CAPÍTULO CV | ¿DISMINUYE LA MAGNITUD DE LA BALLENA?… ¿PERECERÁ? |
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En tanto, entonces, que este leviatán viene renqueando hasta nosotros desde los manantiales de la eternidad, puede preguntarse con propiedad si en el largo curso de sus generaciones no ha degenerado respecto a la masa original de sus ancestros.
Mas al investigar encontramos que las ballenas de la actualidad no sólo son superiores en magnitud a aquellas cuyos restos fósiles se encuentran en el sistema terciario (abarcando un periodo geológico diferenciado anterior al hombre), sino que, de las ballenas encontradas en ese sistema terciario, aquellas que pertenecían a sus formaciones posteriores exceden en tamaño a aquellas de las anteriores.
De todas las ballenas prehumanas exhumadas hasta el momento, la mayor con diferencia es la de Alabama, mencionada en el último capítulo, y ésa tenía menos de setenta pies de longitud de esqueleto. Mientras que ya hemos visto que la cinta métrica da setenta y dos pies para el esqueleto de una ballena moderna de gran tamaño. Y, bajo palabra de ballenero, he oído hablar de cachalotes capturados de cerca de cien pies de largo en el momento de la captura.
Mas ¿no podría ser que, mientras que las ballenas del momento presente tienen ventaja en magnitud respecto a aquellas de todos los periodos geológicos previos, no podría ser que hubieran degenerado desde los tiempos de Adán?
Con seguridad hemos de llegar a esa conclusión si damos crédito a los relatos de caballeros como Plinio y los naturalistas antiguos en general. Pues Plinio nos habla de ballenas que abarcaban acres de masa viviente, y Aldrovandus de otras que medían ochocientos pies de longitud… ¡Puentes colgantes y túneles del Támesis de ballenas! E incluso en los días de Banks y Solander, los naturalistas de Cooke, encontramos a un miembro sueco de la Academia de Ciencias que registra algunas ballenas de Islandia (ballenas reydar-fiskur, o de tripa arrugada) de ciento veinte yardas; es decir, trescientos sesenta pies. Y Lacépède, el naturalista francés, en su elaborada historia de las ballenas, registra en los mismos inicios de su trabajo (página 3) la ballena franca como de cien metros, trescientos veintiocho pies. Y esta obra fue publicada en fecha tan reciente como 1825 d.C.
Pero ¿creerá algún ballenero estas historias? No. La ballena de hoy en día es tan grande como sus antepasados en tiempos de Plinio. Y si alguna vez voy donde esté Plinio, yo, como ballenero (más de lo que él lo era), tendré la osadía de decírselo así. Pues no puedo comprender cómo es que mientras que las momias egipcias, que fueron enterradas miles de años antes de que Plinio naciera, no miden tanto en sus ataúdes como un nativo de Kentucky descalzo; y que mientras que el ganado y los otros animales esculpidos en las más antiguas tabletas de Egipto y Nínive, por las proporciones relativas en las que están dibujados, prueban igual de claramente que el ganado estabulado de calidad y casta de Smithfield no sólo iguala, sino que supera con mucho en magnitud a las más orondas de las vacas del faraón; visto todo esto, no admitiré que de todos los animales sólo la ballena haya degenerado.
Pero aún resta otra averiguación, una esgrimida a menudo por los más rebuscados nativos de Nantucket. Si a causa de los casi omniscientes vigías en los topes de los barcos balleneros, que ahora penetran incluso a través del estrecho de Bering y en el interior de las más remotas gavetas y armarios secretos del mundo; y de los mil arpones y lanzas arrojados a lo largo de todas las costas continentales; el punto a dirimir es si el leviatán puede soportar mucho tiempo una caza tan extendida, y un estrago tan despiadado; si no ha de ser finalmente exterminado de las aguas, y la última ballena, como el último hombre, fumar su última pipa, y entonces evaporarse ella misma en la bocanada final.
Comparando las jorobadas manadas de ballenas con las jorobadas manadas de búfalos que no hace cuarenta años se extendían por decenas de miles en las praderas de Illinois y de Missouri, y agitaban sus melenas de hierro, y fruncían sus ceños preñados de trueno sobre los asentamientos de populosas capitales ribereñas, donde ahora el amable agente de bienes raíces os vende tierra a un dólar la pulgada; en semejante símil parece servido un irrefutable argumento para demostrar que la ballena cazada no puede librarse de una rápida extinción.
Mas debéis mirar este asunto desde todas las perspectivas. Aunque hace un periodo de tiempo tan corto —menos de la longitud normal de una vida— el censo de los búfalos de Illinois excedía al censo de los hombres existentes actualmente en Londres[132], y aunque hoy en día en toda esa región no queda de ellos ni un cuerno ni una pezuña; y aunque la causa de esta portentosa exterminación fue la lanza del hombre; sin embargo, la muy distinta naturaleza de la caza de la ballena impide terminantemente tan infame final para el leviatán. Cuarenta hombres en un barco, cazando el cachalote durante cuarenta y ocho meses, consideran que les ha ido extremadamente bien, y dan gracias a Dios, si al final llevan a puerto el aceite de cuarenta peces. Mientras que en los días de los antiguos cazadores indios y canadienses, y de los tramperos del Oeste, cuando ese lejano Oeste (en cuyo anochecer aún se alzan soles) era inexplorado y virgen, el mismo número de hombres con mocasines, para el mismo número de meses, montados a caballo en lugar de navegando en barcos, habría matado no cuarenta, sino más de cuarenta mil búfalos; un hecho que, de ser necesario, podría comprobarse estadísticamente.
Tampoco, bien considerado, parece argumento a favor de la gradual extinción del cachalote el que, por ejemplo, en años anteriores (digamos, la parte final del siglo anterior) estos leviatanes se encontraran en pequeños hatos con mucha mayor frecuencia que en la actualidad y que, en consecuencia, las expediciones no fueran tan prolongadas, y también fueran mucho más remunerativas. Pues, como se ha señalado en otro lugar, esas ballenas, influidas por ciertas disposiciones de seguridad, ahora nadan los mares en inmensas caravanas, de manera que, en una gran proporción, los ejemplares solitarios sueltos, las parejas, y hatos, y escuelas de otras épocas ahora se unen en ejércitos enormes, aunque muy distanciados e infrecuentes. Eso es todo. E igualmente falaz parece la presunción de que a causa de que las llamadas ballenas de barba de ballena ya no frecuenten muchos caladeros en los que en años anteriores abundaban, esté por ello esa especie también en decadencia. Pues sólo se trata de que las sacan de un promontorio para llevarlas a un cabo; y si una costa ya no está animada con sus surtidores, estad seguros, entonces, de que algún otro y más alejado litoral ha sido muy recientemente sorprendido por el singular espectáculo.
Más aún: respecto a estos leviatanes recién mencionados, ellos tienen dos firmes fortalezas que con toda humana seguridad permanecerán por siempre inexpugnables. Y lo mismo que, ante las invasiones de sus valles, los escarchados suizos se han retirado a sus montañas; así, acosadas en las sabanas y claros de los mares medios, las ballenas de barba de ballena pueden finalmente replegarse a sus ciudadelas polares y, sumergiéndose bajo las postreras barreras y murallas vítreas que hay allí, surgir entre témpanos y campos helados; y, en un círculo encantado de un sempiterno diciembre, desafiar toda persecución del hombre.
Mas dado que quizá se arponean cincuenta de estas ballenas de barba de ballena por cada cachalote, algunos filósofos del castillo de proa han llegado a la conclusión de que este verdadero estrago ha menguado ya muy seriamente sus batallones. Pero aunque ya hace algún tiempo que un cierto número de estas ballenas, no menos de 13.000, ha sido anualmente muerto en la costa noroeste únicamente por los americanos, hay, no obstante, consideraciones que hacen que incluso esta circunstancia sea de poco o ningún peso en este asunto como argumento contrario.
Siendo natural mostrarse algo incrédulo sobre la densidad de población de las más enormes criaturas del globo, qué diremos entonces a Horto, el historiador de Goa, cuando nos relata que, en una partida de caza, el rey de Siam capturó 4.000 elefantes; que en aquellas regiones los elefantes son tan numerosos como las manadas de ganado en los climas templados. Y no parece haber razón para dudar de que si estos elefantes, que ya han sido cazados durante mil años, por Semíramis, por Porus, por Aníbal, y por todos los sucesivos monarcas de Oriente… si todavía sobreviven allí en gran número, mucho más puede la gran ballena subsistir a toda caza, pues tiene unos pastos en los que vagar que son exactamente el doble de grandes que toda el Asia, ambas Américas, Europa y África, Nueva Holanda[133] y todas las islas del mar juntas.
Más aún; debemos considerar que, dada la supuesta gran longevidad de las ballenas, las cuales probablemente alcanzan una edad superior al siglo, en cualquier periodo de tiempo deben, por tanto, ser coetáneas varias generaciones adultas distintas. Y de lo que eso supone fácilmente podremos hacernos cierta idea imaginando que todos los cementerios, camposantos y panteones familiares de la Creación entregaran los cuerpos vivos de todos los hombres, mujeres y niños que estaban vivos setenta y cinco años atrás; y añadieran este incontable gentío a la presente población humana del globo.
Dado lo cual, por todos estos motivos, consideramos la ballena inmortal en su especie, por muy perecedera que sea en su individualidad. Nadó en los mares antes de que los continentes partieran las aguas; en un tiempo nadó sobre el emplazamiento de las Tullerías, y el del castillo de Windsor, y el del Kremlin. En el Diluvio de Noé despreció el Arca; y si alguna vez el mundo vuelve a ser inundado, lo mismo que los Países Bajos, para matar a sus ratas, entonces la ballena eterna aún sobrevivirá y, alzándose sobre la cresta más alta del torrente ecuatorial, lanzará el chorro de su espumoso desafío a los cielos.