RICKY SE HACE UN BUEN «CHICHÓN»

Aturdida por la proximidad de las veloces bicicletas, Sue no sabía qué hacer.

—¡Ayudadme! ¡Papá! —exclamó.

Pero, cuando su familia se volvió a mirar, era ya demasiado tarde para acudir en su ayuda. Los ciclistas procuraron hacerse a un lado, para no atropellar a la asustada niña.

De pronto, una joven delgada, de aspecto atlético, que montaba una bicicleta roja, se inclinó y asió a la pequeñita con su brazo derecho.

—¡Ooooh! —exclamó Sue, al sentirse elevada por los aires.

La ciclista se hizo a un lado de la carretera y dejó a Sue en brazos de la señora Hollister, con la misma facilidad con que le habría entregado un perrito de trapo, ligero de peso. Los ojos de la chiquitina se llenaron de lágrimas.

—Yo sólo quería recoger una flor para mami —explicó la niña, entre risas y lágrimas—, pero estas «bici» no me han dejado.

Su salvadora se echó a reír alegremente, mientras con una mano se apartaba el mechón de cabello rubio que le caía por la frente.

—Me parece muy bien que hayas querido hacer ese regalo a tu mamá.

El señor y la señora Hollister dieron las gracias a la muchacha, quien les dijo que se llamaba Karen Clausen.

—Mis amigos me llaman Karen. Ustedes también pueden llamarme así. Me alegro mucho de haber podido hacer un favor a visitantes americanos.

Pam calculó que la amable muchacha danesa debía de tener unos veinte años. Los dientes de Karen eran blanquísimos; su nariz, graciosamente remangada y los ojos azules. Llevaba el lacio cabello recogido con horquillas de colores, formando un bien peinado moño en la nuca.

Cuando se secaron las lágrimas de Sue, la pequeña se desprendió de los brazos de su madre y fue a abrazar a la joven danesa.

—Te quiero mucho —declaró la niñita—. Tenemos que ser amigas.

—Naturalmente, hijita —concordó Karen, inclinándose hacia Sue.

—¿Quieres ayudarme a hacer una cosa?

—Sí. ¿Qué es?

—Ayúdame a recoger aquella flor.

Todos los Hollister contuvieron la risa cuando Karen tomó a Sue de la mano y la condujo a través de la, carretera. Sue se apoderó de la hermosa tulipa y se la entregó a su madre.

—¿Por qué no vamos ya al hotel? —preguntó Ricky, impaciente, subiendo ya al vehículo.

Pero Sue no quería separarse de Karen.

—¿Por qué no vienes con nosotros? —invitó a la ciclista.

—Eres una niña muy amable. Pero no puedo. Voy camino de mi casa. Tengo una idea mejor. ¿Por qué no se detienen ustedes un momento en mi casa a tomar un vaso de leche y a ver unos graciosos enanitos? Vengan conmigo.

Viendo la expresión suplicante en los ojos de todas sus hijas, el señor y la señora Hollister accedieron a ir.

—También tengo un secreto que mostrar a los chicos —prometió Karen, montando ya en su bicicleta y empezando a pedalear.

El señor Hollister la siguió, a cierta distancia, hasta que Karen giró a la derecha, internándose en un sendero que avanzaba en línea recta.

—¡Canastos! ¿A dónde vamos? —Exclamó Ricky—. ¡Delante sólo se ve agua!

Pam se estaba preguntando cuál sería el secreto de que había hablado Karen, cuando, de repente, describiendo un giro, se internaron en un bosquecillo de arbolado. Delante de los árboles, muy cerca de la orilla, se levantaba una casita encarnada con persianas blancas y tejado cubierto de paja. Unos diminutos arbustos verdes flanqueaban el umbral. En las esquinas de la casa y detrás de cada arbolillo, se veía un gnomo esculpido en madera.

—¡Mirad! ¡Son enanitos de las nieves! —gritó Holly, mientras Karen desmontaba de la bicicleta.

Cuando los Hollister salieron del coche, Karen explicó que aquélla era la casa de su abuelo o «Farfar», como se decía en danés, y de su abuela, o «Farmor».

—«Farfar» es un capitán de marina retirado —explicó la danesa—. Él ha hecho esos enanitos en madera, como distracción, y también talla barcos en miniatura.

Ricky clamó por ver inmediatamente a «Farfar», pero se le informó de que aquel señor no se encontraba en casa.

—Pero está «Farmor». Entren y se la presentaré —ofreció Karen.

Cuándo los Hollister entraron en la coquetona salita, una señora atractiva, de cabellos plateados, se levantó de la silla en que había estado haciendo calceta y saludó a los visitantes.

—«Farmor» —dijo Karen—, ésta es la familia Hollister, de América.

Y luego, la joven danesa contó cómo había conocido a la familia.

«Farmor» hablaba inglés, también, pero no tan perfectamente como su nieta.

—A Karen le gustan los americanos —sonrió «Farmor», mientras estrechaba la mano a cada uno de los visitantes—. «Ja». Son ustedes de carácter alegre como los daneses.

Luego, haciendo un simpático guiño a la señora Hollister, la anciana añadió:

—Además, a Karen le gusta practicar el inglés, o mejor dicho, el americano, con los visitantes.

La señora Clausen pidió a sus visitantes que se sentaran y ella marchó a la cocina, seguida por Karen. Momentos más tarde volvía a presentarse con una bandeja de repostería danesa. Karen llevó vasos de leche para los niños y té caliente para los mayores.

—¡Qué repostería tan deliciosa! —Dijo la señora Hollister—. ¿Lo ha hecho usted misma? —preguntó a la abuela de Karen.

—«Ja» —respondió la anciana—. Es lo que llamamos «wienerbrod» y lleva tres días el prepararlo.

«Farmor» Clausen saboreó el té y luego comentó:

—Por lo visto Sue ha estado a punto de sufrir un accidente. En Dinamarca deben de tener ustedes mucho cuidado con las bicicletas.

—Sí —concordó Karen—. Lo más cómodo y seguro sería que también montasen ustedes en bicicleta.

A lo cual el señor Hollister repuso:

—Eso tenemos intención de hacer. Creemos que es un excelente medio para ver Copenhague.

—Les gustará la capital —aseguró Karen—. Hay muchas cosas interesantes que ver. ¿Han oído hablar de Tívoli?

—Sí —contestó Pam—. En el avión, una señora nos ha hablado de eso.

—Tívoli es aún más bonito por la noche —informó «Farmor».

Pete y Ricky ya habían acabado de tomar la leche y los dulces y el mayor de los hermanos pidió permiso para salir, preguntando:

—¿Podemos ir a mirar por los alrededores?

—«Ja, ja» —asintió «Farmor».

Ricky también pidió permiso y los dos muchachitos salieron a toda prisa de la casa.

—¡Canastos! —exclamó el pecoso con entusiasmo—. Este sitio es superestupendo, Pete.

Los dos se encaminaron hasta la parte trasera de la propiedad, que terminaba en un paredón de piedra, levantado a orillas del agua.

—Seguramente es un canal que llega hasta la bahía —opinó Pete.

—¿Crees que los Clausen tendrán una embarcación? —preguntó Ricky.

Los dos hermanos miraron por los alrededores, pero no vieron embarcación alguna.

Cuando volvían, después de haber dado la vuelta por los exteriores de la casa, Pete vio una escalerilla de mano que iba desde el suelo hasta el tejado cubierto de paja.

—Mira —dijo, señalando un recuadro de paja nueva—. Seguramente «Farfar» está reparando el tejado.

Un travieso resplandor asomó a los ojos de Ricky.

—Se me ha ocurrido una buena idea —declaró, haciendo chasquear los dedos—. Subiremos al tejado y seguramente se verá una perspectiva estupenda.

—No estoy muy seguro de que debamos hacer eso —objetó cautamente Pete—. A lo mejor a los Clausen no les gusta.

—¡Canastos! Pero ¡si yo no soy demasiado pesado! No puedo estropear la paja —insistió el pequeño.

Un tanto indeciso sobre lo conveniente de lo que su hermano iba a hacer, Pete observó cómo Ricky trepaba por la escalerilla con la agilidad de un mono.

—¡Mira, mira! —gritó el pequeño alegremente—. ¿Ves qué fácil es subir?

Apoyado en manos y rodillas, Ricky avanzaba por el tejado inclinado. La paja procedente de hierbas del pantano, resultaba muy resbaladiza. Sin embargo, aplastándose bien sobre el tejado y arrastrándose lentamente, Ricky no tardó en llegar a un trecho horizontal que había en lo alto.

—¿Qué ves desde ahí? —preguntó Pete a su hermano.

—Barcas de vela —notificó Ricky—. Hay una que se aproxima al canal, muy rápida. A lo mejor viene hacia aquí.

Después de haber visto cuanto había que ver, Ricky empezó a descender por el inclinado tejado. Estaba a medio camino cuando empezó a resbalar. Muy asustado, el muchachito intentó sujetarse a las hierbas secas, pero cada vez descendía con mayor rapidez.

—¡Ayúdame, Pete! —gritó apurado.

Pero Pete no podía hacer nada en su favor. Al llegar al alero del tejado, Ricky se vio lanzado al espacio. Pete corrió a su lado.

¡Plom!

—¡Oh! ¡Ay!

Los dos muchachos rodaron por tierra, formando un enredijo de piernas y brazos. Luego quedaron un momento inmóviles sobre el terreno cubierto de hierba. El señor Hollister, que había oído ruidos y palabras inesperadas, salió corriendo de la casa y ayudó a sus hijos a levantarse.

Pete, que había quedado sin aliento, explicó, jadeante.

—Ricky… ha resbalado del… tejado.

—Me he machacado la cabeza, papá. ¡Oh! ¡Cómo me duele! —gimió Ricky, frotándose el «chichón» que iba creciendo en su frente.

Para entonces ya todos habían salido de la casa y rodeaban a los dos chiquillos. «Farmor» tomó a Ricky de la mano, diciendo:

—Vamos a dentro. Yo te curaré esa hinchazón.

Ricky se irguió, muy digno, y, sintiéndose un héroe, entró en la casa con «Farmor». Ella fue a la cocina, sacó un pedazo de hielo del refrigerador, lo envolvió en un paño y lo oprimió sobre la frente de Ricky, cuya hinchazón empezó a descender.

—Ricky, has sido muy travieso subiéndote al tejado —amonestó la señora Hollister a su hijo.

—Perdóname, mamá —pidió Ricky. Y mirando a «Farmor» añadió, con una risilla traviesa—: He patinado estupendamente, mientras ha durado el tejado…

—Tenemos que dar gracias a Dios de que nuestra visita a Dinamarca no haya empezado con algún hueso roto —murmuró la señora Hollister.

Haciendo un guiño al avergonzado Ricky, Karen propuso:

—¿Os parece bien que vayamos a ver el modelo de barco que está haciendo «Farfar»?

—¡Estupendo! —declaró Pete.

También las niñas estaban deseando verlo y todos los Hollister siguieron a Karen al vestíbulo, que llegaba hasta el taller de «Farfar». La muchacha danesa abrió la puerta. Arrimado a una de las paredes laterales había un banco de carpintero y, sobre el tablero, un precioso modelo a escala de un buque.

—Parece de verdad del todo —resolvió Holly asombradísima, mientras entraban.

—Está casi acabado. Sólo le faltan las jarcias —explicó Karen.

Unidos a los tres mástiles del buque en miniatura había vergas y otros complementos hechos a escala precisa.

—Es precioso —declaró Pam—. ¿«Farfar» lo está haciendo para regalárselo a alguno de sus nietos?

—No —contestó Karen—. «Farfar» va a regalarlo a la iglesia.

—¿A la iglesia? —preguntó Pam, asombradísima—. ¡Nunca he visto un barco en una iglesia!

Karen explicó a los Hollister que el diminuto buque sería regalado a la iglesia en memoria de los marineros con quien «Farfar» había navegado años atrás. Pam declaró, encantada:

—Es una costumbre muy bonita. Cuéntanos más sobre ello.

La danesa dijo que, en Dinamarca, aquellos modelos se llamaban «kirkeskibe» y que en otros países del sur de Europa les daban el nombre de modelos de buques votivos. Estaban hechos como ofrenda por los hombres de mar que, en momentos de peligro, prometían hacer un modelo de su barco para la iglesia, si se salvaban.

—Son ofrendas que tienen mucho valor porque están hechos a mano por los donantes —informó «Farmor».

—Estos barcos suelen colgarse del techo de las iglesias —siguió explicando Karen, mientras los niños miraban, fascinados, el brillante casco del buque minúsculo que tenían ante sus ojos.

—¿Y se quedan allí para siempre? —quiso saber Holly.

Le contestaron que la mayoría de los barquitos eran bajados y revisados con intervalos de pocos años.

—¡Qué sitio tan estupendo para esconder un tesoro! —se le ocurrió decir a Pete, que ya se estaba preguntando si no habría algún tesoro oculto en alguno de aquellos «kirkeskibe» de las iglesias.

—¡Cielo santo! —exclamó Karen riendo—. Hablas igual que un detective, Pete. Y, desde luego, tienes razón.

Karen explicó que, en la bodega de muchos de aquellos barquitos en miniatura, se guardaban los documentos del barco, dando información sobre el donante y la fecha en que lo regalaba a la iglesia. A veces, esos documentos estaban escritos primorosamente a mano, sobre pergamino. Por lo general se guardaban dentro de urnitas metálicas o de cristal.

Sonriendo, Karen prosiguió:

—Mis niños sienten mucho interés por los barcos de las iglesias.

Pam levantó la cabeza, perpleja.

—¿Sus niños? ¿Tiene usted hijos?

La joven rió a carcajadas.

—No, no —repuso—. Me refiero a los niños de mi clase de párvulos. Soy maestra de un parvulario.

Mientras todos se echaban a reír, Karen dijo que su escuela no estaba abierta durante los meses de verano.

—Tengo muchos niños de cuatro años, como Sue.

Al decir aquello, Karen buscó con la mirada a la pequeñita. Sue se había acercado a la ventana y miraba a través de los cristales, con los ojos redondos como platos.

—¡Mirad! —gritó—. ¡Ahí llega el señor Cara-Peluda!