CAPÍTULO CIV LA BALLENA FÓSIL

104. La ballena fósil

En su poderosa mole, la ballena ofrece tema de lo más propicio sobre el que extenderse, expandirse y, en general, explayarse. Aunque quisierais, no podríais comprimirla. Por derecho propio debería ser tratada sólo en imperiales folios. Por no hablar de nuevo de los estadios suyos desde espiráculo a cola, y las yardas que mide alrededor de la cintura, pensad sólo en las gigantescas involuciones de sus intestinos, que se albergan en ella como grandes cables y maromas arrollados en el sollado de un barco de la línea.

Ya que he asumido ocuparme de este leviatán, me corresponde mostrarme omniscientemente exhaustivo en la tarea; no pasando por alto ni los más diminutos gérmenes seminales de su sangre, y desenroscando incluso la vuelta más remota de sus intestinos. Al haberle ya descrito en la mayor parte de sus actuales peculiaridades habitatorias y anatómicas, resta ahora magnificarle desde un punto de vista arqueológico, fosilífero y antediluviano. Aplicados a cualquier otra criatura distinta del leviatán —a una hormiga o una mosca—, tales rumbosos términos podrían en justicia ser considerados injustificadamente grandilocuentes. Pero cuando el leviatán es el texto, el caso se altera. Gustoso me siento de tambalearme hacia esta empresa bajo las más pesadas palabras del diccionario. Y dígase aquí que siempre que ha sido conveniente consultar una en el transcurso de estas disertaciones, invariablemente he utilizado una enorme edición en cuarto del Johnson, expresamente adquirida para este propósito; pues la inusual mole personal de ese famoso lexicógrafo le hacía adecuado para compilar un léxico que fuera usado por un autor ballenero como yo.

Uno a menudo oye hablar de escritores que se enaltecen y se hinchan con su tema, aunque pueda parecer un tema meramente vulgar. ¿Qué, entonces, ocurrirá conmigo, al escribir sobre este leviatán? Inconscientemente mi caligrafía se expande a mayúsculas de cartel. ¡Dadme la pluma de un cóndor! ¡Dadme el cráter del Vesubio como tintero! ¡Amigos, sujetadme los brazos! Pues en el mero acto de poner sobre el papel mis pensamientos sobre este leviatán, éstos me agotan, y me hacen desfallecer con su rebosante abarcabilidad de ámbito, como si incluyeran el círculo total de las ciencias, y todas las generaciones de ballenas, y hombres, y mastodontes, pasados, presentes y por venir, junto con todos los giratorios panoramas[131] de dominio sobre la tierra, y a través de todo el universo, sin excluir sus suburbios. ¡Tal y tan engrandecedora es la virtud de un magno y expansivo tema! Nos dilatamos hasta su mole. Para producir un libro colosal, debes elegir un colosal asunto. Jamás podrá escribirse un volumen grandioso y perdurable sobre la mosca, aunque muchos haya que lo han intentado.

Previamente a entrar en el tema de las ballenas fósiles, presento mis credenciales como geólogo, declarando que en el tiempo que he dedicado a actividades diversas he sido cantero, y también un gran cavador de zanjas, canales y pozos, bodegas, sótanos y cisternas de todo tipo. De igual manera, a modo de preliminar, deseo recordar al lector que mientras que en los más antiguos estratos geológicos se encuentran los fósiles de monstruos ahora casi completamente extintos, los subsecuentes restos descubiertos en lo que se llaman formaciones terciarias parecen los vínculos que conectan, o al menos son intermedios, entre las criaturas anteriores a las crónicas, y aquellas por cuya remota posteridad se dice que entraron en el Arca: todas las ballenas fósiles hasta ahora descubiertas pertenecen al periodo terciario, que es el último anterior a las formaciones superficiales. Y aunque ninguna de ellas responde precisamente a ninguna especie conocida del presente, son suficientemente similares a ellas en aspectos generales para justificar que adquieran el rango de fósiles cetáceos.

Fósiles rotos sueltos de ballenas preadánicas, fragmentos de sus huesos y esqueletos, han sido encontrados durante los últimos treinta años, en estratos distintos, en la base de los Alpes, en Lombardía, en Francia, en Inglaterra, en Escocia y en los estados de Luisiana, Mississippi y Alabama. Entre los más curiosos de estos restos están un trozo de cráneo, que en el año 1779 fue desenterrado en la Rue Dauphine, en París, una pequeña calle que se abre casi directamente al palacio de las Tullerías; y los huesos desenterrados al excavar los grandes muelles de Amberes, en época de Napoleón. Cuvier declaró que estos fragmentos habían pertenecido a algunas especies leviatánicas totalmente desconocidas.

El más maravilloso, con mucho, de todos los restos cetáceos era el enorme esqueleto casi completo de un monstruo extinto, encontrado en el año 1842 en la plantación del juez Creagh, en Alabama. Los crédulos y espantados esclavos de la vecindad lo tomaron por los huesos de uno de los ángeles caídos. Los médicos de Alabama lo declararon un reptil enorme, y le otorgaron el nombre de Basilosaurus. Mas al llevarle unos huesos de muestra al otro lado del mar a Owen, el anatomista inglés, resultó que este supuesto reptil era una ballena, aunque de una especie desaparecida. Una significativa ilustración del hecho repetido una y otra vez en este libro, de que el esqueleto de la ballena aporta apenas un pequeño indicio de la forma de su cuerpo totalmente equipado. Así que Owen renombró al monstruo Zeuglodón; y en su comunicación leída ante la Sociedad Geológica de Londres básicamente lo declaró una de las más extraordinarias criaturas que las mutaciones del globo han borrado de nuestra existencia.

Cuando estoy entre estos poderosos esqueletos, estos cráneos, colmillos, mandíbulas, costillas y vértebras de leviatán, caracterizados todos por semejanzas parciales a las razas de monstruos del mar existentes; aunque teniendo al mismo tiempo, por otra parte, afinidades similares a los aniquilados leviatanes anteriores a las crónicas, sus indatables antepasados, me veo trasladado por una corriente a ese portentoso periodo, antes de que el propio tiempo pueda decirse que hubiera comenzado; pues el tiempo comenzó con el hombre. Aquí el caos gris de Saturno rueda sobre mí, y alcanzo veladas y temblorosas visiones fugaces de esas eternidades polares, cuando bastiones de hielo en forma de cuña presionaban sobre lo que ahora son los trópicos; y en todas las 25.000 millas de la circunferencia de este mundo no era visible un palmo de tierra habitable. Entonces el mundo entero era de la ballena; y, reina de la creación, dejaba su estela por las líneas actuales de los Andes y los Himalayas. ¿Quién puede esgrimir un pedigrí como el del leviatán? El arpón de Ajab había derramado sangre más antigua que la de los faraones. Matusalén parece un escolar. Me doy la vuelta para estrechar la mano de Sem. Me siento horrorizado ante esta antemosaica, ilocalizada en su origen, existencia de los indecibles terrores de la ballena, que habiendo sido antes de todo tiempo, deben necesariamente existir después de que hayan finalizado todas las eras humanas.

Mas este leviatán no sólo ha dejado sus trazas prehumanas en las planchas de estereotipia de la naturaleza, y no sólo ha legado su antiguo busto en limo y marga; sino que sobre tabletas egipcias, cuya antigüedad parece reclamar un carácter casi fosilífero para ellas, encontramos la inconfundible huella de su aleta. En una estancia del gran templo de Denderah se descubrió hace unos cincuenta años, sobre el techo de granito, un planisferio esculpido y pintado en el que abundaban centauros, grifos y delfines, similares a las grotescas figuras de los globos celestes de los modernos. Deslizándose entre ellos, el viejo leviatán nadaba al modo de antaño; allí estaba nadando en ese planisferio, siglos antes de que Salomón fuera acunado.

Y no debe omitirse otro extraño testimonio de la antigüedad de la ballena en su propia realidad ósea posdiluviana, tal como fue expuesta por el venerable John Leo, el antiguo viajero de la Barbaría.

«No lejos de la costa tienen un templo, cuyas vigas y durmientes están hechos de huesos de ballena; pues en esa costa a veces aparecen ballenas muertas de monstruoso tamaño. La gente común imagina que, por un secreto poder otorgado por Dios al templo, ninguna ballena puede pasar junto a él sin sufrir una muerte inmediata. Pero la verdad del asunto es que a cada lado del templo hay rocas que se adentran dos millas en el mar, y que hieren a las ballenas cuando se posan sobre ellas. Conservan una costilla de ballena de milagrosa longitud, que descansando en el suelo con su parte convexa hacia arriba, forma un arco, cuya parte superior no puede ser alcanzada por un hombre a lomos de un camello. Esta costilla [dice John Leo] se decía que había estado allí cien años antes de que yo la viera. Sus historiadores afirman que un profeta que profetizó a Mahoma fue originario de este templo, y algunos no dudan en afirmar que el profeta Jonás fue arrojado por la ballena en la base del templo.»

En este templo africano de la ballena os dejo, lector, y si fuerais nativo de Nantucket, y ballenero, allí silenciosamente rendiríais culto.