CAPÍTULO CXV EL PEQUOD ENCUENTRA AL SOLTERO

115. El Pequod encuentra al Soltero

Y bien joviales fueron las imágenes y los sonidos que arribaron a popa unas pocas semanas después de que el arpón de Ajab hubiera sido forjado.

Era un barco de Nantucket, el Soltero, que acababa de embutir su último tonel de aceite, y de echar el cerrojo en sus cuarteles a reventar; y que ahora, con alegre atavío de recreo, iba jovial, aunque algo vanaglorioso, navegando de uno a otro de los muy distanciados barcos en el caladero, antes de poner proa a puerto.

Los tres hombres de sus topes llevaban en sus sombreros largos banderines de estrecha cinta roja; de su popa pendía una ballenera con el fondo hacia arriba; y colgando cautiva del bauprés se veía la larga mandíbula inferior de la última ballena que habían matado. Señales, enseñas y banderas de todos los colores ondeaban de su jarcia por todas partes. Había dos barriles de esperma atados de lado en cada una de sus tres cofas provistas de barquillas; y sobre ellos, en las crucetas de sus masteleros, veías delgados barriletes del mismo precioso fluido; y clavada en la galleta de su palo mayor había una lámpara de latón.

Como se supo después, el Soltero se había topado con el más sorprendente de los éxitos; más maravilloso aún porque, mientras navegaban en los mismos mares, otros muchos navíos habían pasado meses enteros sin conseguir un solo pez. No sólo habían regalado barriles de carne y pan para hacer sitio al más valioso esperma, sino que los habían canjeado con los barcos con los que se había encontrado por toneles suplementarios adicionales; y éstos estaban estibados a lo largo de la cubierta, y en los camarotes del capitán y de los oficiales. Incluso la propia mesa de la cabina se había desmontado para leña para el fuego; y la oficialía comía en la espaciosa tapa de un tonel de aceite atado al suelo como mesa de centro. En el castillo los marineros habían literalmente calafateado y embreado sus arcones, y los habían llenado; se añadía humorísticamente que el cocinero le había puesto una tapa a su cacerola más grande, y la había llenado; que el mozo había taponado su puchero de repuesto del café, y lo había llenado; que los arponeros habían tapado los calces de sus hierros, y los habían llenado; que todo, efectivamente, estaba lleno de esperma, a excepción de los bolsillos del pantalón del capitán, y que éstos los reservaba para meter en ellos las manos, en autocomplaciente testimonio de su entera satisfacción.

Cuando este alegre barco de buena fortuna arribó sobre el taciturno Pequod, el bárbaro sonido de enormes tambores salía de su castillo; y al aproximarse aún más, se vio a un montón de sus hombres en pie alrededor de sus grandes calderos, los cuales, cubiertos con el apergaminado bolso, o piel del estómago del pez negro, hacían un descomunal ruido con cada golpe de los puños cerrados de la tripulación. En el alcázar los oficiales y los arponeros bailaban con las muchachas de color de oliva que se habían fugado con ellos de las islas de la Polinesia; mientras, colgando de una lancha ornamentada, firmemente sujeta en alto entre el trinquete y el mayor, tres negros de Long Island, con resplandecientes arcos de violín de marfil de ballena, presidían la hilarante giga. Entretanto, otros de entre la compañía del barco se afanaban tumultuosamente en la albañilería del fogón, del que habían sido retirados los grandes calderos. Casi habríais pensado que estaban derribando la maldita Bastilla, tan salvajes gritos lanzaban, mientras el ladrillo y el cemento, ahora inútiles, eran arrojados al mar.

Dueño y señor de toda esta función, el capitán permanecía erguido en el elevado alcázar del barco, de manera que la entera regocijante escena estaba totalmente ante él, y parecía meramente ideada para su exclusiva diversión particular.

Y Ajab también estaba erguido en su alcázar, negro y desastrado, con obcecada desolación; y cuando los dos barcos cruzaron las estelas entre sí —uno todo celebración por lo sucedido, el otro todo aprensión sobre el porvenir—, sus dos capitanes representaron todo el chocante contraste de la escena.

—¡Venid a bordo, venid a bordo! —gritó el alegre comandante del Soltero, alzando un vaso y una botella en el aire.

—¿Habéis visto a la ballena blanca? —gritó Ajab en respuesta.

—No; sólo oí hablar de ella, pero no creo en ella en absoluto —dijo el otro, con buen humor— ¡Venid a bordo!

—Sois demasiado joviales, maldita sea. Seguid navegando. ¿Habéis perdido a algún hombre?

—No, que se puedan contar… dos isleños, eso es todo… Pero venid a bordo, viejo amigo, venid. Os quitaré en un momento esa negrura de vuestra frente. Venid, ¿no queréis? (la alegría es la clave); un barco lleno y camino de casa.

—¡Qué tremendamente consabido es un tonto! —murmuró Ajab, y después, en voz alta—: Sois un barco lleno y camino de casa, decís; bien, entonces, llamadme un barco vacío y alejándome. Así que seguid vuestro camino, y yo seguiré el mío. ¡Eh, a proa! ¡Izad todo el trapo, y mantenedle a fil de roda!

Y de este modo, mientras uno de los barcos siguió animosamente con el viento de popa, el otro obstinadamente luchó contra él, hasta que se separaron los dos navíos; la tripulación del Pequod observando con miradas graves y prolongadas hacia el Soltero, que se alejaba; y los hombres del Soltero sin prestar atención alguna a sus miradas, a causa de la animada juerga que tenían. Y cuando Ajab, inclinándose sobre el coronamiento, observó la nave que se dirigía a puerto, sacó de su bolsillo un pequeño frasco de arena, y mirando entonces del barco al frasco, pareció con ello reunir dos remotas asociaciones, pues ese frasco estaba lleno de tierra de Nantucket.