UN EXTRAÑO TATUAJE

Mientras el desconocido volvía a guardarse la navaja en el bolsillo, Pete vio algo que le hizo sobresaltarse. ¡El hombre llevaba el tatuaje de una bandera en la mano derecha! A la mente del muchachito acudieron dos pensamientos. En primer lugar: «¿Cómo había llegado a manos de aquel hombre la navaja de Pete? Y el tatuaje ¿no sería el distintivo de la banda de Schwartz?».

Pete volvió la cabeza, buscando ayuda. Pero Pam, Nils y Astrid se alejaban lentamente por el camino, buscando con la vista al barbudo. Si les llamaba a voces, Pete temía despertar sospechas en el desconocido.

Con el corazón palpitante, el muchacho miró hacia el otro lado del camino. Allí junto a una fuente vio a un policía, vuelto de espaldas. Pete echó a correr hacia el representante de la ley.

—¿Quiere usted ayudarme, señor? Me han robado mi navaja.

Cuando el hombre uniformado se volvió Pete hizo una mueca de desencanto. La cara del «oficial» estaba embadurnada de grasosa pintura roja, blanca y verde.

—Usted debe… debe de ser sólo un payaso de Tívoli. ¿Verdad? —tartamudeó el muchacho.

El payaso dio un cabeceo, sonrió, encogiéndose de hombros, y se alejó lentamente.

«¡Zambomba! —pensó Pete, malhumorado—. He ido a escoger a un payaso y para colmo no entiende inglés».

Inmediatamente Pete se decidió a ir él solo a hablar con el hombre y pedirle la navaja. Pero, cuando llegó junto al banco, el desconocido se había levantado y se alejaba a grandes zancadas, abriéndose paso entre el gentío.

—¡Espere! ¡Espere! —gritó Pete, echando a correr tras él.

Al oírle, Pam, Nils y Astrid se aproximaron.

—¿Qué pasa? —preguntó Pam—. ¿Has encontrado al señor Cara-Peluda?

—No. Pero he visto a un hombre que tiene mi navaja.

—¿Dónde está? —inquirió Nils.

—¡Venid conmigo!

Corrieron delante, Pete se fue abriendo camino entre los tropeles de alegres daneses que iban de un lado a otro. De vez en cuando podía distinguir, a distancia, al hombre de la navaja que avanzaba muy de prisa.

De pronto, un tren miniatura que arrastraba muchos vagones llenos de pequeños viajeros, cruzó ante Pete que no pudo hacer otra cosa más que correr hasta el último vagón, para proseguir su persecución. Pero, para entonces, el hombre ya no se veía por ninguna parte.

A todas estas complicaciones se añadía el hecho de que iba haciéndose de noche. Como parpadeantes estrellas de muchos colorines, empezaron a encenderse luces en los jardines de Tívoli.

—Creo que le hemos perdido —hubo de reconocer Pete al cabo de un rato.

Y volviéndose a hablar con Pam, Nils y Astrid propuso:

—Vamos otra vez al banco donde estaba sentado ese hombre. A lo mejor encontramos alguna pista.

Al volver allí, encontraron el banco ocupado por una joven pareja que se acariciaba cariñosamente las manos. Tímidamente, Pete y Pam miraron alrededor del banco. La joven les sonrió y preguntó, en danés:

—¿Habéis perdido algo?

Hablando en inglés, para que pudieran entenderla sus amigos, Astrid contestó:

—No. No hemos perdido nada, gracias. Nuestros amigos americanos están buscando alguna pista que puede haber por este banco.

—¿Sois detectives? —preguntó el joven a los Hollister.

—Nos gusta resolver misterios —repuso Pete.

Al oír aquello, la joven pareja se levantó, sonriendo divertida. ¡En el banco pudieron ver todos un blanco sobre!

—¡Mirad! —gritó Nils, acercándose a tomarlo.

Los niños comprobaron en seguida que no era un sobre completo, sino sólo la mitad posterior, donde podía leerse la palabra «Madagascar».

Después de dar las gracias a la amable pareja por haberse levantado del banco, los cuatro niños se alejaron, contemplando aún el pedazo de sobre.

—¿Madagascar? ¿No es una isla que está en la costa este de África? —preguntó Nils.

—Sí —contestó Pete—. Lo estudiamos en la escuela el curso pasado.

—¿Y qué querrá decir eso? —reflexionó Astrid, llena de asombro.

—No lo sé —contestó Pete—. Pero me parece que debemos llevar este sobre a la policía.

—Yo sé dónde está la comisaría —ofreció amablemente Nils, explicando que la comisaría quedaba a corta distancia de la entrada del parque.

Ante todo los jóvenes detectives fueron a buscar a Karen, Ricky y Holly, que se divertían en el tiovivo. Aprovechando una de las paradas, Pete dijo a Karen a dónde querían ir.

—Iremos todos juntos —resolvió la joven danesa, volviéndose a los dos Hollister menores para informarles de la noticia.

Entusiasmados por la nueva aventura, todos marcharon velozmente hacia la comisaría. Se resolvió que Nils daría las explicaciones y Astrid se convertiría en intérprete para los Hollister. Acercándose al despacho central, el niño danés habló con el teniente de guardia.

—¿Y dices que tus amigos americanos están intentando resolver un misterio? —preguntó el policía, incrédulo.

—Sí. Y han encontrado pistas muy buenas —declaró Nils con toda seriedad.

A continuación contó todo lo ocurrido hasta el momento y enseñó al policía el trozo de sobre encontrado.

—Hum… Madagascar… —murmuró el teniente—. Esto es muy raro. Yo no puedo hacer nada. Pero el tatuaje que decís lleva ese hombre en la mano derecha…

El teniente abrió un cajón y sacó varios pliegos de papel que estuvo ojeando unos momentos. Cuando el teniente volvió a hablar aceleradamente, Astrid tradujo, una por una, todas sus palabras a los Hollister. El policía dijo que, recientemente, en Copenhague se habían cometido varios robos. El delincuente se había apoderado de varios objetos raros, de mucho valor artístico.

—Estamos seguros de que ese hombre no es danés —declaró el oficial—. Parece ser que pertenece a una banda internacional de ladrones. Pero no sabemos de él gran cosa, aparte de que lleva tatuada en la mano derecha una bandera extranjera.

Añadió que la policía estaba haciendo redadas con objeto de detener a la banda.

—Espero —dijo, dirigiéndose a Pete— que podamos recuperar pronto tu navaja.

Todos dieron las gracias al oficial y salieron de la comisaría para volver a Tívoli. Cuando cruzaban la puerta de entrada sonó un gran estruendo sobre sus cabezas. Aquello era tan inesperado que Pam se sobresaltó.

—¿Qué ha sido?

—No me extrañaría que hubiese sido un cañón de la fortaleza —opinó Ricky, levantando los ojos al cielo. Un momento después exclamaba—: ¡Oooh! ¿Veis eso?

En el cielo se veía una inmensa rociada de fuegos artificiales, que descendía formando una cascada de plateadas estrellas e incontable colorido.

—¡Zambomba! ¡Es igual que cuando en América celebramos el cuatro de julio! —comentó Pete.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! El cielo estaba iluminado con todos los colores del arco iris. Sonaron gritos y palmoteos que se prolongaron hasta que hubo desaparecido el último chisporroteo de los fuegos de artificio de aquella noche.

Karen explicó a los Hollister que Tívoli era un lugar famoso por aquellos fuegos, y añadió a continuación:

—Ahora es el momento de volver a casa.

Mientras, la joven les conducía hacia la salida, los niños iban haciendo comentarios sobre el extraño misterio del barbudo.

—¡Sois unos magníficos detectives! —declaró Karen, todavía sorprendida por lo afortunados que habían sido los Hollister al encontrar tantas pistas—. Trabajando vosotros y la policía a un tiempo en este asunto, no me cabe duda de que encontraréis a ese señor Cara-Peluda.

Después de dejar en el hotel a los Hollister, Karen se marchó con sus sobrinos.

—Ya volveremos a vernos —prometió Nils, añadiendo que telefonearía a los Hollister al hotel.

Después que Pete y Pam contaron a sus padres los extraños acontecimientos de Tívoli, los niños se acostaron. Pam, que quedó dormida inmediatamente, tuvo un sueño muy curioso. Después de un gran chisporroteo de fuegos artificiales el señor Cara-Peluda apareció entre los resplandores. Y mientras descendía hacia el suelo, se le cayó la barba. Primero el hombre rió a carcajadas, mirando a la niña, luego, toda su persona se transformó en un inmenso tatuaje.

El sueño parecía tan real que Pam despertó sobresaltada, sentándose en la cama. Muy sorprendida, vio que era ya de día y Sue estaba saltando alegremente a los pies de la cama.

—¡Despierta! ¡Despierta! Mamá tiene una sorpresa para nosotros.

Pam se frotó los ojos, adormilada, y bajó los pies al suelo.

—¿Cuál es la sorpresa, mamá? —preguntó, al ver entrar en la habitación a la señora Hollister.

—Quiero guardar el secreto hasta que hayamos acabado el desayuno, hija.

Todos los hermanos estaban ansiosos por enterarse de lo que su madre les reservaba. La señora Hollister solía preparar frecuentes sorpresas para sus hijos que siempre las encontraban muy agradables y divertidas. La sorpresa de aquel día no fue una excepción. Cuando acabaron un apetitoso desayuno, el señor y la señora Hollister, con sus hijos, salieron del hotel. Allí enfrente había alineadas seis bicicletas, una de ellas con una gran cesta sujeta en la parte trasera.

—¡Cuánto te quiero, mamaíta! —gritó Holly, entusiasmada, echando sus bracitos al cuello de la señora Hollister.

—¡Hurra! ¡Vamos a ser turista en «bici»! —exclamó Ricky, yendo a montarse en una de las bicicletas más pequeñas.

—¡Oh, no me dejéis sólita! —suplicó Sue, llorosa, al ver que no había bicicleta para su tamaño.

—Claro que no, hijita —le tranquilizó la señora Hollister—. Tú irás detrás de mí, colocada cómodamente.

La madre levantó en volandas a la pequeña y la metió en la enorme cesta. Luego tomó el manillar y advirtió a la pequeña:

—Sujétate fuerte a mamá, sobre todo cuando tomemos alguna curva.

Todos los demás subieron a sus bicicletas y se pusieron en marcha. El señor Hollister abría la marcha calle arriba y Pam, riendo, declaró que parecían una familia de patos, avanzando uno tras otro en hilera.

—Procurad manteneros todos cerca —advirtió el señor Hollister, volviendo la cabeza—. De lo contrario, podríamos perdernos entre tanto tráfico de bicicletas.

Con mucha pericia el padre guiaba a toda la fila ascendiendo por una calle, descendiendo por la siguiente. Cada vez que volvían una esquina encontraban algo interesante de contemplar. A un lado, una torre en espiral, que parecía un largo y serpenteante pirulí. Pasaron, además, ante varias estatuas de hombres a caballo. Uno de aquellos héroes se llamaba Absalom y fue el fundador de Copenhague, informó el señor Hollister.

Los Hollister se aproximaban ahora a la plaza mayor de Copenhague, parecía que todas las bicicletas existentes en la capital se hubieran reunido allí. Cuando la luz roja de un semáforo obligó a detenerse a la curiosa procesión, Holly y Ricky que iban detrás, vieron que una anciana se había detenido a su lado, también montada a horcajadas en una bicicleta.

—Aquí, hasta las viejecitas van en «bici» —comentó Holly, con ojillos chispeantes por la risa.

En la cara de la anciana se formaron cientos de arruguitas cuando sonrió a los dos pequeños y les dijo adiós con la mano.

Cuando Ricky y Holly volvieron la cabeza hacia delante quedaron asombradísimos, viendo que la luz roja era ahora verde y que todos los ciclistas se alejaban, pedaleando alegremente.

—¿Dónde se han metido papá, mamá y los otros? —preguntó Holly, mirando a todas partes.

Los dos pequeños empezaron a pedalear con toda la rapidez posible, alcanzando a los demás ciclistas y mezclándose entre ellos, pero no consiguieron ver a una sola persona de su familia.

—¿Qué haremos? —preguntó Holly, deteniendo su bicicleta junto al bordillo.

—No lo sé —confesó el pecoso Ricky, haciendo lo mismo—. Creo que somos dos pobres patos perdidos.