Sue se encontraba sobre la mesa, en el centro de la salita, sosteniendo en alto una bandera danesa. A su alrededor se reñía una tremenda batalla. Nils, Astrid y Pam luchaban contra Pete, Ricky y Holly. Todos utilizaban enormes espadas confeccionadas con periódicos.
¡Plas! ¡Bum! ¡Plof!
—¡Un momento! ¿Qué ocurre aquí? —preguntó el señor Hollister, haciéndose oír por encima del estrépito.
Ricky se limitó a volver un instante la cabeza para aclarar las cosas, diciendo:
—Somos los estonianos, papá.
—Los daneses nos atacan —gritó Pete—. Estamos a punto de ser derrotados.
Ya entonces la señora Hollister había llegado junto a su marido.
—¡De prisa! —ordenó Nils a Sue—. ¡Deja caer la «Dannebrog»!
La chiquitina soltó al instante la bandera que cayó al suelo. Astrid se agachó inmediatamente a recogerla y la levantó con orgullo sobre su cabeza. A continuación, blandiendo furiosamente las espadas de papel, los «daneses» persiguieron a los «estonianos» alrededor de la mesa y por los dormitorios.
—¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos! —gritó Ricky.
Y, súbitamente, todos los niños se calmaron y fueron a dar los buenos días al señor y la señora Hollister que aún no se habían recobrado de su asombro.
Sue saltó de la mesa y corrió a abrazar a su madre.
—Yo era el ángel que dejó caer la bandera desde el cielo —hizo saber, muy orgullosa.
—¡Dios mío! —exclamó la madre, mirando a sus desmelenados hijos—. Nadie diría que alguno de vosotros puede tener alas.
—¡Qué batalla tan tremenda! —exclamó Pete.
—A juzgar por el ruido, creí que estabais utilizando cañones —comentó el señor Hollister.
En aquel momento Pam se dio cuenta de que, por la nariz de Ricky, corría un hilillo de sangre.
—¡Oh…! ¡Hay que ir en seguida a la enfermería!
A toda prisa buscó un poco de papel de seda, hizo una bolita y curó la «herida» de Ricky.
Nils se estaba frotando en silencio la nuca y la señora Hollister se aproximó en seguida a examinar al pequeño danés que tenía un gran chichón en la cabeza. Una compresa de agua fría que se apresuró a preparar Astrid solucionó el problema.
—¿A qué se ha debido todo esto? —quiso saber la señora Hollister, que no estaba demasiado complacida con aquel alboroto matutino.
Holly dio un paso adelante, levantó ligeramente la cabeza y mirando tímidamente a su madre, confesó:
—Creí que sería divertido, ¿sabes?
—¡Y ha sido divertidísimo! —aseguró Nils, todavía sosteniendo el paño húmedo en su nuca.
—Bueno. Aceptamos que «ha sido». Pero si volvemos a tener batallas como ésta, probablemente recibiremos alguna queja de los otros clientes del hotel —murmuró el señor Hollister.
Los cinco hermanos y sus amigos daneses no podían contener la risa, mientras desayunaban, pensando en la feroz batalla. Cuando acabaron el desayuno, Nils y Astrid se levantaron de la mesa y el niño dijo:
—Sentimos tener que irnos, pero hemos de hacer unos encargos de papá y mamá.
—Espero que podamos volver a vernos, antes de que os vayáis de Dinamarca —añadió Astrid y sonriendo a la señora Hollister, añadió—. Le prometo que no tendremos más batallas contra los estonianos.
La señora Hollister abrazó a la niña y dio un apretón de manos a Nils. Cuando los hermanos Clausen se hubieron marchado, los Hollister hablaron de sus planes.
—Hemos prometido visitar a «Farfar» y a «Farmor» esta tarde, otra vez —explicó la madre.
—Mañana haremos una visita al castillo de Kronborg —añadió el padre.
—¡Estupendo! ¡Ojalá podamos detenernos para ver el viejo molino! —deseó Pete, quien a continuación, explicó a sus padres la extraña escena que él y Ricky habían podido ver desde el avión del señor Clausen.
—Si tenemos tiempo, echaremos una mirada —prometió el señor Hollister.
Después de comer, los Hollister fueron de nuevo en coche, a la casita campestre, situada a orillas del agua. «Farfar» y «Farmor» salieron a recibirles a la puerta. Al momento apareció Karen por la parte trasera de la casa.
—Creo que hoy iremos en barca por el Oresund —anunció alegremente—. Pero me temo que no podremos hacer el viaje todos. En la barca sólo caben cinco.
—Pete y yo podemos quedarnos —ofreció espontáneamente Ricky—. Ya nos divertimos mucho ayer con el paseo en avión.
Se acordó que Sue se quedaría con «Farmor» para ayudarle a hacer unos pastelillos de pescado, y los chicos ayudarían a «Farfar», que todavía tenía sin tallar algunos mástiles del barquito. Pete no llevaba ninguna navaja, pero «Farfar» le dijo que él tenía otras navajitas que podía prestar a los dos hermanos.
Pronto el grupo que iba a dar el paseo en barco, consistente en el señor y la señora Hollister, Pam, Holly y Karen, se despidió de los otros encaminándose a la orilla. La blanca barquita de vela de «Farfar» estaba amarrada en el muelle.
—Todos a bordo —dijo Karen.
Los pasajeros cruzaron una pequeña pasarela para entrar en la embarcación. La señora Hollister se sentó en la parte central con sus dos hijas. Karen se puso al timón, y el señor Hollister fue a sentarse con las piernas cruzadas en la proa, cerca del foque.
Cuando se hubieron soltado las amarras, Karen puso en marcha un pequeño motor auxiliar de fuera borda. Muy pronto la barca de vela, que se llamaba «Margrethe», salía del canal hacia las aguas libres del Oresund. Una vez allí, Karen detuvo la marcha del motor y expertamente soltó las velas. Al instante, la brisa infló las lonas y el «Margrethe» avanzó veloz sobre las olas.
Otras muchas embarcaciones navegaban por el Oresund. Había grandes vapores, pequeñas motoras y barquitas de vela muy parecidas a la «Margrethe». Karen condujo hábilmente la barca hasta las aguas libres.
—Miren —señaló—. En la otra orilla están las playas suecas. ¿Quieren que nos acerquemos más?
—¡Sí, sí! —repuso Pam, cuyo cabello castaño y ondulado flotaba con el viento. Una de las actrices favoritas de Pam era sueca y el pensar en ver la tierra de aquella artista hizo a la niña estremecerse de placer.
Virando primero hacia babor y luego a estribor, Karen condujo la barquita a través del Oresund. Luego se acercó a un pequeño armario, sacó de allí unos gemelos y se los ofreció a la señora Hollister.
—Ahora podrán ustedes contemplar un bonito escenario de Suecia.
Primero la señora Hollister y luego sus dos hijas, miraron con los gemelos hacia la pequeña población de la orilla sueca. Luego le llegó el turno al señor Hollister. Cuando hubo contemplado un rato la orilla de enfrente, volvió la cabeza y observó un buque mercante que avanzaba en la dirección de la barca de vela. Su casco color gris sobresalía del campo visual de los gemelos.
—¡Conviene que nos apartemos de aquel buque! —advirtió el señor Hollister a Karen, devolviéndole los gemelos—. ¡Avanza muy de prisa!
—No se preocupe —respondió Karen, conduciendo a la «Margrethe» hacia la orilla danesa—. El viento es fuerte y pasaremos ante el buque sin ninguna dificultad.
Pero las cosas no salieron como Karen esperaba porque la brisa, que había estado soplando hasta entonces, cesó en aquellos momentos. Las velas pendieron lacias.
—¡Bonita ocasión para que cese el viento! —se lamentó Karen.
Desplegó las velas hacia uno y otro lado, esperando alcanzar alguna ráfaga de viento, pero todo fue inútil.
Entre tanto, el gran mercante gris seguía aproximándose y la señora Hollister miró angustiada a la muchacha danesa.
La sonrisa tranquila y confiada no brillaba ya en el rostro de Karen. Con ayuda del señor Hollister, la joven probó a poner en marcha el motor auxiliar. Turnándose, uno y otra se esforzaron por hacerlo funcionar, presionando el «starter».
Pero ¡el motor no se ponía en marcha!
Ahora, también las caritas de Pam y Holly reflejaban miedo.
—¿Qué… qué vamos a hacer? —tartamudeó Holly.
—El piloto del mercante nos verá y no pasará nada —dijo Karen con calma, mirando al puente del gran buque.
El capitán parecía mirar directamente a la barca, pero no se movió de donde estaba. Cada vez se veía más cerca la proa gris del inmenso barco de carga, que oscurecía la vista desde la barquita, como si se tratase de una gran nube tormentosa.
De pronto Karen notó una suave brisa. A toda prisa volvió a echar las velas para uno y otro lado. El viento infló suavemente las lonas y la pequeña «Margrethe» tomó velocidad. Habían tenido suerte en el último momento. Uno de los laterales de la barquita casi rozó el inmenso casco gris, mientras se deslizaba rápidamente sobre las olas.
Cuando al fin se vieron lejos del gran buque, Karen sacudió la cabeza, diciendo:
—Lamento haberle dado este susto, señora Hollister.
Y comentó luego, muy indignada, el hecho de que era la primera vez que el capitán de un buque mercante desatendiese a los ocupantes de una barquita en una situación como la que ellos acababan de pasar.
Mientras observaba al mercante que seguía su camino, levantando rociadas de blanca espuma, Pam se fijó en el nombre del buque.
—¡Papá! ¡Mamá! ¡Mirad! —exclamó.
El nombre del buque, formado con grandes letras blancas en relieve, era «Madagascar».
La niña se acordó inmediatamente del pedazo de sobre que habían encontrado en un banco del parque, y donde se leía la misteriosa palabra «Madagascar». ¿Tendría algo que ver aquello con el buque ante el que acababan de pasar?
—A Pete va a intrigarle mucho todo esto —dijo Pam—. A lo mejor aquel hombre que tenía su cuchillo conocía a algún marinero del «Madagascar».
—Has llegado a una buena conclusión, Pam —dijo el padre, admirado—. ¿Te acuerdas del tatuaje? Muchos marineros son aficionados a llevar esos dibujos en su piel.
Y el señor Hollister añadió que, tal vez, la banda de ladrones estaba formada por marinos renegados.
Karen sonrió de mala gana y aflojó las velas para que tomasen más viento, mientras comentaba:
—No sé si el capitán del «Madagascar» es o no un delincuente, pero sí sé que no es un caballero. «Farfar» se pondrá furioso cuando sepa lo ocurrido.
Conduciendo la barquita muy habilidosamente, Karen les llevó nuevamente a las aguas del pequeño canal. Como no era de esperar que el motor se hubiera arreglado solo, la danesa hubo de seguir valiéndose de las velas y el timón hasta que la «Margrethe» llegó al amarradero de «Farfar».
—¡Pete! —llamó inmediatamente Pam.
Pero nadie le contestó.
—¡Pete, Ricky! ¡Tengo cosas que contaros! —volvió a gritar la niña, mientras cruzaba la pequeña pasarela y saltaba a la hierba.
Tampoco obtuvo respuesta.
—¿Dónde se habrán metido todos? —murmuró la señora Hollister, mientras ellos se encaminaban a la casa.
Karen dijo que lo probable era que los que habían quedado en tierra hubiesen visto aproximarse a la «Margrethe». Con una carcajada añadió:
—Pero puede que los chicos estén ocupados, ayudando a «Farfar», y Sue y «Farmor» no querrán apartarse del horno donde cuecen los pastelillos.
Pam se adelantó, corriendo, y abrió la puerta de la casa. Otra vez llamó a sus hermanos y tampoco le contestaron. La niña sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—Karen, yo… Creo que ha pasado algo… —exclamó, cuando la danesa entró en la casa, con los demás.
Karen y sus amigos fueron primeramente al taller de «Farfar». El barquito estaba sobre el banco de carpintero, pero no se veía al anciano, ni a los muchachos por parte alguna. Todos corrieron, entonces, a la cocina. Sobre la mesa había una bandeja de pastelillos, todavía calientes. Pero Sue y «Farmor» no estaban allí.
—¡Pero…! ¿Es que… que todos han desaparecido? —murmuró Karen perpleja, mientras los Hollister y ella se miraban aterrados.