PATITOS CON SUERTE

El piloto cerró de un portazo, se acomodó en su asiento y rodó suavemente sobre los pastos.

Pete y Ricky siguieron mirando al exterior, muy nerviosos. ¿Les conocía aquel hombre? ¿Por qué intentaba retenerles?

—Seguro que es de la banda del señor Schwartz —declaró Pete.

—Claro. Y el señor Cara-Peluda le ha hablado de nosotros —añadió Ricky.

Y el señor Clausen les dio la razón con estas palabras:

—No me cabe duda de que tenéis razón.

—¡Canastos! ¡Mire lo que quiere hacer!

Ricky señalaba al hombre que corría hacia las vacas, incitándolas a que se interpusieran en el camino del avión.

—Que lo intente —murmuró calmoso, el aviador—. Le vamos a desilusionar, porque pienso cambiar de dirección. ¡Fijaos!

Utilizando el freno izquierdo y el balancín de dirección a un tiempo, el señor Clausen hizo girar completamente al avión y empezó a despegar. Muy pronto se encontraron a considerable altura.

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Viva el señor Clausen! —gritó Ricky.

El avión, describiendo círculos para ganar altura, voló sobre el desembarcadero donde habían visto la embarcación negra.

—¡Se ha ido! —se lamentó Ricky.

—Y cualquiera sabe a dónde —añadió Pete, un poco desanimado.

—Lo averiguaremos —afirmó el señor Clausen, sonriente, conduciendo el avión sobre las aguas. Pero, al mirar el contador de la gasolina, añadió—: No podremos buscar demasiado rato. Nos estamos quedando sin combustible.

Avanzaron sobre las aguas del estrecho en dirección norte, buscando sin cesar la motora negra. A los pocos minutos se acercaban a un trecho invadido por embarcaciones de todas clases. Algunas, con velas de alegres colores, iban y venían entre los grupos de barcas de remos.

Mientras el señor Clausen hacía descender al aparato, Pete anunció:

—¡Allí está la motora negra! ¡Es aquélla que pasa entre dos barcas de vela amarillas!

Ricky y el piloto miraron al lugar hacia donde señalaba Pete. Veloz como una centella, una motora negra levantaba oleadas de blanca espuma en las aguas. ¿Era aquélla la embarcación que buscaban los exploradores aéreos?

De nuevo el avión descendió, inclinándose por la parte del morro y, en aquella posición, los ocupantes del aparato pudieron ver perfectamente a las dos personas que iban en la motora. El timonel guió hacia una zona de aguas despejadas. Al poco redujo la marcha hasta que la motora se detuvo. El otro hombre echó un ancla.

Cuando el avión estuvo directamente encima de la motora, se oyó exclamar a Ricky:

—¡Carambola! ¡Si son sólo chicos!

Mientras el avión se alejaba, los muchachos de la embarcación echaron sus cañas de pescar al agua.

—Esos chicos nos han hecho confundir —murmuró Pete, desencantado.

—Espero que encontremos pronto la motora que nos interesa —declaró por su parte el piloto, mirando preocupado el medidor del combustible.

Y entonces Pete descubrió otra motora negra en la distancia.

—¡Esta vez estoy seguro! —Gritó el mayor de los Hollister—. ¡Veo una raya roja a un lado!

La embarcación fugitiva se dirigía a un gran buque mercante, gris, que se movía lentamente en el centro de las aguas del Oresund.

La motora se situó junto al mercante. Varias figuras, amenguadas por la distancia, salieron a la cubierta del buque desde el cual se hizo descender una escalerilla de cuerda.

El piloto inclinó por la parte del morro el avión para poder ver mejor cuanto sucedía. Un hombre descendió por la escalerilla de cuerda. El hombre de la motora le dio un paquete.

—¡Apuesto algo a que son los ladrones! —dijo Pete, gritando de nerviosismo.

El señor Clausen hizo descender más el avión y lo condujo cerca de la parte posterior del buque cuyo nombre pudieron entonces leer claramente los ocupantes del avión:

«M a d a g a s c a r».

—¡Es el mismo buque que estuvo a punto de echar a pique la barca de «Farfar»! ¡Seguro que el molino de viento hacía las señales para este barco! —dijo Pete.

La motora dio media vuelta apartándose del «Madagascar» y avanzó en línea recta hacia la costa danesa.

—¿Puede usted seguirle, señor Clausen? —preguntó Pete.

El piloto movió negativamente la cabeza, diciendo:

—Me temo que no. Nos queda el combustible justo para regresar al aeropuerto.

Los dos hermanos quedaron algo mohínos, pero comprendieron que lo más importante era regresar para no correr el peligro de quedar sin combustible. Cuando el aparato aterrizó sin incidentes, en el aeropuerto de las afueras de Helsingor, el medidor de gasolina indicaba que el depósito estaba casi vacío.

Saltando a tierra, Pete, Ricky y el piloto corrieron al pequeño edificio de administración.

—Debemos telefonear a la policía —opinó Pete.

—Muy bien. Éste es el camino. Hay cabina telefónica en el edificio.

El señor Clausen marcó el número de la policía, pero encontró la línea ocupada. Volvió a probar suerte a los pocos minutos con igual resultado.

—Más vale que no sigamos esperando aquí —dijo a los muchachos—. Informaremos a la policía desde vuestro hotel.

Un taxi, que acababa de dejar pasajeros en el aeropuerto, llevó a los tres a Helsingor en muy poco espacio de tiempo. Estaba el piloto pagando al taxista, cuando el señor y la señora Hollister salieron apresuradamente de la hospedería. Pete observó enseguida que la expresión de sus padres era nerviosa y angustiada.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Sue y Holly se han perdido! —repuso la madre, con voz trémula—. No podemos encontrarlas por ninguna parte.

Y siguió explicando que, después de regresar del museo, las dos pequeñas habían pedido permiso para quedarse jugando delante del hotel.

—Cuando, hace un momento, papá y yo hemos salido a buscarlas, las nenas no estaban.

—¡Vamos a buscarlas ahora mismo! —resolvió Ricky.

Inmediatamente, los Hollister y el señor Clausen iniciaron la búsqueda. Mientras avanzaban por la acera, pronunciando de vez en cuando los nombres de las dos pequeñas, Pete fue contando a sus padres, a retazos, todo lo ocurrido durante la exploración aérea.

—Estoy seguro de que el señor Schwartz y sus compinches no planean nada bueno —declaró el señor Hollister, ceñudo.

Al poco y en vista de que las niñas no aparecían por parte alguna todos se detuvieron en una calle lateral y decidieron que lo mejor era separarse, formando dos grupos. Buscando por dos lugares distintos a un mismo tiempo, habría más posibilidades de tener suerte. Pete y Ricky irían con el señor Clausen y los señores Hollister buscarían juntos.

—¿Nos encontramos en esta esquina dentro de diez minutos? —sugirió el señor Clausen.

—De acuerdo —accedió el señor Hollister, mientras los dos hombres ponían en la misma hora sus relojes.

El aviador echó a andar con los muchachos por una calle llena de tiendas. Pete y Ricky miraron en cada uno de los establecimientos, pero sus hermanas no se encontraban en ninguno.

Al cabo de un rato el señor Clausen señaló un escaparate lleno de figuritas y estatuillas.

—Ésta es la tienda en donde estuvieron a punto de robar una Sirenita —informó.

Pete, recordando la noticia del periódico, pensó si a sus hermanas se les habría ocurrido entrar en la tienda, buscando pistas. Pero tampoco allí tuvieron suerte. El propietario de la tienda, un hombre bajito y grueso, con grandes bigotes engomados, aseguró que no había visto a nadie de las señas de Sue y Holly.

Al salir de allí, Ricky vio a poca distancia una tienda de caramelos. ¡Era muy fácil que las niñas hubieran ido allí! Pete y Ricky corrieron a averiguarlo.

—¿Han entrado aquí dos niñas? Se llaman Holly y Sue —dijo atropelladamente Ricky al tendero.

Pero el hombre, que no entendía una palabra de inglés, supuso que el pelirrojo quería comprar caramelos. Ya estaba mostrando a los chicos las vitrinas llenas de dulces de todos tipos cuando entró el señor Clausen y habló en danés con el vendedor. No, el hombre no había visto a aquellas niñas. Le apenaba mucho saber que se habían perdido; y como prueba de su compasión dio a Pete y a Ricky un estupendo caramelo de licor.

Cuando salieron de allí ya casi habían transcurrido los diez minutos previstos y los tres volvieron al encuentro de los señores Hollister. Tampoco ellos habían tenido suerte.

—Esta vez, será mejor que vayamos juntos —decidió el señor Hollister.

Esta vez la búsqueda la llevaron a cabo por la zona próxima al agua, donde se encontraba el amarradero del transbordador.

—¡Zambomba! ¿No podría ser que a Sue y Holly se les haya ocurrido dar un paseo en el transbordador, hasta la orilla sueca?

La madre miró a Pete, y luego, siempre con expresión angustiada, fijó la vista en el agua. Todos pudieron ver que el blanco transbordador se deslizaba lentamente sobre las olas, regresando a Dinamarca.

—A lo mejor han hecho un viaje de ida y vuelta —apuntó Ricky—. Son unos patitos con mucha suerte estas niñas…

Cuando la gran embarcación se detuvo en el embarcadero, los Hollister, entre esperanzados y temerosos, miraron fijamente a la cubierta. Pero no se veía aparecer a las pequeñas. Y cuando se bajó la pasarela y los pasajeros empezaron a salir, las pequeñas siguieron sin aparecer.

Sin embargo, al cabo de unos momentos, Pete exclamó:

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Allí las veo!

Un hombre alto, con galones de capitán en su blanco uniforme, bajaba por la pasarela, llevando a Sue en brazos y a Holly de la mano.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó la señora Hollister, corriendo al encuentro de sus hijas.

—¡Mamita! —Llamó Sue, soltándose de los brazos del oficial—. Hemos «hacido» un viaje precioso. Y el capitán Falck nos ha dado un paquete de caramelos porque somos americanas.

Holly presentó al capitán Falck a su familia y al señor Clausen. El capitán, que no sabía inglés, habló con Clausen en danés, explicándole:

—Las niñas subieron a mi barco a echar un vistazo y no les dio tiempo de volver a tierra antes de que zarpáramos.

La señora Hollister dio las gracias al capitán por su amabilidad. Cuando se marcharon, Holly dijo a sus padres:

—Supongo que nos vais a dar unos azotes. Pero os prometo que nunca volveremos a irnos lejos cuando estemos en un país extranjero.

Los padres no pegaron a las dos traviesas pequeñas, sino que las abrazaron repetidamente, muy contentos de haberlas encontrado, y volvieron todos hacia el hotel. En el vestíbulo encontraron a Karen y a Pam.

Antes de que Holly y Sue hubieran tenido tiempo de contar su aventura, Pam exclamó:

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Hemos hecho un gran descubrimiento!