El ruido infernal era lo peor del descenso al abismo.
Los Trout podían cerrar los ojos para no ver el enloquecedor giro del pozo que se los tragaba, pero era imposible defenderse de las ensordecedoras ondas sonoras que los sacudían sin interrupción. Cada molécula de sus cuerpos parecía vibrar con el ataque sonoro. El sonido les había privado de su único y pequeño consuelo: hablar el uno con el otro. Se tenían que comunicar con gestos y apretones de mano.
El batir de las aguas en la base del vórtice producía un retumbar continuo, como si estuviesen ocurriendo cien tormentas eléctricas a la vez. El ruido se amplificaba por la forma de megáfono del remolino. Aún más aterradores eran los fuertes resoplidos y cloqueos que llegaban desde el fondo, como si la zodiac estuviese siendo arrastrada a la boca hambrienta de un cerdo gigante.
La embarcación y sus dos pasajeros habían bajado unos dos tercios de las empinadas paredes de la chimenea. A medida que se estrechaba el diámetro del cono, la velocidad de la corriente aumentaba y llegó un momento en que la zodiac daba vueltas como restos de lechuga arrastrados hacia el desagüe.
Cuanto más bajaban, más oscuro era el infernal entorno. La espesa niebla que se elevaba desde el fondo reducía cada vez más la luz que llegaba desde la superficie. Los Trout comenzaban a notar el mareo producido por el incesante girar. El aire cargado al máximo de humedad ya era difícil de respirar y más aún con los asfixiantes olores, una apestosa combinación de salmuera, pescado, cosas muertas y fango que olía como la bota de un pescador.
La zodiac mantenía la misma posición con la popa paralela a la pared del vórtice. Gamay y Paul estaban sentados tan juntos que parecían unidos por la cadera. Ambos se sujetaban a la cuerda de seguridad, y el uno al otro. Tenían los músculos entumecidos de estar en un posición entre erguida y sentada, con los cuerpos en ángulo y los pies encajados en el flotador inferior. La humedad había traspasado los trajes de agua, con la consecuencia de que tenían las prendas empapadas, y el frío aumentaba todavía más sus padecimientos.
A la vista de cómo aumentaba la velocidad del descenso no tardarían mucho en acabar muertos. Les quedaban unos pocos minutos para llegar a donde la niebla era cerrada del todo. Gamay miró hacia la superficie para echar una última mirada al sol. Parpadeó, incapaz de dar crédito a lo que estaba viendo.
Un hombre colgaba por encima de la zodiac. Su silueta aparecía recortada contra la débil luz solar, y no conseguía verle el rostro, pero los anchos hombros eran inconfundibles.
Kurt Austin.
Colgaba de una cuerda sujeta al helicóptero. No había dejado de gritar y agitar los brazos, pero el ruido del remolino y de las aspas habían apagado el sonido de su voz.
Gamay le dio un codazo a Paul. Su marido no pudo menos que esbozar una sonrisa cuando siguió la dirección que marcaba el dedo de la joven y vio a Austin en su imitación de Peter Pan por encima de sus cabezas.
El helicóptero se movía a la misma velocidad que la zodiac dentro de la chimenea. En una impresionante demostración de vuelo acrobático, Zavala mantenía al aparato en un ángulo paralelo a la inclinación de la chimenea para evitar que las aspas tocasen la pared de agua. Un error de cálculo, una deriva de unos pocos metros, y el helicóptero acabaría cayendo sobre la zodiac convertido en un montón de chatarra.
El rescate había sido improvisado sobre la marcha. A medida que el helicóptero descendía en el remolino, Austin había visto un destello amarillo por debajo de la mitad de la chimenea. Lo identificó en el acto como el traje de agua de Paul y se lo señaló a Zavala.
El helicóptero se lanzó a la persecución de la lancha neumática como un motorista de la policía persigue a un automovilista que ha superado el límite de velocidad. Austin, mientras tanto, había hecho varias lazadas a modo de estribos en la cuerda de rescate. Tenía el pie metido en una de las lazadas y se sujetaba a otra con una mano mientras se balanceaba en la turbulencia descendente de los rotores y la ascendente del remolino.
Trout le indicó a Gamay que fuese primero. La muchacha le hizo una seña a Austin para comunicarle que estaba preparada. El helicóptero bajó un poco más hasta que la última lazada llegó a unos treinta centímetros de la mano de Gamay.
Austin bajó hasta la penúltima lazada con la intención de que su peso la estabilizaría, pero así y todo la improvisada escala continuaba sacudiéndose como un traílla.
La cuerda rozó los dedos de Gamay, solo para escaparse de su sujeción. Intentó otras dos veces coger la lazada, pero ambos fueron infructuosos. En un movimiento desesperado, estiró el cuerpo en toda su longitud y se encaramó en el flotador superior.
Otra vez se acercó la cuerda. Gamay se balanceó precariamente y levantó las manos como una jugadora de voleibol que intenta parar un remate, y esta vez consiguió sujetar la lazada inferior con las dos manos.
Se elevó en el aire. Con el peso de dos personas, la cuerda se hizo más estable. Gamay se sujetó con una mano, cogió la siguiente lazada, y subió un poco más. La cuerda giró sobre sí misma mientras ella subía, y aumentó los efectos del mareo.
Flaqueó por un momento, y hubiese podido caer, pero Austin vio que estaba en apuros. Bajó una mano, la sujetó por la muñeca y la levantó hasta la otra lazada. Gamay miró hacia arriba, vio la animosa sonrisa de Austin y sus labios formaron la palabra gracias.
Con la última lazada libre, era el turno de Trout para abandonar la zodiac. Levantó un brazo por encima de la cabeza para señalar que estaba preparado. La cuerda bajó hasta unos centímetros de la mano extendida. En el momento en que iba a sujetarse, un turbulencia sacudió el helicóptero, y lo empujó hacia la pared de agua. Los dedos de Trout se cerraron en el aire, y casi perdió el equilibrio.
Zavala consiguió compensar el peso añadido a un lado del helicóptero. Con pulso firme, situó de nuevo al helicóptero en posición. Trout concentró todos sus sentidos en la lazada inferior, calculó la distancia, y después aprovechó la elasticidad del flotador para ganar impulso en el salto y alcanzó la cuerda. Se sujetó a la lazada con una sola mano, sin poder alcanzar la inmediata superior mientras giraba con el viento.
El helicóptero inició una lenta y constante subida en un ángulo aproximadamente paralelo a la pendiente del remolino. Las paredes de agua se fueron alejando a medida que el aparato ganaba altitud. Habían superado la mitad de la chimenea cuando la zodiac realizó una última vuelta y desapareció en el fondo del torbellino. Muy pronto el helicóptero llegó al nivel de la superficie, y a continuación la rebasó. Zavala se alejó del vórtice con un desplazamiento lateral.
Trout no había podido subir una lazada más. Aún colgaba de un brazo. Tenía los dedos desollados por la cuerda y la sensación de que en cualquier momento acabaría con el brazo descoyuntado. Durante todo el ascenso no había dejado de dar vueltas como una peonza en el extremo de la soga.
Zavala procuraba equilibrar la necesidad de alejarse cuanto antes del remolino con la de evitar el esfuerzo añadido que representaría para su carga humana aumentar la velocidad.
El helicóptero se había alejado unos setenta metros del borde del remolino cuando cedieron las fuerzas de Trout. Soltó la cuerda y cayó al agua con un sonoro chapoteo.
Tuvo la buena fortuna de caer de pie. Las piernas amortiguaron el choque, pero las rodillas le subieron hasta el pecho y le vaciaron todo el aire de los pulmones. Se hundió casi un par de metros antes de que el chaleco salvavidas cumpliese su función. Asomó la cabeza y comenzó a escupir agua salada. No creía que pudiese sentir mucho más frío del que tenía, pero las frías aguas del Atlántico lo helaron hasta los huesos.
Zavala había notado la leve sacudida al aligerarse la carga, y sospechó que había perdido a uno de sus pasajeros. Viró para situarse en la vertical y a continuación descendió para que su amigo pudiese sujetarse a la cuerda. Por segunda vez en el día, Trout intentó cogerse. Pero cuando sus dedos entumecidos y lastimados estaban a unos centímetros de la lazada se vio arrastrado por una fuerte corriente. Trout era un nadador de mucha resistencia que se había pasado casi toda la vida en el mar, pero cuanto más braceaba, más lejos se veía de la cuerda.
El helicóptero intentó mantenerse a nivel.
La corriente arrastraba a Paul con tanta fuerza que no le resultaba posible mantenerse fijo en un punto para sujetar la lazada. Lo intentó una y otra vez. Se veía cada vez más cerca del borde del remolino, y fue cuestión de segundos el que se viera metido en la zona donde el agua hervía y formaba una pared de espuma.
Lo único que podía hacer era mantener la cabeza por encima del agua para respirar. El remolino parecía muy dispuesto a quedarse por lo menos con uno de los humanos que habían tenido la audacia de escapar de sus garras.
La corriente lo llevó alrededor del borde. Trout se esforzó por mantener la cabeza fuera del agua en medio de un oleaje que hubiese hecho las delicias de los surfistas.
Austin no tenía la menor intención de abandonar a su amigo. Se izó a pulso hasta el helicóptero. Después aseguró bien las piernas, cogió la cuerda con las dos manos y subió a Gamay.
Le dio un rápido beso en la mejilla, lanzó la cuerda por la puerta abierta y bajó de nuevo.
Zavala seguía a Trout alrededor del borde. Descendió hasta que la cuerda quedó al alcance de Paul, que lo intentó de nuevo, sin éxito.
Austin se dio cuenta de que Trout ya no tenía fuerzas para valerse por sí mismo. Vio que Gamay lo miraba angustiada desde el aparato. Le dirigió un saludo y se soltó.
Cayó al agua a unos pocos metros de Trout y nadó hasta su amigo. Paul le preguntó con una voz que parecía la de un sapo resfriado:
—¿Qué… demonios… estás… haciendo… aquí?
—Me pareció que te lo estabas pasando a lo grande, así que no me lo quise perder.
—¡Estás loco!
Austin le replicó con una sonrisa pasada por agua. Forcejeó para unir los chalecos salvavidas. En cuanto lo consiguió, miró hacia el helicóptero que volaba en círculos por encima de sus cabezas.
Agitó un brazo, y Zavala se acercó para un nuevo intento de rescate. Después de varias pasadas, Austin llegó a la conclusión de que necesitaría tener la velocidad de una serpiente de cascabel para sujetar la cuerda. El agua helada le robaba las energías, y cada vez eran menos las probabilidades de que pudiese sacarlos a los dos del agua. Pero continuó intentándolo, y no se dio cuenta hasta al cabo de unos segundos de que ocurría algo extraño.
Se movían a menor velocidad alrededor del remolino. El ángulo de las paredes del enorme agujero era cada vez menos pronunciado. Por un momento creyó que era su imaginación, o sencillamente una ilusión óptica, pero luego vio que efectivamente ascendía el fondo del vórtice, y que ahora tenía la forma de un cuenco.
También se calmaba el fuerte oleaje en todo el borde. El agua recuperaba un aspecto normal.
El fondo continuó subiendo. Al mismo tiempo, disminuyó la velocidad de avance y ahora se movían a paso de hombre.
Zavala había visto el cambio en la configuración del remolino, y una vez más se situó con el helicóptero a baja altura sobre sus compañeros.
Austin sintió la fuerza que le daba la descarga de adrenalina. Esta vez levantó la mano y sus dedos sujetaron la cuerda que Gamay soltaba desde el helicóptero. Con los dedos entumecidos, pasó la cuerda por debajo de las axilas de Paul, luego se sujetó él, y le indicó a Zavala que los subiese.
Mientras se alzaban por encima de las olas, Austin vio el barco de la NOAA y el Throckmorton que venían hacia ellos.
Miró abajo, y se asombró del espectáculo que contemplaba. El remolino había desaparecido prácticamente, y en su lugar había un gran círculo negro que giraba muy poco a poco y abarrotado con toda clase de restos.
En el centro del círculo el agua burbujeaba como si un buceador estuviese a punto de salir a la superficie, solo que burbujas mucho más grandes. Luego el agua comenzó a elevarse en un montículo verde blanquecino, y un enorme objeto emergió del mar y flotó en las olas.
En su etapa final, el remolino había vomitado un barco.