elefanta india, se podría tardar más de cincuenta años en desarrollar a una criatura que fuese en su mayor parte un mamut.

—Espero que eso nunca ocurra —manifestó Ivanov—. No creo que sea prudente jugar con la naturaleza. Es como lo que dicen los marineros de silbar a bordo. Podrías hacer que se levantase un temporal.

—Estoy de acuerdo, y por eso me dedico a la investigación pura.

—Una vez más, le deseo mucha suerte. Ahora, si me perdona, tengo que ocuparme de la maniobra.

Karla le agradeció la hospitalidad, y se dieron la mano. Experimentó una sensación de soledad cuando el capitán se marchó, pero se consoló al pensar en el trabajo que tenía por delante. Con una mirada de desafío a la isla, fue a su camarote para recoger las maletas, y volvió a la cubierta a esperar que la llevasen a tierra.

El barco realizó una pasada cerca de la costa de una rada natural para abrir un canal en el hielo. Karla cargó las maletas en la chalupa, y después subió a bordo. Arriaron la embarcación, los dos marineros soltaron las amarras y pusieron rumbo a la isla, entre los trozos de hielo grandes como coches. A medida que se acercaban a tierra, Karla vio a una figura que los saludaba desde la costa.

Unos minutos más tarde, la chalupa embarrancó en la playa a unos centenares de metros del río que desembocaba en la bahía y Karla saltó a tierra. La mujer de mediana edad que la esperaba se acercó y le dio un inesperado abrazo.

—Soy María Arbatov —se presentó en inglés con un claro acento ruso—. Me alegro mucho de conocerte, Karla. Me han hablado maravillas de tu trabajo. Me cuesta creer que alguien tan joven haya podido hacer tanto.

María llevaba los cabellos canosos recogidos en un moño, tenía las mejillas rosadas y una gran sonrisa que quitaba el helor al aire ártico.

—Encantada de conocerte, María. Gracias por la bienvenida.

María se excusó y fue a supervisar la descarga de los suministros que transportaba la chalupa. Apilaron los cajones en la playa de guijarros. Vendrían a recogerlos más tarde. María dijo que no había nada ni nadie que pudiese llevárselos. Karla se despidió de los dos marineros. María y ella subieron una pequeña colina y caminaron a la vera del río. El sendero mostraba numerosas huellas de botas, una indicación de que aquel era el camino habitual para ir y volver de la playa.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó María, atenta a donde pisaba en la capa de «permafrost».

—Estupendo. El capitán Ivanov es un hombre encantador. El Kotelny se usa para llevar a los turistas por el archipiélago, así que mi camarote era muy cómodo.

—El capitán Ivanov también fue muy amable cuando trajo a la expedición. Espero que no te hayas aficionado mucho a las comodidades. Hemos hecho todo lo posible, pero nuestros alojamientos son mucho más primitivos que los camarotes del barco.

—Lo sobreviviré. ¿Qué tal marcha el proyecto?

—Como dicen los norteamericanos, ¿prefieres saber primero las buenas noticias o las malas?

Karla la miró de soslayo.

—Te lo dejo a ti.

—Primero, las buenas noticias. Hemos hecho varias salidas y en todas hemos recolectado especímenes muy prometedores.

—Esa es la buena noticia. ¿Cuál es la mala?

—Acabas de llegar en el momento en que se libra una nueva guerra ruso-japonesa.

—No sabía que esta era una zona de combate. ¿A qué te refieres?

—¿Sabes que esta es una expedición conjunta?

—Sí, está financiada por intereses rusos y japoneses. La idea es compartir los hallazgos.

—Como científica sabes que no es tan importante lo que encuentras sino los méritos que recibes por hacerlo.

—Los méritos te dan una posición, te abren nuevas puertas en tu carrera y, en última instancia, te facilitan los fondos que necesitas.

—Correcto. En este caso, como está en juego una gran cantidad de dinero, resulta muy importante decidir quién se llevará los méritos por los hallazgos. —Se habían alejado poco más de medio kilómetro de la costa y habían subido otra colina cuando María anunció—: Ya casi hemos llegado. Bienvenida a Ivorytown.

Siguieron por el sendero a través de la tundra hasta donde se alzaban varios edificios cerca del río. La estructura más grande, del tamaño de un garaje para un solo coche, estaba rodeada por varias casetas sin ventanas cuyo tamaño era un tercio de la más grande. Los techos eran de chapa de cinc ondulada. Había dos tiendas grandes a un lado. Karla se acercó al edificio más cercano y pasó la mano por la áspera superficie gris de la pared.

—Está casi toda hecha con huesos y colmillos —comentó, asombrada.

—La gente que vivió aquí aprovechó el material que más abundaba —explicó María—. Los fósiles están ligados con un mortero casero. Son paredes muy resistentes, y cumplen perfectamente con su función principal, que es proteger del frío.

Se abrió la vieja puerta de madera de la casa y salió un hombre corpulento. Apartó a María sin miramientos y abrazó a Karla como si fuese un tío ausente durante mucho tiempo y la besó sonoramente en ambas mejillas.

—Soy Sergei Arbatov. —Le dedicó a Karla una amplia sonrisa que dejó al descubierto varios dientes de oro—. Soy el jefe del proyecto. Es un placer tener trabajando con nosotros a una criatura absolutamente encantadora.

Karla no pasó por alto la sombra que pasó fugazmente por el rostro de María. Había leído las biografías y antecedentes de los miembros de la expedición y sabía que si bien Sergei era el jefe, su esposa lo superaba en número de grados académicos. Karla era de las que siempre estaba en pugna con el sector académico masculino, y no le agrado ver cómo él la dejaba de lado. Pasó junto a Arbatov y apoyó un brazo en los hombros de María.

—Yo también agradezco la ocasión de trabajar con alguien con tantos logros científicos —afirmó.

Se esfumó el ceño fruncido de María y sonrió, complacida. La expresión de Arbatov mostró claramente que no le había hecho ninguna gracia el reproche. No se pudo saber lo que hubiese ocurrido a continuación de no haber salido de la casa en aquel momento otras dos personas. Sin vacilar, Karla se adelantó para inclinarse respetuosamente ante uno de ellos.

—Doctor Sato, me llamo Karla Janos. Es un placer conocerlo —le dijo al mayor de los dos—. He escuchado tantos elogios del Centro de Ciencia y Tecnología Gifu y de la Universidad Kinki. —Se volvió hacia el más joven—. Usted debe de ser el doctor Ito, el veterinario de la Universidad Kagoshima en el sur de Japón.

Los hombres respondieron a sus amables palabras con sendas sonrisas e inclinaciones.

—Esperamos que haya tenido un viaje agradable —manifestó el doctor Sato—. Estamos muy complacidos de que se sume a nuestra expedición.

—Gracias por permitirme estar aquí. Sé que están muy ocupados con sus propias investigaciones.

Karla y los dos japoneses hablaron de sus mutuos conocidos científicos hasta que se acercó María y la cogió del brazo.

—Acompáñame, que te mostraré dónde te alojarás. —La llevó a una de las casetas, y entraron en el oscuro y mohoso interior—. La construyeron los viejos tramperos, y el asentamiento lo ampliaron los buscadores de marfil. Es más cómoda de lo que parece. En las tiendas grandes tenemos la cocina y el comedor. La tienda más pequeña es el baño común. Es un lugar helado, así que deberás aprender a no demorarte. No hay ducha. Tendrás que conformarte con lavarte con una esponja. Disponemos de un generador eléctrico, pero lo utilizamos con mesura porque la provisión de combustible es limitada.

—Estoy segura de que estaré cómoda —prometió Karla, mientras se preguntaba si alguno de los asesinatos se había cometido en aquella habitación.

Colocó una plancha aislante en el suelo y luego el saco de dormir.

—Debo felicitarte —dijo María—. Te has hecho con los japoneses en cuanto les citaste sus antecedentes.

—Fue sencillo. En cuanto tuve los nombres, los busqué en Internet. Vi las fotos y leí sus biografías. Aunque creo que mis encantos de nada sirvieron con Sergei.

María soltó la carcajada.

—Mi marido en el fondo es un buen hombre. De no ser así me hubiese librado de él hace tiempo. Pero a veces es muy plasta, sobre todo cuando se trata de mujeres. Tiene un ego descomunal.

—También leí vuestras biografías. El no tiene ni la mitad de tus credenciales científicas.

—De acuerdo, pero él tiene las vinculaciones políticas, y eso es lo que cuenta. Te respetará porque le has plantado cara, pero si no te importa halagarlo un poco, lo tendrás comiendo de la palma de tu mano. En realidad es bastante inseguro, y yo lo hago continuamente.

—Gracias por el consejo. Le daré un poco de coba. ¿Cuál es nuestro programa?

—De momento todo está en el aire.

—No te entiendo. —Vio la picardía en los ojos de la rusa—. ¿Hay alguna cosa que no me hayas dicho?

—Así es. La buena noticia es que hemos encontrado algo realmente extraordinario. La mala es que los demás aún tienen que decidir si te lo dicen ahora, o si deben esperar a conocerte mejor.

A Karla se le despertó de inmediato la curiosidad, pero optó por una respuesta prudente:

—Lo que decidáis ya me vale. Tengo mi propio trabajo para mantenerme ocupada.

María asintió, y las dos mujeres salieron de la caseta para ir a reunirse con los demás científicos agrupados delante de la casa grande.

—Has llegado a la isla en un momento que puede ser muy afortunado, o incómodo, según lo que decidas —le dijo Arbatov a Karla, con un tono severo.

—No te entiendo.

—Hemos votado —añadió Arbatov, con el mismo tono—. Hemos decidido hacerte partícipe de nuestra confianza. Pero primero debes jurar que no divulgarás lo que has visto, ahora o más tarde, sin el expreso consentimiento de los demás miembros de esta expedición.

—Te lo agradezco, pero sigo sin entenderlo. —Karla miró a María en busca de ayuda.

Arbatov le señaló la casa, cuya gruesa puerta de madera estaba vigilada por los japoneses. Parecían las esculturas de un templo asiático. A un gesto del ruso, Sato abrió la puerta y con un amplio movimiento del brazo la invitó a pasar.

Todos sonreían. Por un momento, Karla se preguntó si no habría caído en manos de un grupo de científicos que habían perdido el juicio por el aislamiento ártico. Pero aun así acabó por entrar. Allí no olía tanto a moho como en su caseta, y en cambio notó otro olor como si se tratase de una caballeriza. Su origen era una masa de piel marrón rojizo que yacía sobre una mesa iluminada por los focos que alimentaba el generador eléctrico. Avanzó un paso más y comenzó a ver los detalles.

La criatura parecía dormir. Casi esperaba que en cualquier instante abriese los ojos o moviese la cola o la corta trompa, y le pegase el susto de su vida.

Acostado delante de ella, con el mismo aspecto que hubiese tenido vivo veinte mil años atrás, estaba la cría de mamut mejor conservada que hubiese visto hasta entonces.