Capítulo 4

Las luces de cubierta estaban encendidas cuando el coche de la NUMA que llevaba a Austin y Zavala se detuvo en el muelle de Norfolk. Austin subió por la pasarela a paso ligero. Le alegraba volver al mar, y hacerlo en el buque oceanográfico Peter Throckmorton, una de las naves más modernas de la flota de la NUMA. Tenía una deuda con el misterioso doctor Adler por invitarlo a participar en la expedición.

El barco de noventa metros de eslora llevaba el nombre de uno de los pioneros de la arqueología marina. Throckmorton había demostrado que los métodos arqueológicos servían bajo el agua, y había estimulado toda una era de descubrimientos. La nave era un percherón marino. Había sido diseñado como una herramienta versátil, y sus equipos de sensores remotos podían explorar con la misma facilidad una ciudad sumergida como un campo de chimeneas hipo-termales.

Como la mayoría de los barcos de investigación científica, el Throckmorton era una plataforma marina desde la cual los científicos podían lanzar vehículos y sondas para realizar sus experimentos. En las cubiertas de proa y popa estaban las grúas y cabrestantes que se usaban para bajar y recoger las sondas y sumergibles que llevaba el barco. Había más grúas en las bandas de babor y estribor.

Uno de los oficiales del buque recibió a los hombres de la NUMA en lo alto de la pasarela.

—El capitán Cabral les da la bienvenida a bordo del Throckmorton y les desea un agradable viaje.

Austin conocía al capitán, Tony Cabral, de otras expediciones de la NUMA, y esperaba la oportunidad de saludarlo.

—Por favor, transmita nuestro agradecimiento al capitán, y dígale que nos complace navegar bajo su mando.

Acabadas las formalidades, un marinero los acompañó hasta sus cómodos camarotes. Dejaron los macutos y fueron a buscar a Adler. El marinero les recomendó que fuesen primero al centro de control de exploraciones.

El centro era una amplia habitación en penumbra en la cubierta principal. Junto a los mamparos se alineaban las estanterías con los monitores, que eran los ojos y oídos de los sensores remotos. Cuando lanzaban una sonda, la información se transmitía al centro para su análisis. Con el barco todavía en puerto, en la sala solo había un hombre sentado delante de un ordenador y que escribía en el teclado con dos dedos.

—¿El doctor Adler? —preguntó Kurt.

El hombre se volvió con una amplia sonrisa.

—Sí, y ustedes deben de ser la gente de la NUMA.

Austin y Zavala se dieron a conocer y le estrecharon la mano.

El experto en olas era un hombre huesudo con el físico de un leñador y una desgreñada cabellera blanca que parecía el musgo que crece en el tronco de un viejo roble. Tenía un bigote retorcido y daba la impresión de ser un añadido de última hora. Tenía una voz profunda y una manera de caminar un tanto desgarbada, como si se hubiese acabado de levantar de la siesta, pero los alertas ojos grises que los miraban a través de las gafas de montura de acero chispeaban con una mirada risueña. Les dio las gracias por venir y les acercó un par de sillas.

—No se imaginan lo mucho que me alegra verlos, caballeros. No estaba muy seguro de que Rudi Gunn accediese a mi solicitud de tenerlo en la expedición, Kurt. Contar también con Joe es un premio inesperado. Probablemente me mostré un poco cargante. Será porque vengo de una familia de cuáqueros. Ya saben, la persuasión amistosa y todo eso. No forzamos a nadie; solo nos apoyamos en la gente hasta que nos hacen caso.

El profesor no tenía motivos para creer que pudiese pasar inadvertido, pensó Kurt.

—No hay ninguna razón para disculparse —manifestó Kurt—. Siempre estoy dispuesto para una travesía marítima. Me sorprendió que reclamase específicamente mi presencia a bordo. No nos conocíamos.

—No, pero sí que había oído hablar mucho de usted. También sé que a la NUMA le gusta pregonar sus logros sin atribuirlos directamente al trabajo de su equipo de operaciones especiales.

El equipo había sido una creación del almirante Sandecker, que había dirigido la NUMA antes de que Dirk Pitt asumiera la dirección. Había querido disponer de un grupo de expertos en tareas submarinas que algunas veces tenían lugar fuera del conocimiento gubernamental. Al mismo tiempo, había utilizado el éxito de las misiones más espectaculares del equipo para conseguir nuevos fondos del Congreso.

—Tiene razón. Preferimos minimizar nuestras actuaciones.

Adler sonrió al escuchar la respuesta.

—Resulta difícil minimizar el hallazgo del cuerpo de Colón en una pirámide maya submarina, o el haber evitado un tsunami debido a los escapes de hidrato de metano en la costa este.

—Un golpe de suerte —replicó Austin—. No hicimos más que solucionar unos problemas.

—Kurt dice que el único problema en nuestro trabajo es que el problema nos dispare —intercaló Zavala.

—Admito que el equipo de operaciones especiales se ha encargado de algunas misiones un tanto curiosas —manifestó Kurt—, pero la NUMA cuenta con docenas de técnicos mucho más capaces que yo para encargarse de las tareas de investigación y búsqueda. ¿Por qué me pidió a mí?

—Algo muy extraño está ocurriendo en el océano —declaró Adler, con una expresión grave.

—Eso no es una novedad. El mar es más desconocido que el espacio exterior. Sabemos más de las estrellas que del planeta debajo de nuestros pies.

—Nadie más de acuerdo que yo con sus palabras —dijo Adler—. Lo que pasa es que me bailan por la cabeza algunas ideas muy locas.

—Joe y yo hemos aprendido hace mucho que la línea entre la locura y lo racional es muy delgada. Nos gustaría escuchar lo que tenga que decir.

—Se las explicaría en su momento. Prefiero esperar a que encontremos al Southern Belle.

—Ya nos parece bien. Háblenos de la desaparición del Belle. Si no recuerdo mal, envió una llamada de socorro cuando navegaba a la altura de la mitad de la costa atlántica. Comunicó que tenía problemas, y después desapareció sin dejar rastro.

—Así es. Se inició una búsqueda a gran escala en cuestión de horas. Al parecer el mar se lo engulló sin más. Ha sido muy duro para las familias de los tripulantes no saber lo que les pasó a sus seres queridos. Desde un punto de vista práctico, a los propietarios del buque les gustaría poner los asuntos legales en orden.

—Hace siglos que los barcos desaparecen sin dejar rastros —le recordó Kurt—. Incluso ahora a pesar de la comunicación instantánea en todo el mundo.

—El caso es que el Belle no era un barco cualquiera. Era lo más parecido posible a una nave insumergible.

—Eso me suena —dijo Austin, con una sonrisa.

—Lo sé —admitió Adler—. Lo mismo se dijo del Titanic. Pero las técnicas de construcción de barcos han dado pasos de gigante desde que el Titanic se fue a pique. El Belle era un buque de carga con unas características absolutamente nuevas. Podía resistir las condiciones meteorológicas más severas. Dice usted que no es la primera vez que desaparece un barco bien construido. Tiene toda la razón. Un buque mercante llamado Munchen desapareció en medio de una tempestad cuando cruzaba el Atlántico en 1978. Como el Belle, transmitió un SOS para comunicar que estaba en apuros. Nadie ha conseguido descubrir todavía qué le ha pasado. Murieron veintisiete tripulantes.

—Trágico. ¿Encontraron algún resto del barco? —preguntó Austin.

—La operación de rescate comenzó en cuanto se recibió el SOS. Más de un centenar de barcos rastrearon la zona. Encontraron diversos restos, y un bote salvavidas vacío que brindó una pista importante. El bote era uno de los colgados en los pescantes de la banda de estribor a más de veinte metros por encima de la línea de flotación. Las cabillas del bote estaban torcidas de proa a popa.

Zavala, como ingeniero mecánico, comprendió inmediatamente el significado del daño sufrido por el barco.

—No es difícil deducir el motivo —manifestó—. Una ola de por lo menos veinte metros de altura arrancó al bote de los pescantes.

—La comisión investigadora naval decidió que el barco se había hundido cuando las condiciones meteorológicas provocaron un «hecho inusual».

—Suena como si la comisión hubiese querido librarse de dar un veredicto concluyente —comentó Kurt.

—Los marineros que escucharon el veredicto de la comisión estarían de acuerdo. Se mostraron escandalizados. Ellos sí sabían qué había hundido al Munchen. Las tripulaciones llevan años hablando de encuentros con olas de veinte y treinta metros de altura, pero los científicos no se creen sus relatos.

—En más de una ocasión he escuchado historias de olas monstruosas, pero nunca he visto ninguna de primera mano.

—Dé gracias por ello, porque no mantendríamos ahora esta conversación de haberse encontrado con una de ellas.

—Hasta cierto punto, comprendo la voluntad de la comisión de ser cauta —declaró Austin—. Los marineros tienen fama de ser un tanto flexibles con la verdad.

—De eso doy fe —señaló Zavala, con una sonrisa nostálgica—. Llevo años oyendo hablar de las sirenas y sigo sin ver ninguna.

—Sin duda pretendían evitar los titulares de olas asesinas —dijo Adler—. Si nos atenemos a las opiniones científicas de aquellos años, las olas de las que hablaban los marineros eran teóricamente imposibles. Los científicos utilizábamos unos modelos matemáticos, llamados lineales, según los cuales una ola de treinta metros de altura solo ocurre una vez cada diez mil años.

—Aparentemente, después de la pérdida del Manchen, no tendríamos motivo para preocuparnos durante muchos siglos —afirmó Austin, con una sonrisa agria.

—Eso era lo que se pensaba antes del caso Draupner.

—¿Se refiere a la plataforma de extracción de petróleo frente a la costa noruega?

—¿Conoce el caso?

—Trabajé en las plataformas del mar del Norte durante seis años —contestó Austin—. Resulta difícil encontrar a alguien que haya trabajado en una plataforma que no esté enterado de la ola que descargó contra la torre.

—La plataforma estaba a unas cien millas de la costa —le explicó Adler a Zavala—. El mar del Norte es famoso por el mal tiempo, pero el día de fin de año de 1985 se produjo una de las peores borrascas. La plataforma se vio azotada por olas de diez a quince metros de altura. Luego los golpeó una que los sensores estimaron en unos treinta metros de altura. Todavía me cuesta creerlo cuando lo pienso.

—Por lo que parece, la ola que se abatió sobre la plataforma también acabó con el modelo lineal —dijo Zavala.

—Lo barrió de la superficie del mar. Aquella ola superaba en más de diez metros la máxima altura que el modelo hubiese calculado para la ola de los diez mil años. Un científico alemán llamado Julián Wolfram instaló un radar en la plataforma Draupner. Midió la altura de cada ola que rompió contra la plataforma en un período de cuatro años. Encontró que veinticuatro olas habían superado los límites del modelo lineal.

—Así que las leyendas no eran tales —señaló Austin—. Quizá, después de todo, podría ser que acabase por encontrar a Minnie la sirena.

—No me atrevería a decir tanto, pero la investigación de Wolfram demostró que las leyendas tenían una base real. Cuando elaboró la gráfica, encontró que estas nuevas olas eran más altas, y más grandes, que las olas comunes. El trabajo de Wolfram fue como el estallido de una bomba para la industria naviera. Durante años, los arquitectos navales habían empleado el modelo lineal para construir barcos lo bastante fuertes como para soportar el embate de olas de no más de quince metros de altura. También los pronósticos meteorológicos se basaban en la misma premisa errónea.

—Por lo que dice, todas las naves en el mundo corrían el riesgo de ser hundidas por una ola asesina —manifestó Zavala.

—Así es. Hubiese sido un coste de miles de millones reacondicionar y rediseñar los barcos. La posibilidad de un desastre económico alentó a que se hiciesen más estudios. La atención se centró en la costa de Sudáfrica, donde muchos marineros habían visto olas gigantes. Cuando los científicos analizaron los accidentes navales en el cabo de Buena Esperanza, comprobaron que habían tenido lugar en paralelo a la «corriente de Agulhus». La olas gigantes parecían producirse básicamente allí donde las corrientes cálidas se encontraban con las frías. Durante un período de diez años a partir de 1990 se perdieron veinte barcos en aquella zona.

—La industria naval debió de dormir más tranquila —dijo Austin—. Los barcos solo tenían que mantenerse apartados de aquella vecindad.

—Aprendieron que no era así de sencillo. En 1995, el Queen Elizabeth II se encontró con una ola de treinta metros en el Atlántico norte. En 2001, dos supertransatlánticos de turismo, el Bremen y el Caledonian Star, fueron sacudidos por olas de treinta metros muy lejos de la corriente. Ambos sobrevivieron para contar lo sucedido.

—Eso sugiere que la «corriente de Agulhus» no es el único lugar donde aparecen estas olas —señaló Austin.

—Correcto. No había corrientes opuestas cerca de dichas naves. Cotejamos esta información con las estadísticas y nos encontramos con algunas conclusiones inquietantes. Más de doscientos superpetroleros y portacontenedores con esloras superiores a los doscientos metros se habían hundido en los mares del mundo durante un período de veinte años. Las olas gigantes aparecieron como la causa principal de los hundimientos.

—Son unas estadísticas bastante graves.

—¡Son horrendas! Debido a las serías implicaciones para la navegación, nos hemos dedicado a mejorar el diseño de barcos, y ver si es posible el pronóstico.

—Me pregunto si el proyecto en el que trabajan los Trout tendrá algo que ver con estas superolas —dijo Zavala.

—Paul Trout, y su esposa, Gamay Morgan-Trout, son nuestros colegas en la NUMA —le explicó Austin al profesor—. Ahora se encuentran en el Benjamín Franklin, un barco de la NOAA, para participar en un estudio de los remolinos en esta zona.

Adler se pellizcó la barbilla con una expresión pensativa.

—Es una sugerencia valiosa. Desde luego vale la pena considerarla. Ahora mismo no descarto nada.

—Mencionó usted algo sobre el pronóstico de estas olas gigantes —le recordó Austin.

—Poco después de los incidentes del Bremen y el Caledonian Star, los europeos lanzaron un satélite para el estudio de los océanos. En un plazo de tres semanas, el satélite registró diez olas similares a las que casi habían hundido a los dos barcos.

—¿Alguien ha conseguido deducir la causa de las olas asesinas?

—Algunos hemos estado trabajando con un principio de mecánica cuántica llamada la «ecuación de Schródinger». Es un tanto complicada, pero explica la manera como las cosas pueden aparecer y desaparecer sin ninguna razón aparente. La «ola vampiro» es un buen nombre para el fenómeno. Chupan la energía de las otras olas y, voila, tenemos a nuestro monstruo gigante. Todavía no sabemos cuál es la causa que lo provoca.

—Por lo que dice, cualquier barco cuyo casco fue construido para soportar condiciones marítimas calculadas de acuerdo con el modelo lineal podría sufrir el mismo destino que el Southern Belle.

—Oh, va mucho más allá, Kurt. Mucho más.

—No le entiendo.

—Los diseñadores del Southern Belle incorporaron todas las nuevas informaciones de las olas gigantes en su trabajo. El Belle tenía un castillo de proa cubierto, doble casco, y reforzados los escotillones transversales para evitar las inundaciones.

Austin miró al científico durante unos segundos. Meditó sus palabras.

—Eso significaría que el barco pudo encontrarse con una ola de más de treinta metros de altura.

Adler le señaló la pantalla del ordenador. La imagen mostraba una serie de olas y medidas.

—Se produjeron dos olas gigantes, una de ellas de treinta y cuatro metros de altura para ser exactos. Tomamos estas imágenes desde un satélite.

El científico había esperado que sus palabras impresionasen a los dos hombres, pero ambos respondieron con expresiones de gran interés y no con exclamaciones de incredulidad. Comprendió que había acertado al conseguir el favor de Rudi Gunn cuando Austin se volvió hacia su amigo y con la mayor tranquilidad le dijo:

—Por lo que se ve, tendríamos que haber traído nuestras tablas de surf.