El Intruder se deslizó a través del agua oscura con una explosión de burbujas que dispersó a un cardumen como las hojas barridas por el viento. Mientras el torpedo de un metro cincuenta de longitud volaba a través del mar, el transductor que pulsaba debajo de su piel metálica disparaba ráfagas de energía contra el fondo. Un receptor electrónico captaba los ecos, y los datos del sonar se transmitían a la velocidad de la luz por un cable de fibra óptica blindado de centenares de metros de longitud. El grueso cable serpenteaba por la cubierta de barco con el casco pintado de color azul turquesa que dejaba una amplia estela en la superficie del océano a unas doscientas millas al este de la costa atlántica de Estados Unidos.
El cable acababa en la sala de control de exploración en la cubierta principal de la nave. Austin estaba delante de la resplandeciente pantalla, para analizar las imágenes del sonar lateral. Esta era una revolucionaria herramienta de exploración submarina diseñada por el difunto doctor Harold Edgerton que permitía una rápida exploración de grandes zonas del fondo marino.
Una línea vertical negra que iba de arriba abajo de la pantalla marcaba el rumbo del barco de exploración. Las anchas bandas de color a cada lado correspondían a las zonas de babor y estribor que estaban siendo exploradas por el sonar lateral. Los datos de navegación y la hora aparecían en el lado derecho de la pantalla.
Austin observaba la pantalla, su rostro bañado por la luz ámbar, alerta a cualquier alteración visual. Se trataba de un trabajo fatigoso, y llevaba haciéndolo desde hacía dos horas. Desvió la mirada y se frotaba los ojos cuando Zavala y Adler entraron en la sala. Zavala traía un jarra de café y tres tazas que había recogido en el comedor.
—La pausa para el café —dijo.
Llenó las tazas y las repartió.
El café caliente le quemó los labios a Austin, pero lo reanimó.
—Gracias por la dosis de cafeína. Comenzaba a dormirme.
—Yo puedo hacer el siguiente turno —ofreció Zavala.
—Gracias. Por ahora dejaré el escáner en automático, y os enseñaré a ti y al profesor lo que hemos estado haciendo.
Austin conectó el monitor del sonar para que sonase si captaba algún objeto de más de quince metros de longitud, y los tres hombres se reunieron alrededor de una mesa de cartas.
—Estamos realizando una búsqueda de medio alcance para cubrir el máximo de terreno posible sin distorsionar los resultados. Aquí la profundidad es de unos ciento setenta metros. Hemos marcado unos cuadrados de doce millas a lo largo del presunto rumbo del barco desaparecido. —Pasó el dedo a lo largo del perímetro de un cuadrado trazado con rotulador en la lámina de plástico transparente que protegía la carta náutica—. El barco recorre unas líneas paralelas imaginarias en cada cuadrado como quien corta el césped. Estamos más o menos por la mitad de este cuadrado. Si no localizamos a la nave en este sector, tendremos que probar en los siguientes.
—¿Ha aparecido algo interesante? —preguntó Zavala.
Austin hizo una mueca.
—Ni una sola sirena, si es eso lo que te interesa. La mayor parte es fondo plano con sedimentos duros aquí y allá, peñascos, hoyas y depresiones, peces y cosas por el estilo. Ni una sola señal de nuestro barco, o de cualquier otro.
Adler sacudió la cabeza en una muestra de frustración.
—Nadie creería que fuese tan condenadamente difícil encontrar un barco que es más largo que dos campos de fútbol unidos con toda esta cantidad de chismes electrónicos.
—Es un océano muy grande. Pero si hay algún barco capaz de encontrar al Belle, ese es el Throckmorton —afirmó Austin.
—Kurt tiene razón —añadió Zavala—. Los instrumentos en este barco pueden decirle el color de los ojos de un gusano de los respiraderos a mil brazas.
—La biología de las grandes profundidades no es mi especialidad —señaló Adler—, pero no sabía que esas extraordinarias criaturas tuviesen ojos.
—Joe exagera, pero solo un poco —dijo Austin, con una sonrisa—. Los equipos disponibles a bordo del Throckmorton hacen válidas las manifestaciones de quienes argumentan que los humanos pueden explorar los fondos oceánicos sin mojarse los pies. En lugar de estar como sardinas en lata en su vehículo sumergible, aquí estamos tomando café mientras el escáner lateral hace todo el trabajo.
—¿Usted qué opina, Kurt?
Austin consideró la pregunta.
—No hay ninguna duda de que alguien como Joe puede construir un vehículo robot submarino que se pueda programar para que lo haga todo excepto traer el periódico y las pantuflas.
Zavala, que además de ingeniero era un mecánico de primera, había diseñado y dirigido la construcción de numerosos vehículos submarinos, tripulados y teledirigidos, para la NUMA.
—Pues ahora que lo mencionas —dijo Zavala—. Estoy trabajando en un diseño que hará todo eso y preparará un margarita de rechupete.
—No me extraña —replicó Austin, y luego señaló las pantallas que llenaban los mamparos—. Pero lo que falta en esta cómoda sala es el ansia por la única cosa que evitará que la raza humana se atrofie como un miembro que no se usa: la aventura.
Adler sonrió al saber que había acertado al solicitar la ayuda de la NUMA. Austin y Zavala eran obviamente dos científicos de primer orden, expertos en las arcanas áreas de la investigación submarina. Pero con su porte atlético, su agudo ingenio y su amable camaradería los dos hombres de la NUMA parecían rescatados del pasado. Tenían más de espadachines del Siglo XVIII, todo un cambio comparado con los académicos marinos con los que tenía que trabajar, personas taciturnas encerradas exclusivamente en lo suyo. Levantó la taza en un brindis.
—Por la aventura.
Los otros levantaron las tazas.
—Quizá sea el momento de tener a un experto en olas en el equipo de misiones especiales —comentó Austin.
Un sonoro zumbido del monitor del sonar cortó en seco la risa de Adler.
Austin dejó la taza y se acercó a la pantalla del sonar. Observó las imágenes durante unos segundos. Una amplia sonrisa apareció en su rostro y se volvió hacia el profesor.
—Nos dijo que le gustaría evaluar los daños en el Southern Belle antes de hablarnos de las teorías que ha estado considerando.
—Sí, es correcto —asintió Adler—. Espero averiguar por qué se hundió el Belle.
Austin movió la pantalla para que el profesor pudiese ver la espectral imagen de un barco en el fondo del océano a ciento setenta metros de profundidad.
—Está a punto de tener su oportunidad.
El mar no había perdido el tiempo para reclamar como suyo al Southern Belle.
El barco iluminado por los potentes focos del vehículo submarino ya no era la magnífica nave que había surcado el océano como una isla flotante. El casco azul estaba cubierto con un musgo gris verdoso que le daba el aspecto de un perro hirsuto, como si le hubiese crecido piel. Los organismos microscópicos se habían instalado en las algas, y atraían a legiones de peces que buscaban comida en todos los rincones de lo que se había convertido en una gigantesca incubadora de vida marina.
El ROPOS ROV había sido bajado al agua desde la cubierta de popa del Throckmorton a los pocos minutos de que Austin hubiese avisado al puente que el escáner del sonar había captado la imagen del barco. El vehículo tenía unos dos metros de longitud, y uno de alto y ancho. A pesar de su aspecto de caja de zapatos, el diseño del ROV había avanzado mucho desde los primeros modelos de vehículos dirigidos por control remoto que eran poco más que una cámara sujeta a un cable. Ahora era un laboratorio capaz de cumplir una amplia variedad de funciones científicas.
Llevaba dos cámaras de vídeo, manipuladores gemelos, herramientas para la recogida de muestras, sonar y canales digitales para la transmisión de datos. El vehículo estaba unido a la nave por un cable de fibra óptica que transmitía las imágenes de las cámaras y otras informaciones, y por donde recibía las órdenes del piloto. Impulsado por un motor eléctrico de cuarenta caballos, el ROV había descendido rápidamente los ciento setenta metros hasta donde el barco yacía en el fondo apoyado en la quilla.
Joe Zavala, sentado delante de la consola de control, pilotaba al robot submarino con un joystick. Zavala era un piloto con centenares de horas de vuelo en helicópteros, reactores pequeños y aviones de turbohélice, pero para controlar a un objeto en movimiento a una distancia de casi doscientos metros se necesitaba la mano experta de un adolescente aficionado a los videojuegos en los controles.
Con la mirada atenta a la imagen de vídeo que tenía delante, Zavala guió al ROV como si estuviese sentado en su interior. Utilizaba el joystick con mano firme pero delicada, para transmitir al vehículo las órdenes que le permitiesen compensar los sutiles cambios en las corrientes. Además, debía tener la preocupación de que el ROV no se enganchase en su cordón umbilical.
Los ánimos eran sombríos en el abarrotado centro de control. Tripulantes y científicos se habían apiñado en la sala en cuanto se corrió la voz de que habían descubierto al Southern Belle. Los silenciosos espectadores miraban las fantasmagóricas imágenes del barco hundido como los asistentes a un funeral.
La realidad había calado después de la excitación inicial del hallazgo del buque. Aquellos que viven en el mar saben que la sólida cubierta debajo de sus pies descansa en los ondulantes fundamentos de una masa de agua tan hermosa como traicionera. Todos a bordo del Throckmorton sabían que el barco hundido se había convertido en la tumba de su tripulación. Todos eran conscientes de que podían sufrir el mismo destino. No había señal alguna de los hombres que se habían hundido con el Southern Belle, pero era imposible no pensar en los últimos aterradores momentos de la tripulación del carguero.
Totalmente concentrado en su trabajo, Zavala guió al ROV hasta el nivel de la cubierta y lo llevó en un recorrido de proa a popa. En otras circunstancias, hubiese tenido mucho cuidado para evitar que el vehículo no acabase enganchado en los mástiles y las antenas de radio, pero la cubierta del Belle se veía lisa como una mesa de billar. La cámara transmitió las imágenes de los muñones de metal de los soportes de las grúas y pescantes utilizados para mover los contenedores y que habían sido arrancadas de cuajo.
Cuando el ROV pasó por encima de la cubierta de popa, los focos alumbraron en un enorme boquete rectangular. Zavala murmuró una exclamación en español, y luego dijo:
—Falta todo el castillo de popa.
—Intenta buscar en la zona inmediata al barco —le indicó Austin, que estaba inclinado sobre el hombro de su compañero.
Zavala movió el joystick, y el vehículo se elevó sobre la cubierta y comenzó a moverse alrededor del barco en una trayectoria de espiral, pero no vieron señal alguna del castillo de popa.
El profesor Adler había observado las imágenes en el más absoluto silencio. Tocó el brazo de Austin y lo llevó hacia un extremo de la sala, lejos de la multitud reunida delante del monitor.
—Creo que es hora de que hablemos —susurró.
Austin asintió. Fue de nuevo hasta la consola de control para decirle a Joe que estaría en la sala de descanso, y luego abandonó la sala en compañía del profesor. Como los que no estaban de servicio se encontraban en el centro de control, atentos a las imágenes del Belle, tenían la sala de descanso para ellos solos. Era un lugar muy cómodo, con sillones y butacas de cuero, televisión y DVD, una mesa de billar, otra de tenis de mesa, juegos de salón y un ordenador. Austin y Adler se sentaron en sendas butacas.
—¿Qué opina? —preguntó Adler.
—¿Del Belle? No hay que ser un Sherlock Holmes para deducir por qué se hundió. Falta el castillo de popa.
—Tenemos las fotos del satélite que muestran la actividad de olas. No hay ninguna duda de que fue alcanzado por una o más olas asesinas mucho más grandes que cualquiera que hayamos visto antes.
—Cosa que nos lleva de nuevo a sus teorías. Antes no ha querido hablar de ellas. ¿El hallazgo del barco le ha hecho cambiar de opinión?
—Mucho me temo que mis teorías están muy fuera de lo común.
Austin se reclinó en la butaca y entrelazó las manos detrás de la nuca.
—He aprendido que nada es común cuando se trata del océano.
—He vacilado hasta ahora porque no quiero que me señalen como un chalado. La comunidad científica ha tardado años en aceptar la realidad de las olas asesinas. Mis colegas me harían picadillo si supiesen lo que pienso.
—No dejaremos que eso ocurra —afirmó Austin—. Respetaré su confianza.
El profesor se lo agradeció con un gesto.
—Cuando ya no se pudieron negar las pruebas empíricas de estas olas, la Unión Europea lanzó dos satélites con cámaras de alta resolución como parte del proyecto Max Wawe. El objetivo era ver si estas olas existían, y estudiar de qué manera podían influenciar en el diseño de los barcos y las plataformas de extracción de petróleo. Los satélites de la Agencia Espacial Europea podían ofrecer imagettes, que abarcaban un sector de diez por cinco kilómetros. En un período de tres semanas, los satélites identificaron más de diez olas gigantes, todas con una altura superior a los veintisiete metros.
Adler fue a sentarse delante del ordenador. Tecleó una serie de órdenes y en la pantalla apareció una imagen del globo terráqueo. El océano Atlántico estaba salpicado con símbolos de olas y números.
—Estoy utilizando los datos del censo del Wave Atlas. Cada símbolo corresponde a la localización de una ola gigante, y los números indican la altura y la fecha en que se formó. Como ve, hay un incremento en la actividad de las olas en los últimos trece meses, y también en el tamaño de estos monstruos.
Austin acercó una silla a la del profesor. Observó los símbolos. Las olas estaban repartidas al azar por todo el mundo, excepto por algunos grupos.
—¿Observa algo anormal?
—Estos cuatro grupos circulares están separados por la misma distancia en el Atlántico, incluida la zona donde estamos ahora. Dos en el Atlántico Norte. Dos en el sur. ¿Qué hay del Pacífico?
—Me alegra que me lo pregunte. —Adler hizo girar la imagen para que apareciera al océano Pacífico.
Austin soltó un silbido.
—Cuatro grupos similares. Qué curioso.
—Lo mismo pensé yo. —Una leve sonrisa apareció en el rostro del científico—. Medí los grupos y encontré que son exactamente equidistantes en cada océano.
—¿Qué me está diciendo, profesor?
—Que al parecer aquí hay un plan consciente. Estas olas son obra del hombre o de Dios.
Austin consideró las implicaciones del comentario del profesor.
—Hay una tercera posibilidad —señaló al cabo de un momento—. El hombre que actúa como Dios.
—Eso es algo que queda excluido de la pregunta —dijo Adler.
—No necesariamente. —Austin sonrió—. La humanidad tiene una larga historia de intentos de controlar los elementos.
—Controlar el mar es otro asunto.
—Estoy de acuerdo, pero algunos intentos aunque sean burdos funcionan. Basta con ver los diques y los rompeolas que llevan siglos de existencia.
—Fui uno de los consultores en el proyecto de control de mareas en Venecia, así que sé a qué se refiere. El concepto de detener el océano es relativamente simple. El desafío es la ingeniería. La creación de olas gigantes puede ser mucho más complicado.
—Pero no imposible —puntualizó Austin.
—No, no imposible.
—¿Alguna vez ha pensado en los medios para hacerlo? ¿Algo como gigantescas explosiones submarinas?
—Es muy poco probable. —Adler sacudió la cabeza—. Necesitaría de una explosión nuclear, y sería detectada. ¿Alguna otra idea?
—No a bote pronto. Pero es algo que claramente la NUMA debería investigar.
—No sabe lo feliz que me hace escuchárselo decir —manifestó Adler, con un tono de alivio—. Creí que me volvería loco.
A Austin se le ocurrió una idea.
—Joe se preguntaba si el trabajo de los Trout podría arrojar alguna luz en este misterio.
—Claro, ya lo recuerdo. Mencionó que un par de colegas de la NUMA están trabajando en otro proyecto en esta zona.
—Al sur de nuestra posición. Están con un grupo de científicos en el Benjamín Franklin que pertenece a la NOAA, dedicados al estudio de las implicaciones biológicas de los remolinos gigantes en el Atlántico.
—Como le decía, no descarto nada. Desde luego valdría la pena echar una ojeada.
—Podemos hablar con ellos sobre sus hallazgos cuando volvamos a puerto.
—¿Por qué esperar? —preguntó Adler. Escribió una dirección y una página web apareció en la pantalla, seguida por una imagen de satélite de costa media atlántica—. El satélite que transmite esta imagen puede captar un objeto del tamaño de una sardina.
—Sorprendente —dijo Austin, y se acercó a la pantalla.
Adler «clicó» con el ratón.
—Ahora vemos la temperatura del agua. La banda ondulada de rojo ocre es la corriente del Golfo. La zona azul es agua fría, y los espirales marrones son remolinos de agua caliente. Enfocaré el zoom en nuestro barco.
Utilizó el ratón para que uno de los remolinos llenase la pantalla. El contorno de los dos barcos se veía con toda claridad cerca de la espiral.
—Este punto de aquí es el Throckmorton. El otro debe de ser el barco de la NOAA. ¡Caray! Esto es fabuloso.
Austin se inclinó sobre el hombro del profesor.
—¿Qué es ese círculo más pequeño en el cuadrante sudeste?
Adler amplió la imagen.
—Es un remolino aislado. Se comporta de una manera muy curiosa. Los números en los rectángulos indican el nivel y la velocidad del agua. El nivel dentro del remolino parece ir bajando al tiempo que aumenta la velocidad del agua. —Los ojos de Adler no se despegaban de la pantalla. El remolino, que era casi un círculo perfecto, continuaba creciendo—. Dios mío.
—¿Cuál es el problema?
El profesor tocó la pantalla.
—Me parece que somos testigos del nacimiento de un remolino gigante.