Capítulo 5

Big Mountain, Montana

El viejo se bajó del telesilla y esquió con paso vigoroso hasta lo alto de la pendiente de Black Diamond. Se detuvo en la cumbre de la colina, y sus ojos color cobalto contemplaron el magnífico panorama de cielo y montañas. Desde una altura de dos mil quinientos metros, disponía de una vista de pájaro del Flathead Valley y Whitefish Lake. Los picos nevados del parque nacional de los glaciares resplandecían en el este. Hacia el norte se extendían las serradas cumbres de las Rocosas canadienses.

La cima pelada estaba libre de bruma. Ni el más mínimo asomo de una nube manchaba el luminoso cielo azul. Mientras el cálido sol le bronceaba el rostro, pensó en la deuda que tenía con las montañas. No tenía ninguna duda. Sin la claridad ofrecida por los picos, se hubiese vuelto loco.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Europa había comenzado a recuperarse, pero su mente era una selva de oscuros murmullos. No tenía importancia que hubiese puesto sus letales habilidades al servicio de la Resistencia. Continuaba siendo un autómata asesino, pero con un terrible defecto: la humanidad. Como cualquier máquina de precisión con una avería, con el tiempo hubiese acabado hecho trizas.

Había abandonado el continente asolado por la guerra para ir a Nueva York, y después había seguido hacia el oeste hasta alejarse miles de kilómetros del humeante matadero europeo. Se había construido una sencilla cabaña de troncos él solo con herramientas de mano. La agotadora tarea y el aire puro habían limpiado los más oscuros recuerdos de su memoria. Las violentas pesadillas desaparecieron poco a poco. Podía dormir sin un arma debajo de la almohada y un puñal atado al muslo.

Con el paso de los años, había pasado de ser una implacable máquina de matar a esquiador impenitente. El pelo rubio cortado muy corto en su juventud tenía ahora el color del peltre y le crecía por encima de las orejas. Un descuidado bigote hacía juego con las gruesas cejas. Su tez había adquirido el color del cuero.

Mientras miraba con los ojos entrecerrados para protegerlos del resplandor del sol en la nieve, apareció una sonrisa en su rostro alargado. No era un hombre religioso. No encontraba motivos para creer en un Supremo Hacedor que hubiese creado algo tan absurdo como el hombre. Si tuviese que optar por alguna religión, escogería el druidismo, porque tenía mucho más sentido rendir culto a un árbol que a cualquier deidad. Al mismo tiempo, consideraba todo viaje hasta la cima de una montaña como una experiencia espiritual.

Este sería el último descenso de la temporada. La nieve se había mantenido hasta bien entrada la primavera como ocurría siempre a gran altitud, pero el invierno había tenido que claudicar. Trozos de tierra marrón se veían a través de la delgada capa blanca, y en el aire dominaba el olor a tierra húmeda.

Se colocó las gafas y se empujó con los bastones para bajar por la cara norte del North Bowl y ganar velocidad antes de iniciar la primera vuelta. Siempre comenzaba el día por el mismo sendero, una rápida cuenca entre silenciosos fantasmas de nieve; extrañas criaturas espectrales que se creaban cuando el viento y la niebla cubrían los árboles con escarcha.

Realizaba las suaves vueltas que había aprendido en la infancia cuando esquiaba en Kitzbuhl, Austria.

Al final de la cuenca, se lanzó por el tobogán de Schmidt's y salió a un claro. Excepto por los más entusiastas esquiadores, la mayoría de la gente había colgado los esquís para ocuparse de sus barcas y los equipos de pesca. Parecía como si fuese el amo de la montaña.

Pero cuando Schroeder salió de entre los árboles a campo abierto, otros dos esquiadores salieron de un bosquecillo de abetos.

Esquiaban a unos centenares de metros detrás, uno a cada lado de la pista. Él se movió al mismo paso, y efectuó vueltas cortas para darles paso. En cambio, en lugar de adelantarlo, replicaron sus giros, hasta que se encontraron esquiando de tres en fondo. Un radar mental que llevaba mucho tiempo en desuso se puso en marcha. Demasiado tarde. Los esquiadores se cerraron hacia él como las mandíbulas de unos alicates.

El hombre mayor se detuvo en un borde del sendero. Sus escoltas frenaron como jugadores de hockey y levantaron surtidores de nieve, uno más arriba y el otro más abajo. Los cuerpos musculosos tensaban la telas de los monos plateados. Sus rostros quedaban ocultos por las gafas espejo. Solo se veían las barbillas.

Los hombres lo miraron sin decir palabra. Se trataba del viejo juego de la intimidación silenciosa. Él les dedicó una sonrisa de cocodrilo.

—Buenas —saludó alegremente con el tono del oeste que había practicado durante años—. Hacen pocos días como este.

El esquiador de más arriba le respondió con un lento deje sureño:

—Si no me equivoco, usted es Karl Schroeder.

El nombre que había descartado décadas atrás le sonó sorprendentemente extraño, pero mantuvo la sonrisa.

—Creo que se equivoca, amigo. Me llamo Svensen. Arne Svensen.

El esquiador se tomó su tiempo para clavar los bastones en la nieve, quitarse un guante, meter la mano en el interior del mono y sacar una pistola PPK Walther.

—No me venga con esas, Arne. Hemos comprobado la identidad con sus huellas dactilares.

Imposible.

—Creo que me confunde con algún otro.

—¿No lo recuerda? —El hombre se rió—. Estábamos detrás de usted en el bar.

Schroeder rebuscó en su memoria y recordó un incidente en el Hell Roaring Saloon, el abrevadero que frecuentaban los esquiadores al pie de la montaña. Había estado bajando cervezas como solo pueden hacer los austríacos. Había vuelto a su taburete después de una pausa para ir al lavabo y su media jarra había desaparecido. El bar estaba muy concurrido, y dedujo que algún otro cliente se la había llevado por error.

—La jarra de cerveza. Fue usted.

—Lo estuvimos vigilando durante una hora, pero valió la pena. Nos dejó un juego completo de huellas. Desde entonces nos ha tenido pegados al culo.

Se escuchó el deslizar de unos esquís que bajaban la pendiente.

—No se le ocurra hacer ninguna tontería —le advirtió el hombre que miró hacia arriba.

Tapó el arma con la mano enguantada.

Un momento más tarde, un esquiador solitario pasó como una centella y siguió su camino sin prestarles atención.

Schroeder siempre había tenido claro que su transformación de ejecutor a ser humano lo haría vulnerable. Pero había llegado a creer que su nueva identidad había conseguido aislarlo completamente de su antigua vida. El arma que le apuntaba al corazón era la prueba palpable de su error.

—¿Qué quiere? —preguntó Schroeder, con el tono de derrota del fugitivo al que finalmente han conseguido atrapar.

—Quiero que se calle y haga lo que le digo. Me han dicho que es un antiguo soldado, así que sabe acatar las órdenes.

—Vaya soldado —comentó el otro hombre con un claro desprecio—. Lo único que veo desde aquí es un fugado que se mea en los pantalones.

Ambos se rieron.

Bien.

Sabían que había estado en el ejército, pero intuyó que no sabían que se había graduado en una de las escuelas de asesinos más famosas del mundo. Había mantenido sus conocimientos de las artes marciales y su puntería siempre al máximo, y, aunque rondaba los ochenta, el ejercicio físico y la vida al aire libre habían mantenido un cuerpo que muchos hombres con la mitad de su edad le hubiesen envidiado.

Permaneció calmo y confiado. Estaban en su terreno, donde conocía cada árbol y piedra.

—Fui un soldado hace mucho tiempo. Ahora solo soy un viejo. —Agachó la cabeza y encorvó los hombros para dar una imagen de sumisión, y añadió un ligero temblor a su voz profunda.

—Sabemos mucho más de usted de lo que cree —afirmó el hombre con la pistola—. Sabemos lo que come, dónde duerme. Sabemos dónde viven usted y su chucho.

Habían estado en su casa.

—Donde vivía el chucho —puntualizó el otro hombre.

Schroeder lo miró.

—¿Mataron a mi perro? ¿Por qué?

—El «pequeñajo» no dejaba de ladrar. Le dimos una píldora para que se callara.

La pequeña dachshund a la que él le había puesto el nombre de Schatsky probablemente había ladrado de alegría al ver a los intrusos.

Notó un frío que le recorrió todo el cuerpo. En su mente, escuchó a su maestro, el profesor Heinz. El psicópata con los ojos azules de un querubín había sido recompensado con un puesto de profesor en el monasterio de Wevelsburg por su trabajo de diseñar la máquina de la muerte nazi.

«En las manos expertas, casi cualquier objeto común se puede convertir en un arma letal —decía el profesor con su voz suave—. La punta de este periódico bien enrollado para convertirlo en una porra puede romper la nariz de un hombre y hacer que las astillas de hueso se claven en su cerebro. Esta estilográfica puede atravesar un ojo y causar la muerte. Esta pulsera de reloj metálica colocada sobre los nudillos es capaz de destrozar los huesos faciales. Este cinturón es un magnífico garrote si no tienen tiempo para sacarse los cordones de las botas…»

Las manos de Schroeder apretaron con fuerza las empuñaduras de los bastones.

—Haré lo que me digan. Quizá haya una manera de resolver esto.

—Claro —dijo el pistolero y esbozó una sonrisa—. Primero, quiero que baje esquiando sin prisas hasta el pie de la montaña. Siga a mi amigo amante de los perros. Él también lleva un arma. Yo le seguiré de cerca. Al final de la pista, quítese los esquís, déjelos en los soportes y vaya al aparcamiento este.

—¿Puedo preguntar adonde me llevan?

—Nosotros no lo llevamos a ninguna parte. Solo lo entregamos.

—Piense en nosotros como si fuésemos FedEx o UPS —dijo el otro hombre.

—No es nada personal —señaló su compañero—. Solo es un trabajo. Adelante. Con calma. —Hizo un gesto con el arma, y después la guardó para poder esquiar sin estorbos.

Con el hombre de más abajo en cabeza y Schroeder en el medio, bajaron en fila india a una velocidad moderada. Schroeder juzgó al hombre que tenía delante como un esquiador agresivo que compensaba su falta de capacidad técnica con la fuerza de los músculos. Miró a su escolta. Le bastó una mirada para saber que era el menos experto de los dos. Así y todo, eran jóvenes, fuertes, y tenían armas.

Pasó un «snowboarder» y desapareció sendero abajo.

Schroeder calculó que su escolta seguiría instintivamente con la mirada al objeto en movimiento y realizó su jugada. Se volvió, pero en lugar de continuar a través realizó un giro de ciento ochenta grados para quedar de cara hacia la cumbre.

Su escolta no advirtió la maniobra hasta que fue demasiado tarde. Intentó frenar. Schroeder afirmó el esquí de más abajo en la nieve. Sujetó el bastón derecho con las dos manos, mientras que el otro quedaba colgando de la correa, y clavó la punta de acero en la pequeña parte carnosa de la garganta que sobresalía por encima del cuello cisne.

El hombre aún se movía cuando la punta le abrió un agujero desgarrado en la garganta por debajo de la nuez. Dejó escapar un grito ahogado, le fallaron las piernas y cayó en la nieve donde se revolcó en las garras de una espantosa agonía.

Schroeder esquivó el cuerpo que se retorcía como un torero que elude al toro herido.

El hombre en cabeza miró por encima del hombro. Schroeder recuperó la improvisada lanza. Clavó los bastones y se lanzó pista abajo. Descargó un golpe con el codo derecho en el rostro del hombre y consiguió hacerle perder el equilibrio. Con las rodillas flexionadas y la cabeza agachada, continuó en línea recta hasta acercarse al final de la pendiente, donde la pista viraba bruscamente a la derecha.

El segundo esquiador debía llevar una metralleta oculta en el interior del mono porque una descarga de fuego automático rompió el silencio de las cumbres.

Los disparos pasaron muy altos y destrozaron unas cuantas ramas de los pinos.

Un segundo más tarde, Schroeder se había puesto fuera de la línea de tiro.

Se metió en una angosta pista negra que serpenteaba por la ladera como un sacacorchos. El personal de la estación había colocado cinta amarilla y un cartel donde se decía que la pista estaba cerrada.

Schroeder pasó por debajo de la cinta. La pista bajaba casi en vertical. La nieve mostraba un tinte marrón, allí donde el grosor era mínimo. Había grandes trozos de tierra al descubierto. Las piedras que normalmente estaban ocultas debajo de la nieve se veían con toda claridad.

Escuchó más disparos, y saltaron unos surtidores de fango a un par de metros. El tirador se encontraba en lo alto del risco.

Schroeder esquió entre la tierra y las rocas. Los esquís pasaron por el fango y casi se frenaron, pero aún quedaban unos centímetros de nieve que bastaron para que los patines continuaran deslizando.

Buscó el camino a través de un campo de pequeños montículos de nieve dura y llegó a una pendiente donde la capa de nieve era adecuada. Escuchó detonaciones a su derecha. Su perseguidor esquiaba por un sendero paralelo, y disparaba a través de la zona que los separaba. La mayoría de los proyectiles acabaron en los árboles. El pistolero vio el fallo y entró en el bosque que los separaba.

La silueta del hombre parecía la de un canguro que hubiese tomado esteroides, pero se abrió camino con saltos y derrapes. Schroeder vio que el hombre saldría de entre los árboles por debajo, desde donde podrían disparar a placer.

El hombre se cayó una vez, y se apresuró a levantarse, pero la demora le daría tiempo a Schroeder para rebasarlo antes de que saliese a campo abierto. Pero seguiría siendo un blanco fácil. Así que, cuando el perseguidor salió de entre los árboles a un lado de la pista, Schroeder cargó contra él.

El hombre vio cómo Schroeder se le echaba encima y buscó el arma.

Schroeder descargó un mandoble con el bastón contra el rostro descubierto del hombre como si fuese un cosaco a la carga. El golpe fue un poco alto y le destrozó las gafas. El pistolero perdió el equilibrio. Patinó primero en un esquí, luego en el otro. El arma voló de su mano. Como si fuese un borracho que camina haciendo eses, y agitando los brazos, pasó por encima del borde del sendero, donde había una caída de casi siete metros hasta los árboles.

Acabó colgado cabeza abajo en una depresión de nieve alrededor de un gigantesco abeto. Los esquís se habían enredado en las ramas bajas. Forcejeó para soltarse los herrajes, pero quedaban fuera de su alcance. Se quedó colgado, indefenso. Jadeaba al respirar.

Schroeder bajó la pendiente de lado. Recogió la Uzi donde el hombre la había dejado caer y la sostuvo por el aro del gatillo.

—¿Para quién trabaja? —preguntó Schroeder.

El hombre consiguió subirse las gafas rotas.

—Acmé Security —respondió, con voz ahogada.

—¿Acmé? —Schroeder sonrió.

—Es una empresa grande situada en Virginia.

—Sabe quién soy, así que debe saber por qué me quieren.

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Qué iban a hacer conmigo?

—Teníamos que entregarlo a unas personas en la estación. Tenía que haber un coche para llevárselo.

—Me han estado vigilando durante días. Sabe más de lo que cuenta. Quiero saber lo que le dijeron. —Su voz sonó tranquilizadora—. Le doy mi palabra de que no lo mataré. Mire. —Arrojó la Uzi entre los árboles.

Una expresión de sospecha apareció en el rostro del hombre, pero decidió arriesgarse.

—Comentaron algo de la foto de una muchacha que encontramos en su casa. Creen que usted sabe dónde está.

—¿Qué quieren con ella?

—No lo sé.

Schroeder asintió.

—Una cosa más. ¿Quién mató a Schatsky?

—¿Quién? —El hombre lo miró como si Schroeder hubiese perdido el juicio.

—Mi perra. La que no dejaba de ladrar.

—La mató mi compañero.

—Pero usted no hizo nada para impedirlo.

—Me gustan los perros.

—Le creo. —Schroeder se apartó y comenzó a subir la cuesta.

—No puede dejarme aquí —gritó el hombre, aterrorizado.

—Solo dije que no lo mataría —respondió Schroeder—. Nunca dije que lo sacaría. No se preocupe. Estoy seguro de que lo encontrarán cuando se derrita la nieve.

La temperatura bajaría de cero aquella noche. Los órganos vitales del cuerpo humano no estaban pensados para funcionar boca abajo, y el hombre no tardaría mucho en morir asfixiado.

Schroeder esquió hasta el pie de la montaña y buscó un lugar desde donde se veía el aparcamiento. Vio un todoterreno Yukon negro con los cristales tintados. Había tres hombres junto al vehículo que miraban hacia lo alto de la montaña. Se preguntó quiénes serían, pero decidió que no tenía importancia. Por ahora.

Se quitó los esquís, los dejó en un soporte, y fue a los vestuarios. Recogió la riñonera, guardó las botas en la taquilla, se calzó rápidamente los zapatos, y se encaminó hacia el lugar donde tenía aparcada la camioneta.

Echó una ojeada al aparcamiento sin ver nada sospechoso. Caminó a paso ligero hasta el vehículo y subió. Mientras salía del aparcamiento, buscó debajo del asiento la pistola y la colocó sobre su parka.

Consideró su próximo movimiento. Sería peligroso regresar a su casa. Salió de la ciudad para ir hacia el Glacier National Park. Veinte minutos más tarde, se detuvo delante de un pequeño edificio destartalado. El cartel en la fachada decía: Glacier Park Wilderness Touring Company and Camps. Era una de las varias empresas y propiedades en las que Schroeder había invertido a través de compañías fantasma. Detrás del edificio había varías cabañas que alquilaba en verano.

Aparcó en la parte de atrás, entró en la cabaña reservada para su propio uso y apartó la apolillada cabeza de reno colgada sobre la repisa de la chimenea para dejar a la vista una caja de caudales. Marcó la combinación y la abrió. Dentro había una caja llena de dinero, que se metió en los bolsillos de la parka junto con licencias de conducir falsas, pasaportes y tarjetas de crédito.

Fue al baño y se afeitó el bigote. Se tiñó el pelo de castaño para que correspondiese a la foto de su carnet de identidad, y de un armario sacó una maleta preparada de antemano. Tardó menos de treinta minutos en cambiar de identidad. La rapidez era esencial. Quienquiera que fuese el que había encontrado un camino entre la red de falsas identidades que había tejido debía de tener considerables recursos a su disposición. Solo era una cuestión de tiempo que lo rastreasen hasta ese lugar.

Alguien podría estar vigilando el pequeño aeropuerto de Kalispell. Decidió ir hasta Missoula y alquilar un coche. A medio camino de su destino, se detuvo delante de una cabina de teléfono público. Con una tarjeta de prepago, llamó a un número de larga distancia. Mientras sonaba el teléfono, contuvo el aliento. Se preguntó si ella aún lo recordaría. Había pasado mucho tiempo. Contestó un hombre. Dijeron unas pocas palabras y colgó. Había una mirada de desilusión en sus ojos.

No había límite de velocidad en Montana. Mientras mantenía pisado el acelerador a fondo, se preguntó cómo el genio había escapado de nuevo de la lámpara. El era mucho más joven la primera vez que lo había encerrado, y ahora se preguntaba si, a su edad, conseguiría hacerlo otra vez.

Pensó en la muchacha. El retrato en su dormitorio lo había hecho un estudio comercial. Podían localizarlo. Creía que los archivos del ordenador estaban limpios, pero nunca se podía estar seguro del todo. Después estaban los registros de las llamadas telefónicas. Con la vejez se había vuelto descuidado. Solo era una cuestión de tiempo que diesen con ella. Se preguntó qué aspecto tendría. La última vez que la había visto había sido en el funeral de su abuelo. Dejó vagar la mente, y revivió los acontecimientos que lo ligaban con la joven.

Corría el año 1948. El vivía en su cabaña de troncos en Montana. Aunque tenía acceso a una fortuna depositada en cuentas suizas, se ganaba la vida con trabajos sueltos y como guía de los turistas que visitaban los glaciares. Un cliente, un empresario de Detroit, había dejado una revista en la cabaña. Schroeder se encargaba de la limpieza, y le había echado una ojeada. Así fue como descubrió qué había sido de Lazlo Kovacs desde la noche aquella en que el Wilhelm Gustloff se había ido a pique.

El artículo hablaba de una compañía fundada por el doctor Janos, un emprendedor refugiado húngaro. La empresa estaba sacando al mercado una serie de nuevos productos, todos ellos basados en las propiedades electromagnéticas, y Janos se había hecho millonario. Schroeder sonrió. No había ninguna foto del inventor, pero el genio de Kovacs aparecía en cada objeto.

Era la temporada de fango entre el esquí y el senderismo, así que un día preparó la maleta y tomó el tren a Detroit. Encontró el laboratorio Janos en un edificio sin identificar. Había tenido que preguntar a varias personas del vecindario dónde estaba el laboratorio.

Vigiló la puerta principal desde un coche aparcado. La paciencia que había aprendido a tener cuando perseguía a seres humanos acabó por ser recompensada. Una limusina Cadillac llegó delante del edificio, pero en lugar de detenerse continuó para girar por un callejón en la parte de atrás. Se marchó antes de que pudiese ver quién había subido. Siguió al coche hasta el exclusivo barrio de Grosse Pointe, donde vivían muchos ejecutivos de la industria del automóvil. Perdió de vista la limusina cuando atravesó la verja de una finca cerrada con un muro.

A la tarde siguiente, estaba de nuevo en el laboratorio. Aparcó donde veía con claridad el callejón trasero. Cuando llegó la limusina, se bajó del coche y caminó hacia el callejón. El chófer, que mantenía la puerta abierta, lo miró pero probablemente tomó a Schroeder por un vagabundo.

Un hombre salió por la puerta trasera y caminó hacia el coche. Miró en dirección a Schroeder, amagó subir, y después miró de nuevo. Una gran sonrisa apareció en su rostro. Para extrañeza del chófer, su rico patrón se apresuró a abrazar al vagabundo con gran entusiasmo.

—Después de todos estos años. Dios bendito, ¿qué haces aquí?

—Pensé que a lo mejor te agradaría hacer un viaje por la nieve —respondió Schroeder, sonriente.

Kovacs lo contempló con una mirada de horror fingido.

—No si tú estás al volante.

—Se te ve bien, viejo amigo.

—Sí, a ti también. Sin embargo, diferente. Dudé en el primer momento. Pero era el mismo Karl de siempre.

—No tendría que haber venido aquí —comentó Schroeder.

—Por favor, amigo mío, estaba escrito en el destino que volveríamos a encontrarnos. Tengo tanto que agradecerte.

—Saber que estás bien y próspero ya me basta. Ahora debo irme.

—Primero tenemos que hablar. —Kovacs le dijo al chófer que esperase y lo llevó al laboratorio—. Aquí no hay nadie.

Pasaron por las salas llenas de unos equipos eléctricos que se hubiesen sentido muy a gusto en el laboratorio del doctor Frankenstein, y se acomodaron en un lujoso despacho.

—Te han ido muy bien las cosas —dijo Schroeder—. Me alegro.

—He sido muy afortunado. ¿Qué tal tú?

—Soy feliz, aunque mi casa no tiene un aspecto de millonario como la tuya.

—¿Has estado en mi casa? Por supuesto, tendría que haberlo sabido. Tocas todas las bases, como dicen en nuestro país de adopción.

—¿Tienes familia?

Una fugaz nube pasó por el rostro de Kovacs, pero después sonrió.

—Sí, me he vuelto a casar. ¿Y tú?

—Ha habido muchas mujeres, pero continuo siendo un solitario.

—Muy desafortunado. Me gustaría presentarte a mi esposa e hijo.

Schroeder sacudió la cabeza. Hasta aquí podían llegar. Kovacs dijo que lo entendía. La presencia de Schroeder plantearía demasiadas preguntas. Ambos aún tenían enemigos en el mundo. Hablaron durante otra hora, hasta que Schroeder finalmente formuló la pregunta que tenía en mente.

—Has enterrado las frecuencias, ¿no?

Kovacs se tocó la frente.

—Están aquí, para siempre.

—Ya sabes que hubo un intento de utilizar tu trabajo. Los rusos encontraron documentos y equipos en el laboratorio e intentaron hacerlo servir en su beneficio.

—Soy como la tía que escribe la receta de sus galletas para la familia —dijo Kovacs, con una sonrisa—, pero se guarda un ingrediente importante. Sus experimentos solo pudieron llevarlos hasta un punto.

—Lo intentaron. En este país realizaron investigaciones similares en cuanto el gobierno se enteró de lo que pasaba. Después las paralizaron.

—No hay necesidad de preocuparse. No he olvidado lo que mi trabajo le hizo a mi primera familia.

Satisfecho con la respuesta, Schroeder dijo que debía marcharse. Se dieron la mano y un último abrazo. Schroeder le dejó a Kovacs una dirección de contacto, por si lo necesitaban. Prometieron hablar de nuevo, pero pasaron años sin llamarse. Entonces, un día, Schroeder encontró en su casilla de correos un mensaje del húngaro.

«De nuevo necesito de tu ayuda», decía el mensaje.

Cuando llamó, el científico le dijo:

—Ha sucedido algo terrible.

Esta vez, Schroeder fue directamente a la mansión en Grosse Pointe. Kovacs lo recibió en la puerta. Tenía un aspecto terrible. Había envejecido bien, el único cambio visible era las canas, pero ahora tenía unas bolsas oscuras debajo de los ojos, y la voz ronca como si hubiese estado llorando. Se sentaron en el estudio, y Kovacs le explicó que su esposa había muerto unos pocos años antes. Su hijo se había casado con una mujer maravillosa, pero ambos habían muerto en un accidente de coche unas semanas atrás.

Kovacs le dio las gracias cuando Schroeder le expresó sus condolencias, y dijo que había algo en lo que podría ayudarlo. Habló por el intercomunicador, y a los pocos minutos entró una niñera. Sostenía en brazos a un precioso bebé rubio.

—Mi nieta, Karla —le informó Kovacs, mientras cogía a la niña en brazos, orgulloso a más no poder—. Lleva el nombre de un viejo amigo quien, espero, muy pronto será su padrino.

Le pasó el bebé a Schroeder, que la sostuvo torpemente en los brazos. Se sintió conmovido por la invitación y aceptó la responsabilidad. Mientras la niña crecía, realizó varios viajes a Grosse Pointe, donde se le recibía como al tío Karl, y se había admirado de su gracia e inteligencia. En una ocasión, ella y su abuelo habían pasado unos días en Montana. Estaban sentados en la galería de la cabaña, entretenidos en mirar cómo la niña perseguía a las mariposas, cuando Kovacs le dijo que tenía una enfermedad mortal.

—No tardaré en morir. Mi nieta está bien provista. Pero quiero que me jures que la vigilarás de la misma manera que una vez me vigilaste a mí y la protegerás de cualquier peligro.

—Será un placer —respondió Schroeder, sin siquiera imaginar que podría llegar el día en que tuviese que cumplir el compromiso.

La última vez que había visto a Karla había sido en el funeral de su abuelo. Ya había comenzado a ir a la universidad y estaba muy ocupada con los estudios y los amigos. Se había convertido en una muchacha encantadora e inteligente. El la había llamado de vez en cuando para asegurarse de que se encontraba bien, y siguió su carrera con orgullo. Habían pasado años desde que se habían visto. Se preguntó si ella lo reconocería.

Apretó las mandíbulas con renovada decisión.

Fuera como fuese, tendría que llegar a Karla antes de que ellos lo hiciesen.