Prusia oriental, 1944
El Mercedes-Benz 770 W150 Grosser Tourenwagen pesaba más de cuatro toneladas y tenía el blindaje de un Panzer, pero la limusina de siete pasajeros parecía flotar como un fantasma sobre el manto de nieve recién caída, mientras circulaba con los faros apagados a través de los dormidos trigales alumbrados por la luz azul de la luna.
El conductor pisó suavemente el freno cuando el coche se acercó a una granja a oscuras en el fondo de una suave hondonada. El coche avanzó a paso de hombre al edificio de piedra de una sola planta con el sigilo de un gato que caza a un ratón.
El hombre sentado al volante miró pensativamente a través del parabrisas cubierto de escarcha con ojos del color del hielo ártico. La casa parecía estar abandonada, pero no estaba dispuesto a correr riesgos. La carrocería de acero negro había sido pintada apresuradamente con pintura blanca. El burdo camuflaje había conseguido que la limusina resultara prácticamente invisible para los cazas Stormovic que surcaban los cielos como halcones furiosos, pero a duras penas había escapado de las patrullas rusas que surgían de la nieve cual espectros. Las balas habían dejado sus marcas en el blindaje en una docena de lugares.
Así que esperó.
El pasajero acostado en el espacioso asiento trasero había advertido la reducción de la velocidad. Se sentó y parpadeó varias veces para borrar el sueño de los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó en alemán con un claro acento húngaro. Su voz sonó somnolienta.
El conductor le hizo callar con un gesto.
—Algo no…
Una ráfaga de ametralladora destrozó la cristalina quietud de la noche.
El conductor pisó el freno a fondo. El pesado vehículo patinó en la nieve y se detuvo a unos cincuenta metros de la casa. El hombre apagó el motor y recogió la Luger 9 mm. que tenía a su lado. Sus dedos apretaron con fuerza la culata cuando una fornida figura vestida con el uniforme verde oliva y gorro de piel del ejército rojo salió tambaleante por la puerta principal de la granja.
El soldado se sujetaba un brazo y bramaba como un toro herido.
«¡Maldita puta fascista!», gritó varias veces con la voz ronca de rabia y dolor.
El soldado ruso había entrado en la granja solo unos minutos antes. La pareja de granjeros se había ocultado en un armario, acurrucados debajo de una manta como niños asustados por la oscuridad. Había matado al marido para después volver su atención a la mujer que había escapado a la pequeña cocina. A sabiendas de que la mujer no podía huir, se había colgado la ametralladora del hombro, y le había hecho un gesto con la mano para invitarla a acercarse al tiempo que le decía: «Frau, komm», con su voz más suave, que pretendía ser un tranquilizador preludio a la violación.
El cerebro empapado en vodka del soldado no le avisó de que estaba en peligro. La mujer del granjero no había suplicado piedad ni se había echado a llorar como las demás mujeres que él había violado y asesinado. En cambio lo había mirado con los ojos encendidos de furia, y sin vacilar había sacado el cuchillo oculto detrás de la espalda para lanzarle una puñalada a la cara. El había visto el destello del acero a la luz de la luna que entraba por la ventana y había levantado el brazo izquierdo para protegerse el rostro, pero la afilada hoja le había hecho un corte en el antebrazo. El hombre había replicado al ataque con un puñetazo que la derribó. Sin darse por vencida, la mujer había intentado empuñar de nuevo el cuchillo. Dominado por una furia asesina, el ruso la había cortado en dos con las frenéticas descargas de su ametralladora PPS-43.
El soldado salió de la casa para mirarse la herida. El corte no era profundo, y ya casi no le sangraba. Sacó una botella de vodka casero del bolsillo y se la bebió entera. El fortísimo licor que le abrasó la garganta le ayudó a mitigar el terrible dolor en el brazo. Arrojó la botella vacía a la nieve, se secó los labios con el dorso del guante y dio un primer paso para ir a reunirse con sus camaradas. Les diría que había resultado herido mientras se enfrentaba a un grupo de fascistas.
Caminó un par de metros por la nieve y se detuvo cuando escuchó el sonido típico de un motor al enfriarse. Miró a lo que parecía una gran masa gris iluminada por la luna. Una expresión de sospecha apareció en su ancho rostro de campesino. Empuñó la ametralladora y apuntó al objeto indefinido, dispuesto a abrir fuego.
Se encendieron cuatro faros. Se escuchó el rugido del poderoso motor de ocho cilindros y el coche se puso en marcha con tanta potencia que las ruedas traseras derraparon en la nieve. El ruso intentó esquivar el vehículo que se le echaba encima. La punta del pesado parachoques le golpeó en una pierna y lo tumbó a un lado de la carretera.
El automóvil se detuvo unos pocos metros más allá, se abrió la puerta y se bajó el conductor. El hombre alto caminó a través de la nieve, sus pasos acompañados por el suave chasquido de los faldones de su abrigo de cuero negro contra sus muslos. Tenía el rostro alargado y la barbilla puntiaguda.
A pesar de la temperatura bajo cero llevaba al descubierto su muy corto cabello rubio.
Se puso en cuclillas junto al hombre caído.
—¿Estás herido, tovarich? —preguntó en ruso.
La voz era profunda y resonante, y el tono imitaba la distante simpatía de un médico.
El soldado gimió. No se podía creer su mala suerte. Primero la perra alemana con el cuchillo, ahora esto. Maldijo con los labios cubiertos de una baba sanguinolenta.
—¡Maldita sea tu madre! ¡Claro que estoy herido!
El hombre alto encendió un cigarrillo y lo colocó entre los labios del ruso.
—¿Hay alguien en la granja?
El soldado dio una larga calada y soltó el humo por la nariz. Se dijo que el desconocido sería uno de los comisarios políticos que infestaban el ejército como piojos.
—Dos fascistas —respondió—. Un hombre y una mujer.
El desconocido entró en la casa y salió al cabo de unos pocos minutos.
—¿Qué ocurrió? —preguntó mientras se arrodillaba de nuevo junto al soldado.
—Maté al hombre y después a la mujer, que me atacó con un cuchillo.
—Buen trabajo. —El hombre le palmeó el hombro—. ¿Estás solo?
El ruso gruñó como un perro que defiende un hueso.
—No comparto mi botín ni mis mujeres.
—¿Cuál es tu unidad?
—El Undécimo Regimiento de Guardias al mando del general Galitsky —contestó el soldado con un tono de orgullo.
—¿Atacasteis Nemmersdorf en la frontera?
El soldado dejó al descubierto sus dientes podridos.
—Clavamos a los fascistas en las paredes de sus graneros. Hombres, mujeres y niños. Tendrías que haber escuchado a los perros fascistas suplicando piedad.
El hombre alto asintió.
—Bien hecho. Puedo llevarte con tus camaradas. ¿Dónde están?
—Muy cerca. Se preparan para continuar avanzando hacia el oeste.
El hombre alto miró en dirección a una lejana hilera de árboles. El ruido de los enormes tanques T-34 se escuchaba como un incesante tronar más allá del horizonte.
—¿Dónde están los alemanes?
—Los cerdos huyen para salvar la vida. —El soldado le dio otra calada al cigarrillo—. Viva la Madre Rusia.
—Sí. Viva la Madre Rusia. —El hombre alto metió una mano en el interior del abrigo, sacó la Luger y apoyó la boca del cañón en la sien del soldado—. Aufwiedersehen, camarada.
Sonó un único disparo. El desconocido guardó la pistola humeante en la funda y regresó al coche. Mientras se sentaba al volante, se escuchó la protesta del pasajero.
—¡Mató a ese soldado a sangre fría!
El hombre de cabellos oscuros aparentaba unos treinta y tantos años, y tenía las facciones de un actor. Un bigotillo adornaba una boca delicada. Pero no había nada delicado en la manera en que sus expresivos ojos grises ardían de rabia.
—Sencillamente ayudé a otro Iván a sacrificarse por la mayor gloria de la Madre Rusia —replicó el conductor en alemán.
—Comprendo que esto es la guerra —manifestó el pasajero, con la voz ahogada por la emoción—. Pero incluso usted debe admitir que los rusos son seres humanos, como nosotros.
—Sí, profesor Kovacs, somos muy parecidos. Hemos cometido unas atrocidades indescriptibles contra su gente, y ahora se están tomando la revancha. —Le describió los horrores de la matanza de Nemmersdorf.
—Lamento el destino de esas personas —declaró Kovacs, en un tono más calmado—. No obstante, el hecho de que los rusos se comporten como animales no justifica que el resto del mundo deba hacer lo mismo.
El conductor exhaló un largo suspiro.
—El frente está al otro lado de aquel cerro. Si quiere ir a discutir sobre las buenas virtudes de la humanidad, adelante. No se lo impediré.
El profesor se encerró en sí mismo como una ostra.
El hombre alto lo miró por el espejo retrovisor y sonrió para sus adentros.
—Una sabia decisión. —Encendió un cigarrillo, con la precaución de agacharse para que no se viese el resplandor de la cerilla—. Permítame que le explique la situación. El ejército rojo ha cruzado la frontera y roto el frente alemán como si fuese de papel. Casi todos los habitantes de esta bella región han abandonado sus hogares y campos. Nuestro valiente ejército intenta oponer resistencia al tiempo que huye. Los rusos tienen una ventaja de diez a uno en hombres y equipos, y están cortando todas las carreteras que van al oeste mientras avanzan a la mayor velocidad posible hacia Berlín. Hay millones de personas que marchan hacia la costa, donde solo se puede escapar por vía marítima.
—Que Dios nos ayude —manifestó el profesor.
—Por lo que parece, él también ha evacuado Prusia oriental. Considérese un hombre afortunado —replicó el conductor alegremente. Puso el coche en movimiento, retrocedió un par de metros para rodear el cadáver del ruso, y después avanzó a marcha lenta—. Es testigo de la historia.
El coche se dirigió hacia el oeste y entró en la tierra de nadie entre los ejércitos soviéticos que abundaban y los alemanes en retirada. El Mercedes volaba por las carreteras entre pueblos y campos desiertos. El paisaje helado parecía algo surrealista, como si lo hubiesen puesto de lado para vaciarlo de toda vida humana. Los viajeros solo se detenían para repostar con los bidones de gasolina que llevaban en el maletero y hacer sus necesidades.
Comenzaron a aparecer las primeras huellas en la nieve. Un poco más tarde, el coche alcanzó la retaguardia de la retirada. Aquello que había pretendido ser una retirada estratégica se había convertido en una fuga en masa de camiones y tanques que se movían pesadamente en medio de una riada de soldados y refugiados.
Los civiles más afortunados viajaban en tractores y carros. Los demás caminaban con carretillas cargadas con sus posesiones. Muchos escapaban solo con lo puesto.
El Mercedes avanzaba por el arcén sin problemas gracias a las cadenas en los neumáticos. Continuó la marcha hasta que rebasó la cabecera de la columna, y poco antes del alba, el vehículo cubierto de fango y nieve entró en Gdynia como un rinoceronte herido que busca refugio en la espesura.
Los alemanes habían ocupado Gdynia en 1939. Después de desalojar a los cincuenta mil habitantes polacos y rebautizarla con el nombre de Gotenhafen, en memoria a los godos, habían transformado el activo puerto marítimo en una base naval destinada a los submarinos. En los astilleros habían construido sumergibles cuyas tripulaciones se formaban en las aguas cercanas, y después eran enviados a hundir buques aliados en el Atlántico.
El almirante Karl Doenitz había ordenado que se reuniera una variopinta flota en Gdynia para realizar la evacuación. En el puerto había varios de los mejores buques de línea, barcos de carga, pesqueros y yates privados. Doenitz quería rescatar a las tripulaciones de los submarinos y a todo el personal posible para continuar con la lucha. Cuando acabó la evacuación, la flota había transportado al oeste a más de dos millones de personas entre militares y civiles.
El Mercedes cruzó lentamente la ciudad. Un fuerte viento helado que soplaba desde el Báltico convertía los copos de nieve en racimos de agujas de hielo. A pesar de la inclemencia del tiempo, las calles aparecían concurridas como si fuese pleno verano. Los refugiados y los prisioneros de guerra caminaban en medio de la ventisca en una inútil búsqueda de refugio. Los puestos de socorro no daban abasto para atender las largas colas de refugiados hambrientos que esperaban para recibir un trozo de pan o una taza de sopa caliente.
Los camiones atestados con pasajeros y enseres llenaban las angostas calles. Un sinfín de refugiados salían de la estación de ferrocarril para unirse a las multitudes que habían llegado a pie. Abrigados con toda clase de prendas, parecían extrañas criaturas de nieve. A los niños los llevaban en improvisados trineos.
El coche podía alcanzar una velocidad máxima de ciento setenta kilómetros por hora, pero no tardó en verse metido en el terrible atasco. El conductor maldecía al tiempo que hacía sonar la bocina. El pesado parachoques de acero no conseguía apartar a los refugiados. Harto, el conductor detuvo el vehículo, se bajó y abrió la puerta trasera.
—Vamos, profesor —le dijo a su pasajero—. Es hora de dar un paseo.
Sin preocuparse más por el Mercedes abandonado en mitad de la calle, el conductor se abrió paso entre la multitud como si fuese un ariete. Sujetaba con fuerza el brazo del profesor, pedía paso a gritos y no vacilaba en apartar a codazos y con los hombros a todos aquellos que se demoraban.
Finalmente, consiguieron llegar a los muelles donde se habían reunido más de sesenta mil refugiados que esperaban subir a bordo de alguno de los barcos amarrados o fondeados en la rada.
—Eche una buena ojeada —dijo el conductor, que miraba el terrible espectáculo con una sonrisa severa—. Los eruditos religiosos están todos equivocados. Como se ve claramente, el infierno no es caliente sino frío.
El profesor se convenció de que estaba en manos de un loco. Antes de que pudiese replicar, el conductor lo arrastraba de nuevo. Se abrieron paso entre una multitud de tiendas improvisadas con mantas cubiertas de nieve y eludieron a centenares de caballos y perros hambrientos abandonados por sus dueños. Vehículos de todo tipo abarrotaban los muelles. Largas hileras de camillas llevaban a los soldados heridos transportados desde el frente oriental en trenes ambulancia. Guardias armados custodiaban las pasarelas y apartaban a los pasajeros no autorizados.
El conductor se detuvo delante de la pasarela de un buque de pasajeros. El centinela levantó su fusil para cerrarle el paso. El hombre alto le mostró una hoja de papel escrito con letra gótica. El soldado leyó el documento, se cuadró y señaló a lo largo del muelle.
El profesor no se movió. Miraba atentamente cómo alguien a bordo del barco amarrado lanzaba un paquete a la multitud en el muelle. El lanzamiento se quedó corto y el paquete cayó al agua. Se escuchó el gemido de la multitud.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kovacs.
El soldado apenas se molestó en mirar hacia el barco.
—Los refugiados con un bebé pueden subir a bordo. Lanzan al bebé para que otros lo utilicen como un pase. A veces fallan y el bebé acaba en el agua.
—¡Qué horrible! —exclamó el profesor, estremecido.
El centinela se encogió de hombros.
—Será mejor que se den prisa. En cuanto cese la nevada, los rojos enviarán a sus aviones para que nos bombardeen y ametrallen. Buena suerte. —Levantó el fusil para cortarle el paso al siguiente en la fila.
El documento mágico hizo pasar a Kovacs y el conductor entre dos rudos oficiales de las SS que buscaban hombres aptos para enviarlos al frente. Por fin consiguieron llegar al pie de la pasarela de un transbordador cargado con soldados heridos. El conductor mostró de nuevo el documento al centinela, que les dijo que subieran a bordo sin perder un segundo.
Un hombre vestido con el uniforme del cuerpo médico naval esperó a que el sobrecargado transbordador se apartara del muelle. Había ayudado a subir a bordo a los heridos, pero ahora se escabulló entre la muchedumbre para dirigirse a un desguace marítimo.
Subió a los restos oxidados de un pesquero y bajó la escalerilla para ir a la cocina bajo cubierta. De uno de los armarios sacó un radiotransmisor a manivela, lo puso en marcha y murmuró en el micrófono unas pocas frases en ruso. Esperó a escuchar la respuesta entre los chasquidos de la estática, guardó la radio, y regresó al muelle.
El transbordador que llevaba a Kovacs y el conductor se había situado a estribor de un buque apartado un centenar de metros del muelle para impedir que los refugiados pudiesen colarse a bordo. Al pasar por delante de la popa, el profesor había alzado la mirada. Pintado en letras góticas en el casco gris aparecía el nombre: Wilhelm Gustloff.
Bajaron una pasarela y llevaron a los heridos a bordo. Luego subieron los demás pasajeros. Todos sonreían y murmuraban plegarias de agradecimiento. La patria alemana solo estaba a unos pocos días de navegación.
Ninguno de los felices pasajeros podía saber que acababan de embarcarse en una tumba flotante.
El capitán de tercera clase Sasha Marinesko miró a través del periscopio del submarino S-13, con una expresión ceñuda.
Nada.
Ningún transporte alemán a la vista. La superficie del mar aparecía tan vacía como los bolsillos de un marinero que vuelve de permiso. Ni siquiera un apestoso bote de remos al que disparar. El capitán pensó en los doce torpedos sin usar que llevaba a bordo y su furia creció como una hoguera.
El alto mando naval soviético había dicho que la ofensiva del ejército rojo contra Danzig provocaría una evacuación marítima a gran escala. El S-13 era uno de los tres submarinos que habían recibido la orden de esperar el supuesto éxodo desde Memel, un puerto todavía en manos alemanas.
Cuando Marinesko se enteró de que habían capturado Memel, llamó a una reunión de oficiales. Les comunicó que había decidido poner rumbo a la bahía de Danzig, donde era más probable que se estuviesen reuniendo los convoyes para la evacuación.
Nadie protestó. Los oficiales y la tripulación tenían muy claro que del éxito de la misión dependía de que los recibiesen como héroes o los deportasen a Siberia.
Días antes, el capitán se las había tenido con la policía secreta naval, la NKGB. Había salido de la base sin permiso. El 2 de enero se había ido de putas cuando llegó la orden de Stalin que enviaba a los submarinos al Báltico para atacar a los convoyes. Pero el capitán se pasó tres días en los burdeles y bares del puerto de Turku en Finlandia. Regresó al S-13 un día después del que debía zarpar.
La NKGB lo esperaba. Sospecharon todavía más cuando les dijo que no recordaba nada de sus tres días de borrachera. Marinesko era un capitán experto que había sido distinguido con las órdenes de Lenin y la Estrella Roja. El audaz submarinista se había enfurecido cuando la policía secreta lo acusó de ser un espía y desertor.
Su comprensivo comandante decidió demorar la celebración de una corte marcial. El plan fracasó cuando los tripulantes ucranianos firmaron una petición en la que pedían que se le permitiese al capitán volver al submarino. El comandante sabía que esta muestra de lealtad podía ser considerada como un posible motín. Por consiguiente y para evitar males mayores, ordenó que el submarino se hiciese a la mar mientras se tomaba una decisión sobre la corte marcial.
Marinesko llegó a la conclusión que si hundía unos cuantos barcos alemanes, él y sus hombres conseguirían librarse de un severo castigo.
Sin comunicarle su plan al cuartel general, ordenó que el S-13 tomase un rumbo que lo alejaba de la zona de patrullaje y hacia el fatal encuentro con el barco de pasajeros alemán.
Friedrich Petersen, el canoso capitán del Gustloff, se paseaba por la cámara de oficiales como un león furioso. Se detuvo bruscamente para dirigir una mirada asesina al joven vestido con el impecable uniforme de la división de submarinos.
—Le recuerdo, comandante Zahn, que soy el capitán de este barco y el responsable de llevar a esta nave y a todos los que se encuentran a bordo a un lugar seguro.
El comandante Wilhelm Zahn tuvo que apelar a su disciplina de hierro para controlarse, y bajó una mano para rascar detrás de la oreja a Hassan, su gran perro alsaciano.
—Si me lo permite, yo le recuerdo, capitán, que el Gustloff ha estado a mi mando como barco nodriza desde 1942. Soy el oficial de mayor graduación a bordo. Además, se olvida de su juramento de no volver a comandar un barco en navegación.
Petersen había aceptado el compromiso que era una de las condiciones establecidas para su repatriación después de haber sido capturado por los británicos. El juramento no era más que una formalidad porque los británicos creían que ya no tenía edad para estar en el servicio activo. A los sesenta y siete años, sabía que su carrera se había acabado independientemente del resultado final de la guerra. Era el Leigerkapitán, el «capitán dormido», del Gustloff Pero le consolaba saber que el joven comandante había sido retirado del servicio activo tras haber fallado en el hundimiento del crucero británico Nelson.
—En cualquier caso, capitán, con usted al mando el Gustloff, ha salido del muelle. Una escuela y cuartel flotante amarrado dista mucho de ser un barco navegando. Tengo un gran respeto al servicio de submarinos, pero no puede negar que soy el único capacitado para llevar el barco al mar.
Petersen había comandado el barco en una ocasión, en un viaje antes de la guerra, y nunca le hubiesen permitido llevar el timón del Gustloff en circunstancias normales. Zahn se enfureció al pensar que estaría a las órdenes de un civil. Los submarinistas alemanes se consideraban ellos mismos como un grupo de élite.
—Así y todo, sigo siendo el oficial de mayor rango a bordo. No sé si lo habrá advertido pero tenemos baterías antiaéreas montadas en cubierta —replicó Zahn—. Técnicamente esta es una nave de combate.
El capitán le respondió con una sonrisa indulgente.
—Una nave de combate muy curiosa. Quizá ha advertido que llevamos miles de refugiados, una misión mucho más adecuada para un transporte de la marina mercante.
—Ha olvidado mencionar a los mil quinientos submarinistas que deben ser evacuados para que puedan defender a su patria.
—Estoy más que dispuesto a acceder a sus deseos si puede mostrarme una orden escrita para que lo haga. —Petersen sabía perfectamente que, con el caos de la evacuación, nadie tenía tiempo para escribir las órdenes.
El rostro de Zahn adquirió el color de la remolacha. Su oposición iba más allá de la animosidad personal. Tenía serias dudas sobre la capacidad de Petersen para dirigir el barco con la tripulación inexperta y políglota bajo su mando. Quería tratar de imbécil al capitán, pero de nuevo se impuso su estricta disciplina. Se volvió hacia los demás oficiales que habían sido mudos testigos de la agria discusión.
—Este no será uno de los cruceros de «Fuerza a través de la alegría» —manifestó Zahn—. Todos nosotros, los oficiales navales y mercantes, tenemos por delante un dura tarea y una gran responsabilidad. Nuestro deber es atender al máximo a los refugiados, y espero que la tripulación haga todos los esfuerzos posibles para conseguirlo.
Chocó los tacones, saludó a Petersen, y luego salió de la cámara de oficiales seguido por su fiel alsaciano.
El guardia en lo alto de la pasarela echó una ojeada al documento del hombre alto y se lo pasó al oficial que supervisaba el embarque de los heridos.
El oficial se tomó su tiempo para leer la carta, y después comentó:
—Herr Koch parece tenerle en gran estima.
Erich Koch era el despiadado Gauleiter que se había negado a evacuar Prusia oriental mientras preparaba su propia fuga en un barco cargado con tesoros robados.
—Me gusta creer que me he ganado su respeto.
El oficial llamó a un sobrecargo y le explicó la situación. El sobrecargo se encogió de hombros y guió a la pareja a través de la abarrotada cubierta, y después bajaron tres niveles. Abrió la puerta de un camarote con dos literas y un lavabo. El camarote era demasiado pequeño como para que entrasen los tres al mismo tiempo.
—No es precisamente el camarote del Führer —comentó el sobrecargo—. Pero tienen suerte de tenerlo. El baño está en el pasillo, cuatro puertas más allá.
El hombre alto echó una ojeada al camarote.
—Nos bastará. Ahora, a ver si nos puede conseguir algo de comer.
Un rubor cubrió las mejillas del sobrecargo. Estaba harto de recibir órdenes de los personajes que viajaban con una relativa comodidad mientras los demás mortales tenían que sufrir. Pero algo en los fríos ojos azules del hombre alto le advirtió que más le valía no discutir. Regresó al cabo de un cuarto de hora con dos boles de sopa de verduras caliente y unas rebanadas de pan duro.
Los dos hombres devoraron su comida en silencio. El profesor terminó primero y dejó el bol a un lado. Tenía los ojos nublados por el cansancio, pero su mente seguía muy alerta.
—¿Qué es este barco? —preguntó.
El hombre alto rebañó el fondo del bol con el último trozo de pan, y encendió un cigarrillo.
—Bienvenido a bordo del Wilhelm Gustloff, el orgullo del programa «Fuerza a través de la alegría».
El programa formaba parte de la campaña de propaganda nazi para demostrarles a los trabajadores alemanes los beneficios del nacionalsocialismo. Kovacs miró en derredor.
—No veo mucha fuerza ni alegría —señaló.
—Sin embargo, algún día el Gustloff volverá a transportar a los felices trabajadores alemanes y a los fieles del partido a la soleada Italia.
—No veo la hora de que así sea. No me ha dicho adónde vamos.
—Lo más lejos posible del ejército rojo. Su trabajo es demasiado importante como para que caiga en manos de los rusos. El Reich lo cuidará muy bien.
—Por lo que se ve el Reich tiene ya bastantes problemas con cuidar de su propia gente.
—No es más que un retraso temporal. Su bienestar es mi máxima prioridad.
—No me preocupa mi bienestar. —Kovacs llevaba meses sin ver a su esposa y a su hijo pequeño.
Solo sus cartas habían mantenido vivas sus esperanzas.
—¿Su familia? —El hombre alto lo observó con una mirada firme—. No se preocupe. Esto se acabará muy pronto. Le sugiero que duerma. No, es una orden.
Se acostó en una de las literas, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, y cerró los ojos. Kovacs no se llevó a engaño. Su compañero casi nunca dormía y se despertaba en el acto a la más mínima provocación.
El profesor observó el rostro del hombre. No llegaba a la treintena, aunque parecía mayor. Tenía el cráneo alargado y el perfil fuerte que aparecía en los carteles de propaganda como el ideal ario.
Kovacs se estremeció al recordar cómo había matado a sangre fría al soldado ruso. Aún no había acabado de asimilar todo lo sucedido en los últimos días. El hombre alto se había presentado en el laboratorio en plena nevada con un documento que autorizaba la partida del doctor Kovacs. Le había dicho que se llamaba Karl y le pidió que recogiese sus pertenencias. Después habían emprendido la desesperada fuga por la región helada, y en varias ocasiones habían estado a punto de caer en manos de las patrullas rusas. Ahora sin saber cómo había acabado en este barco.
La comida le había dado sueño. Se le cerraron los ojos, y se quedó profundamente dormido.
Mientras el profesor dormía, un pelotón de la policía militar recorrió el barco en busca de desertores. El Gustloff recibió la orden de partida, y un práctico subió a bordo. Alrededor de la una de la tarde, soltaron las amarras, y cuatro remolcadores comenzaron a apartarlo del muelle.
Una flotilla de embarcaciones menores, la mayoría cargadas con mujeres y niños, le cerraron el paso. El barco paró máquinas y recogió a los refugiados. El Gustloff tenía capacidad para mil cuatrocientos sesenta y cinco pasajeros y una tripulación de cuatrocientos. En este viaje, el viejo crucero llevaba ocho mil pasajeros.
El barco salió a mar abierto y fondeó a última hora de la tarde en el punto de encuentro con otro crucero, el Hansa, y sus escoltas. El Hansa sufrió una avería que le impidió presentarse a la cita. El Mando Naval, preocupado por el peligro que representaba para el Gustloff permanecer fondeado, ordenó que hiciese la travesía en solitario.
El crucero surcó las heladas aguas del Báltico, azotado por un fuerte viento del noroeste. El granizo repiqueteaba contra las ventanas del puente donde el comandante Zahn se consumía de furia mientras miraba a las dos escoltas que habían enviado para proteger al Gustloff.
La nave había sido construida para climas y mares más cálidos, pero, con un poco de suerte, sobreviviría al mal tiempo. En cambio, no sobreviviría a la estupidez. El Mando Naval había enviado al crucero a una travesía plagada de peligros con la pobre escolta de un viejo torpedero llamado Lowe, y un Ti9, otra antigualla que se utilizaba para la recuperación de torpedos. Cuando Zahn ya creía que la situación no podía empeorar, el Ti9 comunicó que tenía una fuga de aceite y que regresaba a la base.
Zahn se volvió hacia el capitán Petersen y los demás oficiales que se encontraban en el puente.
—A la vista de que solo contamos con un escolta, propongo que naveguemos en zigzag a la máxima velocidad.
El capitán sonrió despectivamente.
—Imposible. El Wilhelm Gustloff es un crucero de veinticuatro mil toneladas. No podemos navegar zigzagueando como un marinero borracho.
—Entonces tendremos que aprovechar nuestra velocidad para alejarnos de cualquier submarino. Lo lógico sería seguir la ruta directa a toda máquina.
—Conozco este barco. Incluso sin tomar en cuenta otras posibles averías, no se puede mantener una velocidad de dieciséis nudos sin que se fundan los cojinetes —replicó Petersen.
Zahn vio las venas hinchadas en el cuello del capitán. Miró a través de las ventanas del puente al viejo torpedero que marcaba el camino.
—En ese caso —declaró con una voz de ultratumba—, que Dios se apiade de nosotros.
—Profesor, despierte. —La voz sonó imperativa, urgente.
Kovacs abrió los ojos y vio a Karl inclinado sobre él. Se sentó en la litera y se frotó las mejillas para despejarse.
—¿Qué pasa?
—He hablado con algunos de los tripulantes. ¡Dios, qué desastre! Hay dos capitanes y no dejan de discutir. No hay botes salvavidas para todos. Las máquinas apenas si consiguen mantener la velocidad de crucero. El Mando Naval ordenó que el barco se hiciese a la mar con la única escolta de un torpedero que ya era un cascajo en la primera guerra. Para colmo, los idiotas en el puente de mando no han ordenado que apaguen las luces de navegación.
Kovacs vio por primera vez una expresión de alarma en el rostro de su compañero.
—¿Cuántas horas he dormido?
—Es de noche y navegamos por mar abierto. —Karl le entregó un salvavidas azul oscuro y se puso el suyo.
—¿Ahora qué haremos?
—Quédese aquí. Quiero ver qué pasa con los botes salvavidas. —Le arrojó un paquete de cigarrillos—. Invita la casa.
—No fumo.
Karl se detuvo un momento en la puerta.
—Quizá ya es hora de que comience —dijo, y se marchó.
Kovacs sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Había dejado de fumar el mismo día de su casamiento. Tosió cuando el humo le llenó los pulmones, y se mareó un poco, pero recordó con delicioso placer los inocentes excesos de sus días de estudiante.
Se acabó el cigarrillo, pensó en encender otro pero desistió. Llevaba días sin ducharse, y le picaba todo el cuerpo. Se lavó la cara en el lavabo y se secaba las manos con la toalla raída cuando llamaron a la puerta.
—¿Profesor Kovacs? —preguntó una voz ahogada.
—Sí.
Se abrió la puerta, y el profesor soltó una exclamación.
Tenía delante lo que debía de ser la mujer más fea del mundo. Medía más de un metro ochenta de estatura, con unos hombros enormes que amenazaban con reventar las costuras del abrigo de piel negra. Se había pintado los labios con tal cantidad de brillante carmín rojo que parecía un payaso.
—Perdone mi aspecto —dijo la mujer con una inconfundible voz masculina—. No ha sido cosa fácil subir a bordo de este barco. Tuve que apelar a este ridículo disfraz, y repartir unas cuantas propinas.
—¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia. Lo importante es su nombre. Usted es el doctor Lazlo Kovacs, el genio germano-húngaro de la electricidad.
El profesor se puso alerta.
—Soy Lazlo Kovacs y me tengo por húngaro.
—¡Perfecto! Usted es el autor de un trabajo sobre electromagnetismo que conmocionó al mundo científico.
Las antenas de Kovacs temblaron. El trabajo había sido publicado en una poco conocida revista científica y la consecuencia había sido que llamó la atención de los alemanes, que no habían vacilado en secuestrarlo a él y su familia. Permaneció en silencio.
—No importa —añadió el hombre muy contento, y la sonrisa de payaso se hizo más grande—. Veo que he encontrado al hombre que busco. —Metió la mano debajo del abrigo de piel y sacó una pistola—. Lamento ser descortés, doctor Kovacs, pero mucho me temo que tendré que matarlo.
—¿Matarme? ¿Por qué? Ni siquiera lo conozco.
—Pero yo lo conozco, o mejor dicho, lo conocen mis superiores de la NKGB. En el mismo momento en que las gloriosas tropas del ejército rojo cruzaron la frontera, enviamos a un destacamento especial para rescatarlo, pero usted ya había abandonado el laboratorio.
—¿Usted es ruso?
—Por supuesto. Nos hubiese encantado encontrarlo antes y que trabajase para nosotros. De haberlo podido interceptar antes de subir a este barco, ahora estaría disfrutando de la hospitalidad soviética. Pero ahora no puedo sacarlo de aquí, y no podemos permitir que usted y su trabajo caigan de nuevo en manos de los alemanes. No, no, eso no se puede tolerar. —Se esfumó la sonrisa.
Tal era el asombro de Kovacs que no tuvo miedo, ni siquiera cuando la pistola le apuntó al corazón.
Marinesko apenas si daba crédito a su buena fortuna. Llevaba horas en la torreta del S-13, sin hacer caso del viento polar y la espuma que le salpicaba el rostro, cuando amainó la nevada y vio la enorme silueta de un transatlántico precedido por una embarcación más pequeña.
El submarino navegaba en la superficie a pesar de la mar gruesa. La tripulación estaba en los puestos de combate desde el momento en que habían avistado las luces de unos barcos que navegaban cerca de la costa. El capitán había ordenado que redujesen la flotabilidad del submarino para que solo emergiera la torreta y situarse fuera de la detección de los radares.
Decidió que los barcos nunca esperarían un ataque desde la costa, y en consecuencia ordenó que el submarino pasase por detrás del convoy y seguir un curso paralelo al transatlántico y la escolta. Dos horas más tarde, el S-13 viró hacia su principal objetivo. Marinesko ordenó disparar cuando se encontraban muy cerca de la banda de babor de la nave.
Tres torpedos salieron de los tubos de proa en rápida sucesión para dirigirse al desprotegido casco del transatlántico.
Se abrió la puerta, y Karl entró en el camarote. Había permanecido unos instantes en el pasillo, atento al murmullo de voces masculinas en el interior. Se sintió desconcertado al ver a una mujer que le daba la espalda. Miró a Kovacs, que aún tenía la toalla en las manos, y vio el miedo reflejado en el rostro del profesor.
El ruso notó la ráfaga de aire helado al abrirse la puerta. Se giró y disparó sin apuntar. Karl se le adelantó por una milésima de segundo. Agachó la cabeza y arremetió contra el estómago del pistolero con la fuerza de una excavadora.
El golpe tendría que haberle roto las costillas al asesino, pero el grueso abrigo de piel y el corsé que llevaban eran como una armadura. El topetazo solo consiguió dejarle sin aire. Chocó contra una de las literas y cayó de lado. Se le desprendió la peluca y quedó a la vista el pelo negro corto. Consiguió hacer un segundo disparo que rozó el hombro derecho de Karl junto al cuello.
Karl se le echó encima, y le buscó la garganta con la mano izquierda. La sangre de la herida los manchó a los dos. El ruso levantó una pierna y descargó un puntapié contra el pecho de Karl, que tropezó y cayó de espaldas.
Kovacs cogió el cuenco de sopa del lavabo y lo arrojó contra el rostro del pistolero. El cuenco rebotó en la mejilla del ruso, que se echó a reír.
—Usted será el próximo. —Apuntó a Karl.
¡Bum!
La sorda explosión hizo temblar los mamparos. La cubierta se inclinó bruscamente hacia estribor. Kovacs cayó de rodillas. Los tacones altos de las botas que calzaba el asesino le hicieron perder el equilibrio. Cayó sobre Karl, que le sujetó la muñeca de la mano que llevaba el arma, la acercó a la boca y le hundió los dientes en el cartílago y el músculo. La pistola cayó al suelo.
¡Bum! ¡Bum!
El barco se sacudió de proa a popa con las dos nuevas explosiones. El asesino intentó levantarse, pero de nuevo perdió el equilibrio cuando la nave escoró a babor. Intentó mantenerse erguido, y Karl aprovechó para darle un feroz puntapié en el tobillo. El ruso soltó un grito muy poco femenino y se desplomó. Su cabeza golpeó contra la base metálica de la litera.
Karl se sujetó a la tubería del lavabo y hundió el tacón claveteado de la bota en la garganta del ruso para aplastarle la laringe. El hombre intentó inútilmente apartarle la pierna, se le hincharon los ojos, el rostro adquirió un tono rojo oscuro, después púrpura, y luego exhaló su último suspiro.
Karl se irguió, tambaleante.
—Tenemos que salir de aquí. Han torpedeado el barco.
Sacó a Kovacs del camarote. En el pasillo reinaba el caos. Los alaridos y gritos de los aterrados pasajeros resonaban en los mamparos. El estruendoso sonido de las campanas de alarma contribuía a la confusión. Se habían encendido las luces de emergencia, pero el humo provocado por las explosiones dificultaba la visión.
La escalerilla principal estaba abarrotada a tal extremo que nadie se movía. Había muchos que vomitaban como consecuencia del humo aceitoso que se les colaba en las gargantas.
La muchedumbre intentaba abrirse paso entre el torrente de agua que caía por el hueco de la escalerilla. Karl abrió una puerta de acero, arrastró a Kovacs a un espacio oscuro y cerró la puerta sin perder ni un segundo. El profesor sintió cómo le guiaba la mano hasta el peldaño de una escalerilla.
—Suba —le ordenó Karl.
Kovacs obedeció sin rechistar y subió hasta que su cabeza chocó contra una escotilla. Karl le gritó que la abriera y continuase subiendo. Después de subir el segundo tramo, Kovacs abrió otra escotilla. El aire helado y los copos de nieve arrastrados por el viento le azotaron el rostro. Salió por la escotilla, y luego ayudó a Karl. Kovacs miró en derredor con una expresión de asombro.
—¿Dónde estamos?
—En la cubierta de primera clase. Por aquí.
En la cubierta helada reinaba un siniestro silencio, comparado con el horror de la tercera clase. Las pocas personas a la vista eran los privilegiados de los camarotes de primera clase. Algunos se habían reunido alrededor de una chalupa, una resistente embarcación de motor utilizada en los paseos por los fiordos noruegos. Los tripulantes provistos con martillos y hachas golpeaban los pescantes para quitarles el hielo.
En cuanto consiguieron aflojar los pescantes, los tripulantes apartaron a las mujeres, algunas de ellas embarazadas, y saltaron a bordo de la chalupa. Los niños y los soldados heridos no tuvieron ninguna oportunidad. Karl desenfundó la pistola y efectuó un disparo al aire. Los marineros vacilaron, pero solo por un segundo, antes de continuar la brega por embarcarse. Karl disparó de nuevo, esta vez contra el primer tripulante que había subido a la embarcación. Los demás escaparon.
Karl hizo subir a una mujer y su bebé, y después ayudó a Kovacs antes de embarcar él. Permitió que un puñado de marineros subieran a bordo para que se ocupasen de lanzar al agua al tripulante muerto y arriar la chalupa. Soltaron las amarras y pusieron el motor en marcha.
La embarcación cargada hasta los topes cabeceó mientras navegaba lentamente hacia las luces de un carguero que acudía en auxilio de los náufragos. Karl ordenó que detuviesen la chalupa para recoger a las personas que flotaban en el agua. El exceso de carga amenazaba con hundir la chalupa. Uno de los marineros gritó a voz en cuello:
—¡No hay más lugar!
Karl le disparó entre los ojos.
—Ahora sí —dijo, y le ordenó a los tripulantes que arrojasen el cuerpo por la borda.
Sofocado el intento de motín, se apretó contra Kovacs.
—¿Está bien, profesor?
—Sí. —Kovacs lo miró—. Es usted un hombre sorprendente.
—Intento serlo. Nunca dejes que tus enemigos sepan lo que pueden esperar.
—No hablo de eso. Vi cómo ayudaba a las mujeres y heridos. Acunó a aquel bebé como si fuese suyo.
—Las cosas no son siempre lo que parecen, amigo mío. —Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó un paquete envuelto en una bolsa impermeable—. Tome estos documentos. Usted ya no es Lazlo Kovacs, sino un ciudadano alemán que vivía en Hungría. Solo tiene un ligero acento y no tardará en perderlo. Quiero que se pierda entre la multitud. Conviértase en otro refugiado. Vaya hacia las líneas británicas y norteamericanas.
—¿Quién es usted?
—Un amigo.
—¿Por qué debo creerle?
—Como le dije, las cosas no son siempre lo que parecen. Soy parte de un círculo que lleva luchando contra las bestias nazis desde mucho antes que los rusos.
Los ojos del profesor se iluminaron.
—¿El Kreisau Circle? —Había escuchado rumores de la existencia del grupo de resistencia clandestina.
Karl se llevó un dedo a los labios.
—Todavía nos encontramos en territorio enemigo —replicó en voz baja.
Kovacs le sujetó el brazo.
—¿Puede salvar a mi familia?
—Me temo que ya es tarde para eso. Su familia no existe.
—Pero las cartas…
—No eran más que falsificaciones para que no se desanimara y continuase con su trabajo.
Kovacs miró a la distancia con una expresión estupefacta.
Karl sujetó al profesor por la solapa y le susurró al oído:
—Debe olvidar su trabajo por su propio bien y el de toda la humanidad. No podemos arriesgarnos a que caiga en las manos equivocadas.
El profesor asintió, aturdido. La chalupa golpeó contra el casco del carguero. Bajaron una escalerilla. Karl le ordenó a los marineros que fueran a recoger a más náufragos. Desde la cubierta del barco, Kovacs observó la marcha de la chalupa. Karl le dirigió un último saludo antes de desaparecer en la cortina de nieve.
Kovacs vio a lo lejos las luces del transatlántico, escorado sobre babor, con la chimenea paralela al mar. Las calderas estallaron cuando la nave se hundió bajo la superficie una hora después de ser torpedeado. En ese tiempo, se perdieron cinco veces más vidas a bordo del Gustloff que en el Titanic.