Capítulo 3

Nueva York

Antes de que Frank Malloy acabara convertido en un muy caro consultor de los departamentos de policía de la nación, había sido la quintaesencia del «poli». Detestaba el desorden de cualquier tipo. Sus uniformes siempre estaban perfectamente planchados. Como un resabio de sus años en el cuerpo de infantería de marina, se cortaba el pelo canoso casi al rape. Los horas de gimnasia lo mantenían en una excelente forma física.

A diferencia de la mayoría de los agentes que se aburrían en las vigilancias, Malloy disfrutaba con pasarse horas sentado en un coche, mirando el flujo y reflujo del tráfico y los peatones, siempre alerta a la más mínima rotura en el tejido social. También le ayudaba tener una vejiga de hierro.

Malloy había aparcado en Broadway, y miraba el desfile de los transeúntes que caminaban a paso ligero y de turistas boquiabiertos, cuando un hombre se apartó de la muchedumbre y caminó en línea recta hacia el coche que no llevaba distintivos oficiales.

El hombre era alto y delgado, y tendría unos treinta y tantos años. Vestía un traje liviano color ante, arrugado en las rodillas, y unas gastadas zapatillas New Balance. Tenía el pelo y una perilla roja cortada en punta. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata flojo. Años como policía de ronda habían perfeccionado la capacidad de Malloy para identificar a las personas con una rápida ojeada. No dudó que se trataba de un reportero.

El hombre llegó junto al coche, se agachó para que su rostro quedara a nivel con la ventanilla y mostró su identificación.

—Me llamo Lance Barnes. Soy reportero del Times. ¿Es usted Frank Malloy?

La pregunta estropeó el triunfo de Malloy.

—Sí, soy Malloy. —Frunció el entrecejo—. ¿Cómo me descubrió, señor Barnes?

—Muy sencillo. —El reportero se encogió de hombros—. Está sentado solo en un Ford azul oscuro en una zona donde es prácticamente imposible aparcar.

—Debo de estar perdiendo facultades —manifestó Malloy, apenado—. Si no es eso, entonces es que se ve a la legua que soy «poli».

—No, hice trampa —replicó Barnes, con una sonrisa—. Me dijeron en el MACC que estaría aquí.

MACC eran las siglas correspondientes a Multi Agency Control Center, la entidad a cargo de la seguridad de la conferencia económica internacional que se celebraba en la ciudad. Los líderes políticos y económicos convergían en la Gran Manzana desde todo el mundo.

—Yo también hice trampa —afirmó Malloy con una carcajada—. Me llamaron del MACC para avisarme de que vendría. —Observó el rostro del reportero y decidió que le resultaba conocido—. ¿Nos hemos visto antes, señor Barnes?

—Creo que una vez me multó por cruzar la calle con el semáforo en rojo.

Malloy se rió. Nunca olvidaba una cara. Ya la recordaría.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Estoy escribiendo un artículo sobre la conferencia. Me dijeron que usted es el mejor especialista cuando se trata de enfrentarse a las sofisticadas técnicas de disturbios. Me preguntaba si podría hacerle una entrevista referente a cómo planea enfrentarse a las protestas anunciadas.

Malloy tenía una empresa en Arlington, Virginia, que asesoraba a los cuerpos de policía de todo el país en materia de control de multitudes. Aparecía en las juntas directivas de varías empresas dedicadas a la fabricación de equipos antidisturbios, y sus vinculaciones empresariales y políticas lo habían convertido en un hombre rico. Un reportaje favorable en The New York Times podría significar nuevos clientes para su empresa.

—Suba —dijo y se inclinó sobre el asiento para abrir la puerta del pasajero.

Barnes subió al coche, y se dieron la mano. El reportero se subió las gafas de sol sobre la frente, y dejó a la vista unos ojos verdes de mirada penetrante y las cejas que formaban una «V» similar en forma a la boca y la barbilla. Sacó del bolsillo una libreta y un minúsculo magnetófono digital.

—Espero que no le importe si grabo la conversación. Es solo para no equivocarme en las citas.

—Ningún problema. Puede decir lo que quiera de mí, siempre que escriba el nombre correctamente. —Desde que había dejado la policía para poner en marcha la empresa, se había convertido en un experto a la hora de tratar con los periodistas—. ¿Asistió a la conferencia de prensa?

—Faltaría más. ¡Menudo arsenal! Los sistemas acústicos de largo alcance que montó en los Humbees me chiflaron. ¿Es verdad que los usaron en Irak?

—Se les considera como armas no letales. Producen un aullido ensordecedor que acaba incluso con los manifestantes más gritones.

—Si alguien me destroza los tímpanos con un sonido de ciento cincuenta decibelios, le aseguro que dejaría de vociferar por la paz y la justicia.

—Solo los utilizamos para comunicarnos con las grandes multitudes. Los probamos el otro día. Tienen un alcance de por lo menos cuatro manzanas.

—Aja —dijo el reportero, y tomó unas notas—. No hay duda de que los anarquistas tomarán buena nota.

—Opino que no necesitaremos apelar a toda la artillería. Son las cosas pequeñas las que cuentan, como las patrullas en moto y las barreras mecánicas.

—He oído decir que cuentan también con muchos equipos de alta tecnología.

—Es verdad —asintió Malloy—. La manera más efectiva de controlar a los pirados es con el software, no el hardware.

—¿Cómo es eso?

—Vayamos a dar una vuelta. —Malloy giró la llave en el contacto. Mientras el coche se apartaba del bordillo, llamó por la radio—. Aquí Nómada. Me dirijo al norte por Broadway.

—¿Nómada? —preguntó Barnes, cuando Malloy acabó la llamada.

—No dejo de dar vueltas. Mantengo un ojo atento a las cosas. Los pirados saben que rondo, pero no saben dónde estoy. Los pongo nerviosos. —Giró hacia el este, circuló durante un par de minutos por Central Park, y después volvió a Broadway.

—¿Quiénes son los «pirados», como usted los llama?

—Cuando se trata de los anarquistas, nunca sabes con quién o a qué te enfrentas. En Seattle, nos encontramos con ecologistas fanáticos y pacifistas chiflados. Había Wiccans y feministas neopaganas, que gritaban contra la World Trade Organization y la diosa, que vaya a saber quién es. La mayoría de los anarquistas están en contra del orden económico mundial. Son no violentos cuando se trata de personas, pero algunos de ellos consideran que es lícito atacar la propiedad privada. El caos es su arma principal. Por lo general están organizados en colectivos autónomos o grupos afines. Actúan por consenso y evitan cualquier tipo de jerarquía.

—Dada la falta de organización, ¿qué es exactamente lo que busca?

—Es difícil de describir —manifestó Malloy—. Más o menos lo mismo que cuando estaba en la calle. Los pirados suelen dividirse en grupos pequeños. En parejas o solos. Yo busco patrones de conducta.

—Leí lo ocurrido en las protestas de Seattle. Al parecer, aquello fue una pesadilla.

Malloy silbó por lo bajo.

—Todavía tengo las cicatrices para demostrarlo. ¡Menudo follón!

—¿Qué salió mal?

—Los pirados fueron a por la World Trade Organization. Lo que ellos llaman la «élite del poder». Yo era el supervisor de distrito a cargo del control de multitudes. Nos pillaron con los pantalones bajados. Acabamos con cien mil manifestantes cabreados por lo que ellos consideran un sistema opresivo. Hubo saqueos, toques de queda, «polis» y guardias nacionales disparando balas de goma y granadas de gases lacrimógenos contra los manifestantes violentos y también los pacíficos. La ciudad acabó con un baldón negro internacional y una multitud de demandas. Algunos dicen que la policía se extralimitó. Otros que no hicieron todo lo que debían. No hay quien se aclare.

—Como usted dijo, un follón de cuidado.

—Así es —admitió Malloy—. Pero la batalla de Seattle marcó el punto de inflexión.

—¿De qué manera?

—Los manifestantes aprendieron que las marchas callejeras no bastaban para llamar la atención, que solo funcionaba la acción directa. Tienes que destrozar cosas, molestar a las personas, montar una buena delante de las cámaras de televisión.

—Por lo que he visto hoy en la ciudad, la élite del poder ha aprendido mucho desde lo sucedido en Seattle.

—No se equivoca. Yo estaba en Filadelfia para la convención republicana cuando los anarquistas nos dejaron de nuevo como unos tontos. Montaban alborotos y después echaban a correr perseguidos por unos «polis» en un estado físico lamentable. Sembraron el caos y la confusión. Hicieron lo mismo en la conferencia de la WTO en Miami. Finalmente comenzamos a saber cómo manejarlos cuando se celebró aquí la reunión del Foro Económico Mundial en 2002, y para la convención republicana de 2004 ya teníamos nuestra estrategia en marcha.

—Consiguieron mantener los disturbios al mínimo, pero hubo quejas de violaciones de los derechos civiles.

—Eso forma parte de la estrategia de los manifestantes. Esos tipos están siempre a la última. Son un pequeño grupo de provocadores que van de ciudad en ciudad. Provocan a las autoridades con la intención de que se produzca una reacción excesiva. ¡Epa!

Malloy se apresuró a aparcar en doble fila, muy cerca de un grupo de personas cargadas con instrumentos musicales, y comunicó por radio:

—Nómada a MACC. Guerrilleros músicos reuniéndose para una marcha no autorizada desde Union Square al Madison Square Garden.

Barnes miró las aceras a ambos lados de la calle.

—No veo a nadie manifestándose.

—Ahora se mueven en parejas. Eso no es ilegal. Comenzarán a agruparse en unos minutos; no, espere, ya está.

Los músicos estaban formando grupos más grandes, y bajaban a la calzada para organizarse en columna, pero antes de que pudiesen comenzar la manifestación aparecieron agentes de policía en bicicletas y motos por los extremos y comenzaron con los arrestos.

El reportero tomaba notas a toda velocidad.

—Estoy impresionado —comentó—. Ha funcionado como un reloj.

—Tal como debe ser. La maniobra es el resultado de años de experiencia. En esta ocasión nos ocupamos de una conferencia económica no muy trascendente, pero hay centenares de visitantes y activistas, así que siempre existe el riesgo de que las cosas se desmadren. Los pirados siempre intentan estar un paso por delante de nosotros.

—¿Cómo distinguen a los fanáticos de las personas que solo quieren protestar?

—Es difícil. Primero los arrestamos y después vemos quién es quién. —Sonó el móvil que estaba en el soporte del tablero y se lo pasó a Barnes—. Lea el mensaje.

El periodista leyó el texto que aparecía en la pantalla.

—Dice que la pasma motorizada tiene rodeados a los guerrilleros músicos. Piden que le digan a la gente que eviten esta zona. Reclaman la presencia de las cámaras, además de observadores médicos y legales. También que impidan a los «polis» arrestar a los manifestantes que molestan al público en la zona de los teatros. ¿De quién es el mensaje?

—De los pirados. Los «polis» no son los únicos que aprendieron de Seattle. Los anarquistas también tienen su centro MACC. Informan a los manifestantes de las calles que deben seguir para mantenerse apartados de la policía. Mientras nosotros acabamos con una manifestación, ellos comienzan otra. —Malloy se echó a reír—. Nos gastamos miles de millones en medidas de seguridad todos los años, y ellos utilizan una tecnología que casi es gratuita.

—¿No saben que ustedes leen sus mensajes?

—Claro que sí. Pero las manifestaciones son más espontáneas, así que siempre estamos jugando al gato y al ratón. Inteligencia es el nombre del juego. Son rápidos, pero al final todo se reduce a cantidad de medios. Tenemos treinta y siete mil policías, un dirigible, helicópteros, cámaras de vídeo y a doscientos hombres provistos con cámaras de vídeo en los cascos conectadas al centro de mando.

—¿Ellos no sintonizan los canales de la policía?

—Sabemos que lo hacen. La clave es la respuesta rápida. Ya sabe lo que dicen de las peleas, un gigante bueno puede darle una paliza a un «pequeñajo» bueno cuando quiera. Si se juega con limpieza no podemos perder.

Barnes le devolvió el móvil a Malloy.

—Creo que este mensaje es para usted.

En la pantalla había cambiado el texto.

«BUENOS DÍAS, NÓMADA, ¿O DEBEMOS LLAMARLE FRANK, SEÑOR MALLOY?»

—¿Eh? —exclamó Malloy. Miró el móvil que tenía en la mano como si se hubiese transformado en una serpiente—. ¿Cómo demonios han hecho esto? —Miró a Barnes.

El reportero se encogió de hombros y continuó tomando notas. Malloy intentaba borrar la pantalla cuando recibió un segundo mensaje.

«COMIENZA EL PARTIDO».

La pantalla se puso en blanco. Malloy cogió el micro e intentó llamar al MACC, pero nadie le respondió. Sonó de nuevo el móvil. Atendió la llamada, escuchó durante unos momentos, y dijo:

—Ahora mismo me ocupo. —Se volvió hacia el periodista, con el rostro pálido—. Era el MACC. Dicen que se han quedado sin el aire acondicionado en el centro de mando. Las comunicaciones no funcionan. Nadie sabe dónde están las patrullas. Los semáforos de toda la ciudad están en rojo.

Se acercaban a Times Square. Centenares de manifestantes, aparentemente sin ser detenidos por la policía, llegaban al lugar desde las calles laterales. Times Square se veía abarrotado como si fuera la noche de fin de año.

El coche de Malloy circuló lentamente entre la multitud. Cuando se acercaron al viejo edificio del New York Times, la enorme pantalla de vídeo dejó de mostrar a un personaje de Disney y se apagó.

—Eh, mire aquello —dijo Barnes, y le señaló la pantalla.

Un mensaje escrito en mayúsculas pasaba por la pantalla.

«BIENVENIDOS, NEOANARQUISTAS, COMPAÑEROS DE VIAJE Y TURISTAS. HEMOS DETENIDO A LOS OPRESORES EJÉRCITOS DE LA ÉLITE DEL PODER. ESTA ES UNA PEQUEÑA MUESTRA DEL FUTURO. HOY ES NUEVA YORK. MAÑANA DETENDREMOS AL MUNDO ENTERO. CONVOQUEN UNA REUNIÓN EN LA CUMBRE PARA DESMANTELAR LA GLOBALIZACIÓN O NOSOTROS NOS ENCARGAREMOS DE DESMANTELARLA».

«¡QUÉ PASEN UN BUEN DÍA!»

Un sonriente rostro con cuernos apareció en la pantalla, y luego una sola palabra:

«LUCIFER».

—¿Quién demonios es «Lucifer»? —preguntó Malloy, que miraba a la pantalla a través del parabrisas.

—A mí que me registren —contestó Barnes. Abrió la puerta del Ford—. Gracias por el paseo. Tengo que escribir mi artículo.

En ese mismo momento se borró la palabra, y el nombre de FRANK MALLOY apareció simultáneamente en todas las pantallas. Panasonic, LG, NASDAQ.

Malloy soltó una maldición y abandonó el coche precipitadamente. Observó a la multitud. Barnes se había esfumado entre los miles de manifestantes. Murmuró el nombre que había aparecido en la pantalla, «Lucifer», y se estremeció. Acababa de recordar dónde había visto el rostro del reportero. La perilla en punta, el pelo rojo, las cejas en «V», la boca y los ojos verdes le habían recordado subconscientemente las representaciones de Satanás.

Mientras Malloy se preguntaba si había perdido el juicio, no era consciente de que aquellos mismos ojos verdes seguían mirándolo. Barnes se había detenido en el portal de un edificio de oficinas desde donde veía al policía sin problemas. Sostenía un móvil contra la oreja y se reía.

—Solo quería decirle que su plan ha funcionado como un reloj. La ciudad está paralizada.

—Fantástico —respondió su interlocutor—. Tenemos que hablar. Es importante.

—Ahora no. Vaya al faro, para que pueda darle las gracias personalmente.

Se guardó el móvil en el bolsillo y echó una ojeada a Times Square. Un joven acababa de lanzar un ladrillo contra el escaparate de la tienda Disney. Otros siguieron el ejemplo, y en cuestión de minutos las aceras quedaron cubiertas con cristales rotos. Incendiaron un coche y una columna de humo negro ascendió hacia el cielo. El hedor acre del plástico y la tela que ardían llenó el aire. Una banda guerrillera marchaba por la calle al ritmo de la canción del Puente sobre el río Kwai. La música apenas si se escuchaba por encima del estrépito de las bocinas de los coches.

Barnes contempló la escena con una beatífica sonrisa en su rostro satánico.

—Caos —murmuró como un monje que repite su manirá—. Dulce, dulce caos.