CAPÍTULO CXXIX | LA CABINA |
---|
(Ajab avanzando para ir a cubierta; Pip le coge de la mano para seguirle.)
-Amigo, amigo, os digo que ahora no debéis seguir a Ajab. Está llegando la hora en la que Ajab no os ahuyentará de él, y aun así no os tendrá a su lado. En vos, pobre amigo, hay lo que bien siento que sana mi enfermedad. Lo igual sana lo igual; y para esta cacería mi enfermedad se convierte en mi más deseada salud. Quedaos aquí abajo, donde se os servirá como si fuerais el capitán. Sí, amigo, os sentaréis aquí, en mi propia silla atornillada; otro tornillo para ella debéis ser.
—¡No, no, no! No tenéis un cuerpo entero, señor; usad al menos de mí, pobre de mí, como vuestra pierna perdida; pisad sobre mí, señor, nada más; no pido otra cosa, así seré parte de vos.
—¡Ah! A pesar de un millón de villanos, ¡esto me convierte en un seguidor incondicional de la inmarchitable fidelidad del hombre!… ¡Y es negro!, ¡Y loco!… Aunque me parece que igual-sana-igual se le aplica también a él; así se vuelve sensato de nuevo.
—Me dicen, señor, que Stubb abandonó una vez al pobre Pip, cuyos huesos sumergidos ahora se ven blancos, a pesar de toda la negrura de su piel viva. Mas yo nunca os abandonaré, señor, como Stubb hizo con él. He de ir con vos, señor.
—Si me hablarais así mucho más, el propósito de Ajab se enfriaría en él. No, os digo; no puede ser.
—¡Oh, buen amo, amo, amo!
—¡Gemid así, y os mataré! ¡Cuidaos, pues también Ajab está loco! Escuchad y oiréis con frecuencia mi pie de marfil sobre cubierta, y sabréis que aún estoy allí. Y ahora os dejo. ¡Vuestra mano!… ¡Chocadla! Fiel sois, muchacho, como la circunferencia a su centro. Así: que Dios os bendiga por siempre; y si se llega a eso… que Dios os salve por siempre, ocurra lo que ocurra.
(Ajab sale; Pip da un paso adelante.)
—Aquí estuvo en este instante; estoy en su aire… pero estoy solo. Ahora, si al menos estuviera aquí el pobre Pip, lo podría soportar, pero está perdido. ¡Pip! ¡Pip! ¡Ding, dong, ding! ¿Quién ha visto a Pip? Debe estar aquí arriba; probemos la puerta. ¿Qué?, ni cerradura, ni cerrojo, ni barra; y aun así no hay modo de abrirla. Debe ser el conjuro; me dijo que me quedara aquí. Sí, y me dijo que esta silla atornillada era mía. Aquí, entonces, me sentaré yo, contra el yugo, en la misma mitad del barco, toda su quilla y sus tres mástiles ante mí. Aquí, dicen nuestros viejos marineros, los grandes almirantes a veces se sientan a la mesa en sus negros setenta y cuatros[149], y la presiden sobre filas de capitanes y tenientes. ¡Ja!, ¿qué es esto?, ¡charreteras!, ¡charreteras!, ¡las charreteras vienen todas empujando! Pasad los decantadores; encantado de veros; ¡escanciad, monsieurs! ¡Que extraña sensación, eh, cuando un muchacho negro es anfitrión de hombres blancos con encaje de oro en sus levitas!… Monsieurs, ¿habéis visto a un tal Pip?… Un pequeño muchacho negro, de cinco pies de alto, ¡abyecta y cobarde apariencia! Saltó una vez de una lancha ballenera… ¿le habéis visto? ¡No! Bien, entonces escanciad de nuevo, capitanes, y brindemos: ¡vergüenza a todos los cobardes!… ¡Chss!, ahí arriba escucho marfil… ¡Oh, amo, amo! En verdad me siento desconsolado cuando andáis por encima de mí. Pero aquí me quedaré, aunque su popa choque contra rocas; y éstas penetren; y las ostras vengan a unírseme.