—¡No adivinaríais nunca lo que hemos averiguado en el castillo de Kronborg! —siguió diciendo Pam.
—¡Yo lo sé! —Gritó Ricky—. Habéis encontrado el fantasma del viejo rey.
Pam estaba demasiado emocionada para poder hacer caso de las bromas de su travieso hermano. La niña respiró profundamente para seguir explicando:
—¡Karen y yo hemos descubierto el secreto de los barquitos de las iglesias!
Un coro de asombradas voces exclamó:
—¡Oooh! ¿Cuál es? ¡Cuéntanoslo todo!
Con ojos chispeantes, Pam explicó:
—El secreto es el cetro de un príncipe, cubierto de diamantes, rubíes y esmeraldas. Está escondido en uno de los barcos miniatura más grandes.
Karen había conseguido encontrar el libro con toda la información en la biblioteca del Castillo.
—Ese cetro —añadió Karen— fue escondido en el barquito de una iglesia hace muchos años. El barquito, según informa el libro, fue donado por un príncipe que había ocultado su cetro en un doble fondo de la miniatura, para que no pudieran llegar a apoderarse de ello unos invasores que amenazaban con la invasión de Dinamarca.
La joven maestra danesa continuó diciendo que la historia había ido transmitiéndose de generación en generación, hasta que todos llegaron a considerarla un mito.
—Y el cetro no se ha encontrado todavía —añadió Pam.
—¡Canastos! Esos ladrones se habrán enterado de todo eso y están buscando el tesoro —opinó Ricky, dando un silbido.
Los ojos de Holly iban agrandándose por momentos, hasta que la pequeña, retorciendo nerviosamente sus trenzas, exclamó:
—¡Tenemos que ir en seguida a buscar el tesoro, antes de que lo encuentren esos hombres malotes!
—Pero ¿dónde está la vieja iglesia? —preguntó Pete.
Karen repuso que, por lo que había leído en el libro, podría ser que se encontrase en un pueblo vecino. Y aún añadió algo muy misterioso. En lugar de colgarlo del techo de la iglesia, como se hacía con los demás barcos, la miniatura con el cetro se había ocultado en otro lugar.
¡Cómo les habría gustado a los Hollister ser capaces de adivinar el lugar utilizado como escondite! Había que actuar rápidamente, les recordó Karen; en la otra copia del libro que ellas habían encontrado, y que estaba en Copenhague, las páginas correspondientes a aquella historia habían sido arrancadas.
Pero aquel día era ya demasiado tarde para iniciar la búsqueda. Karen y su hermano decidieron alquilar habitaciones en el hotel para pasar allí la noche y poder tomar parte en la aventura del día siguiente.
Mientras tanto, Pete telefoneó a la policía para comunicarles todas las sospechas sobre la motora negra y el «Madagascar». El jefe de policía de la localidad prometió poner al corriente a las autoridades reales para que el buque mercante fuese registrado antes de que saliera de aguas danesas. ¿Querrían, Pete y el señor Clausen, ponerse en contacto con la policía, a la mañana siguiente?
—Sí, señor. Iremos allí personalmente —contestó el muchacho.
A la mañana siguiente los Hollister se reunieron con Karen y el señor Clausen en el comedor del hotel para desayunar. Cuando concluyeron, apresuradamente, el señor Hollister apremió:
—¡Hay que ponerse en marcha!
Pete y el piloto tenían que acudir a la policía, mientras los demás se preparaban para buscar la vieja iglesia.
—Hasta luego —dijo Pete, mientras el señor Clausen iba a buscar un taxi.
Karen y el resto de los Hollister se instalaron en la furgoneta y pronto dejaron atrás Helsingor. El camino era tan serpenteante que hizo a Holly pensar en las montañas rusas de Tívoli.
Quince minutos más tarde, cuando el coche llegó a lo alto de una pequeña colina, los pasajeros vieron a distancia, una población.
—Ése es el lugar —informó Karen.
—Pero no se ve ningún campanario de iglesia —observó Pam.
El señor Hollister detuvo el coche en las afueras de la población, donde Karen hizo preguntas a un muchacho danés que iba en bicicleta. Éste sabía dónde estaba la iglesia y le dio la dirección.
Después de volver varias esquinas, el señor Hollister detuvo el coche ante una iglesia baja, de construcción moderna.
—¡Esto no es una iglesia antigua! —se lamentó Pam, cuando volvieron al vehículo—. ¡La iglesia vieja se incendió hace unos años!
Según habían averiguado Karen y la niña la iglesia antigua había estado enclavada a unas manzanas de distancia.
—¡Pues vamos allí en seguida! —propuso Ricky, y todos estuvieron de acuerdo con él.
Cuando llegaron al lugar en cuestión, Karen dejó escapar una exclamación de desaliento y los Hollister pusieron cara de desencanto. Ante ellos había un montón de piedras negruzcas y desmoronadas y entre aquello crecían hierbas altas. Los ojos de Pam se llenaron de lágrimas. ¡Después de tanto trabajo detectivesco, todo iba a acabarse allí!
—¡Puf! —masculló Ricky, haciendo chasquear los dedos—. Todo nuestro misterio se ha esfumado.
—No, no —insistió Holly—. Podemos buscar por ahí. Déjanos que busquemos, papaíto.
El señor Hollister dijo que podían buscar, aunque dudaba mucho que pudiera encontrarse pista alguna en los restos quemados de una vieja iglesia. Los niños corrieron entre los ladrillos y rocas ennegrecidas que habían servido de cimientos a la iglesia antigua. Cada uno por su parte buscó en todos los rincones y resquicios con gran atención.
—Me temo que, si el barco era de madera, quedase completamente destruido —murmuró Karen, tristemente.
Pero Pam, Ricky, Holly y Sue no estaban dispuestos a darse por vencidos y siguieron buscando entre las ruinas. Un grupo de niños de la localidad se habían reunido y observaban con curiosidad.
Ricky se habían subido a una pila de ladrillos y fue levantando varios, mirando entre los resquicios. Estaba haciendo aquello cuando, al tirar de una piedra, sacó una de gran tamaño. Eso hizo temblar el resto de los cascotes que rodaron hacia donde estaba Holly y Sue.
—¡Cuidado! —gritó la señora Hollister.
Cogidas de la mano, las dos niñas se apartaron de un salto del alud de cascotes.
¡Crass! Los pedazos de ladrillo fueron a caer a pocos centímetros de las dos pequeñas.
—¡Señor! —murmuró la madre dando un suspiro de alivio—. Será mejor que nos vayamos antes de que alguien resulte herido.
—Pero, mamita, el cetro de piedras preciosas puede estar todavía aquí… —insistió Pam, esperanzada.
—Ya tendré más cuidado, mamá —prometió el pelirrojo.
Entonces Pam tuvo otra idea. Aproximándose a los niños daneses que les observaban, preguntó si había alguno que hablase bien el inglés. Una niña de su misma edad, que se llamaba Hilda, repuso que ella sabía inglés. Hilda había vivido tres años en Inglaterra.
—¿Sabes tú si alguien ha encontrado algún tesoro en esta iglesia? —preguntó Pam.
La niña danesa replicó negativamente con un cabeceo.
—No —dijo—. Pero han estado algunos hombres buscando.
Aquella contestación puso sobre ascuas a los Hollister.
—¿Cuándo? —preguntó Pam.
—Esta mañana temprano. Dos hombres han estado buscando entre las ruinas, lo mismo que vosotros.
—¿Llevaban barba?
—No.
—¿Estás segura de que no encontraron nada? —intervino Holly.
—Segura —sonrió Hilda—. Nosotros también hemos buscado entre estas ruinas muchas veces. Además, todas las cosas buenas se las llevaron durante el incendio.
—¿Qué cosas? —quiso saber Ricky.
—Los ornamentos y los barcos.
Pam sintió un escalofrío en la espina dorsal.
—¿Barcos? ¿Es que había más de uno?
—Sí —contestó Hilda—. Había dos.
—Uno —explicó— colgado del techo de la iglesia, el otro había estado escondido en una cripta secreta que sólo el pastor conocía.
—¡Una cripta secreta! —exclamó Karen—. Pam, ése es el lugar a que se refería el libro. ¡Puede que estemos a punto de encontrar el tesoro!
Entonces Karen preguntó a Hilda a dónde se habían llevado los barcos de la iglesia.
—Al museo de Helsingor —contestó la niña danesa.
—¿Y los hombres que vinieron esta mañana saben eso? —preguntó en seguida Pam.
—Sí. Nosotros se lo dijimos.
—Indudablemente, eran los ayudantes del señor Schwartz —dijo el señor Hollister.
La misma idea había acudido a la mente de todos los Hollister. Seguramente aquellos hombres habían marchado directamente a Helsingor. ¡Lo probable era que los dos ladrones estuvieran, en aquellos momentos, buscando el cetro en el museo de la ciudad!
—¡Papá, tendremos que volver en seguida! —rogó Pam.
Los Hollister y Karen dieron las gracias a Hilda y corrieron a la furgoneta. ¡Si alguien hubiera podido impedir que los ladrones llegasen los primeros al museo…!
Los viajeros estaban tensos de nerviosismo, durante el viaje de regreso a Helsingor. Pronto, en la distancia, se vieron las cúpulas del castillo Kronborg. Al llegar a la ciudad, el señor Hollister, dirigido por Karen, condujo directamente hacia el museo.
—¡Ooooh! —exclamó Sue, con asombro—. ¡Cuánta gente!
La pequeña tenía razón. Ante la puerta del edificio se había reunido un gran grupo de personas. En el momento en que el señor Hollister detuvo la furgoneta, apareció un coche de la policía, del que salieron dos oficiales. ¡Con ellos llegaban también Pete y el señor Clausen!
—¡Pete! —llamó Ricky—. ¿Qué ha sucedido?
—Se ha cometido un robo en el museo.
Ya habían salido todos los ocupantes de la furgoneta y Pam preguntó, muy inquieta:
—¿Qué han robado?
—Dos barcos miniatura.
A Pam le dio un vuelco el corazón. ¡Al final, los compinches del señor Schwartz habían conseguido apoderarse del precioso barquito y del cetro del príncipe…!
Para asegurarse de lo ocurrido, la niña, seguida por su familia y los hermanos Clausen, entró en el museo con los dos policías. Cuando Pam hizo preguntas sobre los barquitos, Karen fue traduciendo del danés al inglés. Pero la expresión grave de la joven maestra danesa ya hizo comprender a Pam lo que iba a decir Karen, antes de que ésta murmurase:
—Sí. Ha logrado introducirse un hombre y se ha llevado las dos preciosas reliquias.
Los dos oficiales, que se llamaban Jensen y Halker, explicaron que el celador del museo había intentado detener al ladrón, pero no había tenido suerte. El ladrón llegó corriendo a la calle, saltó a la parte trasera de una motocicleta en la que ya iba montado otro hombre, y los dos huyeron velozmente.
El celador que ya había salido al encuentro de la policía murmuró tristemente en danés:
—Cualquiera sabe a dónde habrán ido…
Cuando Karen tradujo aquella frase, los ojos de Pete se iluminaron y al tiempo que hacía chasquear los dedos, el muchachito exclamó:
—Apuesto algo a que yo sí lo sé.
—¿A dónde…? —preguntó el oficial Jansen.
Pete suponía que los ladrones habían marchado en busca de la motora negra, con la intención de llegar al «Madagascar» o incluso a Suecia.
—Pero, a estas horas, el «Madagascar» estará probablemente en el Mar del Norte —dijo el señor Hollister.
—No, papá —contestó Pete—. La policía nos dijo esta mañana que el barco patrulla danés detuvo al «Madagascar» en el Skagerrak.
—Es cierto —contestó el señor Clausen—. El barco patrulla está esperando nuevas órdenes de la policía.
—Vengan —pidió el oficial Halker—. Indiquennos donde vieron por primera vez la motora negra.
Pete, Ricky y el señor Clausen subieron al coche policial, mientras los demás se situaban en la furgoneta, conducida por el señor Hollister. Con los oficiales de policía abriendo la marcha, los dos coches tomaron la dirección sur, alejándose de Helsingor.
—¡Qué buen sitio! —exclamó Ricky, admirativo mientras el oficial Halker conducía por una hermosa franja de tierra, situada a orillas del mar y que se conocía con el nombre de la Riviera danesa.
Pasado un rato, Pete anunció:
—Ya nos estamos acercando.
Volvió la cabeza y comprobó que su padre hacía lo posible por ir a la misma velocidad que el coche de la policía. Ricky, que también se dio cuenta, gritó:
—¡Zambomba! ¡Papá parece un conductor de carreras!
Unos momentos más tarde Pete indicaba:
—Ahora hay que virar a la derecha. El desembarcadero está allí.
Los dos coches fueron a detenerse junto al desembarcadero que los dos niños habían visto desde el avión.
¡La motora negra estaba aún allí!
Los policías, Pete, Ricky y el señor Clausen salieron y miraron a su alrededor. No parecía haber nadie a bordo de la motora.
—¿Será que los ladrones no han llegado aquí todavía? —preguntó el señor Clausen, atónito.
—Esto es muy extraño —declaró el oficial Jensen.
Los dos policías registraron la embarcación, sin encontrar en ella nada desusual. Al poco, Pete se fijó en un anciano que caminaba por la carretera.
—A lo mejor él sabe algo de los ladrones —opinó.
Cuando los policías interrogaron al viejo, éste replicó en danés, señalando al sur, por la carretera principal.
El señor Clausen tradujo las palabras del viejo, diciendo que la motocicleta, en la que iban dos hombres, se había detenido brevemente en el amarradero. Por lo visto, al poco, los dos motoristas cambiaron de idea y tomaron a toda velocidad la carretera, en dirección a Copenhague.
—¿Llevaban unos barquitos? —inquirió Ricky.
—Sí.
Los policías volvieron otra vez al coche y los chicos y el señor Clausen les imitaron. Cuando el coche patrulla pasó ante la furgoneta de los Hollister, Pete gritó desde la ventanilla:
—¡Ven, papá! ¡Vamos en persecución de los ladrones!