Seattle, Washington
El aguzado kayak volaba a través de la superficie azul zafiro de Puget Sound como si hubiese sido disparado por un arco. El hombre de anchos hombros que lo guiaba parecía ser una misma pieza con la embarcación de madera. Hundía los remos en el agua con un movimiento grácil y fluido, concentrado en transmitir el poder de sus nervudos brazos en las paladas que mantenían al kayak moviéndose a una velocidad constante.
El sudor brillaba en las facciones curtidas del remero. La mirada penetrante de sus ojos azul claro, el mismo color del coral debajo del agua, observaba la amplia extensión de la bahía, las islas de San Juan envueltas por la bruma y, a lo lejos, los picos nevados de las montañas Olympic. Kurt Austin llenó a fondo los pulmones con el aire salado y abrió los labios en una amplia sonrisa. Era formidable estar en casa.
Las tareas de Austin como director del Equipo de Misiones Espaciales de la National Underwater and Marine Agency lo llevaban constantemente a los rincones más apartados del mundo. Pero su primer contacto con el mar había sido en las aguas frente a Seattle, donde había nacido. Puget Sound era para él como el patio de su casa. Había navegado en la bahía casi desde el día que había comenzado a caminar, y había corrido en veleros desde que tenía diez años. Su gran amor eran los barcos de carreras; era propietario de cuatro: un catamarán de ocho toneladas, capaz de alcanzar velocidades superiores a las cien millas por hora; un pequeño hidroplano; un velero de seis metros; y un bote de regatas en el que salía a remar por las mañanas en el Potomac.
La última incorporación a su flota era el kayak Guillemot hecho a medida. Lo había comprado en un viaje anterior a Seattle. Le gustaba su construcción en madera natural y el grácil diseño del delgado casco, basado en una embarcación de las islas Aleutianas. Como todas sus embarcaciones, era rápido además de hermoso.
Austin estaba tan ensimismado con las vistas y olores que casi se olvidó de que no se encontraba solo. Miró por encima del hombro. Una flotilla de cincuenta kayaks seguía la cinta de su estela a unos doscientos metros. Las pesadas embarcaciones de fibra de vidrio y dos asientos llevaban cada una a un padre y un niño. Eran seguros y estables, y no podían competir con el pura sangre de Austin. Se quitó la gorra azul turquesa de la NUMA, y dejó a la vista su abundante cabellera color platino, y la agitó bien alto por encima de la cabeza para animarlos a que se diesen prisa.
Austin no había vacilado cuando su padre, el rico propietario de una compañía internacional de salvamento marítimo con base en Seattle, le había pedido que dirigiera la carrera de kayaks que se celebraba todos los años para recaudar fondos destinados a la beneficencia. Había trabajado durante seis años para Austin Marine Salvage antes de entrar en una poco conocida sección de la CÍA especializada en inteligencia submarina. Cuando acabó la Guerra Fría, la CÍA cerró la sección, y Austin fue contratado por James Sandecker, director de la NUMA antes de convertirse en vicepresidente de Estados Unidos.
Hundió los remos en el agua y dirigió el kayak hacia dos embarcaciones fondeadas a menos de un cuarto de milla y separadas unos treinta metros. A bordo se encontraban los comisarios de la carrera y los representantes de los medios. Tendida entre las naves había una gran pancarta roja y blanca con la palabra LLEGADA. Amuradas al otro lado de la pancarta había una barcaza y un transbordador alquilado. Acabada la carrera, cargarían los kayaks en la barcaza y los participantes serían agasajados con una comida a bordo de la nave de pasajeros. El padre de Austin seguía la carrera desde un yate blanco de dieciséis metros de eslora llamado White Lightning.
Austin se preparaba para el sprint hacia la meta cuando advirtió un movimiento con el rabillo del ojo. Se volvió hacia la derecha y vio la alta aleta curva que cortaba el agua en su dirección. Mientras la observaba, al menos aparecieron otras veinte aletas detrás de la primera.
Puget Sound era el hogar de varios grupos de orcas, que comían salmón. Se habían convertido en las mascotas locales, y representaban un gran aporte a la economía, al atraer a turistas de todo el mundo dispuestos a verlas desde las lanchas que seguían a las ballenas o a participar en las excursiones en kayak. Las ballenas asesinas se acercaban a los kayaks y a menudo ofrecían todo un espectáculo, al asomarse parcialmente o saltando fuera del agua. Lo habitual era que las orcas pasaran inofensivamente, a menudo muy cerca de las pequeñas embarcaciones, sin molestarlas para nada.
Cuando la primera aleta se encontraba a unos quince metros, la orca se levantó sobre la cola. Casi la mitad de sus ocho metros de longitud quedaron fuera del agua. Austin dejó de remar para mirarla. Lo había visto muchas veces, pero continuaba siendo algo impresionante. La orca que lo miraba era un macho, probablemente el líder del grupo, y debía de pesar unas siete toneladas. El agua resbalaba por el brillante cuerpo negro y blanco.
La ballena se hundió de nuevo, y la aleta avanzó rápidamente en su dirección. Sabía por experiencia que en el último segundo la orca pasaría por debajo del kayak. Pero cuando solo estaba a un par de metros, la orca se alzó de nuevo y abrió la boca. A esa distancia se podían tocar las temibles hileras de dientes afilados como navajas en la boca rosada. Austin los miró, incrédulo. Era como si el amable payaso de un circo se hubiese convertido en un monstruo. Las mandíbulas comenzaron a cerrarse. Austin metió el remo en la boca de la criatura. Se escuchó un sonoro crujido cuando los dientes destrozaron la madera.
El enorme cuerpo cayó sobre la afilada proa del kayak y la convirtió en astillas. Austin se encontró metido en el agua helada. Se hundió por un segundo, y luego volvió a la superficie, impulsado por el chaleco salvavidas. Escupió una bocanada de agua y se volvió. Para su tranquilidad, la aleta se alejaba.
El grupo se encontraba entre Austin y una isla cercana. En lugar de dirigirse en aquella dirección, comenzó a nadar mar adentro. Después de unas pocas brazadas, dejó de nadar y flotó boca arriba. El helor a lo largo de la columna no solo lo causaba el agua helada.
Lo perseguía una falange de aletas. Se quitó las botas y el incómodo chaleco salvavidas. Sabía muy bien que era un gesto inútil. Incluso sin el chaleco, hubiese necesitado de un motor fueraborda amarrado a la espalda para superar a una orca. Las ballenas asesinas nadaban a velocidades de hasta cincuenta millas por hora.
Se había enfrentado a muchos adversarios humanos con la más absoluta frialdad, pero esto era diferente. Le dominaba el mismo horror primitivo que seguramente habían sentido sus antepasados en la Edad de Piedra: el miedo a ser comido. A medida que las ballenas se acercaban, escuchó el suave barboteo que hacían al soltar el aire.
En el mismo momento en que esperaba que los afilados dientes se hundieran en la carne, el coro de humeantes exhalaciones quedó ahogado por el estruendo de unos poderosos motores. Casi ciego por el agua en los ojos, vio el sol reflejado en el casco de la embarcación. Unas manos asomaron por la borda para sujetarle los brazos. Sus rodillas golpearon dolorosamente contra el casco de plástico, y cayó sobre la cubierta como un pescado. Un hombre se inclinó sobre él.
—¿Está bien?
Austin respiró profundamente y le agradeció la ayuda al desconocido samaritano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el hombre.
—Me atacó una orca.
—Eso es imposible. Son como perros caseros.
—Eso dígaselo a las orcas.
Austin se levantó. Se encontraba en una impecable lancha de unos diez metros de eslora. El hombre que lo había sacado del agua tenía la cabeza afeitada con una araña tatuada en el cuero cabelludo. Sus ojos quedaban ocultos por unas gafas con cristales de espejo, y vestía vaqueros negros y una chaqueta de cuero del mismo color.
En la cubierta detrás del hombre había una extraña estructura metálica con forma cónica y de casi dos metros de altura. Gruesos cables eléctricos colgaban de la estructura como lianas. Austin observó el curioso artilugio durante un segundo, pero le interesaba más lo que ocurría en el agua.
Las orcas que lo habían perseguido como una manada de lobos marinos hambrientos se alejaban de la lancha para dirigirse hacia la flotilla de kayaks. Unas pocas personas habían visto cómo Austin caía al agua, pero no se encontraban lo bastante cerca para ver el ataque. Sin Austin en la vanguardia, los competidores no sabían qué hacer. Algunos continuaban remando lentamente. La mayoría se habían detenido sin más, donde flotaban como patitos de goma en una bañera.
Las ballenas se acercaban rápidamente a los desconcertados competidores. Como si fuese poco, otros grupos de orcas habían aparecido alrededor de la flotilla y se preparaban para el ataque. Nadie entre los tripulantes de los kayaks era consciente de la amenaza que iba hacia ellos. Eran muchos los que habían navegado antes por estas aguas y sabían que las orcas eran inofensivas.
Austin empuñó el timón.
—Espero que no le importe —dijo, y movió la palanca del acelerador al tope.
La respuesta del hombre se perdió en el tremendo rugido de los dos motores fueraborda. La embarcación planeó en cuestión de segundos. Austin puso rumbo a la brecha cada vez más angosta entre los kayaks y las aletas. Confiaba en que el ruido de los motores y los golpes del casco contra el agua espantasen a las orcas. Se desesperó al ver que las ballenas se dividían en dos grupos para esquivarlo y seguir la marcha hacia sus objetivos. Sabía que se comunicaban entre ellas para coordinar los ataques. Unos pocos segundos más tarde, el grupo alcanzó a la flotilla como una descarga de torpedos. Golpearon las ligeras embarcaciones con sus enormes cuerpos. Varios kayaks zozobraron y sus ocupantes acabaron en el agua.
Austin redujo la velocidad y guió a la lancha entre las cabezas de los niños y los padres y las afiladas aletas de las orcas. El White Lightning se había acercado a algunos de los kayaks volcados, pero la situación era demasiado caótica para prestar una ayuda efectiva. Austin vio cómo una de las aletas más grandes se acercaba a un hombre que flotaba en el agua con su hija pequeña en los brazos. Para llegar hasta ellos tendría que pasar por encima de los otros náufragos. Se volvió hacia el propietario de la embarcación.
—¿Lleva a bordo un fusil arponero?
El calvo manipulaba frenéticamente una consola conectada a través de un cable con la estructura metálica. Miró a Austin y sacudió la cabeza.
—No pasa nada —respondió, y le señaló los kayaks tumbados—. ¡Mire!
La gran aleta había dejado de moverse. Permanecía estacionaria y ahora flotaba juguetonamente, a unos pocos metros del hombre y su hija. Después comenzó a alejarse de las embarcaciones y los náufragos.
Las demás aletas la siguieron. Los grupos que habían continuado acercándose interrumpieron el ataque y se dirigieron de nuevo a mar abierto. El gran macho asomó a la superficie en un magnífico salto. En unos pocos minutos, no quedaba ni una orca a la vista.
Un chiquillo se había separado de su padre. Debía de llevar mal puesto el chaleco salvavidas, porque su cabeza se hundía debajo de la superficie. Austin se encaramó en la borda y se zambulló como un nadador en una carrera y nadó a toda velocidad. Alcanzó al niño antes de que se hundiese para siempre.
Lo sujetó y flotó con él boca arriba mientras esperaba a que viniesen a rescatarlos. No tuvo que esperar mucho. El White Lightning había arriado sus botes neumáticos, y los tripulantes ya recogían a los náufragos. Austin entregó al niño a uno de los marineros y se volvió. El calvo y la lancha habían desaparecido.
Kurt Austin padre era la réplica mayor de su hijo. Sus anchos hombros se hundían un poco, pero aún parecían capaces de abrirse paso a través de una pared. Se cortaba la espesa cabellera platino más corta que su hijo, que solía visitar al peluquero muy de cuando en cuando.
A pesar de ser un setentón, un estricto régimen de comida y ejercicios lo mantenían en una excelente forma física. Aún era capaz de hacer una jornada de trabajo que hubiese agotados a hombres con la mitad de su edad. Tenía el rostro curtido por el sol y el mar, y en su tez bronceada se veían las arrugas típicas de las personas de sonrisa fácil. Sus ojos de color coral azul verde podían brillar con la ferocidad de un león, pero, como ocurría con los de su hijo, por lo general contemplaban el mundo con una expresión divertida.
Padre e hijo estaban sentados en las cómodas butacas del lujoso salón del White Lightning, con sendas copas de Jack Daniel's en la mano. Kurt se había vestido con un chándal de su padre. Nadar en las aguas de Puget Sound había sido como meterse en una bañera llena de hielo, y el licor que pasaba por la garganta de Kurt reemplazaba el helor en sus miembros con un placentero calor.
El salón donde predominaban el latón y el cuero estaba decorado con grabados de partidos de polo y carreras de caballos. Kurt tenía la sensación de encontrarse en alguno de aquellos exclusivos clubes ingleses donde un socio podía morirse en su mullida butaca sin que nadie se diese cuenta durante días. Su padre no se correspondía mucho con el tipo del caballero inglés, y Kurt se dijo que el entorno pretendía suavizar las asperezas provocadas por el esfuerzo de mantenerse en la cumbre dentro de una actividad muy competitiva.
Austin sirvió otra ronda y le ofreció a su hijo un habano Lancero Cohiba, que él rechazó cortésmente. El viejo lo encendió, dio varias chupadas y al exhalar una nube de humo rojizo le envolvió la cabeza.
—¿Qué demonios pasó ahí afuera?
La mente de Kurt no había acabado de aclararse. Reconsideró la oferta del puro, y aprovechó el masculino ritual de encenderlo para poner en orden sus pensamientos. Bebió un sorbo de su copa y le explicó la historia.
—¡Increíble! —manifestó Austin, como resumen de su reacción—. Diablos, esas ballenas nunca le han hecho daño a nadie. Tú lo sabes. Has navegado por la bahía desde que eras un niño. ¿Has escuchado que hubiese ocurrido algo así alguna vez?
—No. A las orcas parece gustarles estar con los humanos, algo que siempre me ha intrigado.
Austin soltó una carcajada.
—No es ningún misterio. Son listas, y saben que somos depredadores como ellas.
—La única diferencia es que ellas matan solamente para comer.
—Bien dicho. —Austin cogió la botella para llenar de nuevo las copas, pero Kurt tapó la suya.
No podía mantener el ritmo de su padre.
—Tú conoces a todos en Seattle. ¿Alguna vez te has cruzado con un tipo calvo con el tatuaje de una araña en la cabeza? Tendrá unos treinta y tantos. Viste como un Ángel del Infierno, de cuero negro.
—El único que responde a esa descripción es Spiderman Barrett.
—No sabía que te gustasen los tebeos, papá.
En el rostro del viejo apareció una sonrisa.
—Barrett es uno de esos genios de la informática que hizo su fortuna aquí. Algo así como un Bill Gates de segunda división. Solo tiene unos tres mil millones de dólares. Vive en una mansión que da a la bahía.
—Me da pena. ¿Lo conoces personalmente?
—Solo de vista. Era uno de los habituales de los clubes nocturnos. Después desapareció de la circulación.
—¿A qué viene el tatuaje?
—La historia es que en la adolescencia era un fan de Spiderman. Se cortó el pelo, se hizo tatuar la cabeza y después se dejó crecer el pelo de nuevo. Ya de mayor, cuando comenzó a quedarse calvo, se veía el tatuaje, así que se afeitó la cabeza. Diablos, con el dinero que tiene Barrett se podría decorar todo el cuerpo con las tiras dominicales y nadie diría ni mu.
—Excéntrico o no, me salvó de convertirme en cebo de orca. Me gustaría darle las gracias y disculparme por haber tomado el mando de su embarcación.
Kurt se disponía a hablarle a su padre de la estructura metálica en la lancha de Barrett cuando un tripulante apareció en la puerta del salón y anunció:
—Ha venido alguien del Servicio de Pesca y Fauna Salvaje.
Un momento más tarde, una joven de cabellos oscuros vestida con el uniforme verde del Servicio de Pesca y Fauna Salvaje entró en el salón. Tendría unos veintitantos años, aunque las gafas de montura negra y la expresión seria la hacían parecer mayor. Se presentó como Sheila Rowland, y dijo que quería hablar con Kurt sobre el incidente con la orca.
—Lamento interrumpirles. Hemos prohibido las expediciones en kayak por Puget Sound hasta que lleguemos al fondo de este episodio. Observar a las ballenas es una parte considerable de la economía local, así que intentaremos acabar con la investigación lo más rápido posible. Los empresarios ya han puesto el grito en el cielo, pero no podemos arriesgarnos.
Austin la invitó a tomar asiento, y Kurt relató su historia por segunda vez.
—Es algo muy extraño —comentó la joven—. Nunca he tenido noticias de que las orcas atacasen a nadie.
—¿Qué me dice de los ataques en los parques acuáticos? —preguntó Kurt.
—Fueron hechos por orcas en cautividad y sometidas a presión para que actuasen. Se enfurecen por el encierro y las continuas exigencias, y en ocasiones descargan sus frustraciones en los entrenadores. Se conocen unos pocos casos en los que una orca en mar abierto ha atacado a una tabla de surf, al creer que se trataba de una foca. En cuanto descubrieron el error, se despreocuparon del surfista.
—Supongo que a la orca que encontré no le gustó mi cara —opinó Kurt con su típico humor seco.
Rowland sonrió, convencida de que con sus facciones bronceadas y los ojos azul claro, Austin era uno de los hombres más atractivos que había tenido la oportunidad de conocer.
—No creo que ese sea el caso. Si a una orca no le hubiese gustado su rostro, ahora no lo tendría. He visto a una orca sacudir a un león marino de doscientos cincuenta kilos de peso como si fuese una muñeca de trapo. Veré si hay algún vídeo donde aparezca el incidente.
—Eso no debería ser un problema, con todas las cámaras enfocadas en la carrera —dijo Kurt—. ¿Se le ocurre alguna razón para que las orcas se volviesen agresivas?
La muchacha sacudió la cabeza.
—Las orcas tienen unos sistemas sensoriales muy afinados. Si hubo algo que las trastornó, quizá buscaron descargar su furia en el objeto más cercano.
—¿Cómo las orcas frustradas en los parques acuáticos?
—Quizá. Hablaré con los cetólogos para saber qué opinan.
Se levantó y les dio las gracias a los dos hombres por el tiempo dispensado. Tras su marcha, Austin fue a llenar las copas, pero Kurt rehusó seguir bebiendo.
—Sé lo que pretendes, viejo zorro. Intentas emborracharme para llevarme a uno de tus barcos de salvamento.
Kurt padre no ocultaba el deseo de apartar a su hijo de la NUMA para que volviese a trabajar en la empresa familiar. La decisión de Kurt de continuar en la NUMA y no hacerse cargo de la empresa había sido motivo de fricción entre los dos hombres. Con el paso de los años, se había convertido en una broma compartida.
—Te estás ablandando —afirmó Austin—. Tienes que admitir que la NUMA no es gran cosa a la hora de ofrecer emociones.
—Te lo he dicho antes, papá. No solo son las emociones.
—Sí, lo sé. El deber con tu país y todo ese rollo. Lo peor es que no puedo culpar a Sandecker por retenerte en Washington ahora que es vicepresidente. ¿Cuáles son tus planes?
—Me quedaré por aquí un par de días más. Tengo que encargar un nuevo kayak. ¿Qué harás tú?
—He conseguido un jugoso contrato para reflotar un pesquero hundido en Hanes, Alaska. ¿Quieres venir? Podrías echarme una mano.
—Gracias, pero creo que podrás apañártelas solo.
—No se me puede culpar por intentarlo. De acuerdo, te invito a cenar.
Austin le hincaba el diente a un chuletón de kilo en el asador favorito de su padre cuando notó la vibración del móvil. Se disculpó y atendió la llamada en el vestíbulo. En la pantalla del móvil aparecía la imagen de un hombre de tez morena y el pelo peinado hacia atrás. Joe Zavala era uno de los miembros del Equipo de Misiones Especiales que Sandecker había reclutado en el New York Maritime College. Se trataba de un brillante ingeniero naval cuya experiencia en el diseño de sumergibles había sido recibida con alborozo en la NUMA.
—Me alegra comprobar que sigues entero —comentó Zavala—. El ataque de la orca a tu kayak aparece en todos los informativos. ¿Estás bien?
—Por supuesto. Se podría decir que disfruté como un ballenato.
Zavala esbozó una sonrisa.
—Los hay con suerte, y yo aquí muerto de asco. ¿Quién sino Kurt Austin podría convertir una simple carrera de kayaks en una lucha a vida o muerte con un grupo de locas ballenas asesinas?
—La última vez que te vi estabas casi a punto de alcanzar tu meta de salir con todas las mujeres disponibles en Washington. Yo no llamaría a eso morirse de asco.
Zavala se veía asediado por las solteras de Washington, atraídas por su encanto, la seductora mirada de sus ojos castaños y su apostura latina.
—Admito que la vida puede llegar a ser interesante cuando estoy con una nueva cita y me cruzo con una antigua, pero eso no es nada comparado con tu carrera. ¿Qué pasó?
—Estoy cenando con mi padre, así que te lo contaré cuando vuelva dentro de un par de días.
—Creo que tendrás que regresar a Washington mucho antes. Nos han ordenado que mañana por la noche zarpemos de Norfolk. ¿Conoces a Joe Adler?
—El nombre me suena. ¿No es el tipo de Scripps que estudia las olas?
—Es uno de los más destacados oceanógrafos y expertos en olas en el mundo. Vamos a ayudarlo a encontrar al Southern Belle.
—Recuerdo haber leído algo del Belle. Era aquel gigantesco buque portacontenedores que se hundió en marzo pasado.
—Eso es. Me llamó Rudi Adler quiere que estés en el proyecto. Al parecer, tiene influencias, porque Rudi aceptó la petición. —Rudi Gunn estaba a cargo de las operaciones de la NUMA.
—Es curioso. No conozco a Adler. ¿Seguro que no se ha equivocado? Hay una docena de tipos en la NUMA que son expertos en búsquedas. ¿Por qué yo?
—Rudi no lo sabe. Pero Adler goza de una reputación internacional, así que tuvo que aceptar su petición de ayuda para encontrar el barco.
—Interesante. El Belle se hundió más o menos en el centro de la costa atlántica. ¿A qué distancia de la zona de búsqueda están trabajando los Trout?
Paul y Gamay Trout, los otros dos miembros del Equipo de Misiones Especiales, formaban parte de una campaña de investigación oceánica.
—Lo bastante cerca como para ir a verlos en una neumática y organizar una fiesta —contestó Zavala—. Ya tengo el tequila en la maleta.
—Mientras tú te encargas del suministro de las viandas, cambiaré la reserva de vuelo, y te llamaré para decirte a qué hora llego.
—Nos encontraremos en el aeropuerto. Habrá un avión esperándonos para llevarnos a Norfolk.
Hablaron de unos cuantos detalles más y se despidieron. Kurt pensó unos momentos en la petición de Adler, y después volvió a la mesa para decirle a su padre que se marcharía por la mañana. Si Austin se molestó por el cambio de planes de su hijo, no lo demostró. Le agradeció a Kurt haber ido a Seattle para la carrera, y prometieron volver a verse cuando surgiese la oportunidad.
Kurt cogió el primer vuelo que salió de Seattle por la mañana. Mientras el avión despegaba y ponía rumbo al este, pensó en la apagada reacción de su padre a su cambio de planes. Se preguntó si Austin Senior realmente quería que volviese a la empresa. Para el viejo, sería admitir que estaba camino del retiro. Ambos eran hombres de carácter fuerte y hubiese sido como tener a dos capitanes en un bote de remos.
En cualquier caso, su padre se equivocaba en cuanto al vínculo de Kurt con su trabajo en la NUMA. No eran las emociones lo que lo mantenía en la gran agencia de ciencias oceanográficas. Todas las oportunidades para una descarga de adrenalina significaban muchas horas de informes, papeleo y reuniones, que intentaba evitar con su permanencia en el campo. El canto de sirena que lo atraía una y otra vez era el insondable misterio del mar.
Los misterios como el extraño encuentro con las ballenas asesinas. Pensó en el incidente con las orcas. Reflexionó, también, sobre el hombre con el curioso tatuaje y el propósito del artilugio eléctrico que había visto en la embarcación de Barrett. Al cabo de unos minutos, borró esos pensamientos de su mente, cogió una hoja de papel y un bolígrafo y comenzó a escribir las especificaciones de un nuevo kayak.