LA LUMINOSA IDEA DE PAM

Dejándose caer al suelo sobre manos y rodillas, Pete se arrastró silenciosamente hacia el lugar de donde llegaban las voces furiosas. Cuanto más se acercaba el muchacho, más ruidosa resultaba la conversación, pero Pete no comprendía las palabras.

«Lo que hablan no es inglés. Pero tampoco parece danés». Y Pete pensó si el idioma que utilizaban aquellos hombres sería francés o alemán.

«Si al menos pudiera verles un momento, o entender lo que dicen…».

Con mucho sigilo, Pete levantó la cabeza y miró por encima de los matorrales. A menos de tres metros de él había dos hombres de mal aspecto, acurrucados en el suelo. Pero ninguno era el señor Schwartz. Pete se fijó en que uno de ellos llevaba un jersey viejo y sucio y el otro una chaqueta a cuadros grises.

Ambos se inclinaban sobre un objeto que quedaba oculto por sus anchos cuerpos. Pete se levantó de puntillas. Uno de los hombres se apartó ligeramente a un lado y Pete pudo ver el objeto… ¡Se trataba de un precioso barquito a escala, de buen tamaño!

Se oyó repetidamente el crujir de astillas cuando los dos hombres empezaron a destrozar el barco.

Conteniendo la respiración, Pete se preguntó qué era lo que convenía hacer. Y dándose cuenta de que no podría enfrentarse con los dos hombres decidió retroceder por donde había llegado para ir a pedir ayuda. Pero, mientras avanzaba sigiloso, pisó una ramita que, al romperse, hizo poner en pie a los dos hombres de un salto. Frunciendo el ceño amenazadoramente avanzaron hacia el lugar en que Pete se encontraba. El muchachito sólo podía hacer una cosa… ¡Dio media vuelta y echó a correr!

La súbita reacción de Pete asombró tanto a los ladrones que los dos quedaron un momento inmóviles, antes de salir en su persecución.

—¡Socorro! ¡Papá, ayúdame! —gritó Pete, con toda la fuerza de sus pulmones.

De pronto, el chico tropezó en una vid y cayó. Sus perseguidores llegaron a toda prisa junto a él y le impidieron ponerse en pie.

—¡Suéltenme! ¡Papá! ¡Socorro! —gritó Pete, antes de que el hombre del jersey le tapase la boca con su manaza.

El otro hombre quitó a Pete el cinturón para sujetarle con ello los tobillos. Luego, se quitó su propia corbata y sujetó con esa prenda las muñecas de Pete. Éste comprendió en seguida que la intención de aquellos hombres era dejarle allí, entre los matorrales, maniatado, mientras ellos huían.

En aquel momento, se oyeron carreras entre los arbustos y Pete consiguió gritar de nuevo, desesperadamente:

—¡Papá! ¡Aquí! ¡Aquí!

Un instante después aparecía el señor Hollister. Viendo la situación, se lanzó de cabeza contra el hombre de la chaqueta, al que hizo retroceder, tambaleándose.

El hombre del jersey echó a correr, dejando que su compañero se defendiera solo. El señor Hollister y el hombre de la chaqueta a cuadros se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo; los dos rodaron por el suelo.

El ladrón, aunque era fuerte y musculoso, no podía competir con el atlético señor Hollister y pronto se dio cuenta de ello.

Cuando logró libertarse, dio media vuelta y echó a correr. Pero el señor Hollister, dando un gran salto, le alcanzó y le agarró por el cuello de la chaqueta. A pesar de ello, el hombre hizo un movimiento veloz y siguió corriendo, dejando su chaqueta en manos del señor Hollister. Éste se acercó entonces a atender a su hijo.

—¡Ve tras ellos, papá! —apremió Pete.

Pero los dos hombres habían desaparecido y los dos Hollister les buscaron inútilmente.

—Lo probable es que esa gente conozca muy bien la región —opinó el señor Hollister—. Vamos, Pete. Daremos cuenta de lo ocurrido a la policía.

El muchacho recogió los restos del barquito y padre e hijo volvieron corriendo al restaurante. El señor Hollister telefoneó a la policía y cinco minutos más tarde se presentó, en el coche patrulla, el mismo oficial que les había interrogado en la carretera. Después de examinar con atención el barco, el policía movió lentamente la cabeza. Seguramente, los ladrones se dirigían a Helsingor, donde la carretera no estaba bloqueada.

—Nosotros vamos hacia Helsingor —dijo Pete—. Buscaremos a esos hombres.

Y a continuación dio al oficial una descripción exacta de cada uno de los ladrones.

El señor Hollister mostró la chaqueta a cuadros que llevaba una etiqueta donde se leía la palabra París. El oficial dijo que estaba seguro de que se encontraban ante una banda de ladrones internacionales. Llevándose el destrozado barquito al coche patrulla, dio las gracias por su ayuda a la familia americana y se alejó.

Mientras proseguían su camino a Helsingor, los Hollister fueron hablando del nuevo aspecto que estaba tomando aquel misterioso asunto de Dinamarca.

—Puede que, después de todo, el señor Cara-Peluda no tenga nada que ver con estos robos de barcos —murmuró Pam, como pensando en voz alta.

—Sí. Lo que pasa es que cuenta con otros hombres que le ayudan —opinó Pete, e hizo una observación en la que los demás no habían pensado. Cada uno de los barquitos a escala que era robado o destrozado, era de tamaño más grande de lo corriente.

—Eso puede querer decir que los ladrones buscan algo que no cabría dentro de uno de los barquitos de tamaño corriente —reflexionó Pam.

—¡Canastos! Entonces será un tesoro grandote.

Los Hollister se encontraban ahora en los alrededores del lugar donde los dos muchachitos habían visto desde el aire el misterioso molino. Pero, como se estaba haciendo tarde, el padre resolvió que debían seguir adelante, sin detenerse.

—En el hotel pueden no guardarnos las habitaciones reservadas si llegamos demasiado tarde —dijo el padre.

Para sorpresa de los niños, Helsingor resultó ser mucho más grande de lo que parecía visto desde el aire. Era una linda población, con casas bonitas y un barrio comercial. Muchas embarcaciones estaban amarradas a orillas del agua. En la distancia se veía un gran transbordador que se dirigía a la ciudad sueca de Helsinborg, a través del estrecho Oresund.

El majestuoso castillo de Kronborg, con sus torres rematadas en capiteles, que se levantaban hacia el cielo, podía contemplarse desde todos los lugares de la población. Holly pidió y suplicó que se fuera a visitar el castillo inmediatamente, pero su madre le dijo que no se permitía la entrada a los visitantes a horas ya tan avanzadas.

El señor Hollister detuvo la furgoneta ante una pequeña hospedería. Un botones llevó a dentro las maletas y luego, condujo a la familia a las tres coquetonas habitaciones que les habían reservado en el segundo piso del edificio de ladrillos.

Todos subieron las estrechas escaleras, menos Sue y Holly que prefirieron quedarse a jugar en el vestíbulo Al cabo de un rato, cuando Pam estaba colgando unos vestidos en el armario de su habitación, Sue y Holly entraron corriendo.

—¡El señor Cara-Peluda está abajo! —gritó Holly, muy nerviosa.

—¡Hasta hemos visto al tatuaje! —declaró la pequeñita, tirando de la mano a Pam—. Anda, ven.

Al oír aquello, todos corrieron abajo, hacia el mostrador de recepción.

—¡Oh! ¡Se ha ido! —Exclamó con desencanto Holly que, sin apenas respirar, preguntó al conserje—: ¿A dónde se ha ido el señor Cara-Peluda?

El conserje, un hombre observador, les dijo que el individuo de la barba había firmado en el libro de registro como señor Julio Bart, pero que, al ver que Sue y Holly le miraban fijamente, recogió su equipaje y se marchó a toda prisa.

El señor Hollister comunicó inmediatamente con la policía para decir que uno de los sospechosos estaba en aquella población.

—La policía pasará por todos los hoteles de Helsingor —explicó el señor Hollister, al colgar el auricular.

Aquella noche, antes de cenar, Pete telefoneó de nuevo a la policía para saber si habían localizado ya al señor Bart. No había habido suerte. El fugitivo, sabiendo que se le había visto, probablemente saldría de la ciudad, e iría a esconderse a algún lugar campestre.

Mientras saboreaban lentamente el postre, Pam dijo que tenía una idea. Por lo visto era fácil que los ladrones estuvieran en Helsingor y en tal caso podrían estar haciendo planes para robar algún barquito miniatura, de los más grandes.

—Pero ¿tú crees que saben cuál es el barquito de que quieren apoderarse? —preguntó la madre.

De eso Pam no podía estar segura. Después de pensar un rato, dijo que se le había ocurrido otra idea que podía dar buen resultado. ¿Y si telefoneaban a Karen a Copenhague y le pedían que buscase, en las bibliotecas de la capital, información sobre los barcos miniatura de Dinamarca?

—Puede que haya algún libro antiguo que hable de un tesoro escondido en uno de esos barquitos —reflexionó la niña.

—Está bien, hijita. Puedes telefonear, como dices —repuso la madre.

Pam corrió al teléfono y al poco, volvió, muy sonriente. Karen había prometido pasarse el resto de la tarde buscando libros donde hablasen de barquitos miniatura.

—¡Zambomba! —dijo Pete, admirativo—. ¿Cómo no se nos habría ocurrido antes una cosa así?

Cuando acabaron toda la cena era ya tarde y la señora Hollister decidió que los niños debían acostarse para poder levantarse temprano y visitar por la mañana el castillo Kronborg.

Después de desayunar la familia marchó a pie hacia el castillo, que estaba a poca distancia de la hospedería. Pete y Ricky iban delante, ansiosos de ver los fosos que rodeaban la antigua fortaleza. La luz del sol brillaba sobre las aguas, donde cuatro cisnes blancos nadaban airosamente. Pete fue el primero en llegar al puente que se extendía sobre el foso y saltó a la baranda de piedra para poder contemplar mejor los cisnes. Ricky le siguió de cerca.

Pero ver a los cisnes no resultaba demasiado emocionante para el pelirrojo, que en seguida llamó:

—¡Ven, Pete! ¡Vamos a hacer un juego! Tú eras el defensor del castillo y yo estaba intentando echarte.

Pete sabía bien que no debían enzarzarse en operaciones guerreras, encontrándose en un lugar tan poco seguro.

—Muy bien, Ricky. Pero espera que saltemos al suelo.

Sin embargo, Ricky ya había dado principio al juego y corrió hacia su hermano con la cabeza inclinada, para aferrarle con ambos brazos por la cintura. Pete perdió el equilibrio. Una expresión de miedo brilló en sus ojos cuando se vio tambaleándose hacia las aguas.

Unos instantes después los dos muchachitos saltaban por los aires para precipitarse en las aguas del foso con un gran chapoteo.