El avión anfibio LA-250 Renegade había seguido la rocosa costa de Maine hasta Camden, donde había virado por encima de una flotilla de veleros que salían de la pintoresca bahía para poner rumbo al este a través de la bahía de Penobscot. Su destino era una isla con forma de pera fácil de identificar por la torre roja y blanca del faro situado en lo alto del promontorio en el extremo más angosto.
El hidroavión amerizó cerca del faro y fue hasta la boya de amarre. Dos hombres salieron del aparato, embarcaron en el bote con motor fueraborda sujetado a la boya y se dirigieron a un muelle de madera, donde había amarrados una goleta de dieciséis metros de eslora y una lancha rápida. Desembarcaron y fueron caminando por el muelle hasta unas escaleras muy empinadas en la cara del acantilado.
El fuerte sol de Maine se reflejaba en la cabeza afeitada de Spider Barrett y el tatuaje. Barrett tenía todo el aspecto de ser capaz él solo de montar una rebelión de moteros. Vestía tejanos y camiseta negros y tenía los musculosos brazos cubiertos con tatuajes de calaveras. Sus ojos estaban ocultos con unas gafas de espejo de montura redonda. Un pendiente de aro colgaba en el lóbulo de una de las orejas, un tachón de plata en una de las aletas de la nariz, y alrededor del cuello pendía de una cadena de plata la Cruz de Hierro.
El aspecto de Hell's Angel era engañoso. Barrett era dueño de una magnífica colección de motocicletas Harley-Davidson clásicas, pero también se había licenciado con matrícula de honor en física cuántica en el Massachusetts Institute of Technology.
El piloto se llamaba Mickey Doyle. Tenía el físico de un levantador de pesas olímpico. Llevaba una camiseta de los Celtic y una cazadora de los New England Patriots. Una gorra de los Red Sox sujetaba la rebelde cabellera color zanahoria. Mordía la colilla de un grueso puro. Doyle se había criado en un barrio de clase trabajadora en el sur de Boston. Tenía la inteligencia rápida de alguien que ha vivido mucho en la calle, un travieso sentido del humor irlandés, y una sonrisa inocente que encantaba a los desprevenidos pero que no conseguía suavizar la dureza de los ojos azules.
Un hombre armado con un fusil automático apareció de pronto de entre unas zarzas. Vestía un uniforme de camuflaje y una gorra negra inclinada sobre la frente. Miró a los dos hombres con expresión hostil, señaló con el cañón del arma hacia la base del acantilado y los escoltó unos pocos pasos más atrás, con el fusil apoyado en el pliegue del codo.
Cuando llegaron al pie del acantilado, el guardia pulsó un control remoto y se abrió una puerta disimulada en la roca. Al otro lado había un ascensor que los subió hasta el faro.
Al salir de la torre vieron a Tristan Margrave, que cortaba leña y apilaba los troncos. Margrave dejó el hacha, despidió al guardia con un gesto y se acercó para estrechar las manos de los recién llegados.
—Adiós a mi paz y tranquilidad —dijo, con una falsa expresión de enfado en su delgado rostro satánico.
Era treinta centímetros más alto que los visitantes. Aunque tenía las manos callosas de trabajar con el hacha, no era un leñador ni el reportero del New York Times llamado Barnes, que había conversado con el detective Frank Malloy. Había conocido a Barrett en el MIT, donde se había licenciado, también con matrícula de honor, en informática avanzada. Juntos, habían desarrollado unos programas de software que los habían convertido en multimillonarios.
Barrett observó al guardia hasta que desapareció entre los árboles.
—No tenías a un gorila la última vez que estuve aquí.
—Es uno de los tipos de la empresa de seguridad que contraté —respondió Margrave, con un tono un tanto despectivo—. Hay todo un batallón acampados por algún lugar de la isla. Gant y yo consideramos que podría ser una buena idea contratarlos.
—Lo que Gant pide se le concede.
—Sé que no te cae bien, pero Jordán es vital para nuestros esfuerzos. Necesitamos de su fundación para negociar los acuerdos políticos que haremos después de acabar nuestro trabajo.
—¿La legión de «Lucifer» ya no es bastante para ti?
Margrave se echó a reír.
—Mi tan cacareada legión comenzó a deshacerse en el momento en que se habló de disciplina. Ya sabes lo mucho que los anarquistas detestan a la autoridad. Necesitaba profesionales. En estos tiempos se llaman a sí mismos «consultores» y te cobran un ojo de la cara por sus servicios. El tipo solo hacía su trabajo.
—¿Cuál es su trabajo?
—Asegurarse de que no desembarquen en la isla los visitantes no autorizados.
—¿Esperabas tener visitas?
—Nuestra empresa es demasiado importante como para correr riesgos inútiles. —Margrave sonrió—. Diablos, ¿qué pasaría si alguien viese por aquí a un tío con una araña tatuada en la cabeza y comenzase a hacer preguntas?
Barrett se encogió de hombros y miró la pila de leña.
—Me alegra ver que estás viviendo tu filosofía retro, pero cortar todos esos troncos hubiese sido mucho más fácil con una motosierra. Sé que te la puedes permitir.
—Soy un neoanarquista, no un neoludista. Creo en la tecnología cuando es por el bien de la humanidad. Además, la motosierra está rota. —Se volvió hacia el piloto—. ¿Qué tal el vuelo desde Portland, Mickey?
—Como una seda. Sobrevolé Camden, con la ilusión de que tu amigo se alegrase al ver los veleros.
—¿Por qué necesita alegrarse? —preguntó Margrave—. Está a punto de entrar en el panteón de la ciencia. ¿Qué pasa, Spider?
—Tenemos problemas.
—Eso fue lo que me dijiste por teléfono. Creí que era una broma.
—Esta vez no —contestó Barrett, con una sonrisa apagada.
—En ese caso, creo que todos necesitamos una copa. —Margrave los precedió por el camino de lajas que llevaba hasta una casa de madera de planta y piso junto a la torre del faro.
Margrave había comprado la isla tres años atrás, y había decidido conservar la casa tal como estaba en los tiempos que había sido el alojamiento de los hombres taciturnos que atendían aquel puesto solitario. Las paredes de pino tenían un revestimiento de rejilla y el gastado linóleo que cubría el suelo era el original, lo mismo que la pila y el fregadero de pizarra y la bomba de mano en la cocina. Margrave le apretó un hombro a Doyle.
—Oye, Mickey, Spider y yo tenemos que hablar de algunas cosas. Hay una botella de Bombay Sapphire en la alacena. Sé un buen chico, y prepáranos un par de copas. Tienes cerveza en el frigorífico para ti.
—Sí, señor —respondió el piloto marcialmente, y se cuadró.
Los dos subieron al piso superior por la escalera de caracol de hierro pintado. El piso donde antes se habían alojado el farero y su familia había sido reformado para convertirlo en una gran estancia.
El diseño minimalista ofrecía un marcado contraste con el de la planta baja. Un ordenador portátil sobre la mesa de teca negra a un lado de la habitación. Un sofá de cromo y cuero y dos sillones eran todo el resto del mobiliario en el lado opuesto. Las ventanas en tres de las paredes ofrecían vistas de la isla, con los altos pinos, y las resplandecientes aguas de la bahía. Por las ventanas abiertas les llegaba el olor salado del mar.
Margrave le señaló el sofá a Barrett y él se sentó en uno de los sillones. Doyle apareció al cabo de unos minutos y les sirvió las copas. Luego abrió la lata de Budweiser y fue a sentarse a la mesa.
—Por ti, Spider. —Margrave le levantó la copa en un brindis—. Las luces de Nueva York nunca volverán a ser las mismas. Es una pena que tu genio deba permanecer oculto.
—El genio no tiene nada que ver. El electromagnetismo nos rodea por todas partes. Si juegas con los campos magnéticos es fácil hacer cosas de ese estilo.
—Esa es la declaración más modesta del siglo. —Margrave soltó una sonora carcajada—. Tendrías que haber visto la cara de aquel «poli» cuando vio su nombre escrito por todo Times Square y Broadway.
—Me hubiese gustado estar allí, pero lo hice sentado tranquilamente en mi casa. El localizador que llevabas en el magnetófono hizo el trabajo. La gran pregunta es saber si nuestra demostración nos ha llevado un poco más cerca de nuestra meta.
Una sombra pasó fugazmente por el rostro de Margrave.
—He estado leyendo los informes de la prensa. —Sacudió la cabeza—. La máquina de las trolas funciona a tope. Las élites dicen que fue pura casualidad que las interrupciones coincidieran con la reunión económica mundial. Están preocupados, pero los muy idiotas no acaban de tomarse en serio nuestras advertencias.
—¿Crees que es hora de disparar otro cañonazo a popa?
Margrave se levantó para ir hasta la mesa. Volvió con el ordenador, se sentó de nuevo y escribió en el teclado. La única pared sin ventanas se convirtió en una gran pantalla donde aparecían los continentes y los océanos.
La imagen se componía de la información suministrada por los satélites, las boyas oceánicas y docenas de estaciones terrestres de todo el mundo. Los continentes aparecían perfilados en negro sobre el azul verdoso de los océanos. Los números del 1 al 4 parpadeaban en el océano Atlántico; dos por encima y dos por debajo del ecuador. Un patrón similar aparecía en el Pacífico.
—Los números indican los lugares donde hicimos sondeos experimentales del fondo marino. El modelo virtual que programé indica que si empleamos todos nuestros recursos en esta área del Atlántico Sur, conseguiremos el efecto deseado. Se ha acabado la hora de las advertencias. Las élites son demasiado imbéciles, o demasiado arrogantes. En cualquier caso, tenemos que ir a por el premio gordo.
—¿De cuánto tiempo hablas?
—Del que tardemos en preparar las cosas. El único idioma que entienden las élites es el del dinero. Tendremos que darles un buen golpe a sus billeteros.
Barrett se quitó las gafas y miró al vacío, al parecer ensimismado en sus pensamientos.
—¿Qué pasa, Spider?
—Creo que deberíamos dejarlo correr y olvidarnos de todo esto.
El rostro de Margrave sufrió una increíble transformación. Se acentuó la «V» que formaban las cejas y la boca. Se esfumó la expresión risueña. En su lugar apareció otra de aterradora malevolencia.
—Veo que tienes cosas que objetar.
—No estamos hablando de bromas de estudiantes, Tris. Ya sabes el daño potencial que podría ocurrir si esta cosa se nos escapa de las manos. Podrían morir millones de personas. Podrían producirse cataclismos económicos y naturales de los que el mundo tardaría años en recuperarse.
—¿Cómo podría ocurrir? Dijiste que lo tenías controlado.
Barrett pareció hundirse en sí mismo.
—Me estaba engañando a mí mismo. Siempre ha sido una patraña. Después de lo ocurrido con el mercante en el Sitio Dos, volví al tablero. Probé una versión a escala del equipo en Puget Sound. Las orcas se volvieron locas. Atacaron a un grupo de chicos. Se hubiesen comido a un tipo de no haberlo sacado yo del agua.
—¿Alguien sabe quién era?
—Sí, un tipo llamado Kurt Austin. Lo leí en el periódico. Trabaja para la NUMA, y era el líder en la carrera de kayaks que acabó en un desastre. Solo vio el equipo por un segundo. Es imposible que supiese para qué servía.
Una nube oscura pareció pasar por el rostro de Margrave.
—Espero que tengas razón. De lo contrario, tendríamos que eliminar al señor Austin.
Barrett lo miró, horrorizado.
—¡No lo dirás en serio!
—Por supuesto, tío, no era más que una broma. Vi los reportajes del ataque de las orcas. ¿Me estás diciendo, Spider, que las orcas son depredadoras?
—No, lo que digo es que mi experimento perturbó sus capacidades sensoriales porque no pude controlar el campo electromagnético.
—¿Qué más da? Nadie resultó herido.
—¿Te has olvidado de que perdimos uno de nuestros propios barcos?
—Solo llevaba una tripulación mínima. Estaban enterados de los riesgos. A todos se les pagó muy bien.
—¿Qué me dices del Southern Belle? A esa gente no se le pagó para que participase en nuestros experimentos.
—Eso es historia antigua. Fue un accidente, compañero.
—Demonios, eso ya lo sé. Pero nosotros somos los responsables de sus muertes.
Margrave se inclinó hacia delante en la silla. Sus ojos brillaban como ascuas.
—Tú sabes por qué estoy tan apasionado por esta empresa.
—La culpa. Quieres expiar el pecado de los Margrave que hicieron la fortuna familiar con la sangre de los esclavos y el tráfico de opio.
Margrave sacudió la cabeza.
—Mis antepasados no eran nada comparados con aquello a lo que nos enfrentamos ahora. Luchamos contra una concentración de poder que nunca se había visto en el mundo. No hay nada que pueda rivalizar con las corporaciones multinacionales que se están apoderando del mundo con la ayuda de la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Estas entidades no electas, antidemocráticas, hacen caso omiso de las leyes civilizadas y hacen lo que quieren, sin importarles en lo más mínimo el impacto en todos los demás. Quiero reclamar el poder sobre la tierra para todos sus habitantes.
—Hablas como el anarquista clásico —opinó Barrett—. Estoy contigo, pero matar a personas inocentes no me parece la mejor manera para conseguirlo.
—Lamento de todo corazón la pérdida de las tripulaciones y los barcos. Fue una desgracia, pero no pudimos evitarlo. No somos unos sanguinarios ni estamos locos. Si conseguimos nuestros objetivos, la pérdida de un barco es un coste mínimo. Siempre son necesarios algunos sacrificios para obtener un bien mayor.
—¿El fin justifica los medios?
—Si es necesario.
—Muchas gracias, señor Karl Marx.
—Marx era un charlatán, un teórico al que se le dio una fama que no se merecía.
—Tienes que admitir que este proyecto se basa en algunas teorías que no tienen nada de convencionales. El marxismo no era más que una idea sin mayor peso hasta que Lenin leyó El capital y convirtió a Rusia en el paraíso de los trabajadores.
—Esta es una discusión fascinante, pero volvamos a algo en lo que los dos estamos de acuerdo: la tecnología. Cuando empezamos con todo este «numerito», dijiste que podías tener controlado todo el poder que estábamos desatando.
—También te dije que sería un sistema imperfecto sin las frecuencias adecuadas —replicó Barrett—. He hecho todo lo posible sin tenerlas, pero hay una gran diferencia entre un disparo de fusil y un escopetazo, que es lo que estamos usando. Las olas y los remolinos que creamos exceden a todo lo que hemos visto en los modelos virtuales. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Estoy pensando en dejarlo, Tris. Lo que hacemos es demasiado peligroso.
—No puedes dejarlo. El proyecto se iría al garete.
—No es verdad. Tú podrías seguir adelante a partir del trabajo que llevo hecho. Como tu amigo, te ruego que no sigas.
En lugar de responder con furia, Margrave se echó a reír.
—Eh, Spider, tú fuiste quien descubrió los teoremas de Kovacs y me los enseñaste.
—Hay veces en las que lamento haberlo hecho. El hombre era brillante, sus teorías peligrosas. Quizá sea una bendición que los conocimientos muriesen con él.
—Si te dijese que Kovacs encontró la manera de neutralizar el efecto de sus teoremas, ¿reconsiderarías tu decisión de abandonar el proyecto?
—Disponer de un sistema antifallos marcaría una gran diferencia. Pero es hablar en balde. El conocimiento murió con Kovacs al acabar la Segunda Guerra Mundial.
Una expresión de astucia brilló en los ojos de Margrave.
—Supongamos, solo por continuar la discusión, que no murió.
—Ni hablar. Los rusos se apoderaron de su laboratorio. Lo mataron o acabó prisionero.
—Si lo capturaron, ¿cómo es que los rusos no desarrollaron sus trabajos y fabricaron superarmas?
—Lo intentaron —afirmó Barrett—. Provocaron el terremoto de Anchorage e hicieron un estropicio con el clima. —Hizo una pausa, y se le iluminó el rostro—. Si los rusos tenían a Kovacs, no podrían haber cometido semejante fallo. Así que evidentemente tuvo que morir en 1944.
—Eso es lo que cree todo el mundo.
—Deja ya de mirarme como el gato que se ha comido al canario. Tú sabes algo, ¿no?
—Como siempre hay una parte de verdad en esa historia —manifestó Margrave—. Kovacs publicó su trabajo sobre la guerra electromagnética. Los alemanes lo secuestraron para que desarrollase un arma que salvaría al Tercer Reich. Los rusos capturaron el laboratorio y se llevaron a los científicos con ellos. Pero uno de aquellos científicos dejó Rusia tras el final de la Guerra Fría. Di con su paradero. Me costó una fortuna en sobornos.
—¿Me estás diciendo que él tiene la información que necesitamos?
—Ojalá hubiese sido así de sencillo. El proyecto estaba estrictamente compartimentado. Los alemanes tenían como rehén a la familia de Kovacs. El ocultó los datos fundamentales con la ilusión de mantener viva a su familia.
—Tiene sentido —admitió Barrett—. Si los alemanes hubiesen sabido que había un antídoto para su trabajo, ya no lo habrían necesitado.
—Eso mismo es lo que creo. No sabía que los nazis habían matado a su familia poco después de arrestarlos, y que habían falsificado las cartas de su esposa donde lo animaba a colaborar por el bien de ella y el hijo. Unas horas antes de que llegasen los rusos al laboratorio, se presentó un hombre que se llevó a Kovacs. Un tipo alto, rubio, que conducía un Mercedes, según dijo nuestro científico.
Barrett puso los ojos en blanco.
—Esa descripción encaja con la mitad de la población alemana.
—Hemos sido afortunados. Unos pocos años después de abandonar Rusia, nuestro hombre vio una foto del hombre rubio en una revista de esquí. Allá por los sesenta, el tipo que se llevó a Kovacs ganó una carrera de esquí amateur. Llevaba barba y se le veía mayor, pero nuestra fuente estaba segura de que era el mismo hombre.
—¿Has podido rastrearlo?
—Envié a unos cuantos de nuestros gorilas para invitarlo a una charla. La misma empresa que se encarga de la vigilancia de la isla.
—¿Cómo se llama la empresa? ¿Asesinatos Sociedad Limitada?
—Gant la recomendó —respondió Margrave, con una sonrisa—. Admito que la empresa a veces se pasa de dura, pero queríamos unos profesionales a los que no les importase saltarse un poco los márgenes de la ley.
—Confío en que haya valido la pena el dinero invertido.
—Hasta ahora no. Perdieron su gran oportunidad de hablar con el contacto de Kovacs. Les olió venir y se largó.
—Anímate. Incluso si lo encuentras, no tienes ninguna garantía de que sepa algo de los secretos de Kovacs.
—Llegué a la misma conclusión. Así que volví al origen. Programé una búsqueda masiva de todo lo que se había escrito y dicho de Kovacs. Partí de la premisa que si estaba vivo, hubiese continuado con las investigaciones.
—Todo un acto de fe. Su trabajo acabó con su familia.
—Seguramente tomó todas las precauciones necesarias, pero aun así dejó huellas. Mi programa rastreó todas las publicaciones científicas desde el fin de la guerra. Encontró unos cuantos artículos donde se comentaban los usos comerciales de los campos electromagnéticos.
—Tienes toda mi atención —dijo Barrett, que se inclinó hacia delante en su asiento.
—Uno de los pioneros en la investigación era una compañía fundada en Detroit por un inmigrante europeo llamado Viktor Janos.
—Jano era el dios de las dos caras romano que miraba el pasado y el futuro. Interesante.
—Eso me pareció. El paralelismo con el trabajo de Kovacs era demasiado extraño para ser cierto. Era como si Van Gogh hubiese copiado a Cézanne. Podría haber dominado la técnica de la luz de los impresionistas, pero no hubiese podido evitar el uso de los colores atrevidos y básicos.
—¿Qué sabes de Janos?
—Poca cosa. El dinero puede comprar el anonimato. Supuestamente era rumano.
—El rumano era uno de los seis idiomas que Kovacs hablaba a la perfección. Dime más.
—Su laboratorio estaba en Detroit, y él vivía en Grosse Pointe. Debía correr cada vez que veía una cámara, pero no se pudo ocultar cuando se convirtió en un muy generoso filántropo. Su esposa aparecía con frecuencia en las páginas de sociedad. También apareció la noticia del nacimiento de un hijo, que falleció después con su esposa en un accidente de carretera.
—Literalmente lo que se dice un punto muerto.
—Eso es lo que creí. Pero Janos tenía una nieta. Busqué su nombre y tuve suerte. Había escrito una tesis sobre los mamuts lanudos.
—¿Los antiguos elefantes? ¿Qué tiene eso que ver con Kovacs?
—Espera. En la tesis sostiene que los mamuts fueron extinguidos por una catástrofe natural que era un versión mucho más devastadora de lo que nosotros estamos intentando hacer. Esta es la parte interesante. Afirmó que si eso hubiese ocurrido en la actualidad, la ciencia habría podido neutralizar la catástrofe.
—¿El antídoto? —Barrett resopló—. Me tomas el pelo.
Margrave buscó una carpeta que estaba en la mesa y la arrojó al regazo de Barrett.
—Cuando leas esto, creo que cambiarás de opinión respecto a dejar el proyecto.
—¿Qué pasa con la nieta?
—Es paleontóloga y trabaja para la Universidad de Alaska. Gant y yo decidimos enviar a alguien allí para que hable con ella.
—¿Por qué no dejamos el proyecto en suspenso hasta que averigüemos qué sabe?
—Esperaré, pero mientras tanto quiero tener todas las piezas acomodadas para que podamos ponernos en marcha de inmediato. —Margrave se volvió hacia Doyle, que no se había perdido ni una palabra de la conversación—. ¿Tú qué opinas?
—Diablos, yo no soy más que un pobre piloto sureño. Yo nado con la corriente.
Margrave le hizo un guiño a Barrett.
—Spider y yo estaremos ocupados durante un rato.
—Vale. Voy a buscar otra cerveza y saldré a dar un paseo —dijo el piloto.
En cuanto se marchó Doyle, los dos hombres se pusieron al ordenador. Acordaron reunirse de nuevo cuando acabaron de perfilar su plan hasta donde era posible. Doyle rondaba por el muelle cuando se acabó la visita.
—Te agradezco que hayas cambiado de opinión y sigas con el proyecto —le dijo Margrave a Barrett—. Llevamos siendo amigos desde hace mucho tiempo.
—Esto va más allá de la amistad —replicó Barrett.
Se dieron la mano, y minutos más tarde, el hidroavión corría por la bahía para el despegue. Margrave observó el aparato hasta que se convirtió en un punto en el cielo, y luego entró en la casa. Miró a través de la ventana del primer piso con una sonrisa en su rostro delgado. Barrett era un genio, pero increíblemente ingenuo en todo lo referente a la política.
A pesar de las promesas, Margrave no tenía la intención de demorar el proyecto. Si alguna vez había existido un momento donde el fin justificaba los medios, era ahora.