CAPÍTULO CXXXIV EL ACOSO - SEGUNDO DÍA

134. El acoso - segundo día

Al romper el día los tres topes fueron puntualmente ocupados de nuevo.

—¿Lo veis? —gritó Ajab tras dejar pasar un pequeño intervalo para que la luz se propagara.

—No vemos nada, señor.

—¡Toda la tripulación a cubierta y a toda vela! Viaja más rápido de lo que supuse… ¡Los juanetes!… Sí, deberían haberse mantenido toda la noche. Pero no importa… No es más que reposo para impulsarse.

Sea aquí dicho que este pertinaz seguimiento de una ballena en particular, continuado del día a la noche y de la noche al día, es algo en modo alguno carente de precedentes en la pesquería de los Mares del Sur. Pues tal es la maravillosa pericia, presciencia de experiencia, e invencible confianza adquirida por algunos grandes genios naturales de entre los comandantes de Nantucket, que a partir de la simple observación de una ballena al ser avistada por última vez podrán, bajo ciertas circunstancias dadas, predecir con bastante exactitud tanto la dirección en que continuará nadando cierto tiempo, durante el cual no se la puede ver, como su probable grado de progresión durante ese periodo. Y en estos casos, de manera similar a como un piloto, cuando a punto de perder de vista una costa cuyo contorno general conoce bien, y a la que desea pronto regresar de nuevo, aunque en un punto más alejado; lo mismo que cuando este piloto permanece junto a su compás, y anota la demora precisa de ese cabo visible en aquel momento, con objeto de enfilar correctamente con la mayor certeza el remoto invisible promontorio al que finalmente va a llegar, así actúa el pescador con la ballena con su compás; pues tras ser perseguida, y diligentemente consignada durante varias horas de luz diurna, entonces, cuando la noche ensombrece al pez, la futura estela de la criatura a través de la oscuridad, está casi tan determinada para la sagaz mente del cazador, como la costa del piloto para éste. De manera que para la asombrosa pericia de este cazador, la proverbial evanescencia de algo escrito en el agua, una estela, es, a todos los propósitos requeridos, algo casi tan fiable como la tierra firme. Y lo mismo que el poderoso leviatán de hierro de la moderna vía férrea, se conoce en toda su andadura de tan familiar manera que, con relojes en sus manos, los hombres miden su paso como los médicos el pulso de un niño; y, despreocupadamente, dicen de él que el tren de ida o el tren de vuelta llegará a tal o cual lugar, a tal o cual hora; casi así, hay ocasiones en las que estos nativos de Nantucket toman el tiempo de ese otro leviatán de las profundidades conforme a la disposición observada de su celeridad; y se dicen a sí mismos: desde ahora a tantas horas esta ballena habrá recorrido doscientas millas, habrá casi alcanzado este o aquel grado de latitud o longitud. Aunque para que finalmente esta perspicacia alcance algún éxito, el viento y el mar deben ser los aliados del ballenero; pues en la calma o con viento contrario, ¿de qué utilidad inmediata es para el marino la pericia que le asevera que está exactamente a noventa y tres leguas y cuarto de su puerto? Muchos sutiles asuntos colaterales referentes al acoso de la ballena es dado inferir de estas afirmaciones.

El barco siguió avanzando, dejando en el mar un surco semejante a cuando una bala de cañón, cuyo tiro falla, se convierte en la reja de un arado y remueve el campo plano.

—¡Por la sal y por el cáñamo! —gritó Stubb—, que este vivaz movimiento de la cubierta trepa por las piernas de uno y le punza en el corazón. ¡Este barco y yo somos dos valientes!… ¡Ja!, ¡ja! Que alguien me coja y me lance al mar con la espalda por delante… pues, ¡por robles vivos!, mi espinazo es una quilla. ¡Ja, ja!, ¡vamos al paso que no deja polvo detrás!

—¡Allí resopla… resopla!… ¡resopla!… ¡justo delante! —era ahora el grito del tope.

—¡Sí, sí! —gritó Stubb—. Lo sabía… no puedes escapar… ¡resopla y pártete el chorro, ah, ballena!… ¡el propio demente maligno va tras de ti!… ¡resopla tu trompa… hazte abscesos en los pulmones!… ¡Ajab estancará tu sangre lo mismo que el molinero cierra la compuerta al torrente!

Y lo único que Stubb hacía era hablar en nombre de casi toda la tripulación. Para entonces el frenesí del acoso les había efervescentemente aprestado, como el vino viejo nuevamente elaborado. Cualesquiera pálidos temores y presagios que algunos de ellos pudieran haber sentido antes; no sólo se mantuvieron ahora ocultos a causa del creciente temor hacia Ajab, sino que se disolvieron, y por todas partes fueron puestos en fuga como tímidas liebres de la pradera que se dispersan ante el galopante búfalo. La mano de la fatalidad se había apoderado de todas sus almas; y de los excitantes riesgos del día anterior; del tormento del suspense de la noche pasada; de la manera fija, impávida, ciega, desalmada, con la que su feroz nave iba abalanzándose hacia su objetivo volante; de todo ello sus corazones se sentían arrastrados. El viento que hacía grandes panzas de sus velas, e impulsaba el navío con brazos tan invisibles como irresistibles, parecía el símbolo de ese invisible agente que de tal manera los esclavizaba en la carrera.

Eran un solo hombre, no treinta. Pues al igual que el único barco que a todos albergaba; aunque conformado de materiales contrastantes —madera de roble, y de arce, y de pino; hierro, y brea, y cáñamo—, todos no obstante se asociaban unos con otros en el único y concreto armazón que se lanzaba a la ruta, equilibrado y también dirigido por la larga quilla central; igual así, todas las individualidades de la tripulación, el valor de este hombre, el temor de aquel hombre; la culpa y la inocencia, todas las variedades estaban soldadas en unicidad, y todas iban dirigidas al fatal objetivo al que Ajab, su único señor y quilla, apuntaba.

La jarcia estaba viva. Los topes, como las copas de altas palmeras, rebosantemente poblados de una vegetación de brazos y piernas. Algunos, colgando de una percha con una mano, extendían la otra en impacientes gestos; otros, protegiéndose los ojos de la vívida luz del sol, se sentaban muy al exterior de las oscilantes vergas; toda la arboladura cargada hasta los topes de mortales, dispuestos y maduros para su destino. ¡Ah!, ¡cómo seguían esforzándose por descubrir en medio de ese infinito azul aquello que los destruiría!

—¿Por qué no lo cantáis, si es que lo veis? —gritó Ajab cuando, tras un lapso de algunos minutos desde el primer aviso, no se escuchó nada más—. Izadme, marineros; os han engañado: Moby Dick no suelta de esa manera un solo surtidor y luego desaparece.

Era exactamente así; en su irreflexiva ansia, los marineros habían tomado alguna otra cosa por el chorrear de la ballena, como pronto demostró el propio suceso; pues apenas había Ajab alcanzado su percha; apenas había sido amarrado el cabo a la cabilla en cubierta, cuando dio el tono para una orquesta que hizo que el aire vibrara como con combinadas descargas de rifles. ¡La triunfante llamada de treinta pulmones de cuero se escuchó cuando —mucho más cerca del barco que el lugar del imaginario surtidor, menos de una milla adelante— Moby Dick físicamente surgió a la vista! Pues no fue con calmados e indolentes chorros; no fue con el pacífico brote de ese místico manantial de su cabeza, como la ballena blanca reveló ahora su vecindad; sino mediante el mucho más asombroso fenómeno del rompiente. Surgiendo de las mayores profundidades con la mayor velocidad, el cachalote lanza de esta manera su entera mole al puro elemento del aire, y apilando una montaña de deslumbrante espuma, muestra su posición a la distancia de siete o más millas. En esos momentos, las olas partidas, rabiosas, que se sacude parecen su melena; y en algunos casos este rompiente es su gesto de desafío.

—¡Ahí rompe! ¡Ahí rompe! —fue el grito, mientras, en su inconmensurable bravuconada, la ballena blanca se lanzaba hacia los cielos al modo del salmón.

Vista tan repentinamente en la planicie azul del mar, y resaltada contra el margen aún más azul del cielo, la rociada que levantó momentáneamente, refulgió y relumbró como un glaciar de manera intolerable; y allí quedó, apagándose y apagándose paulatinamente a partir de su primera centelleante viveza, hasta alcanzar la velada nebulosidad del aguacero que avanza por un valle.

—¡Sí, romped por última vez al sol, Moby Dick! —gritó Ajab—, ¡vuestra hora y vuestro arpón están a mano!… ¡Abajo! Abajo todos, menos un hombre al trinquete. ¡Las lanchas!… ¡Preparados!

Despreciando las tediosas escaleras de cuerda de los obenques, los marineros se deslizaron como estrellas fugaces hasta cubierta por las aisladas burdas y drizas, mientras Ajab era descolgado desde su percha, menos raudo, aunque, aun así, velozmente.

—¡Arriad! —gritó cuando alcanzó su lancha, una de reserva aparejada la tarde anterior—. Señor Starbuck, el barco es vuestro… manteneos aparte de las lanchas, pero manteneos cerca de ellas. ¡Arriad todos!

Como si quisiera infundir un vivo terror en ellos, siendo esta vez él mismo el primer contendiente, Moby Dick había girado, y ahora venía a por las tres tripulaciones. La lancha de Ajab estaba en medio; e instigando a sus hombres, les dijo que afrontaría a la ballena cara a cara —es decir, se lanzaría derecho hacia su frente—, algo no inusual; pues dentro de ciertos límites, tal rumbo oculta el ataque entrante a la visión lateral de la ballena. Pero antes de que ese cercano límite fuera alcanzado, y mientras las tres lanchas aún eran tan claras a sus ojos como los tres mástiles del barco, la ballena blanca, removiéndose hasta alcanzar una furiosa velocidad, precipitándose, como si dijéramos casi en un instante, entre las lanchas, con abiertas mandíbulas y restallante cola, presentó pavorosa batalla en todos los flancos; y ajena a los hierros que le lanzaron desde las lanchas, parecía sólo empeñada en aniquilar cada una de las tablas de que esas lanchas estaban hechas. Mas, diestramente maniobradas, girando incesantemente como corceles adiestrados en el campo de batalla, las lanchas la eludieron durante cierto tiempo; aunque a veces sólo por la anchura de una tabla; mientras, constantemente, el sobrenatural grito de guerra de Ajab hacía trizas cualquier otro alarido que no fuera el suyo.

Al final, en sus irrastreables evoluciones, la ballena blanca de tal forma cruzó y recruzó, y enredó de mil maneras la extensión de las tres estachas entonces aferradas a ella, que éstas se acortaron, y por sí mismas remolcaban las lanchas hacia los hierros que tenía clavados; aunque entonces, momentáneamente, la ballena se hizo un poco a un lado, como si se preparara para una acometida más terrible. Aprovechando esa oportunidad, Ajab soltó estacha primero, y luego rápidamente se puso a recogerla y halarla otra vez… esperando de esa manera desenmarañarla de algunos enredos… cuando, ¡hete aquí!… ¡una visión más feroz que los dientes en orden de batalla de los tiburones!

Atrapados y retorcidos… enroscados en la maraña de la estacha, arpones sueltos y lanzas, con todos sus punzantes pinchos y garfios, llegaron centelleando y goteando a los guiacabos de la proa de la lancha de Ajab. Sólo se podía hacer una cosa. Cogiendo el cuchillo de la lancha, metió con criterio la mano dentro… a través de… y luego fuera… de los rayos de acero; tiró de la estacha que estaba más allá, la pasó a bordo al hombre de proa, y entonces, partiendo dos veces la cuerda cerca de los guiacabos, dejó caer el interceptado haz de acero al mar; y de nuevo quedó en disposición. En ese instante la ballena blanca lanzó una repentina acometida entre las restantes marañas de las otras estachas; al hacerlo así, arrastró irresistiblemente hacia su cola las más enredadas lanchas de Stubb y Flask; las golpeó una contra otra como dos conchas que ruedan en una playa batida por las olas y, zambulléndose entonces en el mar, desapareció en un borboteante torbellino en el que durante cierto tiempo danzaron en rededor, una y otra vez, las aromáticas astillas de cedro de los pecios, igual que la ralladura de nuez moscada en un bol de ponche que se remueve con rapidez.

Mientras las dos tripulaciones estaban todavía dando vueltas en el agua, tratando de alcanzar las tinas de estacha, los remos, y otros restos a flote que giraban; mientras, escorado, el pequeño Flask se hundía y emergía como un frasco vacío, soltando las piernas hacia arriba para escapar de las temibles mandíbulas de los tiburones; y Stubb gritaba ávidamente que alguien le pescara; y mientras la estacha del viejo —ahora rota— servía para que la arrojaran a la cremosa poza para rescatar a quien fuera; en esa salvaje simultaneidad de miles de riesgos concretos, la lancha todavía intacta de Ajab pareció ser izada hacia el cielo por cables invisibles… cuando, similar a una flecha emergiendo perpendicularmente del mar, la ballena blanca golpeó su anchurosa frente contra el fondo, y la lanzó girando una y otra vez al aire; hasta que volvió a caer —con la borda hacia abajo— y Ajab y sus hombres salieron como pudieron de debajo de ella igual que focas de una cueva litoral.

El primer impulso ascendente de la ballena —modificando su dirección al golpear la superficie— la lanzó, a su vez, a ella involuntariamente a una pequeña distancia del centro de la destrucción que había causado; y de espaldas a ésta, descansó ahora unos momentos tanteando lentamente de lado a lado con las palmas de su cola; y siempre que un remo suelto, un pedazo de tabla, la más pequeña astilla o grumo de las lanchas tocaba su piel, su cola se retiraba rápidamente, y volvía de lado, golpeando el mar. Aunque pronto, aparentemente satisfecha de que su trabajo por el momento estuviera concluido, impulsó su arrugada frente a través del océano y, arrastrando tras ella las estachas enredadas, continuó su trayecto a sotavento con el metódico paso del viajero.

Al igual que antes, el atento barco, que había observado toda la pelea, vino de nuevo arribando al rescate, y arriando una lancha, recogió a los marineros que flotaban, las tinas, los remos, y cualquier otra cosa que pudiera ser recogida, y los depositó a salvo en sus cubiertas. Algunos hombros, muñecas y tobillos lesionados; contusiones amoratadas; arpones y lanzas retorcidos; irresolubles marañas de cuerda; remos y tablas rotas; pero ningún daño fatal, o incluso serio, pareció haberle ocurrido a nadie. Como a Fedallah el día anterior, a Ajab se le encontró desoladamente aferrado a la mitad partida de su lancha, que le permitía una flotación comparativamente sencilla; y que no le causó un agotamiento tan grande como la desgracia del día anterior.

Pero cuando se le subió a cubierta, todos los ojos quedaron fijos en él; ya que, en lugar de ponerse en pie por sí mismo, aún se medio colgaba del hombro de Starbuck, que hasta el momento había sido el primero en asistirle. Su pierna de marfil le había sido arrancada de un mordisco, dejando únicamente una corta y afilada esquirla.

—Sí, sí, Starbuck, es dulce recostarse a veces, sea quien fuere el que se recueste; y ojalá el viejo Ajab se hubiera recostado más a menudo de lo que lo ha hecho.

—El zuncho no ha resistido, señor —dijo el carpintero, acercándose ahora—. Me empleé a fondo en esa pierna.

—Aunque ningún hueso roto, espero, señor —dijo Stubb con auténtica preocupación.

—¡Sí!, ¡y todo astillado en pedazos, Stubb!… ahí lo veis… Pero incluso con un hueso roto, el viejo Ajab está intacto; y no considero ningún hueso vivo mío ni una pizca más yo mismo, que este muerto que se ha perdido. Ni ballena blanca, ni hombre, ni demonio puede ni siquiera rozar al viejo Ajab en su propio inaccesible ser. ¿Puede algún plomo tocar aquel suelo, algún mástil rascar aquel techo?… ¡Eh, arriba!, ¿qué dirección?

—Firme a sotavento, señor.

—Caña a barlovento, entonces; ¡desplegad trapo otra vez, guardanaves! Abajo las lanchas de reserva y aparejadlas… Señor Starbuck, alejaos, y reunid a las tripulaciones de las lanchas.

—Permitidme antes llevaros a la amurada, señor.

—¡Oh, oh, oh! ¡Cómo me cornea esta astilla ahora! ¡Maldita fatalidad!, ¡que el capitán, inconquistable en el alma, tenga que tener un oficial tan pusilánime!

—¿Señor?

—Mi cuerpo, señor, no vos. Dadme algo que haga de bastón; allí, esa lanza astillada servirá. Reunid a los marineros. Seguramente no le he visto aún. ¡Por los Cielos, no puede ser!… ¿Falta?… ¡Rápido!, llamadlos a todos.

La sospecha del viejo era cierta. Al reunir a la compañía, el parsi no estaba allí.

—¡El parsi!… —gritó Stubb—, debe de haberse quedado atrapado en…

—¡Que el vómito negro[152] os retuerza!… Corred todos arriba, abajo, a la cabina, al castillo… Encontradle… ¡No se ha perdido… no se ha perdido!

Pero rápidamente regresaron a él con el parte de que no se encontraba al parsi en ningún lugar.

—Sí, señor… —dijo Stubb—, atrapado entre la maraña de vuestra estacha… me pareció verle hundirse, arrastrado.

—¡Mi estacha!, ¿mi estacha? ¿Perdido?… ¿perdido? ¿Qué significa esa pequeña palabra?… ¿Qué toque a muertos resuena en ella, que el viejo Ajab tiembla como si fuera el campanil? ¡El arpón también!… Volcad allí los restos… ¿Lo veis?… El hierro forjado, marineros, el de la ballena blanca… No, no, no… ¡Necio infecto! ¡Esta mano lo lanzó!… ¡Está en el pez!… ¡Atentos, arriba! No lo perdáis… ¡Rápido!… Toda la tripulación a aparejar las lanchas… recoged los remos… ¡Arponeros!, ¡los hierros, los hierros!… Izad más los sobrejuanetes… ¡Cazad todas las escotas!… ¡Timonel!, ¡firme, firme, por tu vida! Rodearé diez veces el inmensurado globo, sí, y me zambulliré derecho a su través, ¡pero aún lo mataré!

—¡Dios omnipotente, mostraos aunque sólo sea un instante! —gritó Starbuck—; nunca, nunca lo capturaréis, viejo… En nombre de Jesús, no más de esto, es peor que la locura del Diablo. Dos días acosado; dos veces hecho astillas; vuestra propia pierna arrebatada de una dentellada de debajo de vos; vuestra maligna sombra perdida… todos los bondadosos ángeles abrumándoos con advertencias: ¿qué más deseáis?… ¿Hemos de seguir persiguiendo este pez asesino hasta que abisme al último hombre? ¿Hemos de ser arrastrados por él al fondo del mar? ¿Hemos de ser por él remolcados al mundo infernal? Ah, ah… ¡Seguir cazándole es impiedad y blasfemia!

—Starbuck, últimamente me he sentido extrañamente impelido a vos; desde esa hora en que los dos vimos… vos sabéis qué, el uno en los ojos del otro. Mas en este asunto de la ballena, sea para mí el exterior de vuestro rostro como la palma de esta mano… un vacío sin rasgos desprovisto de labios. Ajab siempre es Ajab, señor. Este entero acto está inmutablemente decretado. Fue ensayado por vos y por mí mil millones de años antes de que este océano ondeara. ¡Necio! Yo soy el lugarteniente de las Parcas; actúo bajo órdenes. ¡Aplicaos, vos, inferior, a obedecer las mías!… Rodeadme, marineros. Veis un viejo cercenado al muñón; recostado en una lanza astillada; sostenido en un solitario pie. Es Ajab… su cuerpo es un fragmento; pero el alma de Ajab es un ciempiés que se mueve sobre cien patas. Me siento tenso, medio deshilachado, como los cabos que remolcan fragatas desarboladas en una galerna; y puede que eso sea lo que aparente. Pero antes de romperme me escucharéis chascar; y hasta que escuchéis eso, sabed que la guindaleza de Ajab aún remolca su propósito. ¿Creéis, marineros, en los llamados presagios? ¡Entonces reíd en voz alta, y pedid otro más! Pues antes de ahogarse, lo que se ahoga ha de subir dos veces hasta la superficie; y entonces volver a subir, para hundirse por siempre jamás. Así es con Moby Dick… dos días ha salido a flote… mañana será el tercero. Sí, marineros, volverá a subir una vez más… ¡pero sólo para su chorrear final! ¿Os sentís valientes, marineros, valientes?

—¡Como el intrépido fuego! —gritó Stubb.

—Y así de mecánicos —murmuró Ajab. Entonces, mientras los hombres iban hacia proa, siguió murmurando—. ¡Los llamados presagios! Y ayer le dije lo mismo ahí a Starbuck en referencia a mi lancha destrozada. ¡Oh!, ¡con qué valor trato de extraer de los corazones ajenos lo que está roblado tan fijamente en el mío!… El parsi… ¡el parsi! Perdido, ¿perdido? E iba a irse antes… Pero aún había de ser visto de nuevo antes de que yo pudiera perecer… ¿Cómo es eso?… Ahí se da un enigma que podría desconcertar a todos los abogados asistidos por los espíritus de la entera serie histórica de los jueces… me picotea el cerebro como el pico de un halcón. No obstante, seré yo, yo lo resolveré.

Al caer el crepúsculo la ballena aún estaba a la vista a sotavento.

Así que de nuevo se acortó el trapo, y todo sucedió aproximadamente como la noche anterior; salvo que el sonido de los martillos y el zumbido de la muela se escuchó casi hasta el amanecer, mientras los hombres trabajaban a la luz de faroles en el cuidadoso aparejado completo de las lanchas de reserva, y afilando sus armas frescas para el día siguiente. Entretanto, de la quilla rota de la naufragada nave de Ajab, el carpintero le hizo otra pierna; mientras, también como en la noche anterior, Ajab permaneció, gacho el sombrero, inmóvil dentro de su escotillón; su oculta mirada de heliotropo anticipadamente retrasada en su cuadrante; fija al Este para el primer sol.