CAPÍTULO CVII EL CARPINTERO

107. El carpintero

Sentaos sultanamente entre las lunas de Saturno[134], y considerad al excelso abstracto hombre en sí mismo; y parece un portento, una dignidad, y una aflicción. Pero desde el mismo lugar considerad a la humanidad en masa y, en su mayor parte, tanto contemporánea como hereditariamente, parece una turba de innecesarios duplicados. Mas el carpintero del Pequod, aunque muy humilde, y lejos de constituir un ejemplo de la excelsa abstracción humana, no era un duplicado; por ello ahora aparece en persona en este escenario.

Como todos los carpinteros que se embarcan, y más especialmente los que sirven en navíos balleneros, era en cierta práctica y brusca manera igualmente experimentado en numerosos oficios y profesiones colaterales a la suya propia; siendo la carrera de carpintero el antiguo y expandido tronco de todas esas artesanías que más o menos tienen que ver con la madera como material auxiliar. Pero, además de aplicársele la anterior observación genérica, este carpintero del Pequod era singularmente eficaz en esas miles de innombradas emergencias mecánicas que continuamente ocurren en un gran barco a lo largo de una expedición de tres o cuatro años en muy lejanos e incivilizados mares. Pues sin mencionar su habilidad en tareas ordinarias (reparar las lanchas desfondadas, las pértigas rotas, rectificar el contorno de remos de pala deformada, insertar guardacabos en cubierta, o nuevas cabillas de madera en las planchas del costado, y otras diversas tareas directamente conectadas con su especial oficio), era también decididamente experto en todo tipo de contrapuestas aptitudes, tanto útiles como improductivas.

El gran escenario en el que representaba todos sus diversos, tan variados, papeles era su banco de carpintero; una pesada y larga mesa provista de varios tornillos de banco de diferentes tamaños, y tanto de hierro como de madera. En cualquier momento, excepto cuando había ballenas al costado, este banco estaba firmemente asegurado, de banda a banda, contra la parte posterior del fogón del beneficio.

Una cabilla resulta demasiado grande para ser insertada con facilidad en su hueco: el carpintero la sujeta en uno de sus siempre dispuestos tornillos, e inmediatamente la reduce. Un pájaro de tierra de extraño plumaje llega, extraviado, a bordo y se le captura: con barras de hueso afeitado de ballena franca, y viguetas transversales de marfil de cachalote, el carpintero hace para él una jaula de aspecto de pagoda. Un remero se abre la muñeca: el carpintero prepara una loción calmante. A Stubb se le ocurre que se pinten estrellas bermellonas sobre la pala de todos sus remos: atornillando cada remo en su gran tornillo de madera, el carpintero simétricamente distribuye la constelación. A un marinero se le antoja llevar pendientes de hueso de tiburón: el carpintero le perfora las orejas. Otro tiene dolor de muelas: el carpintero saca las tenazas y, dando una palmada sobre su banco, le pide que se siente allí, pero el pobre tipo se echa atrás incontrolablemente durante la inconclusa operación: girando la manija de su tornillo de madera, el carpintero le indica que coloque allí la mandíbula si quiere que le saque el diente.

Así, este carpintero estaba preparado en toda circunstancia, y era de igual modo indiferente y carente de miramientos con todos. Los dientes los consideraba pedazos de marfil; las cabezas las creía simples motones; a los propios hombres los tomaba sencillamente por cabrestantes. Y dado que dominaba sobre campo tan amplio, de semejante variedad, y con tal dinamismo de experiencia, además, todo ello parecería sugerir cierta excepcional vivacidad de inteligencia. No era precisamente así, no obstante. Por nada era este hombre más notable que, diríamos, una cierta impersonal estolidez. Impersonal, digo; pues de tal manera se desvanecía en el circundante infinito de cosas, que parecía ser una con la estolidez general discernible en la totalidad del mundo visible; que, aunque activa sin pausa de incontables modos, mantiene, aun así, eternamente su ritmo, y te ignora, por mucho que excaves cimientos para catedrales. Sin embargo, esta medio horrible estolidez suya, que incluía además, aparentemente, una inclemencia que todo lo abarcaba… estaba, sin embargo, extrañamente tocada a veces con un humor antiguo, zumbante, como de muleta, antediluviano, no sin adobar ocasionalmente con una cierta canosa ingeniosidad; más o menos como la que pudo haber servido para pasar el tiempo durante la guardia de media en el barbado castillo de proa del Arca de Noé. ¿Era que este viejo carpintero había sido un viajero toda su vida, cuyo mucho rodar de aquí para allá no sólo no había criado moho alguno, sino, lo que es más, había quitado cualesquiera pequeñas adherencias que originalmente pudieran haberle sido propias? Una abstracción sin añadidos era él; un entero no fraccionado; descomprometido como un niño recién nacido; viviendo sin premeditada referencia a este mundo o al próximo. Casi podríais decir que esta extraña falta de compromiso suya incluía una especie de carencia de inteligencia; pues en sus numerosos oficios no parecía trabajar tanto por razón o por instinto, o simplemente por haber sido instruido a hacerlo, o por alguna combinación de todo esto, equilibrada o no; sino simplemente por una especie de espontáneo, sordo y mudo proceso de repetición. Era un operario puro; su cerebro, si alguna vez había tenido uno, debía de haber fluido tempranamente hacia los músculos de sus dedos. Era como uno de esos irracionales, aunque enormemente útiles, artilugios de Sheffield multum in parvo[135], que adoptan el exterior de una navaja de bolsillo normal –aunque algo hinchada–, pero que contienen no sólo hojas de varios tamaños, sino también destornilladores, sacacorchos, pinzas, punzones, plumas, reglas, limas de uñas y avellanadores. Así que, si sus superiores deseaban utilizar al carpintero como destornillador, todo lo que tenían que hacer era abrir esa parte suya, y el tornillo estaba apretado; o, si deseaban utilizarlo como pinzas, cogerle de las piernas, y ya estaba.

Sin embargo, como previamente se sugirió, este omnipertrechado carpintero de abrir y cerrar no era, a pesar de todo, la mera máquina de un autómata. Si bien no tenía en sí un alma normal, tenía un algo sutil que de alguna manera, anónimamente, desempeñaba su tarea. Lo que eso fuera, ya fuese esencia de mercurio, o unas pocas gotas de cuerno de ciervo[136], no hay manera de decirlo. Pero ahí estaba; y ahí había morado durante sesenta años o más. Y éste era, este mismo inexpresable astuto principio vital en él; éste era el que le mantenía gran parte del tiempo soliloquiando; aunque únicamente como una rueda irracional, que también zumbando soliloquia; o, quizá mejor, su cuerpo era una garita de centinela, y este soliloquiador estaba allí de guardia y hablando todo el tiempo para mantenerse despierto.