Capítulo 7

Gamay Morgan-Trout bajó cuidadosamente el recogedor de muestras Van Dorn por encima de la borda de babor del barco de exploración científica de la NOAA y observó cómo el cilindro de plástico con una capacidad de nueve litros se hundía debajo de las crestas blancas de las olas. Fue soltando poco a poco la fina cuerda que lo sujetaba mientras el artefacto se sumergía centenares de metros hacia el fondo marino.

Después de llenar la botella que se cerraba automáticamente, comenzó a recogerla con la ayuda de su marido. Paul Trout se encargó de sujetar la botella y de subirla a bordo, y después de desengancharla de la cuerda la sostuvo a la luz, como si estuviese observando a trasluz una copa de un vino de añada.

—Esto es absurdo —comentó, con un brillo de picardía en los ojos castaños.

—¿Qué es absurdo?

—Piensa en lo que hacemos.

—Vale —dijo Gamay, intrigada—, acabamos de lanzar una botella por encima de la borda y la subimos llena de agua de mar.

—Tú lo has dicho. Echa una ojeada a este barco. El Benjamín Franklin está cargado hasta los topes con equipos de última generación: ecosondas, sonares laterales y de multirrayos, y lo que pidas en hardware y software informático. Pero nosotros no estamos más allá de los viejos marineros que untaban sebo en el cuenco de la sonda para saber cómo era el lecho marino.

—Pues ahora nos toca ir a recoger plancton con una red de pescador de las de antaño. —Gamay sonrió—. Pero que no busquen para el transporte. Me niego a remar. ¿La zodiac está preparada?

—Todo a punto. —Trout observó la superficie del mar con ojo experto—. El viento comienza a refrescar. Se pondrá movido. Tendremos que estar alerta. —Hablaba con el típico acento de los nativos de Nueva Inglaterra.

Gamay miró las crestas blancas que comenzaban a salpicar el gris azulado del agua.

—Quizá no podamos salir durante días si esperamos.

—Es lo que pensaba. —Le dio el recogedor de muestra—. Nos encontraremos en los pescantes de la zodiac.

Gamay llevó la botella al laboratorio. Allí analizarían la muestra para buscar residuos metálicos y organismos. Luego fue a su camarote, se puso un traje de agua encima de los tejanos, el suéter de lana islandés y la camisa de pana, y se recogió la larga cabellera roja debajo de una gorra de béisbol que llevaba el logo de «Amigos del Hunley». Lo último que se puso fue el chaleco salvavidas, y salió para ir a la cubierta de popa.

Trout la esperaba junto a los pescantes que sujetaban a la zodiac de ocho metros de eslora. Vestía impecable como siempre. Debajo del traje de aguas, llevaba tejanos hechos a medida y un suéter de lana de Cachemira. Una de las pajaritas multicolores, que para Trout era un complemento indispensable, adornaba el cuello de la camisa azul de Brooks Brothers. Como un contrapunto a su pulcritud, calzaba unos viejos botines de trabajo, un recuerdo de sus días en el Wood Hole Oceanographic Institution, donde el calzado práctico era de rigor. Llevaba un gorro de lana para protegerse la cabeza.

Los Trout subieron a la embarcación y un marinero se encargó de bajar la zodiac al agua. Paul puso en marcha el motor diésel Volvo Penta mientras Gamay soltaba el cabo de amarre. Se colocaron lado a lado delante de la consola del timón con las piernas separadas como si fuesen conductores de cuadrigas, las rodillas flexionadas para absorber el impacto del casco contra las olas.

La zodiac planeaba sobre la superficie como un delfín juguetón. Paul puso rumbo hacia una esfera naranja que cabeceaba en el agua a un cuarto de milla del barco. Había colocado la boya unas horas antes para disponer de un punto de referencia durante la recogida de plancton.

No era un entorno de trabajo muy hospitalario. Unos negros nubarrones se acercaban rápidamente por el este, y la línea del horizonte apenas si se distinguía entre el gris del cielo y el del mar. La velocidad del viento del este había subido unos cuantos nudos. Una fina llovizna había comenzado a caer de una gruesa capa de nube que ocultaba el sol.

Pero mientras se preparaban para la recogida, los rostros de Paul y Gamay mostraban las expresiones de felicidad que tienen las personas nacidas para el mar cuando están en su elemento natural. Paul había subido a bordo de una barca de pesca con su padre en cuanto aprendió a caminar. Había trabajado en la flota pesquera de Woods Hole en Cape Cod hasta que fue a la universidad.

A Gamay no le preocupaba el mal tiempo, aunque sus antecedentes eran diferentes. Nacida en Racine, Wisconsin, había pasado muchos años de su infancia y adolescencia navegando por las en ocasiones borrascosas aguas de los Grandes Lagos con su padre, un promotor inmobiliario y gran aficionado a la náutica.

—Tienes que admitir que esto es mucho más divertido que empapelar las paredes —comentó Paul mientras acercaba la embarcación a la boya.

Gamay preparaba el equipo de recogida.

—Esto es más divertido que casi cualquier cosa que se me ocurra —replicó, sin hacer caso de las heladas salpicaduras en el rostro.

—Me alegra que hayas tenido el detalle de añadir el «casi» —dijo Paul con una mirada socarrona.

Gamay lo miró con una expresión agria que no concordaba con la risa en los ojos.

—Presta mucha atención a lo que haces o te caerás por la borda.

Los Trout no habían esperado regresar al mar tan pronto. Después de acabar su última operación con el Equipo de Misiones Especiales, habían pensado en disfrutar de unos días de descanso y relajación. Trout había comentado en una ocasión que Gamay seguramente había aprendido técnicas de relajación con un sargento de la Legión Extranjera francesa. Fanática del fitness y el ejercicio, no llevaban más de unas horas en la casa cuando ella comenzó con un programa de entrenamiento de nivel olímpico.

Incluso eso no fue suficiente. Gamay tenía el hábito de convertir en máxima prioridad cualquier cosa que le viniese a la mente en un momento dado. Paul comprendió que estaba en problemas cuando, después de pasar juntos un día de excursión por los campos de Virginia en su Humbee, ella miró el empapelado de la sala de la casa en Georgetown que no dejaban de remodelar. Asintió con paciencia de santo mientras Gamay recitaba la lista de proyectos de remodelación que había redactado.

El frenesí remodelador duró solo un día. Gamay pegaba el papel como si le fuese en ello la vida cuando Hank Aubrey, un colega del Scripps Institute of Oceanography, llamó para preguntar si ella y Paul querían participar en un estudio de remolinos oceánicos en la costa media atlántica a bordo del Benjamín Franklin.

Aubrey no tuvo necesidad de repetirlo. Trabajar con Austin y el Equipo de Misiones Especiales era un trabajo de ensueño que los había llevado a vivir aventuras en los lugares más exóticos. Pero algunas veces extrañaban la investigación pura de sus años en la universidad.

—¿Remolinos oceánicos? —preguntó Paul después de haber aceptado la invitación—. Todo lo que sé lo leí en las revistas de oceanografía. Grandes y lentos remolinos de agua caliente o fría que algunas veces llegan a tener centenares de millas de diámetro.

—Según Hank —dijo Gamay—, se ha despertado un gran interés por el fenómeno. Los remolinos pueden afectar las plataformas de extracción de petróleo y el tiempo. Por el lado bueno, pueden levantar microorganismos del fondo hasta la superficie y causar una explosión en la cadena alimentaria. Yo me encargaré de estudiar el flujo de nutrientes y su impacto en la pesca comercial y la población de ballenas. Tú puedes encargarte de los componentes geológicos.

—Me encanta cuando dices guarrerías —se mofó Paul, al notar el creciente entusiasmo en la voz de su esposa.

Gamay se apartó un mechón de pelo que le había caído sobre la cara.

—Los científicos somos un poco raros cuando se trata de las cosas que nos ponen cachondos.

—¿Qué me dices de empapelar paredes? —dijo Paul.

—Ya llamaremos a alguien para que lo acabe.

Paul arrojó el pincel en el cubo de cola.

—A sus órdenes, «capi».

Los Trout trabajaban juntos con la precisión de un cronómetro suizo. Su trabajo en equipo había sido una cualidad que el antiguo director de la NUMA James Sandecker tomó muy en cuenta a la hora de contratarlos para el Equipo de Misiones Especiales. Ambos tenían treinta y tantos años. Por el aspecto físico, no podía haber pareja más dispar.

Paul era el más serio de los dos. Parecía estar siempre reflexionando, una impresión reforzada por el hábito de agachar la cabeza y mirar como si lo hiciese por encima de unas gafas imaginarias. Cada vez que debía decir algo importante parecía tener que buscarlo en las profundidades de la mente.

Gamay era más abierta y vivaz que su marido. Una mujer alta y delgada que se movía con la gracia de una modelo, tenía una sonrisa deslumbrante con una leve separación entre los caninos, y, si bien no era exuberante o excesivamente sensual, era muy atractiva. Se habían conocido en Scripps, cuando Paul hacía el doctorado en geología marina, y Gamay había cambiado los estudios de arqueología náutica por los de biología marina.

A las pocas horas de haber recibido la llamada, ya estaban a bordo del Benjamín Franklin. El Franklin contaba con una tripulación de veinte marineros muy experimentados, más diez científicos de diversas universidades y agencias del gobierno. La misión primaria era realizar una exploración hidrográfica de la costa atlántica y el golfo de México.

En un viaje típico, el barco realizaba miles de mediciones exactas de profundidad para generar una imagen del fondo marino y de cualquier pecio o cualquier otra obstrucción presente. La información se utilizaba para actualizar las cartas náuticas de la NOAA, la National Oceanic and Atmospheric Administration.

Aubrey los había recibido en lo alto de la pasarela y les había dado la bienvenida a bordo. Era un hombre menudo cuya inquieta vitalidad, nariz en pico e incesante charla le hacían parecer un loro. Los llevó a su camarote. Después de dejar las maletas, fueron al comedor. Se sentaron a una mesa, y Aubrey les trajo té.

—Caray, es fantástico veros —dijo—. Me alegra mucho que pudieseis uniros al proyecto. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que nos encontramos, tres años?

—Mejor di cinco —le corrigió Gamay.

—Vaya. En cualquier caso, es mucho tiempo. Lo recuperaremos en este viaje. El barco zarpa dentro de un par de horas. A menudo pienso en vosotros y vuestro trabajo en la NUMA. Debe de ser fascinante —manifestó Aubrey, con un tono de envidia—. Mi trabajo con los remolinos no es nada comparado con vuestras aventuras.

—No te creas —manifestó Gamay—. Paul y yo soñamos con una oportunidad para hacer un poco de investigación científica pura y dura. Además, por lo que hemos leído, el trabajo que estáis haciendo afecta a un gran número de personas.

—Supongo que tienes razón. —Aubrey se animó—. Mañana tendremos una sesión de orientación científica. ¿Qué sabéis del fenómeno de los remolinos oceánicos?

—Poca cosa —admitió Gamay— más allá de que los remolinos caen dentro de un campo científico muy poco estudiado.

—Exacto. Por eso esta expedición es de una gran importancia. —Cogió una servilleta de papel y sacó un bolígrafo del bolsillo en un gesto que los Trout habían visto hasta la saciedad—. Ya veréis las fotos enviadas por los satélites, pero esto os enseñará más o menos a lo que nos enfrentamos. Iremos a una zona cercana a la corriente del Golfo, a unas doscientas millas de aquí. Este remolino tiene unas cien millas de diámetro, y está localizado al este de Nueva Jersey, en el borde de la corriente. —Dibujó un círculo irregular en la servilleta.

—Parece un huevo frito —dijo Paul.

A Trout le gustaba tomarle el pelo a Aubrey por su manía de analizar problemas científicos en las servilletas de papel, e incluso una vez le había propuesto recopilarlas en un libro de texto.

—Una licencia artística —replicó Aubrey—. Te da una idea de a qué tenemos que enfrentarnos. Los remolinos oceánicos son básicamente gigantes, se mueven lentamente y llegan a tener una anchura de centenares de millas. Parecen ser originados por las corrientes oceánicas. Algunos giran en el sentido horario. Otros al revés. Pueden transportar calor o frío, y levantar los nutrientes desde el fondo marino a la superficie, con la consecuencia de que afectan el clima y producen un cambio de la vida marina en lo alto de la cadena alimentaria.

—En alguna parte he leído que las flotas pesqueras faenan en los bordes de estas cosas —comentó Trout.

—Los humanos no son los únicos que han descubierto las implicaciones biológicas de los remolinos. —Aubrey trazó unos cuantos dibujos más en la servilleta y se la mostró.

—Ahora parece un huevo frito atacado por un pez gigante —dijo Paul.

—En realidad, cualquiera que tenga ojos, puede ver que son ballenas. Se sabe que van a alimentarse en los bordes de los remolinos. Hay un par de equipos que intentan rastrear a las ballenas hasta los lugares donde se alimentan.

—Quieren utilizar a las ballenas para encontrar los remolinos —señaló Paul.

—Hay métodos mejores para encontrar a los remolinos que siguiendo a las ballenas. La expansión termal hace que el agua en el interior del remolino cree una protuberancia en el océano que se puede rastrear a través de los satélites.

—¿Cuál es la causa para que las corrientes marinas creen estos remolinos? —preguntó Paul.

—Esa es una de las cosas que pretendemos averiguar con esta expedición. Vosotros sois ideales para este proyecto. Gamay puede aportar al tema sus conocimientos de biología, y esperamos que tú seas capaz de diseñar alguno de esos modelos informáticos que se te dan muy bien.

—Gracias por invitarnos a bordo. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance —manifestó Gamay.

—Sé que lo haréis. Esto va más allá de la ciencia pura. Estos remolinos gigantes pueden tener una influencia fundamental en el clima. Un remolino oceánico detenido frente a las costas de California puede provocar bajas temperaturas y lluvia en Los Ángeles. De la misma manera, en el Atlántico, un remolino que se desprenda de la corriente del Golfo puede dar origen a una espesa niebla.

—No es que podamos hacer gran cosa con el tiempo —opinó Paul.

—Es verdad, pero saber qué podemos esperar nos ayudará a prepararnos mejor. La investigación de los remolinos oceánicos podría ser vital para la economía de la nación. La seguridad para la navegación comercial y el transporte de petróleo, carbón, acero, coches, cereales y muchas cosas más dependen de un pronóstico meteorológico lo más acertado posible.

—Que es el motivo por el que la NOAA tiene tanto interés en lo que hacemos —dijo Paul.

—Efectivamente. Eso me recuerda que debo hablar con el capitán sobre nuestro programa. —Se levantó y volvió a darles la mano—. No sé qué más puedo decir para agradecer que estén aquí y podamos trabajar juntos. Esta noche habrá una fiesta para que todos os conozcáis. —Le acercó la servilleta a Paul—. Mañana se harán preguntas sobre este tema, listillo.

Afortunadamente para Trout, el comentario de Aubrey solo había sido una broma, pero la sesión fue muy instructiva, y en el momento en que el barco fondeó, la pareja tenía un sólido conocimiento de los remolinos oceánicos. Desde cubierta, el mar en las proximidades del remolino no mostraba ninguna diferencia particular respecto a cualquier otra parte del océano, pero los satélites y los modelos virtuales indicaban que se movía a una velocidad de unos tres nudos por hora.

Trout había hecho algunos gráficos del fondo marino en las inmediaciones del remolino, y Gamay se había concentrado en el aspecto biológico. El análisis del fitoplancton era una parte esencial de la investigación, y por eso tenía tanto interés en realizarlo cuanto antes.

Mientras la zodiac se balanceaba suavemente entre las olas, bajaron la red Neuston por encima de la borda. Consistía en un marco de tubos rectangular, y la red de tres metros tenía la forma de una manga, lo que le permitía filtrar grandes volúmenes de agua. Soltaron cabo para que la red flotase en parte fuera del agua, y a continuación realizaron varias pasadas de arrastre en línea con la boya y un ojo atento al casco blanco del barco de la NOAA para mantener las referencias. El resultado los satisfizo. La red había recogido numerosas muestras de plancton sólido.

El motor funcionaba al ralentí, y Trout ayudaba a Gamay con la última recogida cuando ambos levantaron la cabeza al unísono al escuchar un ruido que sonaba como un torrente. Se miraron el uno al otro desconcertados y luego miraron hacia el barco. Todo parecía estar en orden. Vieron a los tripulantes que caminaban por cubierta.

Gamay fue la primera en advertir un parpadeo luminoso en la superficie del mar como si el sol fuese un tubo fluorescente a punto de quemarse.

—Mira el cielo.

Trout miró a lo alto y la mandíbula le bajó hasta las rodillas. Las nubes parecían estar envueltas en una tela de fuego color plata que latía con brillantes descargas de radiación. Continuó mirando, boquiabierto, la exhibición celestial, y respondió con una observación muy poco científica.

—¡Guau!

El sonido que había escuchado antes se repitió, solo que esta vez con más fuerza. Parecía venir de mar abierto, lejos del barco de la NOAA. Paul se enjugó los ojos y señaló hacia un punto en el océano.

—Algo está pasando a las dos, y se encuentra muy cerca.

Gamay miró hacia donde le señalaba su marido, y vio un círculo irregular que parecía la sombra de una nube.

—¿Qué es? —preguntó.

—No lo sé, pero cada vez es más grande —respondió Paul.

La mancha oscura se expandía y formaba un círculo de agua encrespada. Treinta metros de diámetro. Luego sesenta, y continuaba creciendo. Una resplandeciente banda blanca apareció en el borde del círculo oscuro y en cuestión de segundos se transformó en una pared de espuma. Un sordo gemido se elevó de las profundidades como si el mar gritase de dolor.

Entonces el centro del círculo se hundió bruscamente y una enorme herida apareció en el océano. Aumentaba de tamaño a gran celeridad, y los alcanzaría en cuestión de segundos.

La mano de Trout buscó instintivamente el acelerador en el mismo instante en que los invisibles dedos de la corriente se alargaron desde el vórtice y comenzaron a arrastrarlos hacia el terrible agujero negro.